La mandrágora (33 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

—Si no digo eso... Claro que es verdad; ¿para qué iba a mentir el consejero en ese libro? Quiero saber si tú también crees, como mi... mi..., bueno, como tu tío, que yo soy un ser distinto de los otros hombres..., que soy lo que mi nombre significa.

—¿Cómo responder a esa pregunta? Pregúntale a un fisiólogo y te responderá seguramente que tú eres un ser humano como los demás que pueblan el mundo, aun cuando... aun cuando tu origen tenga algo de extraordinario. Añadirá que todo lo sucedido son casualidades, cosas accesorias que...

—Eso no me importa —interrumpió ella—. Esas cosas accesorias fueron para tu tío lo principal. En el fondo, es indiferente que lo fueran o no. Lo que te pregunto es: ¿Compartes tú esa opinión? ¿Crees que yo soy un ser extraordinario?

Braun calló no sabiendo qué contestar, buscando una respuesta. Lo creía... y no lo creía.

—Pues mira —comenzó por fin.

—Habla —instaba ella—. ¿Crees tú que yo soy un chiste desvergonzado que se encarnó en una forma? ¿Un pensamiento tuyo que el consejero echó en su crisol, coció y destiló hasta obtener lo que tienes ante ti?

Esta vez Braun se había repuesto.

—Planteada la pregunta así... Sí, lo creo.

Ella reía.

—Me lo figuraba. Y por eso te he esperado esta noche, para curarte de ese orgullo, si es posible. No, primo, no fuiste tú el que arrojó al mundo ese pensamiento... Tampoco el consejero.

Él no comprendía.

—¿Quién lo hizo entonces?

Alraune metió la mano entre los almohadones.

—¡Éste! —exclamó. Y arrojó al aire la raíz de mandrágora, que recogió de nuevo, acariciándola con nerviosos dedos.

—¿Éste? ¿Por qué éste?

Ella repuso:

—¿Me concebiste antes del día en que Gontram celebró la primera comunión de su hija?

—No. Seguro que no.

—Entonces fue cuando saltó
éste
de la pared... y nació en ti el pensamiento. ¿No es así?

—Sí —confirmó Braun—, así fue.

—Pues bien —prosiguió ella—; ese pensamiento vino a ti de fuera, no sé de dónde. Cuando el abogado Manasse dio su conferencia, charlando como un sabio mamotreto, y os expuso lo que era y lo que significaba la mandrágora... entonces surgió la idea en tu cerebro. Y creció y se hizo fuerte, tan fuerte que encontraste fuerzas para sugerírsela a tu tío, para determinarle a realizarla, creándome. Si es cierto que yo soy un pensamiento que tomó en el mundo forma humana, tú no eres sino un intermediario, un instrumento... ni más ni menos que el consejero y su ayudante, ni más ni menos que... —se detuvo, guardó silencio.

Pero sólo un instante. Luego prosiguió:

—... la prostituta Alma y el asesino que ayuntasteis vosotros, vosotros y la muerte.

Puso la mandrágora sobre un cojín de seda y la contempló con una mirada profunda.

—Tú eres mi padre, tú eres mi madre, tú eres el que me creó.

Frank Braun la miraba.

«Quizá sea realmente así —pensó—; los pensamientos revolotean por los aires en un torbellino, como el polen de las flores, y juguetean hasta hundirse en el cerebro de un hombre. Muchas veces se marchitan en él, se secan y mueren..., ¡oh, muy pocos encuentran un suelo fértil!... Quizá tiene razón —pensaba—; mi cerebro fue siempre un campo abonado para todas las plantas de la locura y de la fantasía descabellada.» Y le pareció indiferente que él hubiera arrojado al mundo aquel pensamiento o que hubiera sido más bien la tierra fecunda la que le dio abrigo.

Pero calló y dejó a Alraune con sus pensamientos, mirándola como a una niña que juega con sus muñecas.

Alraune se irguió lentamente, sin dejar de la mano al feo hombrecillo.

—Una cosa quiero decirte —dijo con voz queda— en agradecimiento por haberme dado el manuscrito en lugar de quemarlo.

—¿Qué? —preguntó él.

Ella se interrumpió:

—¿Quieres que te bese? Yo sé besar...

—¿Eso querías decirme, Alraune?

Ella repuso:

—No. No es esto. Pensaba que también podría besarte alguna vez. Entonces..., pero primero te diré lo que quería decirte: márchate.

Él se mordió los labios.

—¿Por qué?

—Porque... porque es mejor. Para ti y quizá también para mí. Pero esto no importa. Ya sé lo que pasa; ya estoy instruida. Y pienso en lo que hasta aquí ha pasado y seguirá pasando; ya no iré más a ciegas; ahora lo veo todo claro y sé que ahora te tocaría a ti la vez. Por eso es mejor que te vayas.

—¿Estás tan segura de ti misma? —preguntó él.

Y ella dijo:

—¿No debo estarlo?

Braun se encogió de hombros.

—¿Quizá? No sé. Pero dime: ¿por qué quieres respetarme?

—Me gustas —dijo ella con recogimiento—. Tú has sido bueno conmigo.

