—apágalo —pido.
—¿qué pasa?
—es puro cuento. el sueño de un publicitario.
—no puedes decir eso. Johnny ha estado en la cárcel.
—mucha gente ha estado.
—nos parece buena música.
—me gusta la voz. pero el único hombre que puede cantar en una cárcel, realmente, es un hombre que esté realmente en la cárcel.
—de todos modos, nos gusta.
está allí su mujer y hay una pareja de jóvenes negros que tocan combo en una banda.
—a Bukowski le gusta Judy Garland. «allá sobre el arcoiris».
—me gustó aquella vez en Nueva York. ponía toda el alma. no había quien pudiera con ella.
—está muy gorda y bebe mucho.
la misma vieja mierda: gente arrancando carne sin llegar a ningún sitio. me fui algo pronto. cuando lo hacía, les oí poner otra vez a J. Cash. paré a por cerveza y justo la bebía cuando suena el teléfono.
—¿Bukowski?
—¿sí?
—Bill.
—ah, hola, Bill.
—¿qué haces?
—nada.
—¿qué haces el sábado por la noche?
—tengo un asunto.
—quería que vinieras, a conocer a una gente.
—no puedo. ese día.
—sabes, Charley, voy a cansarme de llamar.
—sí.
—¿aún escribes para el mismo papelucho de mierda?
—¿qué?
—ese periódico hippie...
—¿has leído algún número?
—claro. toda esa mierda de protestas. estás perdiendo el tiempo.
—no siempre escribo para el periódico de la policía.
—creía que sí.
—yo creí que tú habías leído el periódico.
—por cierto, ¿qué sabes de nuestro común amigo?
—¿Paul?
—sí, Paul.
—no sé nada de él.
—sabes, él admira muchísimo tu poesía.
—me parece muy bien.
—personalmente a mí no me gusta tu poesía.
—también me parece muy bien.
—no puedes venir el sábado.
—no.
—bueno, voy a hartarme de llamar. ten cuidado. buenas noches.
otro arrancador de carne. ¿qué demonios querían? bueno, Bill vivía en Malibú y Bill ganaba mucho dinero escribiendo (ollas a presión de mierda filosófico-sexual llenas de errores tipográficos e ilustraciones de pregraduado) y Bill no sabía escribir pero Bill tampoco sabía dejar el teléfono. telefonearía otra vez. y otra. y me soltaría sus cerotitos. yo era el viejo que no había vendido las pelotas al carnicero y esto les tenía jodidos. su victoria final sobre mí sólo podría ser una paliza física, y esto podía sucederle a cualquier hombre en cualquier sitio.
Bukowski creía que el ratón Mickey era un nazi; Bukowski hizo el ridículo más bochornoso en Bamey's Beanery; Bukowski hizo un ridículo bochornoso en Shelly's Nanne-hole; Bukowski le tiene envidia a Ginsberg, Bukowski envidia el Cadillac 1969, Bukowski no es capaz de comprender a Rimbaud; Bukowski se limpia el culo con papel higiénico de ese áspero y marrón, Bukowski no vivirá cinco años, Bukowski no ha escrito un poema decente desde 1963, Bukowski lloró cuando Judy Garland... mató a un hombre en Reno.
me siento. meto la hoja en la máquina. abro una cerveza. enciendo un cigarrillo.
consigo una o dos líneas buenas y suena el teléfono.
—¿Buk?
—¿sí?
—Marty.
—hola Marty.
—escucha, acabo de leer tus dos últimas columnas. es muy bueno. no sabía que estuvieses escribiendo tan bien. quiero publicarlas en forma de libro. ¿tienes ya lo de GROVE PRESS?
—sí.
—lo quiero. tus columnas son tan buenas como tus poemas. —un amigo mío de Malibú dice que mis poemas apestan.
—que se vaya a la mierda. quiero las columnas.
—las tiene...
