—Por aquí, my Lord —dijo el teniente, conduciendo al prisionero hacia un lugar que servía de letrinas y vertedero de aguas sucias.
En este lugar había una lumbrera, única abertura en este lado de los muros, que permitía el paso de un hombre.
Ogle sacó una escalera de cuerda que había escondido en un cofre, y acercó un escabel.
Sujetaron la escalera en el borde de la lumbrera, el teniente pasó el primero, luego Mortimer, y por último el barbero. Agarrados a la escalera se deslizaron los tres a lo largo de la muralla, a diez metros del agua reverberante de las zanjas. La luna aún no se había levantado.
«En verdad, mi tío no hubiera podido huir de este modo», pensó Mortimer.
Una masa negra se movió a su lado y se oyó un leve roce de plumas. Era un gran cuervo que anidaba en una tronera, Mortimer, instintivamente alargó la mano y palpó el caliente plumaje hasta que encontró el cuello del pájaro, que lanzó un prolongado grito de dolor, casi humano. El fugitivo apretó los dedos con toda su fuerza hasta que sintió el crujido de los huesos.
El cuerpo del animal cayó al agua produciendo un ruido seco.
—Who goes there?
e
—gritó un centinela.
Y un casco se asomó por una tronera de la Torre del Reloj.
Los tres fugitivos, aferrados a la escalera, se apretaron a la muralla.
«¿Por qué habré hecho eso? —se decía Mortimer—. ¿Qué estúpida tentación me ha empujado a hacerlo? ¡Como si no hubiera ya bastantes peligros... para inventar otros!
Pero el centinela, tranquilizado por el silencio, prosiguió su ronda, y sus pasos fueron alejándose en la noche.
Continuó el descenso. En esta época el agua era poco profunda en las zanjas. Los tres hombres se adentraron en el agua, que les llegaba hasta los hombros, y orillaron la fortaleza, apoyándose con la mano en las piedras del muro romano. Dieron la vuelta a la Torre del Reloj y luego atravesaron el foso, amortiguando todo lo que pudieron el ruido de su marcha. El talud era limoso y resbaladizo. Los fugitivos lo remontaron ayudándose mutuamente y luego corrieron, inclinados, hasta el ribazo del río. Allí les esperaba una barca oculta entre las hierbas. Dos remeros estaban junto a los remos. Un hombre envuelto en una gran capa oscura, con la cabeza cubierta por una caperuza de orejeras y sentado en la popa, emitió por tres veces un débil silbido. Los fugitivos saltaron a la barca.
—My Lord Mortimer —dijo el hombre de la capa tendiéndole las manos.
—My Lord Bishop —respondió el evadido, haciendo el mismo gesto.
Sus dedos encontraron el cabujón de un anillo hacia el que inclinó los labios.
—Go ahead, quickly!
f
—ordenó el prelado a los remeros. Y los remos entraron en el agua.
Adan Orletón, obispo de Hereford, nombrado por el Papa contra la voluntad del rey, y jefe de la oposición del clero, acababa de libertar al más importante señor del reino. Orletón había organizado y preparado todo: convenció a Alspaye asegurándole que iba a ganar el Paraíso y una fortuna, y suministró el narcótico que sumió en el mayor sopor a la Torre de Londres.
—¿Ha ido todo bien, Alspaye? —pregunto.
—Todo lo bien que cabía esperar, my Lord —respondió el teniente—. ¿Cuánto tiempo les durará el sueño?
—Dos días, sin ninguna duda... Tengo aquí lo que os prometí —dijo el obispo, sacando una pesada bolsa que llevaba bajo la capa—. Y también para vos, my Lord, tengo lo necesario para vuestros gastos, al menos para unas semanas.
En este momento se oyó gritar a un centinela:
—Sound the alarm!
g
Pero la barca estaba ya muy adentrada en el río, y todos los gritos de los centinelas no lograrían despertar a la Torre.
—Os debo todo, empezando por la vida —dijo Mortimer al obispo.
—Esperad a darme las gracias cuando estéis en Francia. Os aguardan los caballos en la otra orilla, en Bermondsey. Hay una nave cerca de Douvres, dispuesta a hacerse a la mar.
—¿Venís conmigo?
—No, my Lord, no tengo ningún motivo para huir. En cuanto hayáis embarcado, volveré a mi diócesis.
—¿No teméis por vuestra persona, después de lo que acabáis de hacer?
—Soy eclesiástico —respondió el obispo con un deje de ironía—. El rey me odia; pero no se atreverá a tocarme.
Este prelado de voz tranquila, que charlaba en medio del Támesis tan sosegadamente como si estuviera en el palacio episcopal, tenía gran valor y Mortimer lo admiraba sinceramente.
Los remeros estaban en el centro de la barca; Alspaye y el barbero se habían situado en la proa.
—¿Y la reina? —preguntó Mortimer—. ¿La habéis visto últimamente? ¿La siguen atormentando?
—La reina, por el momento, está en Yorkshire, por donde viaja el rey, lo cual ha facilitado nuestra empresa. Vuestra esposa...
El obispo acentuó ligeramente esta palabra.
