A la mañana siguiente, mientras desayunábamos juntos, le dije a Carol:
—Estás realmente enamorada de tu zoo, ¿verdad?
—Sí, de todos ellos, del primero al último —dijo.
Terminamos el desayuno, sin hablar casi. Carol estaba más guapa que nunca. Estaba cada vez más radiante. Su pelo parecía vivo; parecía saltar alrededor de ella cuando se movía, y la luz de la ventana brillaba a su través, enrojeciéndolo.
Sus ojos, muy abiertos, temblaban, pero sin miedo, sin vacilación. Aquellos ojos: lo dejaban entrar y salir todo. Ella era animal, y humana.
—Escucha —dije—, si me recuperas la chaqueta que se llevó el mono, seguiré mi camino.
—No quiero que te vayas —dijo ella.
—¿Quieres que forme parte de tu zoo?
—Sí.
—Pero yo soy humano, sabes.
—Pero estás intacto. No eres como ellos. Aún flotas por dentro. Ellos están perdidos, endurecidos. Tú estas perdido pero no te has endurecido. Lo único que necesitas es ser cariñoso.
—Pero yo quizás sea demasiado viejo para que... me ames como al resto de tu zoo.
—Yo... no sé... me gustas muchísimo. ¿No puedes quedarte? Podríamos encontrarte un...
A la noche siguiente tampoco podía dormir. Crucé el vestíbulo hasta la cortina de cuentas y miré. Esta vez Carol tenía una mesa en el centro de la habitación. Era una mesa de roble, casi negra, de anchas patas. Carol estaba tumbada en la mesa, las nalgas justo en el borde, las piernas separadas, los dedos de los pies justo rozando el suelo. Se cubría el coño con una mano, luego la apartó. Al apartarla, todo su cuerpo pareció ponerse de un rosa claro; la sangre lo bañó todo, luego desapareció. El último rosa colgó un instante justo debajo de la barbilla y alrededor del cuello y luego se desvaneció y su coño se abrió levemente.
El tigre daba vueltas a la mesa en lentos círculos. Luego empezó a hacer círculos más rápidos, la cola balanceante. Carol lanzó aquel gemido sordo. Cuando hizo esto, el tigre estaba directamente enfrente de sus piernas. Se detuvo. Se alzó. Colocó una zarpa a cada lado de la cabeza de Carol. El pene extendido; era gigantesco. El pene llamó a su coño, buscando entrada, Carol puso la mano sobre el pene del tigre, para guiarlo. Ambos se columpiaron en el borde de un calvario insoportable y ardiente. Luego, una parte del pene entró. El tigre sacudió bruscamente los lomos. Entró el resto... Carol chilló. Luego subió las manos y rodeó con ellas el cuerpo del tigre mientras él empezaba a moverse. Volví a mi habitación.
Al día siguiente comimos en el prado con los animales. Una comida campestre. Yo comí un bocado de ensalada de patatas mientras veía pasar un lince con una zorra plateada. Había penetrado en una totalidad de experiencia completamente nueva. El condado había obligado a Carol a alzar aquellas vallas altas de alambre, pero los animales aún tenían una amplia zona de tierra despejada por la que vagar. Terminamos de comer y Carol se tumbó en la yerba, mirando al cielo. Dios mío, quién fuera otra vez joven.
Carol me miró:
—¡Vamos, ven aquí, viejo tigre!
—¿Tigre?
—«Tigre tigre, luz ardiente... »
[3]
Cuando mueras, se darán cuenta, verán las manchas.
Me tumbé junto a ella. Ella se puso de lado, apoyando la cabeza en mi brazo. La miré.
Todo el cielo y toda la tierra corrían por aquellas ojos.
—Eres como una mezcla de Randolph Scott y Humphrey Bogart —me dijo.
Me eché a reír.
Eres muy graciosa —dije.
Nos miramos. Tuve la sensación de que podía caer dentro de aquellos ojos.
