La mandrágora (30 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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Las dos amigas se pusieron de acuerdo y partieron juntas. La princesa se quedó en los baños, pero no ociosa. Se fue al párroco y le encargó cien misas por el alma del difunto consejero: «Esto es lo cristiano» —pensó. Y como su difunto esposo había sido ortodoxo, marchó a Wiesbaden y en la capilla rusa pagó al pope otras cien misas por el alma de aquél. Esto la tranquilizó extraordinariamente. Al principio pensó que de nada serviría, pues el consejero había sido protestante y librepensador además; pero lo tuvo por una buena obra, sin embargo: «Bendecid a los que os maldicen, amad a vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os injurian y os persiguen». ¡Oh, ya se reconocería allá arriba su buena acción!

Y dos veces por día incluyó entre sus rezos una oración por el alma del consejero, dicha con especial fervor. Así sobornaba al buen Dios.

* * *

Frank Braun recibió en Lendenich a las dos damas, las condujo a la terraza y conversó con ellas de los viejos tiempos.

—Probad fortuna, hijas mías —les dijo—; mi palabrería no me ha servido de nada.

—¿Qué le ha respondido a usted? —preguntó Frieda Gontram.

—No mucho —dijo él riendo—. No me ha oído siquiera. Hizo una reverencia y declaró con una endemoniada sonrisa de dignidad que sabía estimar la honra de que yo fuera su tutor y que no estaba dispuesta a renunciar a ella. Añadió que no quería volver a oír hablar del asunto. Hizo otra reverencia aún más profunda, sonrió aún más respetuosamente, y se fue.

—¿No ha hecho usted ningún nuevo intento?

—No, Olga. Eso se lo dejo a usted. Cuando Alraune se marchó, su mirada era tan firme, que me convencí de que mis esfuerzos serían tan inútiles como los de los otros señores —y levantándose, oprimió el timbre e hizo servir té.

—Por otra parte, quizá tengan ustedes suerte. Cuando el consejero Gontram me telefoneó anunciándolas, le dije a mi prima que venían ustedes y por qué. Temía que no quisiera recibirlas y quería aclarar la cosa. Pero me equivoqué. Me dijo que serían ustedes muy bienvenidas y que desde hacía meses estaba en activa correspondencia con ustedes. Por eso...

Frieda Gontram le interrumpió. Encarándose con la condesa:

—¿Tú le escribes? —gritó ásperamente.

La condesa tartamudeó:

—Yo... yo... escribí... un par de veces... dándole el pésame y... y...

—¡Mientes!

La condesa se levantó entonces.

—¿Y tú? ¿No le escribes tú? Sé que lo haces, cada dos días... Por eso te quedas siempre en tu cuarto tanto tiempo sola.

—¡Me has hecho espiar por tu doncella! —le gritó Frieda.

Las miradas de las dos amigas se cruzaron, arrojándose un odio encendido, más áspero que sus palabras. Se comprendían bien. La condesa sabía que era la primera vez que ella no haría lo que Frieda le mandaba y Frieda sentía aquella primera resistencia contra su imperante personalidad. Pero estaban unidas por tantos años de su vida, por tantos recuerdos comunes, que no podían permanecer enfadadas un instante.

Frank Braun lo comprendió.

—Les estorbo a ustedes —dijo—. Además, Alraune vendrá en seguida. Se está vistiendo. —Fue hacia la escalera del jardín y saludando, dijo: —Después volveremos a vernos.

Las amigas callaban; Olga, en el sillón de mimbre; Frieda, yendo a grandes pasos de un lado a otro. De pronto se detuvo y quedó en pie ante su amiga:

—Oye Olga —dijo en voz baja—; yo siempre te he ayudado, en serio y en broma, en todas tus aventuras y amoríos. ¿No es verdad?

La condesa asintió:

—Sí, es verdad. Pero yo he hecho lo mismo contigo; yo no te he ayudado menos.

