La mandrágora (29 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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—¡Parece que no tienes muchas ganas! —observó él con tranquilidad.

Alraune puso las manos sobre el regazo, calló un momento tamborileando nerviosamente sobre las rodillas; y de pronto comenzó:

Il était une bergère,

et ron, et ron, petit patapon,

il était une bergère

qui gardait ses moutons.

¡Oh, sí! Aquella carita que rodeaban los cortos rizos podía ser muy bien la de una linda pastorcilla.

Elle fit un fromage,

et ron, et ron, petit patapon,

elle fit un fromage

du lait de ses moutons.

«Linda pastora y... pobres ovejas» —pensaba él. Ella mecía la cabeza. Y tendió a un lado el pie izquierdo marcando el compás con su lindo zapatito.

Le chat qui la regarde,

et ron, et ron, petit patapon

le chat qui la regarde

d'un petit air fripon.

Si tu y mets la patte,

et ron, et ron, petit patapon,

si tu y mets la patte

tu auras de bâton.

Y le sonreía, y al sonreír brillaban sus blancos dientes. «¿Cree que voy a hacer con ella de gatito?» —pensaba el tutor.

El rostro de Alraune se hizo más grave, en su voz sonaba una oculta amenaza, ligeramente burlona.

Il n'y mit pas la patte,

et ron, et ron, petit patapon,

il n’y mit pas la patte,

il y mit le menton.

La bergère en colère,

et ron, et ron, petit patapon,

la bergère en colère

tua son petit chaton.

—¡Qué bonito! —exclamó Braun—. ¿Cómo sabes esa canción infantil?

—Del convento. Las hermanas la cantaban.

Y él, riendo:

—¡Mira que del convento! ¡Nunca lo hubiera creído... Canta el final, primita!

Saltó del taburete y dijo:

—Ya he terminado. El gato ha muerto y la canción se ha acabado.

—No del todo. Pues las piadosas hermanas temían el castigo y dejaban que la pastorcilla cometiera impunemente sus pecados. Vuelve a tocar y yo te contaré lo que le ocurrió a la pastora.

Ella volvió al piano, recomenzando la melodía, y él cantó:

Elle fut à confesse,

et ron, et ron, petit patapon,

elle fut à confesse

pour obtenir pardon.

Mon père, je m’accuse,

et ron, et ron, petit patapon

Mon père, je m’accuse

d’avoir tué mon chaton.

Ma fille, pour pénitence,

et ron, et ron, petit patapon,

ma fille, pour pénitence

nous nous embrasserons.

La pénitence est douce,

et ron, et ron, petit patapon,

a pénitence est douce,

nous recommencerons.

—¿Terminada?

—¡Oh, sí, completamente! —contestó riendo—.

Qué te parece la moraleja, Alraune?

Era la primera vez que la llamaba por su nombre y esto le llamó tanto la atención que apenas se fijó en la pregunta.

—Bien —dijo con indiferencia.

—¿Verdad? Una bonita moraleja, que enseña que ninguna muchacha puede matar impunemente a su gatito.

Él estaba de pie, muy cerca de ella. Le sacaba más de dos cabezas y Alraune tenía que alzar los ojos para recoger sus miradas. Y pensaba la importancia que tenía, con todo, aquella insignificancia de treinta centímetros. Y hubiera querido vestir un traje de hombre, pues sus faldas le daban a él cierta ventaja. Al punto se le ocurrió que ante ningún otro había tenido semejante pensamiento. Pero se irguió, sacudiendo ligeramente sus rizos.

—No todas las pastoras cumplen esa penitencia —dijo entre dientes.

Y él, parando el golpe:

—Ni todos los confesores absuelven con esa facilidad.

Alraune buscó una respuesta sin encontrarla y esto la irritó. Le hubiera favorecido... a su manera, pero aquel tono era nuevo para ella, era como una lengua extraña que ella conocía, pero en la que no podía expresarse.

—Buenas noches, señor tutor. Quiero irme a la cama.

—Buenas noches, primita. Que tengas un dulce sueño.

Alraune subió la escalera, sin apresurarse como otras veces, lenta y pensativamente. No le gustaba su primo —¡oh, no!—, pero le irritaba, le espoleaba su espíritu de contradicción.

—Ya lo domaré —pensaba.

Y a la doncella que le desataba el corsé y le tendía la amplia camisa de encajes, le dijo:

Que bien que haya venido, Kate. Esto interrumpe el aburrimiento.

Y casi se alegraba de haber perdido la primera partida.

* * *

Frank Braun celebró largas sesiones con el consejero Gontram y el abogado Manasse, conferenció con los jueces que entendían en el asunto de su tutoría y en el de la herencia, tuvo que andar mucho de un lado a otro sosteniendo inútiles peloteras. Con la muerte de su tío se habían suspendido todas las querellas criminales; en cambio las civiles se habían convertido en un verdadero diluvio. Todos los pequeños tenderos a los que antes había hecho temblar una oblicua mirada de Su Excelencia, se atrevían ahora a presentarse con exigencias y pretensiones de indemnización, que muchas veces tenían carácter muy dudoso.

