Authors: Hanns Heinz Ewers
* * *
Wolf Gontram estaba de escribiente en la oficina que el consejero tenía en la ciudad. Su tutor le había sacado del gimnasio después de un año de voluntariado, poniéndolo de meritorio en un Banco. Allí olvidó lo que en la escuela había aprendido con tanta dificultad. Y había seguido a su paso, haciendo sólo lo que se le pedía. Luego, al terminar su aprendizaje, pasó a la oficina del consejero, que éste llamaba
su secretaría.
Esta secretaría de Su Excelencia era un organismo bastante extraño. La dirigía Karl Mohnen, doctor en cuatro Facultades; a su viejo jefe le parecía bastante utilizable. Mohnen seguía como siempre con su vida libre, trababa conocimientos donde quiera que llegaba y anudaba relaciones que para nada le servían. Hacía tiempo que había perdido sus cabellos, pero su olfato era tan bueno como siempre. En todas partes olfateaba algo: una mujer para sí, un negocio para el consejero. Este último era el que salía siempre ganando.
Unos cuantos empleados tenían los libros en bastante orden y cuidaban de la regularidad del servicio. Había una habitación en cuya puerta se leía: «Asuntos jurídicos»; aquí solían pasar una hora Gontram, el consejero y el doctor Manasse, que todavía no lo era. Ellos dirigían los procesos del profesor, que se multiplicaban día a día. Manasse los fáciles, los que terminaban en una victoria; Gontram los difíciles, los que era preciso aplazar una y otra vez y, al fin, terminaban en un arreglo aceptable.
También el doctor Mohnen tenía su habitación propia. Junto a él trabajaba Wolf Gontram, a quien protegía y trataba de educar a su manera. Aquel hombre de mundo sabía mucho; apenas algo menos que el pequeño Manasse, pero su ciencia no tenía relación alguna con su personalidad. Nada podía hacer con ella, y había reunido su cultura como los niños coleccionan sellos de correo: porque sus condiscípulos lo hacen. Ahí, en cualquier cajón, está su colección, de la que nunca se ocupa. Sólo cuando viene alguien y quiere ver un sello raro saca su álbum y lo abre: «Vea usted: Sajonia, 3, rojo.»
Algo le atraía hacia Wolf Gontram: quizá los grandes ojos negros, que una vez amara en el rostro de la madre..., que amó como él podía, como amó a otros quinientos ojos hermosos. Cuanto más lejos estaban las relaciones mantenidas con cualquier mujer, tanto más profundas le parecían. Hoy le parecía que había sido íntimo confidente de aquella mujer, aunque nunca se atrevió a besarle la mano. Añádase a esto que el joven Gontram escuchaba cándidamente todas sus historietas amorosas, que no dudaba un segundo de sus hazañas y le tomaba por el gran seductor que a él tanto le hubiera gustado ser. El doctor Mohnen le vestía; le enseñaba cómo anudar una corbata, y le enseñó a ser elegante, en la medida de su criterio. Le dio libros, le llevó a teatros y conciertos para que tuviese siempre en sus habladurías un público agradecido. Se tenía por un hombre de mundo, y quiso hacer otro de Wolf Gontram.
Y no puede negarse que el joven le debía sólo a él todo lo que consiguió ser: era el maestro que necesitaba; que nada pedía y daba siempre, día tras día, casi cada minuto; el que le educó sin que el otro lo notara. Así se desarrolló en Wolf Gontram una vida. Todos en la ciudad sabían que era hermoso, menos Karl Mohnen, para quien la idea de belleza estaba unida estrechamente a unas faldas y a quien sólo le parecía hermoso lo que llevaba cabellos largos y nada más. Cuando todavía iba Wolf al gimnasio, los viejos se volvían, persiguiéndole con una mirada oblicua, y los pálidos oficiales le seguían con los ojos, y muchas bellas cabezas de rasgadas líneas, en las que gritaban anhelos contenidos, suspiraban reprimiendo rápidamente un ardiente deseo. Ahora las miradas le venían de entre velos o desde debajo de grandes sombreros: los hermosos ojos de las mujeres perseguían al joven.