—coño, ése es un pomo. conmigo llegarás a las universidades, a las mejores librerías. cuando esa gente te descubra, ya está; están cansados de toda esa mierda intrincada que llevan siglos embutiéndoles. ya verás. ya estoy viendo publicado todo ese material tuyo antiguo que no se puede conseguir, vendiéndolo a dólar o un dólar y medio ejemplar y haciendo millones.
—¿no temes que me convierta en un gilipollas?
—bueno, siempre has sido un gilipollas, sobre todo cuando bebes... por cierto, ¿cómo te va?
—dicen que agarré a un tipo en Shelly's por las solapas y que le aticé un poco. pero podría haber sido peor, sabes.
—¿qué quieres decir?
—quiero decir que podía haberme agarrado él a mí por las solapas y atizarme. una cuestión de honor, sabes.
—escucha, no te mueras ni dejes que te maten hasta que hagamos esas ediciones de dólar y medio.
—lo intentaré, Martin, lo intentaré.
—¿cómo va la edición de bolsillo?
—Stangest dice que en enero. acabo de recibir las pruebas de imprenta. y cincuenta de adelanto que fundí en las carreras.
—¿es que no puedes dejar de apostar?
—nunca decís nada cuando gano, cabrones.
—es verdad. bueno, dime algo de tus columnas.
—vale. buenas noches.
—buenas noches.
Bukowski, el escritor de campanillas; una estatua de Bukowski en el Kremlin, meneándosela, Bukowski y Castro, una estatua en La Habana, bajo la luz del sol, llena de cagadas de pájaros, Bukowski y Castro en un tándem de carreras hacia la victoria (Bukowski en el asiento de atrás), Bukowski bañándose en un nido de oropéndolas; Bukowski azotando a una esbelta rubia de diecinueve abriles con un látigo de piel de tigre, una espigada rubia de noventa y cinco centímetros de busto, una esbelta rubia que lee a Rimbaud; Bukowski haciendo cucú en las paredes del mundo, preguntándose quién tapió la suerte... Bukowski yendo a por Judy Garland cuando era ya demasiado tarde para todos.
luego recuerdo la vez que volví al coche. justo junto al Bulevar Wilshire. su nombre está en el gran cartel. trabajamos una vez en el mismo trabajo mierda. no me emociona el Bulevar Wilshire. pero aún soy un aprendiz. en principio no excluyo nada. él es mulato, de una combinación de madre blanca y padre negro. caímos juntos en el mismo trabajo mierda, fue algo mutuo. sobre todo, no querer palear mierda siempre, y aunque la mierda era una buena profesora había sólo determinadas lecciones y luego podía ahogarte y liquidarte para siempre.
aparqué detrás y llamé a la puerta trasera, dijo que me esperaría hasta tarde aquella noche. eran las nueve y media. se abrió la puerta.
DIEZ AÑOS. DIEZ AÑOS. diez años. diez años. diez. diez jodidos AÑOS.
—¡Hank, hijo de puta!
—Jim, pedazo de cabrón...
—vamos, pasa.
le seguí. dios mío, increíble. pero es agradable cuando se van las secretarias y el personal. en principio no excluyo nada. tiene seis u ocho habitaciones. entramos en su despacho. saco los dos paquetes de seis cervezas.
diez años.
él tiene 43. yo 48. parezco por lo menos quince años más viejo que él. y me da un poco de vergüenza. la barriga floja. el aire de perro apaleado. el mundo se ha llevado de mí muchas horas y años con sus tareas anodinas y rutinarias; se nota. me da vergüenza mi fracaso; no su dinero, mi fracaso. el mejor revolucionario es un hombre pobre. yo no soy siquiera un revolucionario, sólo estoy cansado. ¡vaya cubo de mierda! espejo, espejo...
tenía buen aspecto con su jersey amarillo claro, tranquilo y realmente contento de verme.
—he atravesado el infierno —dijo—, llevo meses sin hablar con un verdadero ser humano.
—hombre, no sé si yo estoy cualificado.
—lo estás.
la mesa escritorio parece tener siete metros de ancho.