—La Fiscalía no se ocupa de nosotros y la Sala de lo Criminal tampoco; en cambio parece que tenemos alquilada la otra parte de la audiencia. La segunda Sala de lo Civil no ha sido durante medio año otra cosa que una institución privada del difunto consejero —dijo el viejo Gontram.

—Ya le divertirá eso a su beatitud, si es que lo puede ver desde su caldera del infierno —decía el abogado—. Esos procesos le eran mil veces más simpáticos.

Y reía al entregar a Frank Braun las acciones mineras que constituían su legado.

—El viejo debía estar presente ahora —murmuraba—. ¡Si pudiéramos ver su rostro por un cuarto de hora! Espere usted un poco, que va a recibir una sorpresa.

Tomó los papeles y calculó:

—Ciento ochenta mil marcos. Ahora aguarde usted un momento. Y tomando el auricular del teléfono, pidió comunicación con la Unión Bancaria de Schaafhausen, solicitando hablar con el director.

—¡Hola! —gritó—. ¿Es usted, Friedberg? Dígame usted: aquí tengo algunas acciones mineras de Burberg... ¿A qué precio podría venderlas?

En el teléfono vibró una sonora carcajada que contagió a Manasse.

—Ya me lo imaginaba... ¿De modo que no valen nada?... ¿Puede contarse con dividendos pasivos durante muchos años? Lo mejor es regalar toda esa basura... Naturalmente... Entonces es un timo que se deshará pronto... Muchas gracias, perdone usted la molestia.

Colgó el auricular y se volvió a Frank Braun, sonriéndole con una mueca.

—Ya lo sabe usted. Y ahora pone usted precisamente la cara de tonto que su filantrópico tío se había supuesto..., perdóneme usted mi amor a la verdad. Pero guarde usted los papeles: es probable que alguna empresa, movida por su propio interés, le dé unos cientos de marcos por ellos, y tenga usted para una copa...

* * *

Las mayores dificultades, antes del regreso de Frank Braun, las deparaban las conferencias casi diarias con el Banco de Crédito de Mühlheim. El Banco se había ido arrastrando, con un enorme esfuerzo, día tras día, siempre con la esperanza de obtener de su heredera la ayuda que el consejero le había prometido solemnemente. Con heroico valor habían mantenido a flote los directores y los miembros del Consejo de Administración aquel barco que sabían que se iba a hundir al menor choque. Con ayuda del Banco había realizado Su Excelencia atrevidas especulaciones y aquel instituto había sido para él una brillante fuente de oro; pero las nuevas empresas, que su influencia impuso, fracasaron todas, y aunque su fortuna no estaba ya en peligro, lo estaba en cambio la de la princesa Wolkonski y la de muchas otras gentes ricas, y los ahorros de mucha gente modesta y pequeños especuladores, que seguían la buena estrella de Su Excelencia. Los testamentarios habían ofrecido ayuda siempre que estuviese en sus manos; pero tanto al consejero Gontram, tutor provisional, como al juez encargado les ligaba las manos la ley. ¡El dinero de un menor de edad es sagrado!

Cierto que había una posibilidad. Y Manasse la había encontrado. Se podía declarar mayor de edad a la señorita ten Brinken, que, pudiendo disponer de su dinero, acudiría a las obligaciones morales de su padre. Por esto se esforzaban todos los interesados y con esta esperanza realizaban los del Banco sus últimos sacrificios. Con sus últimos medios habían parado hacía poco un fuerte golpe a sus cajas. Ahora el asunto tenía que decidirse.

Hasta entonces la señorita se había mostrado reacia. Había oído atentamente lo que aquellos señores le exponían, había sonreído y dicho: «No. ¿Por qué han de declararme mayor de edad? Estoy bien así. ¿Y por qué tengo que dar mi dinero a un Banco que no me interesa nada?».

El juez pronunció un largo discurso. Se trataba del honor de su padre. Todo el mundo sabía que él era la causa de las dificultades por las que ahora atravesaba la institución. Era un deber filial conservar limpio su nombre.

Alraune se rió en sus barbas.

—¿Su buen nombre? —y volviéndose al abogado Manasse—: ¿Qué le parece a usted de todo esto?

Manasse no contestó. Se hundió en su sillón, bufando como un gato pisoteado.

—Me parece que usted piensa lo mismo que yo —dijo la señorita—, y no voy a soltar un céntimo.

El consejero de Comercio Lützmann, presidente del Consejo de Administración, le dijo que debía tener consideración con la anciana princesa, de tan antigua e íntima amistad con la casa ten Brinken, y con todas las pequeñas gentes que iban a perder sus ahorros ganados con tanto trabajo.

