Mientras movía las piezas en el ajedrez de marfil, la Despenser no dejaba de espiar a la reina y se esforzaba en adivinar su conversación. Esta mujer, de frente lisa y corta, ojos ardientes y gesto irónico, sin ser desgraciada físicamente, estaba marcada por la fealdad que proviene de un alma perversa. Era descendiente de la familia de Clare, y su carrera había sido bastante extraña: cuñada del antiguo amante del rey, del caballero Gavestón, al que los barones dirigidos por Tomas de Lancaster habían ejecutado hacía once años, era esposa del amante actual. Sentía una morbosa delectación en favorecer los amores masculinos para satisfacer su deseo de dinero y sus ambiciones de poder. Además era tonta: iba a perder su partida de ajedrez por el solo placer de gritar con tono provocativo:
—¡Jaque a la reina... jaque a la reina!
Eduardo, príncipe heredero, que contaba once años, de cara fina y alargada, de carácter reservado más que tímido y que casi siempre tenía los ojos bajos, aprovechaba los menores fallos de su contrincante y se afanaba por vencer.
La brisa de agosto enviaba por la estrecha ventana ráfagas de polvo caliente; cuando el sol desapareciera, un húmedo frescor se instalaría de nuevo entre los espesos y sombríos muros del priorato de Kírkham.
De la gran sala del cabildo, donde el rey celebraba su Consejo ambulante, surgía el alboroto de numerosas voces.
—Señora, —dijo el conde de Bouville—, de buen grado os dedicaría todos los días que me quedan de vida, si pudiera seros de alguna utilidad. Me complacería, os lo aseguro. Siendo viudo y teniendo mis hijos colocados, ¿qué me queda por hacer en este bajo mundo sino emplear mis últimas fuerzas en servir a los descendientes del rey que fue mi bienhechor? Y a vuestro lado, señora, es donde me encuentro más cerca de él. Tenéis su grandeza de alma, su manera de hablar y su belleza inmarcesible. Cuando murió, a los cuarenta y seis años, apenas aparentaba más de treinta. Vos seréis igual. Nadie diría que habéis tenido cuatro hijos...
Una sonrisa iluminó las facciones de la reina. Rodeada de tantos odios, le era agradable ver en Bouville tal devoción hacia ella; humillada como mujer, escuchaba complacida alabar su belleza, aunque el elogio viniera de un hombre grueso, canoso y con ojos de viejo perro fiel.
—Tengo ya treinta y un años, de los que quince he pasado de la manera que veis —dijo ella—.
Esos años tal vez no se marcan en la cara, pero dejan arrugas en el alma... Tambien a mí, Bouville, me gustaría teneros a mi lado, si fuera posible.
—¡Ay, señora! Veo que mi misión toca a su fin, y sin gran éxito. El rey Eduardo me lo ha dado a entender dos veces, y se ha sorprendido de que estuviera todavía aquí, ya que había entregado al Lombardo al Parlamento
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del rey de Francia.
Porque el pretexto oficial de la embajada de Bouville era solicitar la extradición de un tal Tomas Enrique, miembro de la importante compañía de los Scali de Florencia. Este banquero, habiendo arrendado ciertas tierras de la corona de Francia, había obtenido considerables rentas, sin pagar lo que debía al Tesoro, y por último se había refugiado en Inglaterra. El asunto era grave; pero Se podía haber arreglado por carta o enviando a una persona de menos categoría, sin que fuera necesario el desplazamiento de un antiguo gran chambelán que tenía asiento en el Consejo Privado.
La verdad era que Bouville estaba encargado de proseguir otra negociación más difícil.
A monseñor Carlos de Valois, tío del rey de Francia y de la reina Isabel, se le había metido en la cabeza el año anterior casar a una de sus últimas hijas, María, con el príncipe Eduardo, heredero de Inglaterra. Monseñor de Valois —¿quién lo podía ignorar en Europa?— tenía siete hijas, cuyo casamiento había sido para el motivo de grave preocupación. Sus siete hijas eran de tres esposas, ya que monseñor de Valois, en el curso de su agitada existencia, había tenido la desgracia de quedar viudo dos veces.
Había que tener la cabeza muy despejada para no confundirse con esta descendencia; y saber, por ejemplo, cuando se hablaba de la señora Juana de Valois, si se trataba de la condesa de Hainaut o de la condesa de Beaumont, es decir de la mujer, desde hacía cinco años, de Roberto de Artois. Para complicarlo más, dos hijas llevaban el mismo nombre. En cuanto a Catalina, heredera del trono fantasma de Constantinopla, hija del segundo matrimonio, estaba casada con el príncipe de Acaya, Felipe de Tarento, que era hermano mayor de la primera mujer de su padre. ¡Un verdadero rompecabezas!
Ahora, monseñor de Valois proponía la boda de la hija mayor de su tercer matrimonio con su sobrino nieto de Inglaterra.