—Como has podido... Lo reconozco. ¿Quieres que sigamos siendo amigas?

—¡Claro! —exclamó la condesa Olga—. Sólo que... No pido demasiado.

—¿Qué es lo que pides?

—Que no me crees obstáculos —fue la respuesta.

—¿Obstáculos? —repuso Frieda—. ¿Qué obstáculos? Que cada cual pruebe fortuna..., ya te lo dije en el baile de las candelas.

—No —insistió la condesa—. No quiero compartir nada más. Ya he repartido bastante contigo... y siempre me ha tocado perder. Hay desigualdad; renuncia esta vez en favor mío.

—¿Cómo que desigualdad? En todo caso sería en ventaja tuya. Tú eres la más hermosa.

—Sí —replicó la condesa—, pero eso no importa nada. Tú eres la más lista. Yo he experimentado con frecuencia que esto es lo que vale en... en estas cosas.

Frieda Gontram la tomó de la mano.

—Vamos, Olga —dijo halagándola—. Sé razonable. No estamos aquí por nuestros sentimientos. Oye; si yo logro cambiar la actitud de la muchacha, si salvo los millones de tu madre, ¿me dejarás obrar libremente? Vete al jardín y déjame a solas con ella.

Grandes lágrimas brotaron de los ojos de la condesa.

—No puedo —murmuró—. Déjame hablar con ella. Yo te dejo el dinero. Para ti no es más que un capricho.

Frieda suspiró profundamente, se echó en el diván y hundió las delgadas manos en los cojines de seda.

—¿Un capricho? ¿Crees tú que yo hago tantos aspavientos por un capricho? Temo que estoy en la misma situación que tú.

Los rasgos de su rostro parecía que se ponían rígidos, mientras sus claros ojos miraban con dureza al vacío. Olga la miró y de un salto corrió hasta ella y se arrodilló ante su amiga, que dejó caer la rubia cabeza. Sus manos se encontraron, sus cuerpos se unieron estrechamente; en silencio mezclaron sus lágrimas.

—¿Qué haremos? —preguntó la condesa.

—¡Renunciar! —fue la cortante respuesta—. ¡Renunciar! ¡Las dos! Pase lo que pase.

La condesa Olga asintió y se estrechó más aún contra su amiga.

—Levántate —murmuró ésta—. ¡Ahí viene!... Sécate las lágrimas... de prisa... Toma, toma mi pañuelo.

Olga obedeció y se colocó al otro lado. Pero Alraune ten Brinken había comprendido ya lo que pasaba.

Apareció por la amplia puerta, en tricots negros, como el príncipe alegre de
El murciélago
. Hizo una sobria inclinación y besó a las damas la mano.

—No llorar —dijo riendo—; nada de lágrimas, que enturbian los lindos ojitos.

Y palmoteando, llamó a un criado para que trajera
champagne,
y ella misma llenó las copas, que tendió a las damas, instándolas a beber.

—Ésta es la costumbre en mi casa —tarareó—,
chacun à son goût.

Condujo a la condesa Olga a la
chaise-longue
y le acarició sus bien torneados brazos. Luego se sentó junto a Frieda Gontram y la obsequió con una larga mirada. Siempre en su papel. Ofrecíalas pasteles y
petits fours
y salpicó sus pañuelos con
Eau d’Espagne
que guardaba en un frasquito de oro.

De pronto comenzó:

—Es tan triste que yo no pueda ayudarlas a ustedes... Lo siento tanto...

Frieda Gontram se levantó y con bastante dificultad dijo:

—¿Y por qué no?

—No tengo ningún motivo —respondió Alraune—. Verdaderamente ninguno. No me gusta. Esto es todo. —Y volviéndose a la condesa: —¿Cree usted que su mamá sufrirá mucho? —Y lo dijo recalcando el mucho, pero quedamente, con dulzura y crueldad al mismo tiempo. Como una golondrina en un vuelo de caza.

La condesa tembló bajo su mirada.