—¿Por qué especulan? —dijo ella tranquilamente—. ¿Por qué colocan su dinero en un establecimiento de tan dudoso crédito? Si hoy quisiera dar limosnas, ya sabría utilizarlas mejor.

Su lógica era clara y cruel como un agudo cuchillo. Dijo que conocía a su padre y que el que se aliaba con él no debía ser mejor.

El director opuso que no se trataba de limosnas. Era seguro que con aquella ayuda se sostendría el Banco; sólo era preciso superar aquella crisis y ella recibiría su dinero, hasta el último céntimo, con todos los intereses.

Ella se volvió al juez:

—Señor juez ¿hay riesgo en ello, sí o no?

Él tuvo que confesar que había efectivamente un riesgo. Era natural que pudieran surgir circunstancias imprevistas. Tenía el deber de decírselo, pero como hombre no podía menos de adherirse a la petición de aquellos señores. Con ello realizaba una buena y gran obra y salvaba a un montón de familias. Y, según previsión humana, el peligro de una pérdida era tan pequeño...

Ella se levantó interrumpiéndole bruscamente.

—De manera que hay riesgo, señores —dijo burlonamente—, y yo no quiero afrontar riesgo alguno. No quiero salvar existencia alguna y no tengo ganas de realizar grandes y bellas obras.

Y con una leve inclinación, salió dejando a los presentes con los rostros rojos y congestionados.

Pero el Banco no se dio por vencido y siguió luchando, y albergó una nueva esperanza con el telegrama de Gontram que anunciaba la llegada del tutor legal. Los consejeros se pusieron en comunicación con él y acordaron una entrevista para los próximos días.

* * *

Frank Braun comprendió que su partida no sería tan rápida como había pensado y así se lo escribió a su madre.

La anciana leyó su carta, la dobló cuidadosamente y la colocó en el negro arcón que contenía todas las anteriores, que ella abría en las largas noches de invierno, cuando estaba sola, para leerle a su perrito lo que el hijo le escribió aquella vez...

Y salió al balcón, y contempló los castaños que sostenían en sus poderosos brazos sus floraciones lucientes como bujías, y los frutales del convento, blancos de flor, bajo los cuales paseaban tranquilamente los monjes.

—¿Cuándo vendrá mi querido hijo? —pensaba.

CAPÍTULO XIII
Que menciona cómo la princesa Wolkonski dijo la verdad a Alraune

El consejero Gontram escribió a la princesa, que se encontraba en los baños de Nauheim, dándole cuenta de la situación. Pasó algún tiempo antes de que ella comprendiera de qué se trataba; Frieda Gontram tuvo que hacer grandes esfuerzos para hacérselo comprender.

Primero rió, luego se quedó cavilando, y por fin lloró y se lamentó. Y cuando entró su hija le echó los brazos al cuello, llorando:

—¡Pobre hija mía! ¡Somos unos mendigos! ¡Estamos en el arroyo!

Y derramó chorros de indignación oriental contra el difunto consejero, sin ahorrarse ninguna palabra sucia u ofensiva.

—Pero la cosa no está tan mal —objetó Frieda Gontram—. Siempre les queda a ustedes la
villa
de Bonn y el castillo junto al Rin; y además los intereses de las viñas de Hungría. Olga recibe además su renta rusa y...

—Con eso no se puede vivir —interrumpió la vieja princesa—. Con eso nos moriremos de hambre.

—Trataremos de hacer cambiar de opinión a Alraune —observó Frieda—. Papá nos aconsejará.

—¡Es un asno! —gritó la princesa—. ¡Un viejo canalla, en compinchazgo con el consejero para robarnos! Por él entablé conocimiento con aquel estafador.

Y dijo que todos los hombres eran unos embusteros y unos sinvergüenzas y que en toda su vida no había conocido ella a ninguno que fuera de otra manera. Y si no, ahí estaba el marido de Olga, el lindo conde de Abrantes. ¿No se había divertido con todas aquellas mujerzuelas, con el dinero que le sacaba a su mujer? Y luego se había fugado con una caballista de circo, cuando el consejero intervino y cerró el cajón de los cuartos...

—Entonces, algo bueno hizo Su Excelencia —dijo la condesa.

—¿Bueno? ¡Como si no fuera indiferente cuál de los dos se marchaba con los dineros! ¡Tan cerdo es el uno como el otro!

Pero comprendió que había que intentar algo. Ella misma quería emprender la marcha, pero la contuvieron. Se pondría furiosa y no conseguiría más que los señores del Banco. Frieda declaró que había que proceder con diplomacia y tener en cuenta los caprichos de Alraune. Mejor sería que fuera ella misma.

Olga opinó que era ella la que debía ir.

La princesa la contradijo, pero Frieda aseguró que no le sentaría bien interrumpir el tratamiento y exponerse a aquellas conmociones. Y se dejó convencer.

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