Él se rió.

—¿No lo fueron los otros?

—Sí. Todos lo han sido; pero yo no lo sentía así. Y todos, todos me amaban, y tú no; todavía no.

Fue hacia el escritorio, tomó una postal y se la dio.

—Aquí tienes una tarjeta de tu madre. Vino esta tarde con el correo y el criado me la dio a mí equivocadamente. La he leído: tu madre está enferma y te ruega tanto que vayas... ¡Ella también!

Tomó la postal con la mirada perdida, indeciso. Sabía que ambas tenían razón; sentía que era una locura quedarse; y una terquedad infantil se apoderó de él y le gritó: «no, no».

—¿Te marcharás? —preguntó ella.

Braun se dominó y con voz firme dijo:

—Sí, prima.

Y la miró con atención, estudiando cada rasgo de su rostro. Una ligera palpitación de las comisuras de su boca, un ligero suspiro, hubiesen bastado; algo que manifestara en ella pesar. Pero Alraune permaneció tranquila y seria, y ningún soplo animó su rígida máscara.

Braun se sintió irritado, herido. Aquello le pareció una ofensa. Apretó con fuerza los labios.

«Así no —pensaba—; así no me voy...»

Alraune se le acercó tendiéndole la mano.

—Bueno —dijo—, entonces me voy. Si quieres, te besaré como despedida.

Una rápida llama flameó en los ojos de Frank.

—¡No lo hagas, Alraune! ¡No lo hagas!

Y su voz tenía la misma cadencia que la de ella, quien levantó la cabeza preguntando rápida:

—¿Por qué no?

Otra vez se sirvió él de sus palabras, aunque ahora lo hacía intencionadamente.

—Me gustas —dijo—. Has sido buena conmigo. Hoy... Mi boca ha besado muchos labios rojos que tornó pálidos; y ahora... ahora te tocaría a ti; por eso es mejor que no me beses.

Estaban frente a frente y sus ojos brillaban duros como el acero. En los labios de él jugueteaba una sonrisa imperceptible y era como si blandiese un arma aguda y brillante. Ahora debía elegir. El
no
de Alraune sería el triunfo de él y la derrota de ella. Un

querría decir
lucha.

Así lo sentía ella, tan bien como él. Sería como la primera noche; exactamente lo mismo. Sólo que entonces se trataba de un comienzo, de un primer paso, con la esperanza de otros muchos en el curso del duelo. Ahora era el final.

Él fue quien arrojó el guante. Alraune lo levantó.

—No tengo miedo —dijo.

Él calló, y la sonrisa murió en sus labios. Ahora se puso serio, y dijo:

—Ten cuidado. Yo también te besaré.

Ella sostuvo su mirada.

—Sí —dijo.

Luego, sonriendo:

—Siéntate; eres demasiado alto para mí.

—No —gritó él—. Así no.

Y fue hacia el amplio diván, se extendió sobre él, recostando la cabeza en los almohadones. Tendió los brazos hacia ambos lados y cerró los ojos.

—Ven ahora, Alraune.

Ella se acercó, arrodillándose junto a su cabeza. Vacilando, lo contempló un momento. De pronto, se arrojó sobre él, tomó su cabeza y apretó sus labios contra los de Frank.

Él no la abrazó. No movió los brazos; pero sus dedos se cerraron convulsos. Sentía el tacto de su lengua y el ligero mordisco de sus dientes.

—Sigue besándome —murmuraba—, bésame más.

Ante sus ojos flotaba una niebla roja. Veía la odiosa sonrisa del consejero, veía los grandes y extraños ojos de la señora Gontram, que pedía al pequeño Manasse que le explicara el significado de la mandrágora. Percibía la risa contenida de las dos jóvenes, Olga y Frieda, y la hermosa y un tanto cascada voz de madame de Vère, que cantaba
Les Papillons.
Veía al pequeño teniente de Húsares, que escuchaba con atención al abogado, y a Karl Mohnen, que secaba la raíz con una gran servilleta.

—Bésame más —murmuraba.

Y veía a Alma, la madre de ella, con los cabellos rojos como un incendio, los senos blancos como la nieve, surcados por leves venillas azules. Y la ejecución del padre de Alraune, tal como el tío Jakob la había descrito en su libro, según el testimonio de la princesa.

Y veía la hora en que la creó el viejo y aquella otra en que el médico la hizo salir al mundo.

—¡Bésame! —imploraba—. ¡Bésame!

Y bebía sus besos, la sangre ardiente de sus propios labios, que desgarraban los dientes de ella, embriagándose, consciente y voluntario, como con un vino espumoso o con los venenos que había traído del Oriente.

—¡Deja! —gritó de pronto—. ¡Deja! No sabes lo que haces.

Los rizos de Alraune se estrechaban aún más contra su frente y sus besos se hacían más violentos y ardientes.

Allí yacían, pisoteados, los claros pensamientos del día. Ahora brotaban los sueños, se henchía el rojo mar de la sangre. Las Ménades blandían el tiros y espumeaba la sagrada embriaguez de Dionisos.

—¡Bésame!