—...vuestra esposa me envió el otro día noticias de la soberana.
Mortimer se sintió enrojecer y se alegró de estar en la oscuridad que ocultaba su turbación.
Se había preocupado por la reina antes de preguntar por los suyos y por su propia mujer. ¿No había pensado solamente en la reina Isabel durante sus dieciocho meses de prisión?
—La reina os aprecia mucho —continuó el obispo—. Ha sacado del pequeño tesoro que le dejan nuestros buenos amigos los Despenser lo que os voy a entregar, para que podáis vivir en Francia.
Los gastos de Alspaye, el barbero, los caballos y la nave que os espera, van por cuenta de mi diócesis.
Había puesto la mano sobre el brazo del evadido.
—¡Estáis mojado! —agregó.
—¡Bah! —exclamó Mortimer—. El aire de la libertad me secará rápidamente.
Se levantó, se quitó la cota y la camisa, y permaneció en pie, desnudo el torso, en medio de la barca. Tenía un cuerpo hermoso y fuerte, de poderosos hombros y espalda ancha y musculosa. El cautiverio lo había adelgazado, sin disminuir la impresión de fuerza que daba su persona. La luna, que acababa de salir, dibujaba los relieves de su pecho.
—Propicia para los enamorados, funesta para los fugitivos —dijo el obispo señalando a la luna—. Lo hemos hecho a la hora precisa.
Roger Mortimer sentía en la piel y en los cabellos mojados el aire de la noche, cargado de olores de hierbas y de agua. El Támesis, liso y negro, huía a lo largo de la barca, y los remos levantaban lentejuelas de plata. Se acercaban a la orilla opuesta. El gran barón se volvió para mirar por última vez la Torre, alta, inmensa, apoyada en sus fortificaciones, murallas y espolones. «Nadie se evade de la Torre...» Era el primer prisionero desde hacía siglos que se escapaba; examinaba la importancia de su acto, y el desafío que lanzaba al poder de los reyes.
Detrás de ellos, se perfilaba en la noche la ciudad dormida. En las dos orillas y hasta el gran puente protegido por sus altas torres, se balanceaban lentamente los apretujados y numerosos mástiles de los navíos de la Hansa londinense, teutónica, parisiense, de toda Europa, que traían los paños de Brujas; el cobre, la brea, los cuchillos y vinos, de Saintonge; y de Aquitania, el pescado seco; y cargaban para Flandes, Ruan, Burdeos y Lisboa, trigo, cuero, estaño, queso y sobre todo la mejor lana del mundo, la de las ovejas inglesas. Por su forma y decorados se reconocían las grandes galeras venecianas.
Pero Roger Mortimer de Wigmore pensaba en Francia. Iría a pedir asilo a Artois, a su primo Juan de Fiennes... Extendió los brazos con gesto de hombre libre.
El obispo Orletón, que lamentaba no haber nacido agraciado ni gran señor, contemplaba con una especie de envidia aquel gran cuerpo firme, dispuesto a saltar en la montura, aquel ancho y bien formado torso, la altiva barbilla, los ondulados cabellos, que iban a llevar en su destierro el destino de Inglaterra.
El rojo cojín de terciopelo sobre el que la reina Isabel apoyaba sus pequeños pies estaba desgastado hasta la trama; las borlas de oro de las cuatro puntas habían perdido el brillo; los lises de Francia y los leones de Inglaterra, bordados en el tejido, se deshilachaban. Pero, ¿por qué cambiarlo y pedir otro, ya que el nuevo, en cuanto apareciera, serviría de apoyo a los zapatos bordados de perlas de Hugh Despenser, el amante del rey? La reina miraba aquel viejo cojín que había arrastrado por el suelo de todos los castillos del reino, una temporada en Dorset, otra en Norfolk, el invierno en Warwick y este verano en Yorkshire, sin permanecer más de tres días en el mismo lugar. El 10 de agosto, hacía menos de una semana, la corte estaba en Cowick; ayer se habían detenido en Eserick; actualmente acampaban, mas que se alojaban, en el priorato de Kirkham; pasado mañana partirían para Lockton, para Pickering. Los escasos y polvorientos tapices, la abollada vajilla, los gastados vestidos que formaban el equipo de viaje de la reina Isabel, serían amontonados de nuevo en los cofres; desmontarían la cama de cortinas para volverla a montar en otra parte; aquella cama tan deteriorada por el continuo transporte, que amenazaba derrumbarse y en la que la reina hacía dormir a veces a su dama de compañía, lady Juana Mortimer y, en ocasiones, a su primogénito, el príncipe Eduardo, temerosa de que si se quedaba sola pudieran asesinarla. Los Despenser no se atreverían a apuñalarla ante los ojos del príncipe heredero... Y seguía el recorrido a través del reino, de los verdes campos y de los tristes castillos.