—¡Oh, no, no tanto! —Y repitió las palabras de Frieda: —Tiene todavía su
villa
de Bonn y el castillo del Rin. Además, las rentas de las viñas húngaras. Y yo cobro mi renta rusa, y...

Se detuvo, sin saber cómo seguir. Apenas tenía una idea de su situación ni del valor del dinero. Sólo sabía que con él se podía ir a magníficos almacenes y comprar sombreros y otras cosas bonitas. Para esto bastaría. Y hasta se disculpó: todo había sido idea de mamá. Que no se molestara la señorita ten Brinken; ella esperaba que aquel desagradable incidente no enturbiaría su amistad...

Y siguió charlando, sin pensar lo que decía, sin razón y sin sentido. No se apercibió de una severa mirada de su amiga y se acurrucó bajo el fulgor verde de los ojos de Alraune, como un conejillo al calor de un campo de coles.

Frieda Gontram se intranquilizó. Primero irritada por la inaudita necedad de su amiga; luego por su manera de comportarse, ridícula y de mal gusto. No hay mosca que vuele tan estúpidamente a pegarse en el papel. Por fin, cuanto más hablaba Olga, cuanto más se derretía bajo las miradas de Alraune la capa de nieve de sus sentimientos, despertó en Frieda la sensación que precisamente se había esforzado en ahogar. Y sus miradas se fijaron, celosas, en la esbelta figura del príncipe Orlowski.

Alraune la notó.

—Muchas gracias, querida condesa —dijo—. Me tranquiliza extraordinariamente lo que me dice —y volviéndose a Frieda:

—Su padre me había contado tales historias de la ruina inevitable de la princesa...

Frieda buscó un asidero, hizo un esfuerzo por sobreponerse.

—Mi padre tenía razón —declaró con aspereza—. Claro que es inevitable la ruina. La princesa tendrá que vender el castillo...

—¡No importa! —dijo la condesa—. No vamos nunca a él.

—¡Cállate! —gritó Frieda. Sus ojos se turbaron y sintió que combatía por una causa perdida—. La princesa tendrá que despedir al servicio y no se acostumbrará sino con mucho trabajo a las nuevas circunstancias. Es dudoso que pueda conservar el automóvil; probablemente no.

—¡Oh, qué lástima! —susurró el negro príncipe.

—Tendrá que vender el coche y los caballos —prosiguió Frieda—, despedir a una gran parte de la servidumbre...

Alraune la interrumpió:

—Y usted, ¿qué piensa hacer, señorita Gontram? ¿Se quedará usted con la princesa?

Frieda vaciló ante aquella pregunta tan inesperada:

—Yo... —tartamudeó—. Yo... naturalmente...

Y la señorita ten Brinken, con su tono meloso:

—Porque yo me alegraría de poder ofrecerle mi casa. Estoy tan sola... Necesito compañía... ¿Se vendrá usted conmigo?

Frieda luchó, vaciló un momento:

—¿Con usted?

Pero Olga intervino:

—No, no. Tiene que quedarse con nosotros. No puede dejar sola a mi madre.

—Nunca he estado con tu madre —declaró Frieda—. Siempre he estado contigo.

—No importa —gritó la condesa—. Conmigo o con ella... ¡No quiero que te quedes aquí!

—¡Oh, perdón! —dijo burlonamente Alraune—. Yo creí que la señorita tenía una voluntad propia...

La condesa Olga se levantó, con toda su sangre agolpada en el rostro:

—¡No! —gritó—. ¡No, no!

—Yo no tomo a nadie que no venga por sí mismo —dijo Alraune riendo—. Ésta es la costumbre en mi casa. No insisto. Quédese usted con la princesa si le gusta más, señorita Gontram.

Se acercó a ella y tomó sus dos manos.

—Su hermano de usted fue un buen amigo mío —dijo lentamente—. Mi camarada de la niñez. Le he besado tantas veces...