—Jim, me han echado de tantos sitios como éste. un mierda sentado en una silla giratoria. como un sueño de un sueño de un sueño. todos malos. ahora estoy aquí sentado bebiendo una cerveza con un hombre que. está detrás de la mesa y no sé más ahora de lo que sabía entonces.
se echó a reír.
—chaval, quiero que tengas oficina propia, un sillón propio, tu propia mesa. sé lo que te pagan ahora. ganarás el doble.
—no puedo aceptarlo.
—¿por qué? —quiero saber de qué te serviría yo.
—necesito tu cerebro.
se echó a reír.
—hablo en serio.
luego esbozó el plan. me dijo lo que quería. tenía uno de esos cerebros hijoputas que sueñan ese tipo de cosas. parecía tan bueno que tuve que reírme.
—me llevará tres meses arreglarlo —le dije.
—entonces firmaremos el contrato.
—por mí de acuerdo. pero esas cosas a veces no resultan.
—resultará.
—mientras tanto, tengo un amigo que me dejará dormir en su casa en el cuarto de las escobas, si algo falla.
—estupendo.
bebimos dos o tres horas más y luego él se fue a dormir lo suficiente como para reunirse luego con un amigo y dar un paseo en yate a la mañana siguiente (sábado) y yo di una vuelta y me salí del barrio elegante y en el primer tascucho que encontré recalé a echar un trago o dos. y bueno, hijoputa si no encontré allí a un tipo al que conocía de un sitio en que habíamos trabajado los dos.
—¡Luke! —dijo—. ¡hijoputa!
—¡Hank, chaval!
otro negro. (¿qué hacen los blancos por la noche?) parece de capa caída, así que le convido a una copa.
—¿aún sigues allí? —me pregunta.
—sí.
—mierda, tío —dice.
—¿qué?
—no podía aguantar más, sabes, así que me largué. conseguí en seguida otro trabajo. en fin, un cambio, ya sabes. eso es lo que mata a un hombre hombre: la falta de cambio.
—lo sé, Luke.
—bueno, la primera mañana me acerqué a la máquina. era un sitio en que trabajaban con fibra de vidrio. yo llevaba una camisa de cuello abierto y manga corta y me di cuenta de que la gente me miraba mucho. En fin, me senté y empecé a manejar las palancas y todo fue bien durante un rato, hasta que de pronto empiezo a notar un picor por todo el cuerpo. entonces voy y le digo al capataz: «oiga, ¿qué demonios es esto? ¡me pica todo el cuerpo! ¡el cuello, los brazos, todo!». y él entonces me dice: « ¡no es nada, ya te acostumbrarás». pero me doy cuenta de que él lleva la camisa abotonada y un pañuelo al cuello y que la camisa es de manga larga, en fin. voy al día siguiente bien abotonado y con mi pañuelo pero no sirve de nada: aquel jodido cristal es tan fino que no puedes verlo, son como pequeñas flechitas de cristal que atraviesan la ropa y se clavan en la piel. entonces me di cuenta de por qué me hacían ponerme las gafas protectoras. aquello podía dejar ciego a un hombre en media hora. tenía que largarme. fui a una fundición. amigo, ¿sabes que los tipos VERTIAN ESA MIERDA AL ROJO EN MOLDES? lo vertían como si fuese grava o grasa de cerdo. ¡increíble! ¡y caliente! ¡mierda! me largué. ¿cómo te va, hombre?
—Luke, esa zorra de allí no deja de mirarme y de sonreír y de subirse la falda.
—no le hagas caso, está loca.
—pero tiene buenas piernas.
—sí, sí que las tiene.
pedí otro trago, lo cogí, y me fui hacia ella.
—hola nena.
ella entonces hurga en el bolso, saca, aprieta el botón y aparece una hermosa navaja automática de quince centímetros. miro al del bar que no parece inmutarse.
—¡si te acercas un paso más te corto las pelotas! —dice la zorra.
tiro su vaso y cuando mira la agarro por la muñeca, le quito la navaja, la cierro, me la meto en el bolsillo. el del bar sigue inmutable. vuelvo con Luke y terminamos nuestros tragos. me doy cuenta de que son las dos menos diez y pido dos paquetes de seis cervezas. vamos a mi coche. Luke está sin ruedas. ella nos sigue.