Eduardo II quería darse a conocer a todos sus vasallos. Creía honrarlos con su visita, y con algunas palabras amistosas intentaba ganarse su fidelidad en contra de los escoceses o del partido galés. La verdad es que hubiera ganado mostrándose menos. Un leve desorden acompañaba sus Pasos. Su ligereza en hablar de los asuntos de gobierno, que consideraba como una actitud de desprendimiento soberano, contrariaba fuertemente a los señores, abades y notables, que iban a exponerle los problemas locales. La intimidad de que hacía gala con su todopoderoso chambelán, cuya mano acariciaba en pleno Consejo o durante la misa; sus risas escandalosas, las liberalidades que de repente concedía a un pequeño empleado o a un joven palafrenero, estupefacto, confirmaban los rumores escandalosos que habían llegado hasta las provincias, donde, al igual que en todas partes, los maridos engañaban a sus esposas, pero con mujeres. Y lo que se murmuraba antes de su llegada, se decía en voz alta en cuanto se marchaba. Bastaba que aquel hermoso hombre de barba rubia y voluntad débil hiciera su aparición con la corona en la cabeza, para que se hundiera todo el prestigio de la majestad real. Y los ambiciosos cortesanos que lo rodeaban conseguían hacerlo más odioso.
La reina asistía impotente a esta ambulante decadencia. Participaba de sentimientos antagónicos: por una parte, su naturaleza verdaderamente real, heredada de un fuerte atavismo capetino, se irritaba, se indignaba, sufría con esa degradación continua de la autoridad soberana; pero al mismo tiempo la esposa ofendida, amenazada, herida, se regocijaba secretamente a cada enemigo que se creaba el rey. No comprendía como había podido amar en otro tiempo, o al menos esforzarse en amar, a un ser tan despreciable que la trataba de forma tan odiosa. ¿Por qué la obligaban a realizar esos viajes y la mostraban, escarnecida como se veía, a todo el reino? ¿Creían el rey y su favorito engañar a alguien y que la presencia de la reina daba a su relación un aspecto inocente, o bien deseaban tenerla bajo vigilancia? ¡Cuánto hubiera preferido Isabel vivir en Londres o en Windsor, o incluso en uno de los castillos que le habían concedido teóricamente, para esperar un cambio de la suerte o simplemente la vejez! Y, sobre todo, ¡cuánto lamentaba que Tomas de Lancaster y Roger Mortimer, grandes barones que eran verdaderos hombres no hubieran salido triunfantes en su rebelión del año anterior...!
Levantó sus hermosos ojos azules hacia sire de Bouville, enviado de la corte de Francia, y le dijo en voz baja:
—Desde hace un mes observáis mi vida, messire Hugo. No os pido que contéis estas miserias a mi hermano, ni a mi tío de Valois. Cuatro reyes se han sucedido en el trono de Francia: mi padre, el rey Felipe, que me casó por interés de la corona...
—¡Que Dios guarde su alma, señora, que Dios la guarde! —dijo con convicción, pero sin levantar el tono, el grueso Bouville—. A ningún otro hombre he querido más, ni he servido con tanta alegría.
—...luego mi hermano Luis, que ocupó el trono pocos meses; después mi hermano Felipe, con el que no me llevaba bien pero a quien no le faltaba talento...
La cara de Bouville se enfurruñó un poco, como siempre que le hablaban del rey Felipe el Largo.
—...por último, mi hermano Carlos, que reina actualmente —prosiguió la reina—. Todos han conocido mi situación, y no han podido o no han querido hacer nada. Inglaterra sólo interesa a los reyes de Francia en lo tocante a Aquitania. Una princesa de Francia en el trono inglés, porque al mismo tiempo se convierte en duquesa de Aquitania, le supone una garantía de paz. Y si la Guyena está en calma, poco les importa que su hija o hermana muera de vergüenza y de abandono al otro lado del mar. Se lo digáis o no todo será igual; pero los días que habéis pasado a mi lado han sido muy felices, ya que he podido hablar con un amigo; y bien habéis visto que pocos tengo. Sin mi querida lady Juana, que se muestra constante en compartir mi infortunio, no tendría ninguno.
La reina pronunció estas palabras volviéndose hacia su dama de compañía, que estaba sentada a su lado, Juana Mortimer, sobrina nieta del famoso senescal de Joinville, una gran mujer de treinta y siete años, de franca mirada y limpias acciones.
—Señora —respondió lady Juana—, más hacéis vos por mantener mi valor que yo por aumentar el vuestro. Y os habéis expuesto mucho conservándome a vuestro lado desde que está mi esposo en la cárcel.
Los tres interlocutores continuaron hablando a media voz, ya que el susurro, y la conversación aparte, se habían hecho costumbre necesaria en aquella corte, en que nunca se estaba a solas y donde la reina vivía rodeada de malquerencias.
En este momento tres doncellas, situadas en un rincón de la pieza, bordaban una colcha destinada a lady Alienor Despenser, mujer del favorito, la cual, junto a una ventana abierta, jugaba al ajedrez con el príncipe heredero. Un poco mas lejos, el segundo hijo de la reina, que había cumplido siete años hacía tres semanas, se fabricaba un arco con una varita de avellano; y las dos hijas, Isabel y Alienor, de cinco y dos años, sentadas en el suelo, se entretenían con muñecas de trapo.