Llamaron a la puerta. Era el encargado.
—Hacen ustedes demasiado ruido —dijo—. Nada de televisión ni radio ni ruidos fuertes después de las diez —dijo.
Luego se fue.
Me acerqué a la manta. Tenía un agujero, desde luego. Pamcía muy quieta. ¿Cuáles son los, puntos vitales de una manta viva?
—Jesús, vamos a tomar una cerveza —dijo Mick—. Me da igual morirme que no.
Su vieja abrió tres botellas y Mick y yo encendimos un par de Pall Malls.
—Oye, amigo —dijo—, cuando te vayas llévate la manta.
—Yo no la necesito, Mick —dije—. Quédatela tú.
Bebió un gran trago de cerveza.
—¡Sácame ese maldito chisme de aquí!
—Bueno, ya está MUERTA, ¿no? —le dije.
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
—¿Quieres decirme que te crees ese absurdo de la manta, Hank?
—Sí, señora, lo creo.
Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Vaya un par de chiflados, nunca vi cosa igual —luego añadió—: Tú también bebes, ¿verdad Hank?
—Sí señora.
—¿Mucho?
—A veces.
—¡Yo lo único que digo es que te lleves esa condenada manta de aquí!
Bebí un buen trago de cerveza y deseé que fuese vodka.
—De acuerdo, camarada —dije—, si no quieres la manta, me la llevaré.
La doblé y me la eché al brazo.
—Buenas noches.
—Buenas noches, Hank, y gracias por la cerveza.
Subí la escalera y la manta seguía muy quieta. Quizás la bala la hubiese liquidado. Entré en casa y la eché en una silla. Luego estuve sentado un rato, mirándola.
Luego se me ocurrió una idea: cogí la panera y puse encima un periódico. Luego cogí un cuchillo. Puse la panera en el suelo. Luego me senté en la silla. Me puse la manta sobre las piernas: Y agarré el cuchillo. Pero costaba trabajo apuñalar aquella manta. Seguí allí, sentado en la silla, el viento de la noche de la podrida ciudad de Los Angeles entraba soplándome en la nuca, y qué trabajo me costaba clavar aquel cuchillo. ¿Qué sabía yo? Quizás aquella manta fuese alguna mujer que me había amado, y buscaba un medio de volver a mí a través de la manta. Pensé en dos mujeres. Luego, pensé en una. Luego me levanté y entré en la cocina y abrí la botella de vodka. El médico me había dicho que una gota más de licor y estaba listo. Pero llevaba tiempo practicando. Un dedalito una noche. Dos la siguiente, etc. Esta vez me serví un vaso lleno. No era el morir lo que importaba, era la tristeza, el asombro, las pocas personas buenas que hay llorando en la noche. Las pocas personas buenas. Quizás la manta hubiese sido aquella mujer e intentase matarme para llevarme a la muerte con ella, o intentase amar como una manta y no supiese cómo... o intentase matar a Mick porque la había molestado cuando intentaba seguirme por la puerta... ¿Locura? Seguro. ¿Qué no es locura? ¿No es una locura la vida? Todos estamos atados como muñecos... unos cuantos vientos de primavera, y se acabó, y ya está... y damos vueltas por ahí y suponemos cosas, hacemos planes, elegimos gobernadores. Segamos el césped... Locura, sin duda, ¿qué NO ES locura?
Bebí el vaso de vodka de un trago y encendí un cigarrillo. Luego alcé la manta por última vez y ¡CORTE! Corté y corté y corté, corté aquel chisme en trozos— pequeñísimos... y metí los trozos en el balde y luego lo puse junto a la ventana y puse en marcha el ventilador para soplar el humo, y mientras la llama se alzaba, entré en la cocina y me serví otro vodka.