Luego, posé una mano en sus labios, nos besamos y atraje su cuerpo hacia el mío. Con la otra mano acariciaba su pelo. Fue un beso de amor, un largo beso de amor. Aun así, me empalmé. Su cuerpo se movió rozando el mío, serpentinamente. Pasó a nuestro lado un avestruz. «Jesús», dije, «Jesús, Jesús...». Nos besamos de nuevo. Luego, ella empezó a decir:
—¡Ay hijoputa! ¡Hijoputa, qué estás haciéndome!
Y me cogió la mano y la metió dentro de sus vaqueros. Sentí los pelos de su coño. Estaban ligeramente húmedos. Froté y acaricié. Luego entró mi dedo. Ella me besaba arrebatadamente.
—¡Ay, qué me haces, hijoputa! ¡Hijoputa qué me haces! —luego, se apartó bruscamente.
—¡Demasiado aprisa! Tenemos que ir lentamente, muy lentamente...
Nos incorporamos y ella tomó mi mano y me leyó la palma:
—Tu línea de la vida... —dijo—. No llevas mucho tiempo en la Tierra. Mira, mira tu palma, ¿ves esta línea?
—Sí, sí.
—Esa es la línea de la vida. Ahora mira la mía: ya he esiado en la Tierra varias veces.
Hablaba en serio y la creí. A Carol había que creerla. Era en Carol en lo único que había que creer. El tigre nos observaba a unos veinte metros de distancia. Una brisa agitó parte del pelo marrón rojizo de Carol trasladándolo de la espalda al hombro. No pude soportarlo. La agarré y nos besamos de nuevo. Caímos hacia atrás. Luego ella cortó.
—Tigre, hijoputa, ya te lo dije: despacio.
Hablamos un poco más. Luego, dijo:
—Sabes... no sé cómo explicarlo. Tengo sueños sobre eso. El mundo está cansado. Está acercándose el final. La gente se han hundido en la inconsecuencia... la gente rock. Están cansados de sí mismos. Están pidiendo la muerte y sus oraciones tendrán respuesta. Yo estoy... estoy... bueno... estoy como preparando una criatura nueva que habite lo que quede de la Tierra. Tengo la sensación de que hay alguien más aquí preparando la nueva criatura. Quizás en varios otros sitios. Esas criaturas se encontrarán y procrearán y sobrevivirán. ¿Comprendes? Pero deben tener lo mejor de todas las criaturas, incluido el hombre, para sobrevivir dentro de la pequeña partícula de vida que quedará... Mis sueños, ay, mis sueños... ¿crees que estoy loca?
Me miró y se echó a reír.
—¿Crees que soy Carol la Loca?
—No sé —dije—. No hay modo de saberlo.
De nuevo aquella noche no podía dormir y recorrí el pasillo hacia la habitación delantera. Miré entre las cuentas. Carol estaba sola, tumbada en el sofá, ardía cerca una lamparilla. Estaba desnuda y parecía dormida. Aparté las cuentas y entré en la habitación, me senté en una silla frente a ella. La luz de la lámpara caía sobre la mitad superior de su cuerpo; el resto estaba en sombras.
Me desnudé y me acerqué a ella. Me senté al borde del sofá y la miré. Abrió los ojos. Cuando me vio, no pareció mostrar sorpresa. Pero el marrón de sus ojos, aunque claro y profundo, parecía desentonado, sin acento, como si yo no fuese algo que ella conociese por el nombre o la forma, sino algo distinto: una fuerza separada de mí. Sin embargo, había aceptación.
A la luz de la lámpara era como si su pelo estuviese bajo la luz del sol: brotaba el rojo por entre el marrón. Era como fuego interior; ella era como fuego interior. Me incliné y la besé detrás de la oreja. Ella inspiró y expiró perceptiblemente. Me deslicé hacia abajo, mis piernas cayeron del sofá, me agaché y lamí sus pechos, lamí su estómago, su ombligo, volví a los pechos, luego volví a bajar, más abajo, donde empezaba el vello y empecé a besar allí, mordí levemente una vez, luego bajé más, salté, besé en el borde interno de un muslo, luego en el otro. Se agitó, gruñó un poco: «ah, aaah...» y luego me vi frente a la abertura, los labios, y muy lentamente pasé la lengua por todo el borde de los labios, y luego invertí el círculo. Mordí, metí la lengua dos veces, profundamente, la saqué, hice otro círculo. Empezó a humedecerse, a oler levemente a sal. Hice otro círculo. El gruñido: «Ah, ah. . . » y la flor se abrió, vi el pequeño capullo y con la punta de la lengua, lo más suave y dulce que pude, tictaqueé y lamí. Pataleó y, mientras intentaba bloquearme la cabeza con las piernas, fui subiendo, lamiendo, parando, subiendo hacia el cuello, mordiendo, y mi pene empezó a llamar y llamar y llamar hasta que ella bajó la mano y me colocó en la abertura. Al entrar, mi boca encontró la suya, y quedamos unidos por dos puntos: la boca húmeda y fresca, la flor húmeda y cálida, un horno de ardor allá abajo, y mantuve el pene pleno e inmóvil en su interior, mientras ella culebreaba sobre él, pidiendo...