—Esto puede dar algo de sí —murmuraba el pequeño Manasse, sentado junto al Consejero Gontram y su hijo en el Jardín de los Conciertos—. Si no se vuelve pronto, le va a doler la nuca.
—¿A quién? —preguntó el consejero.
—¿A quién? A su Alteza Real. Mire usted para allá, señor colega. Desde hace media hora está allí con el cuello torcido, sin quitar los ojos de su hijo.
—Bueno; déjela usted —dijo Gontram indiferente.
Pero el pequeño Manasse no cedía.
—Siéntate aquí, Wolf —le ordenó.
Y el joven, dócilmente, se puso a su lado, volviendo las espaldas a la princesa.
¡Ay! Aquella belleza aterraba al pequeño abogado. ¡Como en la de la madre, creía oír también, bajo su máscara, reír a la Muerte! Y esto le atormentaba, le martirizaba. Y odiaba al joven casi tanto como había amado a la madre. Este odio era bastante extraño. Era una pesadilla: un ardiente deseo de que en el joven Gontram se cumpliera el destino al que estaba llamado. Hoy mejor que mañana. Para el abogado, sería como si aquel cumplimiento le trajera una liberación.
Y hacía, sin embargo, todo lo que podía por aplazar indefinidamente aquella redención. Salía en defensa de Wolf donde quiera que podía, le ayudaba a allanar su vida.
Cuando Su Excelencia ten Brinken robó la fortuna de su pupilo, se puso fuera de sí.
—Es usted un loco, un idiota —le aulló a Gontram, y de buena gana le hubiera mordido las pantorrillas como su difunto perro Cyklop.
Y analizó ante el padre, minuciosamente, de qué canallesca manera había sido estafado su hijo. El profesor adquirió los viñedos y terrenos que Wolf heredara de su tía, pagando por ellos menos del precio normal, y luego encontró en aquel suelo tres ricas fuentes medicinales, que había hecho demarcar y que estaba explotando.
—Nunca se nos hubiera ocurrido a nosotros —replicó el consejero Gontram tranquilamente.
Manasse espumeaba de indignación. Lo mismo da. Los terrenos valían ahora seis veces más. Y lo que el viejo estafador había pagado lo había vuelto luego a descontar como mantenimiento del joven. Una verdadera cochinada.
Pero nada hacía impresión en el consejero Gontram, que era bondadoso y tan lleno de bondad, que sólo bondad veía en los demás hombres. Era capaz de ver en los más perversos hechos de los más bajos criminales una chispita de bondad. Y ensalzaba al profesor por haber empleado a su hijo en la secretarla, y arrojó, como último triunfo, haberle oído decir que recordaría a su hijo en su testamento.
—¿Ése?... ¿Ése? —dijo el abogado, rojo de rabia contenida; y se tiraba de los grises cañones de su barba—. Ni un céntimo le dejará como recuerdo.
Pero Gontram cerró el debate.
—Por lo demás, a ningún Gontram le ha ido mal desde que corre el Rin.
Y en esto tenía toda la razón.
* * *
Desde que Alraune estaba de vuelta, Wolf cabalgaba cada tarde hacia Lendenich. El doctor Mohnen le había prestado un caballo que su amigo el comandante conde Geroldingen había puesto a su disposición. El mentor había hecho al joven aprender a bailar y a esgrimir. Dijo que un hombre de mundo debía hacerlo así, y refirió historias de locas cabalgadas, dueños victoriosos y grandes éxitos en el salón de baile; aun cuando él mismo nunca había trepado sobre un jamelgo, ni se había visto frente a una espada y apenas podía bailar una polca.