Cuando salí estaba poniéndose rojo y bien, como cualquier bruja del viejo Boston, como cualquier Hiroshima, como cualquier amor, como cualquier amor, cualquiera, y yo no me sentí bien, no me sentí nada bien. Bebí el segundo vaso de vodka y apenas lo noté. Entré en la cocina a por otro, el cuchillo en la mano. Tiré el cuchillo en la fregadera y desenrosqué el tapón de la botella. Volví a mirar el cuchillo que había echado en la fregadera. En su filo había una mancha clara de sangre. Me miré las manos. Las revisé buscando cortes. Las manos de Cristo eran hermosas manos. Miré mis manos. No había ningún corte. No había ni un arañazo. Ni un rasguño.
Sentí rodar las lágrimas, arrastrarse como cosas pesadas. e insensibles, sin piernas. Estaba loco. Tenía que estar loco sin duda.
Había estado mucho tiempo por ahí bebiendo, y durante ese tiempo había perdido mi lindo trabajo, la habitación y (quizás) el juicio. Después de dormir la noche en una calleja, vomité en la claridad, esperé cinco minutos, acabé lo que quedaba de la botella de vino que encontré en el bolsillo de la chaqueta. Empecé a caminar por la ciudad, sin ningún objetivo. Mientras andaba, tenía la sensación de poseer una parte del significado de las cosas. Por supuesto, era falso. Pero quedarse en una calleja tampoco servía de gran cosa.
Anduve durante un rato, sin darme casi cuenta. Consideraba vagamente la fascinación de, morir de hambre. Sólo quería un sitio donde tumbarme y esperar. No sentía rencor alguno contra la sociedad, porque no pertenecía a ella. Hacía mucho que me había habituado a este hecho. Pronto llegué a los arrabales de la ciudad. Las casas estaban mucho más espaciadas. Había campo y fincas pequeñas. Yo estaba más enfermo que hambriento. Hacía calor y me quité la chaqueta y la colgué del brazo. Empezaba a notar sed. No había rastro de agua por ninguna parte. Tenía la cara ensangrentada de una caída de la noche anterior, y el pelo revuelto. Morir de sed no lo consideraba una muerte cómoda. Decidí pedir un vaso de agua. Pasé la primera casa, no sé por qué me pareció que me sería hostil, y seguí calle abajo hasta una casa verde de tres plantas, muy grande, adornada de yedra y con matorrales y varios árboles alrededor. A medida que me acercaba al porche delantero, oía dentro extraños ruidos, y me llegaba un olor como de carne cruda y orina y excrementos. Sin embargo, la casa daba una sensación amistosa; llamé al timbre.
Salió a la puerta una mujer de unos treinta años. Tenía el pelo largo, de un rojo castaño, muy largo, y aquellos ojos pardos me miraron. Era una mujer guapa, vestía vaqueros azules ceñidos, botas y una camisa rosa pálido. No había en su cara ni en sus ojos ni miedo ni recelo.
—¿Sí? —dijo, casi sonriendo.
—Tengo sed —dije yo—. ¿Puedo tomar un vaso de agua?
—Pasa —dijo ella, y la seguí a la habitación principal—. Siéntate.
Me senté, tímidamente, en un viejo sillón. Ella entró en la cocina a por el agua. Estando allí sentado, oí correr algo vestíbulo abajo, hacia la habitación principal. Dio una vuelta a la habitación, frente a mí, luego, se detuvo y me miró. Era un orangután. El bicho empezó a dar saltos de alegría al verme. Luego corrió hacia mí y saltó a mi regazo. Pegó su cara a la mía, sus ojos se fijaron un instante en los míos y luego apartó la cabeza. Cogió mi chaqueta, saltó al suelo y corrió vestíbulo adelante con ella, haciendo extraños ruidos.
Ella volvió con mi vaso de agua, me lo entregó.
—Soy Carol —dijo.
—Yo Gordon —dije—, pero en fin, qué más da.
—¿Por qué?
—Bueno, estoy liquidado. No hay nada que hacer. Se acabó. —¿Y qué fue? ¿El alcohol? —preguntó.
—El alcohol —dije, luego indiqué lo que quedaba más allá de las paredes—: y ellos.
—También yo tengo problemas con ellos. Estoy completamente sola.