Y vio cómo aquella mujer que casi le doblaba la edad, bajaba los ojos al sentir su mirada; sintió cómo se humedecían sus manos bajo el tacto ligero de sus dedos. Y bebió, apuró aquel triunfo.

—¿Quiere usted quedarse aquí? —murmuró.

Frieda Gontram respiraba con dificultad. Sin levantar la vista se acercó a la condesa.

—Perdóname, Olga —dijo—. Tengo que quedarme.

Y la amiga se arrojó sobre el sofá, hundió la cabeza en los almohadones, retorciéndose en histéricos sollozos.

—¡No! —gemía—. ¡No, no!

Y se irguió luego y alzó la mano como si quisiera golpear a la señorita y luego rió, con una carcajada estridente. Bajó corriendo las escaleras, sin sombrero, sin sombrilla. Así atravesó el patio hacia la calle.

—¡Olga! —le gritaba la amiga—. ¡Olga! ¡Escúchame! ¡Olga!

Pero la señorita ten Brinken dijo:

—Déjala. Ya se calmará —y su voz resonaba, altiva.

* * *

Fuera, en el jardín, bajo las lilas, desayunaba Frank Braun. Frieda Gontram le servía el té.

—Es sin duda ventajoso para la casa que esté usted aquí. Nunca se la ve a usted hacer nada, y, sin embargo, todo va como la seda. Los criados sienten una extraña animadversión contra mi prima y adoptan una resistencia pasiva. No tienen idea de los medios de lucha social, y, sin embargo, han llegado ya a una especie de sabotaje. Una abierta revolución hubiera estallado ya si no me quisieran a mí un poco. Ahora está usted en la casa y todo marcha. Mis cumplimientos, Frieda.

—Gracias —repuso ésta—. Me alegro de poder hacer algo por Alraune.

—Y en casa de la princesa la echarán a usted mucho de menos, ahora que anda allí todo manga por hombro desde que el Banco suspendió pagos. Tome, lea usted mi correo.

Y le tendió algunas cartas. Pero Frieda Gontram sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No quiero leer ni saber nada de todo eso.

Él insistía:

—Debe usted enterarse, Frieda. Si no quiere usted leer las cartas yo le informaré brevemente de lo sucedido. A su amiga de usted la han encontrado...

—¿Vive? —murmuró Frieda.

—Sí, vive —contestó él—. Cuando salió de aquí anduvo vagando toda la noche y todo el día siguiente. Debió recorrer el campo en dirección a la montaña. Luego se dirigió hacia el Rin. Unos barqueros la vieron a poca distancia de Remagen, la observaron y se mantuvieron cerca de ella porque su actitud les pareció sospechosa. Y cuando saltó desde la roca se acercaron, consiguiendo sacarla del agua a los pocos minutos. Esto ocurrió hacia el mediodía, hace ya cuatro días. A pesar de su resistencia, los barqueros la condujeron a la cárcel.

Frieda Gontram sostenía la cabeza entre las manos.

—¿A la cárcel? —preguntó muy queda.

—Naturalmente —respondió él—. Era evidente que hubiese repetido su intento de suicidio. Ella se resistió tenazmente a toda declaración. Había tirado su reloj, su portamonedas y hasta su pañuelo. Y sólo por la corona y las iniciales marcadas en su ropa no podía identificársela; sólo cuando su padre de usted ordenó las pesquisas legales, se puso en claro su personalidad.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Frieda.

—En la ciudad. El consejero la llevó desde Remagen hasta la Casa de Salud del profesor Dalberg. Aquí está su informe. Temo que la condesa Olga tenga que permanecer allí mucho tiempo. Ayer tarde llegó la princesa. Usted, Frieda, debería visitar pronto a su pobre amiga. El profesor ha dicho que ahora está ya tranquila.

Frieda Gontram se levantó exclamando:

—¡No! ¡No! No puedo.

Y se marchó por el enarenado sendero bajo las lilas perfumadas.

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