Wolf Gontram conducía al establo el caballo del conde y atravesaba luego el patio hacia la casa señorial. Llevaba una rosa. Sólo una, como le había enseñado el doctor Mohnen. Por cierto, la más espléndida que había encontrado en la ciudad.
Alraune ten Brinken tomaba la rosa y comenzaba a deshojarla lentamente. Cada tarde ocurría así. Pellizcaba las hojas y hacía con ellas ampollitas, que reventaba, con un chasquido, sobre la frente y las mejillas de él. Tal era el favor que le concedía.
Tampoco él pedía más. Soñaba, pero nunca sus sueños se condensaron en deseos. Se entretejían en el aire y llenaban las viejas estancias, como anhelos sin dueño.
Wolf Gontram seguía como una sombra a aquel extraño ser a quien amaba. Alraune, como cuando eran niños, le llamaba Wölfchen.
—Porque eres como un perrazo: un animalote tonto, bueno y fiel. Negro y peludo, muy bonito, con leales y profundos ojos de mujer. Por eso... Porque no sirves para nada, Wölfchen, más que para llevar la cartera corriendo detrás de cualquiera.
Y ella le hacía tumbarse ante su sillón y le pisaba suavemente el pecho o le rozaba las mejillas con su zapatito, que luego arrojaba, poniéndole entre los labios los dedos de sus pies.
—¡Besa, besa! —decía riendo.
Y él besaba la media de seda que le envolvía el pie.
* * *
El consejero miraba de reojo, con una sonrisa agria, al joven Gontram. Era tan feo como hermoso el muchacho. Bien lo sabía, pero no temía que Alraune se enamorara de él. Sólo le molestaba aquella constante presencia suya.
—No necesita venir aquí todas las noches —refunfuñó.
—Sí —replicó Alraune.
Y Wölfchen venía.
El profesor pensó:
—Está bien. Trágate el anzuelo, hijito.
Alraune fue así la dueña de la mansión de los ten Brinken. Y lo fue desde el día en que llegó del pensionado. Era la dueña, pero siguió siendo una extraña, una intrusa, algo que no había crecido en aquella tierra, que no tenía afinidad con nada de lo que allí alentaba o radicaba. Los recaderos, las criadas, los cocheros y los jardineros sólo la llamaban «la señorita». Y lo mismo las gentes de la aldea. Decían, «por ahí va la señorita» como si hablaran de una persona cualquiera que estuviera de visita.
A Wolf Gontram le llamaban en cambio «el joven señor».
El sagaz consejero notaba esto y le satisfacía: «La gente nota que ella es algo diferente —escribía en el infolio—. Y también lo notan los animales.»
Los animales, los caballos y los perros y el esbelto corzo que corría por el jardín, y hasta las ardillas que se escabullían por las copas de los árboles. Wolf Gontram, en cambio, era el gran amigo de todos ellos. Levantaban la cabeza y venían a su encuentro cuando él se les aproximaba. Pero cuando la señorita se acercaba, la rehuían. «Sólo a los hombres se extiende su influjo —pensaba el profesor—. Los animales están inmunes.» Y contaba entre ellos, naturalmente, recaderos y campesinos. «Tienen el mismo sano instinto —meditaba—, la misma involuntaria animadversión, que casi es miedo. Ella puede estar contenta de haber venido al mundo hoy, y no hace medio milenio. En menos de un mes se la hubiera tenido por bruja en la aldea de Lendenich, y el obispo habría recibido un buen asado.» Aquella repulsión que sentían por Alraune los animales y la gente baja encantaba al anciano casi tanto como la extraña atracción que ejercía sobre los mejor nacidos. Siempre citaba nuevos ejemplos de esta adhesión y de este odio, aun cuando en ambos campos se dieran excepciones.