Pero ella le soltó y dejó caer los brazos. Él abrió los ojos y la contemplo.

—¡Bésame! —repetía en voz baja.

Los ojos de ella miraban sin brillo y su respiración era precipitada. Con lentitud sacudió la cabeza.

Él se levantó de un salto.

—Entonces te besaré yo.

Y la levantó en sus brazos, arrojándola sobre el diván a pesar de su resistencia; y se arrodilló allí mismo, donde ella había estado arrodillada.

—Cierra los ojos —murmuró.

Y se inclinó sobre ella.

Que divinos eran sus besos; zalameros y suaves, como un arpa en la noche de estío; violentos, rápidos, rudos, como una tempestad en el mar del Norte; ardientes, como el hálito de fuego de la boca del Etna; arrebatadores, devoradores, como el vórtice del Maelstrom.

—¡Todo se hunde! —decía ella.

Luego se levantaron las llamas, altas como el cielo, flotaron las antorchas y los altares se encendieron como cuando el lobo saltó a través de lo sagrado con la boca sangrienta.

Ella le abrazó, estrechándose contra su pecho.

¡Ardo! —decía exultante—. ¡Ardo!

Y él la arrancó del cuerpo los vestidos.

* * *

El sol estaba muy alto cuando despertó. Sabía que estaba desnuda, pero no se cubrió. Volvió la cabeza y le vio sentado junto a ella, también desnudo, y le preguntó:

—¿Te marcharás?

—¿Quieres que me marche?

—¡Quédate! —murmuró Alraune—. ¡Quédate!

CAPÍTULO XV
Que cuenta cómo vivía Alraune en el parque

Braun no escribió a su madre ni aquel día ni al siguiente. Lo aplazó durante semanas, durante meses. Vivía en el gran jardín de los Brinken, como antaño, de muchacho, cuando pasaba en él sus vacaciones, sentado en los tibios invernaderos o bajo el enorme cedro cuyo tallo trajo del Líbano algún piadoso antepasado. O paseaba bajo las moreras, ante el pequeño estanque encerrado en la sombra profunda de los sauces. El jardín les pertenecía exclusivamente aquel verano a ellos solos, a él y a Alraune. Alraune había dado orden severa de que no penetrara en él ningún criado, ni durante el día ni por la noche; ni siquiera los jardineros estaban exceptuados. Se les envió a la ciudad con el encargo de arreglar el jardín de la villa de la calle de Coblenza. Los inquilinos se alegraron, admirados de la atención de la señorita.

Sólo Frieda Gontram atravesaba los senderos. No hablaba una palabra sobre todo lo que no sabía y, sin embargo, sospechaba. Pero sus apretados labios y sus tímidas miradas hablaban bastante claro. Les evitaba dondequiera que los veía, pero cuando estaban juntos la encontraban siempre.

—¡El diablo se la lleve! —refunfuñaba él.

—¿Es que te molesta? —preguntaba Alraune.

—¿A ti no?

Ella respondió:

—No he reparado en ella. Apenas le hago caso.

Aquella tarde se encontró Frank Braun con Frieda Gontram junto a un endrino en flor. Ella se levantó del banco, y se levantó para marcharse. Sus ojos lanzaron sobre él una mirada llena de odio.

Braun se le acercó.

—¿Qué le pasa, Frieda?

—Nada. Ya puede usted estar contento: pronto se librarán ustedes de mí.

—¿Cómo? —preguntó él.

La voz de Frieda temblaba.

—Tengo que marcharme mañana. Alraune me ha dicho que usted no deseaba que estuviera aquí.

Un infinito dolor hablaba en sus miradas.

—Espéreme usted aquí, Frieda. Yo hablaré con ella.

Se apresuró hacia la casa y volvió al cabo de un rato.

—Hemos pensado que no es necesario que se vaya usted para siempre. Sólo que mi presencia la pone a usted nerviosa, y... perdóneme usted, la suya a mí. Por eso será mejor que se marche usted por una temporada. Márchese usted a Davos con su hermano y vuelva usted dentro de dos meses.

Ella se levantó con una mirada interrogante y todavía llena de miedo.

—¿De verdad? —murmuró—. ¿Sólo por dos meses?

—Claro que si. ¿Por qué había de mentir, Frieda?

Ella le tomó la mano y una gran alegría brillaba en su rostro.

—Le quedo a usted muy agradecida. Todo está bien si puedo regresar luego.

Saludó y se encaminó hacia la casa. De pronto se detuvo y volvió hacia Braun.

—Todavía una cosa, señor doctor. Alraune me dio esta mañana un cheque y yo lo rompí, porque... porque..., en fin, que lo rompí. Ahora necesito dinero. No puedo dirigirme a ella: preguntaría y no quiero que pregunte. Por eso... ¿quiere usted darme el dinero?

Braun asintió.

—Naturalmente. ¿Pero puedo preguntarle por qué rompió el cheque?

Frieda se le quedó mirando y se encogió de hombros. No hubiera necesitado el dinero si hubiera abandonado la casa para siempre.

—¿A dónde hubiera ido usted, Frieda? —instó él.

—¿A dónde?

Una amarga risa salió de sus delgados labios.

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