Monseñor de Valois había enviado a principios de año una misión compuesta por el conde Enrique de Sully, Raul Servain de Jouy y Roberto Bertrand, llamado «el caballero del Verde León». Estos embajadores, a fin de granjearse la amistad del rey Eduardo II, lo habían acompañado en una expedición contra los escoceses. En la batalla de Blackmore los ingleses emprendieron la fuga, y los embajadores franceses cayeron en manos del enemigo. Cuando, después de tan desagradables aventuras, se vieron libres, Eduardo les había respondido, de manera dilatoria y evasiva, que el matrimonio de su hijo no podía resolverse tan rápidamente, que era algo demasiado importante para decidirlo sin consejo del Parlamento, y que este se reuniría en junio para discutirlo.
Quería ligar este asunto con el homenaje que debía rendir al rey de Francia por el ducado de Aquitania... Luego, el Parlamento convocado ni siquiera se había ocupado de la cuestión.
Monseñor de Valois, impaciente, aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para enviar al conde de Bouville, cuya devoción a la familia capetina no podía ponerse en duda y que, a falta de talento, tenía buena experiencia en tales misiones. Bouville había negociado en Nápoles, según instrucciones de monseñor de Valois, el segundo matrimonio de Luis X con Clemencia de Hungría; después de la muerte del Turbulento había sido curador del vientre de la reina; pero no le gustaba hablar de ese periodo. Había realizado también varias misiones en Aviñón, cerca de la Santa Sede; y su memoria era excelente en lo relativo a los lazos familiares, infinitamente complicados, que formaban la red de alianzas de las casas reales. El buen Bouvílle se sentía muy decepcionado por tener que regresar con las manos vacías.
—Monseñor de Valois —dijo— se va a encolerizar, puesto que ya ha solicitado dispensa a la Santa Sede para este matrimonio...
—He hecho lo que he podido, Bouville —dijo la reina—, y con ello podéis juzgar la importancia que me conceden... sin embargo, siento menos pesar que vos; no deseo que otra princesa de mi familia sufra lo que yo sufro aquí.
—Señora —respondió Bouville bajando más la voz—, ¿dudáis de vuestro hijo? Gracias a Dios, parece haber salido más a vos que a su padre. Os vuelvo a ver a su misma edad, en el jardín del palacio de la Cité, o en Fontainebleau...
Le interrumpieron. Se abrió la puerta para dar paso al rey de Inglaterra. Entró apresurado, la cabeza echada hacia atrás y acariciándose la rubia barba con gesto nervioso, lo cual en el era señal de irritación. Le seguían sus consejeros habituales, es decir, los dos Despenser, padre e hijo; el canciller Baldock, el conde de Arundel y el obispo de Exeter. Los dos hermanastros del rey, condes de Kent y de Norfolk, jóvenes por los que corría sangre francesa, ya que su madre era hermana de Felipe el Hermoso, formaban parte de su séquito, pero a desgana. La misma impresión causaba Enrique de Leicester, personaje bajo y cuadrado, de grandes ojos claros, apodado Cuello-Torcido a causa de una deformación en la nuca y hombros que le obligaba a llevar la cabeza completamente de través, y dificultaba enormemente la labor de los armeros encargados de forjar sus corazas.
Apretujándose en el derrame de la puerta se veían algunos eclesiásticos y dignatarios locales.
—¿Sabéis la noticia, señora? —exclamó el rey Eduardo dirigiéndose a la reina—. Seguro que os va a alegrar. Vuestro Mortimer se ha escapado de la Torre.
Lady Despenser se sobresaltó ante el tablero del ajedrez y lanzó una exclamación indignada, como si la fuga del varón de Wigmore fuera para ella un insulto personal.
La reina Isabel no cambió de actitud ni de expresión; solamente parpadeó un poco más de prisa de lo corriente, y su mano buscó furtivamente a lo largo de los pliegues de su vestido, la mano de Lady Juana Mortimer, como para invitarla a mantenerse fuerte y en calma. El grueso Bouville se había levantado y se mantenía aparte, considerándose ajeno a aquel asunto que concernía únicamente a la corona inglesa.
—No es mi Mortimer, Sire —respondió la reina—. Lord Roger es súbdito vuestro, creo yo, antes que mío, y no soy responsable de los actos de vuestros barones. Vos lo teníais en prisión, y él ha procurado escapar; es lo corriente.
—¡Ah! Con esas palabras demostráis bien a las claras que aprobáis su proceder. ¡Dejad, pues, manifestar vuestro júbilo, señora! Desde que ese Mortimer se dignó mostrarse en mi Corte no tuvisteis ojos más que para él. No cesasteis de alabar sus méritos, y todas las felonías que me hacía las considerábais como prueba de su nobleza de alma.
—¿No fuisteis vos mismo, Sire esposo mío, quien me enseñasteis a quererlo cuando conquistaba, en vuestro lugar y con peligro de su vida, el reino de Irlanda, que, al parecer, vos tenéis tanta dificultad en mantener sin su ayuda? ¿Era eso felonía?
Desarmado Eduardo por este ataque, lanzó a su mujer una maligna mirada y no supo qué responder.
—Sin ninguna duda, vuestro amigo corre ahora hacia vuestro país.