—¿Quieres decir que vives sola en esta casa tan grande?
—Bueno, no exactamente —se echó a reír.
—Ah claro, tienes ese mono grande que me robó la chaqueta. —Oh, ése es Bilbo. Es muy lindo. Está loco.
—Necesitaré la chaqueta esta noche. Hace frío.
—Tú te quedas aquí esta noche. Necesitas descanso, se te nota.
—Si descansase, podría querer seguir con el juego.
—Creo que deberías hacerlo. Es un buen juego si lo enfocas como es debido.
—Yo no lo creo. Y, además, ¿por qué quieres ayudarme?
—Yo soy como Bilbo —dijo ella—. Estoy loca. Al menos, eso creen ellos. Estuve tres meses en un manicomio.
—¿De veras? —dije.
—De veras ——dijo ella—. Lo primero que voy a hacer es prepararte un poco de sopa.
—Las autoridades del condado —me dijo más tarde— están intentando echarme. Hay un pleito pendiente. Por suerte, papá me dejó bastante dinero. Puedo combatirlos. Me llaman Carol la Loca del Zoo Liberado.
—No leo los periódicos. ¿Zoo Liberado?
—Sí, amo a los animales. Tengo problemas con la gente. Pero, Dios mío, conecto realmente con los animales. Puede que ' esté loca. No sé.
—Creo que eres encantadora.
—¿De veras?
—De veras.
—La gente parece tenerme miedo. Me alegro de que tú no me tengas miedo.
Sus ojos pardos se abrían más y más. Eran de un color oscuro y melancólico y, mientras hablábamos, parte de la tensión pareció esfumarse.
—Oye —dije—, lo siento, pero tengo que ir al baño.
—Después del vestíbulo, la primera puerta a la izquerda.
—Vale.
Crucé el vestíbulo y giré a la izquierda. La puerta estaba abierta. Me detuve. Sentado en la barra de la ducha, sobre la bañera había un loro. Y en la alfombra un tigre adulto tumbado. El loro me ignoró y el tigre me otorgó una mirada indiferente y aburrida. Volví rápidamente a la habitación principal.
—¡Carol! ¡Dios mío, hay un tigre en el baño!
—Oh, es Dopey Joe. Dopey Joe no te hará nada.
—Sí, pero no puedo cagar con un tigre mirándome.
—Oh, que tonto. ¡Vamos, ven conmigo!
Seguí a Carol por el vestíbulo. Entró en el baño y dijo al tigre:
—Vamos, Dopey, muévete. El caballero no puede cagar si tú le miras. Cree que quieres comerle.
El tigre se limitó a mirar a Carol con indiferencia.
—¡Dopey, bastardo, que no tenga que repetírtelo! ¡Contaré hasta tres! ¡Venga! Vamos: uno... dos... tres...
El tigre no se movió.
—¡De acuerdo, tú te lo has buscado!
Cogió a aquel tigre por la oreja y tirando de ella lo obligó a levantarse. El bicho bufaba, escupía; pude ver los colmillos y la lengua, pero Carol parecía ignorarle. Sacó a aquel tigre de allí por una oreja y se lo llevó al vestíbulo. Luego le soltó la oreja y dijo:
—Muy bien, Dopey, ¡a tu habitación! ¡A tu habitación inmediatamente!
El tigre cruzó el vestíbulo, hizo un semicírculo y se tumbó en el suelo.
—¡Dopey! —dijo ella—. ¡A tu habitación!
El bicho la miró, sin moverse.
—Este hijoputa está poniéndose imposible. Voy a tener que emprender una acción disciplinaria —dijo ella—, pero me fastidia. Le amo.
—¿Le amas?
—Amo a todos mis animales, por supuesto. Dime, ¿y el loro? ¿Te molestará el loro?
—Supongo que podré descargar delante del loro —dije.
—Entonces adelante, que tengas una buena cagada.
Cerró la puerta. El loro no dejaba de mirarme. Luego dijo: «Entonces adelante, que tengas una buena cagada». Luego cagó él, directamente en la bañera.