—¡Ay hijoputa, hijoputa... muévete! ¡Muévelo!
Seguí quieto mientras ella se agitaba. Apreté los dedos de los pies en el extremo del sofá e hinqué más, sin moverme aún. Luego, obligué al pene a saltar tres veces por sí sólo sin mover el cuerpo. Ella respondió con contracciones. Lo hicimos de nuevo, y cuando no pude soportarlo más, lo saqué casi todo, y volví a meterlo (cálido y suave) de nuevo. Luego lo mantuve inmóvil mientras ella culebreaba colgada de mí como si yo fuese el anzuelo y ella el pez. Repetí esto varias veces, y luego totalmente perdido, salí y entré, sintiéndolo crecer, y escalamos juntos hechos uno (el lenguaje perfecto) escalamos dejándolo atrás todo, la historia, nosotros mismos, ego, piedad y análisis, todo salvo el oculto gozo de saborear Ser.
Nos corrimos juntos y seguí dentro sin que mi pene se ablandara. Al besarla, sus labios estaban totalmente blandos y cedían a los míos. Su boca estaba suelta, rendida hacia todo. Mantuvimos un leve y suave abrazo una media hora, luego Carol se levantó. Fue primero al baño. Luego la seguí. No había tigres allí aquella noche. Sólo el viejo Tigre que había ardido en luz.
Nuestra relación siguió, sexual y espiritual, pero, al mismo tiempo, he de confesarlo, Carol seguía también con los animales. Los meses pasaron en una tranquilidad feliz. Luego, advertí que Carol estaba preñada. Y yo había llegado allí a por un vaso de agua.
Un día, fuimos a comprar suministros al pueblo. Cerramos la casa como hacíamos siempre. No teníamos que preocuparnos de ladrones porque andaban por allí la pantera y el tigre y los demás animales supuestamente peligrosos. Los suministros para los animales nos los entregaban todos los días, pero teníamos que ir al pueblo a por los nuestros. Carol era muy conocida. Carol la Loca, y siempre se quedaba la gente mirándola en las tiendas, y a mí también, su nuevo animalito, su nuevo y lindo animalito.
Primero fuimos a ver una película, que no nos gustó. Cuando salimos, llovía un poco. Carol compró unos cuantos vestidos de embarazada y luego fuimos al mercado a hacer el resto de las compras. Volvíamos despacio, hablando, gozando uno de otro. Eramos gente satisfecha. Sólo queríamos lo que queríamos; no les necesitábamos a ellos y había dejado de preocuparnos hacía mucho lo que pensasen. Pero sentíamos su odio. Eramos marginados. Vivíamos como animales y los animales eran una amenaza para la sociedad... creían ellos. Y nosotros éramos una amenaza a su manera de vivir. Vestíamos ropa vieja. Y yo no me recortaba la barba; llevaba el pelo largo y revuelto y, aunque tenía cincuenta años, mi pelo era de un rojo claro. A Carol el pelo le llegaba hasta el culo. Y siempre encontrábamos cosas de las que reírnos. Risa de la buena. No podían entenderlo. En el mercado, por ejemplo, Carol había dicho:
—¡Eh papi! ¡Ahí va la sal! ¡Coge la sal, papi, cabrón!
Estaba en medio del pasillo y había tres personas entre nosotros y lanzó la sal por encima de sus cabezas. La cogí; ambos reímos. Luego yo miré la sal.