—necesito que me lleves.
—¿adónde?
—hacia Century.
—es mucho camino.
—¿y qué? vosotros, hijos de puta, me robásteis la navaja. cuando estoy a mitad de camino de Century, veo aquellas piernas femeninas alzarse en el asiento trasero. cuando las piernas bajan me arrimo a una esquina oscura y le digo a Luke que eche un cigarro. odio ser el segundo, pero cuando lleva uno mucho tiempo sin ser el primero y es teóricamente un gran artista y maestro de Vida, TIENEN que servir los segundos platos, y, como dicen los muchachos, en algunos casos son mejores los segundos. estuvo bien. cuando la dejé le devolví la navaja envuelta en un billete de diez dólares: estúpido, desde luego. pero me gusta ser estúpido. Luke vive entre la Octava e Irola así que no queda muy lejos de mi casa.
cuando abro la puerta, empieza a sonar el teléfono. abro una cerveza y me siento en la mecedora y le oigo sonar. ha sido suficiente para mí. oscurecer, noche y mañana.
Bukowski lleva calzoncillos de color marrón. a Bukowski le dan miedo los aviones. Bukowski odia a Santa Claus. Bukowski hace figuras deformes con las gomas de la máquina de escribir. cuando el agua gotea, Bukowski llora. cuando Bukowski llora, el agua gotea. oh, sancta sanctorum de los manantiales, oh escrotos, oh manantes escrotos, oh la gran fealdad del hombre por todas partes como ese fresco cagarro de perro que el zapato matutino de nuevo no ve. oh la poderosa policía, oh las poderosas armas, oh los poderosos dictadores, oh los poderosos malditos imbéciles de todas partes, oh el solitario pulpo, oh el tic tac del reloj sorbiéndonos cada limpio minuto a todos nosotros, equilibrados y desequilibrados y santos y acatarrados, oh los vagabundos tirados en callejas de miseria en un mundo de oro, oh los niños que se harán feos, oh los feos que se harán más feos, oh la tristeza y la bota y el sable y los muros de tierra (sin Santa Claus, sin mujer, sin varita mágica, sin Cenicienta, sin Grandes Inteligencias siempre; cu-cú) sólo mierda y perros y niños azotados, sólo mierda y limpiar mierda; sólo médicos sin pacientes sólo nubes sin lluvia sólo días sin días, oh dios oh poderoso que tú nos impongas esto.
cuando penetremos en tu poderoso palacio de JUDÍO y ángeles fichadores quiero oír Tu voz sólo diciendo una vez
MISERICORDIA
MISERICORDIA
MISERICORDIA
PARA TI MISMO y para nosotros y para lo que te hagamos a Ti, doblé por Irola hasta llegara Normandie, eso fue lo que hice, y luego entré y me senté y oí sonar el teléfono.
el chico y yo éramos los últimos de una juerga en mi casa y estábamos allí sentados cuando alguien, fuera, empezó a tocar la bocina de un coche, fuerte FUERTE FUERTE, oh canta fuerte, pero luego todo es como hachazos en la cabeza, de todos modos. el mundo no hay quién lo arregle, así que simplemente seguí allí sentado con mi copa, fumando un puro y sin pensar en nada; se habían ido los poetas, los poetas y sus damas se habían ido, y el ambiente resultaba bastante agradable, a pesar de aquella bocina. en comparación. los poetas se habían acusado mutuamente de diversas traiciones: de escribir mal, de fallos y cada uno de ellos proclamaba así merecer más aplausos, escribir mejor que Fulano y Mengano y Zutano. les dije a todos que lo que necesitaban era pasarse dos años en una mina de carbón o una central siderúrgica, pero siguieron discurseando, aquellos melindrosos, bárbaros, apestosos, y, la mayoría, podridos escritores. ya se habían ido. el puro era bueno. el chico seguía allí sentado. yo acaba de escribir un prólogo para su segundo libro de poemas. ¿o era el primero? no lo sé muy bien.