Hablamos algo más aquella tarde y por la noche, y yo consumí un par de magníficas comidas. No estaba seguro del todo de que aquello no fuese un montaje gigante del delirium tremems.
O de que no me hubiese muerto, o me hubiese vuelto loco, o estuviese viendo visiones.
No sé cuantos tipos de animales distintos tenía Carol allí. Y la mayoría de ellos campaban a sus anchas por la casa, pero tenían buenos hábitos de limpieza. Era un Zoo Liberado.
Luego, había el «período de mierda y ejercicio», según palabras de Carol. Y allá salían todos desfilando en grupos de cinco o seis, dirigidos por ella, hacia el prado. La zorra, el lobo, el mono, el tigre, la pantera, la serpiente... en fin, ya sabes lo que es un zoo. Lo tenía casi todo. Pero lo curioso era que los animales no se molestaban unos a otros. Ayudaba el que estuviesen bien alimentados (la factura de alimentación era tremenda; papá debía haber dejado mucha pasta), pero yo estaba convencido de que el amor de Carol hacia ellos les colocaba en un estado de pasividad muy suave y casi alegre: un estado de amor transfigurado. Los animales, simplemente se sentían bien.
—Mírales, Gordon. Fíjate en ellos. ¿Cómo no amarlos? Mira cómo se mueven. Tan diferente cada uno, tan real cada uno de ellos, tan él mismo cada uno. No como los humanos. Están tranquilos, están liberados, nunca son feos. Tienen la gracia, la misma gracia con la que nacieron...
—Sí, creo que entiendo lo que quieres decir...
Aquella noche no podía conciliar el sueño. Me puse la ropa, salvo los zapatos y los calcetines, y recorrí el pasillo hasta la habitación delantera. Podía mirar sin ser visto. Allí me quedé.
Carol estaba desnuda y tumbada sobre la mesa de café, la espalda en la mesa, con sólo las partes inferiores de muslos y piernas colgando. Todo su cuerpo era de un excitante blanco, como si jamás hubiese visto el sol, y sus pechos, más vigorosos que grandes, parecían independientes, partes diferenciadas alzándose en el aire, y los pezones no eran de ese tono oscuro que son los de la mayoría de las mujeres, sino más bien de un rojo-rosa brillante, como fuego, sólo que más rosa, casi neón. ¡Cielos, la dama de los pechos de neón! Y los labios, del mismo color, estaban abiertos en un rictus de ensoñación. La cabeza colgaba un poco fuera, por el otro extremo de la mesa, y aquel pelo rojomarrón se balanceaba, largo, largo, hasta doblarse sobre la alfombra. Y todo su cuerpo daba la sensación de estar ungido... no parecía tener codos ni rodillas, ni puntas, ni bordes. Suave y aceitada. Las únicas cosas que destacaban eran los pechos afilados,. Y enroscada en su cuerpo, estaba aquella larga serpiente... no sé de qué tipo era. La lengua silbaba y su cabeza avanzaba y retrocedía lenta, flúidamente, a un lado de la cabeza de Carol. Luego, alzándose, con el cuello doblado, la serpiente miró la nariz de Carol, sus labios, sus ojos, bebiendo en su rostro.
De cuando en cuando, el cuerpo de la serpiente se deslizaba ligerísimamente sobre el cuerpo de Carol; aquel. movimiento parecía, una caricia, y tras la caricia, la serpiente hacía una leve contracción, apretándola, allí enroscada alrededor de su cuerpo. Carol jadeaba, palpitaba, se estremecía; la serpiente bajaba, deslizándose junto a su oreja, luego se alzaba, miraba su nariz, sus labios, sus ojos, y luego repetía los movimientos. La lengua de la serpiente silbaba rápida, y el coño de Carol estaba abierto, los pelos suplicantes, rojo y hermoso, a la luz de la lámpara.
Volví a mi habitación. Una serpiente muy afortunada, pensé; nunca había visto cuerpo de mujer como aquél. Me costó trabajo dormir, pero al final lo conseguí.