—¡No, hija, no, no me seas puta! ¿Es que quieres que se me endurezcan las arterias? Tiene que ser yodixada! ¡Toma, mis dulces, y cuidado con el niño! ¡Bastante recibirá luego ese cabroncete!
Carol cogió mis dulces y me tiró la sal yodizada. Qué caras ponían... éramos tan indecorosos.
Lo habíamos pasado bien aquel día. Aunque la película había sido mala, lo habíamos pasado bien. Nosotros hacíamos nuestras propias películas. Hasta la lluvia era buena. Bajamos las ventanillas y la dejamos entrar. Cuando enfilé la entrada, Carol lanzó un grito. Un grito de profundo dolor. Se desplomó y se puso completamente blanca.
—¡Carol! ¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien? —la atraje hacia mí—. ¿Qué pasa? Dime...
—No me pasa nada a mí. Mira lo que han hecho., Lo percibo, lo sé. Oh Dios mío, Dios mío, oh Dios mío, esos sucios cabrones, lo han hecho, lo han hecho, la terrible cerdada.
—¿Qué han hecho?
—Asesinar... la casa... asesinar por todas partes...
—Espera aquí —dije.
Lo primero que vi en la habitación delantera fue a Bilbo el orangután. Con un agujero de bala en la sien izquierda. Bajo su cabeza había un charco de sangre. Estaba muerto. Asesinado. Tenía en la cara aquella sonrisa. En la sonrisa se leía dolor, y a través del dolor; y a través del dolor era como si se hubiese reído, como si hubiese visto la Muerte y la Muerte fuese algo distinto... sorprendente, superior a su razón, y le hubiese hecho sonreír en medio del dolor. En fin, él sabía más de aquello, ahora, que yo.
A Dopey, el tigre, le habían cogido en su guarida favorita: el baño. Le habían disparado muchas veces, como si los asesinos tuviesen miedo. Había mucha sangre, en parte seca. Tenía los ojos cerrados pero la boca había quedado muerta y congelada en un bufido, y destacaban los inmensos y maravillosos colmillos. Incluso en la muerte era más majestuoso que un hombre vivo. En la bañera estaba el loro. Una bala. El loro estaba al fondo, junto al desagüe, cuello y cabeza doblados bajo el cuerpo, un ala debajo y las plumas de la otra desplegadas, como si aquel ala hubiese querido gritar y no hubiese podido.
Registré las habitaciones. No quedaba nada vivo. Todos asesinados. El oso negro. El coyote. La mofeta. Todo. Toda la casa estaba tranquila. Nada se movía. Nada podíamos hacer. Tenía ante mí un enorme proyecto funerario. Los animales habían pagado por su individualidad... y la nuestra.
Despejé la habitación delantera y el dormitorio.
Limpié cuanta sangre pude y metí allí a Carol. Al parecer, lo habían hecho mientras nosotros estábamos en el cine. Puse a Carol en el sofá. No lloraba pero temblaba toda. La froté, la acaricié, le dije cosas... De vez en cuando, un escalofrío agi. taba su cuerpo, gemía: «Oooh, oooh... Dios mío... ». Tras dos largas horas empezó a llorar. Me quedé allí con ella, la abracé. Se durmió en seguida. La llevé a la cama, la desvestí, la tapé. Luego, salí y contemplé el prado de atrás. Gracias a Dios, era grande. Pasaríamos de un zoo liberado a un cementerio de animales en un solo día.
Tardé dos en enterrarlos a todos. Carol puso marchas fúnebres en el tocadiscos y yo cavé y enterré los cuerpos y los cubrí. Era insoportablemente triste. Carol marcó las tumbas y los dos bebimos vino sin hablar. La gente vino a vernos, atisbaban por la alambrada. Adultos, niños, periodistas, fotógrafos. Hacia el final del segundo día, sellé la última tumba y entonces Carol cogió mi pala y se acercó lentamente a la multitud de la alambrada. Retrocedieron, murmurando asustados. Carol arrojó la pala contra la alambrada. La gente se agachó y se tapó con los brazos como si la pala fuese a traspasar los alambres.