El rey, mientras hablaba, caminaba a lo largo de la pieza, para dar escape a su inútil agitación. Las joyas que llevaba sujetas a su traje bailoteaban a cada uno de sus pasos; y los asistentes movían la cabeza de izquierda a derecha, como en un partido de pelota, para seguir sus desplazamientos. El rey Eduardo era ciertamente un hombre muy hermoso, musculoso, ágil, flexible, cuyo cuerpo, habituado a los ejercicios y a los juegos, llevaba muy bien sus casi cuarenta años: una constitución de atleta. Sin embargo, observándole con más atención, sorprendía la falta de arrugas en la frente, como si las preocupaciones del poder no le hubieran hecho mella; las bolsas que comenzaban a formarse bajo sus ojos, el dibujo borroso de las fosas nasales, la forma alargada de la barbilla bajo la barba rizada, barbilla no enérgica ni autoritaria, ni siquiera sensual, sino simplemente demasiado grande y caída. Había veinte veces más voluntad en la pequeña mandíbula de la reina que en la ovoide del monarca, cuya debilidad ni la sedosa barba lograba encubrir. La mano, fofa, que deslizaba por la cara, palmoteaba el aire sin motivo alguno y volvía a tirar de una perla cosida en los bordados de la cota. Su voz, que creía imperiosa, solo daba la impresión de falta de control. Su ancha espalda tenía desagradables ondulaciones desde la nuca hasta los riñones, como si la espina dorsal careciera de consistencia. Eduardo no perdonaba a su mujer que le hubiera aconsejado un día no mostrar la espalda a los barones si quería inspirarles respeto. Sus rodillas estaban bien hechas; sus piernas eran bellas. Esto era lo mejor que poseía este hombre tan poco hecho para su cargo, sobre quien había caído una corona por verdadero descuido de la suerte.
—¿No tengo bastantes inquietudes, no tengo bastante tormento? —continuó—. Los escoceses amenazan sin cesar mis fronteras, invaden mi reino; y cuando les hago frente, huyen mis ejércitos.
¿Cómo voy a vencerlos si mis obispos se alían con ellos para tratar sin mi consentimiento, si tengo tantos traidores entre mis vasallos, y mis barones de las Marcas levantan tropas contra mí, basándose siempre en el principio de que poseen sus tierras por su espada, siendo así que desde hace veinticinco años la cuestión fue juzgada y reglamentada de distinta manera por el rey Eduardo mi padre? Pero ya se ha visto en Shrewsbury y en Boroughbridge lo caro que cuesta revelarse contra mí, ¿verdad, Leicester?
Enrique de Leicester asintió con la cabeza; era una manera poco cortés de recordarle la muerte de su hermano Tomás de Lancaster, decapitado dieciséis meses antes, al mismo tiempo que eran colgados veinte grandes señores.
—En efecto, Sire esposo mío, se ha visto que las únicas batallas que podéis ganar son contra vuestros propios barones —le espetó Isabel.
Eduardo le dirigió de nuevo una mirada de odio. «¡Que valor —pensó Bouville—, que valor tiene esta noble reina!»
—Y no es justo decir que se os opusieron por el derecho de su espada —prosiguió Isabel—. ¿No fue más bien por los derechos del condado de Gloucester
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, que vos quisisteis entregar a messire Hough?
Los dos Despenser se acercaron uno al otro como para acometer. Lady Despenser se irguió; era hija del difunto conde de Gloucester. Eduardo II golpeo el suelo con el pie. La reina estaba demasiado irritante, pues no abría la boca más que para mostrarle sus errores y faltas de gobierno.
—Yo entrego los grandes feudos a quien quiero, señora. Los entrego a quien me quiere y me sirve —exclamó Eduardo, poniendo la mano sobre el hombro del joven Hugh—. ¿En quién otro me podría apoyar? ¿Dónde están mis aliados? Vuestro hermano de Francia, señora, que debería comportarse como si lo fuera mío, ya que, después de todo, con esta esperanza me comprometí, a tomaros como esposa, ¿qué ayuda me aporta? Me requiere a que le rinda homenaje por Aquitania, esa es toda su ayuda. ¿Y dónde me envía su requerimiento? ¿A Guyena? ¡No tal! Me lo envía aquí, a mi reino, como si despreciara las costumbres feudales, o quisiera ofenderme. ¿No cabe pensar que considera feudataria a toda Inglaterra? Al principio rendí ese homenaje, y demasiadas veces. La primera a vuestro padre, cuando faltó poco para asarme en el incendio de Maubuisson; luego, a vuestro hermano Felipe, cuando fui a Amiens. Dada la frecuencia, señora, con que mueren los reyes de vuestra familia, tendré que instalarme en el Continente.
En el fondo de la pieza, los señores, obispos y notables de Yorkshire se miraban entre sí, aterrados de esta cólera sin fuerza que se alejaba tanto de su finalidad; la cual les revelaba, al mismo tiempo que las dificultades del reino, el carácter del rey. ¿Era, pues, este, el soberano que les pedía subsidios para el Tesoro, aquel a quien debían obediencia en todo y arriesgar su vida cuando los requiriera para combatir? Lord Mortímer había tenido, ciertamente, razones de peso para rebelarse...