De las notas del consejero se destaca con certeza su convicción de la existencia de cualquier momento en Alraune capaz de provocar una influencia, bien precisa de contornos, sobre lo que la rodeaba. Así que el profesor siempre se esforzaba en buscar y subrayar todo cuanto le parecía a propósito para fortalecer su hipótesis. Cierto que, de esta manera, la biografía de Alraune, tal como su progenitor la escribió, no es tanto un relato de lo que ella hizo como de lo que hicieron otros influidos por ella. Sólo en las acciones de los hombres en contacto con ella se refleja la vida del ser Alraune. Al consejero se le aparecía verdaderamente como un fantasma, como una apariencia sin vida en sí misma, como una sombra que se proyectaba en rayos ultravioletas y que sólo cobraba forma en algún suceso que caía fuera de ella misma. Él se abismó tanto en este pensamiento, que muchas veces no creía que fuera un ser irreal al que él había dado cuerpo y forma: una muñeca sin sangre a la que él había prestado una máscara. Esto halagaba su vieja vanidad. Él era la razón última de todo lo que por medio de Alraune sucedía.
Y así adornó él a su muñeca haciéndola cada día más hermosa. Le dejó ser el ama y no dejó de adaptarse, como los demás, a sus deseos y caprichos. Con la diferencia de que él creía tener siempre el juego en sus manos; estaba convencido de que, a fin de cuentas, era su voluntad la que se manifestaba por medio de Alraune.
Cinco fueron los hombres que amaron a Alraune ten Brinken: Karl Mohnen, Hans Geroldingen, Wolf Gontram, Jakob ten Brinken y Raspe, el
chauffeur
.
De todos ellos habla el infolio, y de todos ellos hay que hablar en esta historia de Alraune.
Raspe, Mathieu Maria Raspe, vino con el
Opel
que la princesa Wolkonski regaló a Alraune al cumplir ésta sus diecisiete años. Había servido en Húsares, y, de vez en cuando, tenía que ayudar al viejo cochero a cuidar los caballos. Era casado y tenía dos niños. Lisbeth, su mujer, se encargaba del lavado en la casa de ten Brinken. Vivían en la casita que estaba junto a la biblioteca, inmediatamente junto a la cancela de hierro del patio.
Mathieu, era rubio, grande y fuerte; sabía su oficio, y tanto los caballos como la máquina obedecían al empuje de sus músculos. Por la mañana temprano ensillaba el potro irlandés de su señorita y esperaba en el patio. Ésta descendía lentamente por las escaleras de la casa señorial, vestida de muchacho, con botas de cuero amarillo, un traje de montar gris y una gorrilla de visera sobre los cortos rizos. No utilizaba el estribo para subir, sino que le hacía extender las manos a Mathieu y subida en ellas, permanecía así unos minutos antes de montar. Luego fustigaba al animal, que saltaba y se precipitaba por la abierta cancela. Mathieu Maria se veía y se deseaba para montar su pesado alazán y seguir en él al potro de Alraune.
Lisbeth cerraba tras ellos la puerta, apretando los labios y siguiéndolos a los dos con la mirada: a su marido, a quien amaba, y a la señorita ten Brinken, a quien aborrecía.
En cualquier parte, en las praderas, se detenía Alraune y le dejaba acercarse.
—¿A dónde vamos hoy, Mathieu Maria?
Y él contestaba:
—Donde mande la señorita.
Ella volvía el caballo y seguía galopando.
—¡Hopp, Nellie! —gritaba.
Raspe odiaba esas cabalgaduras matinales no menos que su mujer. Era como si sólo la señorita cabalgara, como si él sólo fuera un comparsa, un adorno del paisaje, como si para su ama no existiera. Cuando por breves momentos se ocupaba de él, todavía le resultaba más desagradable, pues no lo hacía sino para exigirle algo extraordinario. Se detenía junto al Rin y esperaba tranquilamente a que él se acercara. El
chauffeur
cabalgaba lentamente, sabiendo que ella tenía algún capricho y con la esperanza de que entre tanto se le olvidara. Pero Alraune nunca olvidaba un capricho.