y yo había escrito otro PROLOGO a otro libro de poesía de alguien. ¿cuántos más?
—hola Bukowski, tengo este libro de poemas. pensé que podrías leer los poemas y decir algo.
—¿decir algo? pero hombre, si a mí no me gusta la poesía.
—da igual. sólo di algo.
el chico se había ido. yo tenía que cagar. el water estaba atascado. el casero se había ido fuera tres días. saqué la mierda y la metí en una bolsa de papel marrón. luego salí y caminé con la bolsa de papel como el que va al trabajo con el almuerzo. luego, cuando llegué al solar vacío, tiré la bolsa. tres prólogos. tres bolsas de mierda. nadie comprendería jamás lo que sufría Bukowski.
volví hacia casa, soñando con mujeres en posición supina y fama perdurable. lo primero resultaba más agradable. y me estaba quedando sin bolsas marrones. quiero decir, sin bolsas de papel. las diez, el correo. una carta de Beiles, está en Grecia. decía que allí también llovía.
bueno, en fin, dentro y solo de nuevo, y la locura de la noche la locura del día. me eché en la cama, en posición supina mirando fijo hacia arriba y oyendo la lluvia mamona.
En un lado del pabellón decía A-1, A-2, A-3, etc., y allí estaban los hombres. En el otro decía B-1, B-2, B-3, y allí tenían a las mujeres. Pero luego decidieron que sería buena terapia dejarles mezclarse de vez en cuando, y era muy buena terapia: jodíamos en los retretes, en el jardín, detrás del granero, en cualquier sitio.
Muchas de las que estaban allí se fingían locas porque los maridos las habían cazado dándole al asunto con otros, pero todo era cuento, pedían ellas mismas que las ingresaran y así los maridos se compadecían, y luego salían y volvían a las andadas. Luego volvían a entrar, salían, etc. Pero mientras estaban allí dentro, tenían que hacerlo, y nosotros hacíamos todo lo posible por ayudarlas, y, por supuesto, el personal estaba muy ocupado: los médicos jodiendo con las enfermeras y los ayudantes jodiéndose entre sí, por eso apenas se enteraban de lo que hacíamos nosotros. Y eso estaba muy bien.
He visto más locos fuera (mira donde quieras: almacenes, fábricas, oficinas de correos, tiendas de animales, partidos de béisbol, oficinas políticas) que dentro. A veces me preguntaba por qué estarían allí. Había un tipo absolutamente equilibrado. Podías hablar con él sin problema, se llamaba Bobby, parecía normal del todo. De hecho, parecía muchísimo más normal que la mayoría de los comecocos que intentaban curarnos. No podías hablar con un comecocos sin sentirte loco tú mismo. La razón de que la mayoría de los comecocos se hagan comecocos es que están preocupados por su propio coco. Y examinar la propia mente es lo peor que puede hacer un loco, y todas las teorías que digan lo contrario son pura mierda. De vez en cuando, algún loco preguntaba algo así:
—Oye, ¿dónde está el doctor Malov? No ha aparecido hoy. ¿Está de vacaciones, o le han trasladado?
—Está de vacaciones —contestaba otro loco—, y le han trasladado.
—No lo entiendo.
—Cuchillo de carnicero. Muñecas y cuello. No dejó ni una nota.
—Era un tipo tan agradable.
—Sí, mierda, sí.
Esto es algo que yo no podía entender. Quiero decir lo de que funcionase radio Macuto en lugares como aquél. Radio Macuto nunca se equivoca. Fábricas, grandes instituciones como aquélla... corre el rumor de que ha pasado esto y aquello. Y más aún, ~ con días, con semanas de antelación, oyes cosas que resultan ciertas. A1 viejo Joe, que llevaba allí veinte años, le iban a soltar. O nos iban a soltar a todos o cualquier cosa así. Siempre era cierto.
Otra cosa de los comecocos, volviendo a ellos, era que yo nunca podía entender por qué tenían que seguir la vía dura teniendo a su disposición todas aquellas píldoras.
No tienen ni una chispa de inteligencia ninguno de ellos.
Bueno, en fin, volviendo al asunto, los casos más avanzados (quiero decir avanzados respecto a una aparente cura) tenían permiso para salir a las dos de la tarde los lunes y los jueves, y tenían que volver a las cinco y media porque si no perdían sus privilegios. La teoría era que así podríamos lentamente ajustarnos a la sociedad. Ya sabes, en vez de simplemente saltar del manicomio a la calle. Un vistazo podría hacerte volver en seguida, al ver a todos aquellos locos sueltos allí fuera.
A mí se me concedían mis privilegios de lunes y jueves, durante los cuales visitaba a un médico al que tenía enganchado v me cargaba de benzedrina, dexedrina, mezendrina, arcoiris, libriums y demás, gratis. Se lo vendía a los pacientes. Bobby las comía como caramelos, y Bobby tenía muchísimo dinero. En realidad, la mayoría lo tenía. Como dije, a veces me preguntaba por qué Bobby estaba allí. Era normal en casi todas las áreas de conducta. Sólo tenía una cosita: de vez en cuando, se levan. taba y se metía las manos en los bolsillos y alzaba mucho las perneras de los pantalones y andaba ocho o diez pasos soltando un torpe silbidillo. Una especie de melodía que tenía en la cabeza. No era muy musical. Era una especie de melodía, siempre la misma. Duraba sólo unos segundos. Eso era lo único que le pasaba a Bobby. Pero seguía haciéndolo entre veinte y treinta veces al día. Yo al verlo, al principio, creí que bromeaba y pensé, vaya, que tío más simpático y agradable. Luego, más tarde, te dabas cuenta de que tenía que hacerlo.
Vale. ¿Dónde estaba? Bien. A las chicas las dejaban salir a las dos de la tarde también, y entonces teníamos más posibilidades con ellas. Ponía muy caliente el andar jodiendo por aquellos retretes, pero teníamos que darnos prisa porque rondaban por allí los cazadores. Eran tipos con coche, que conocían el horario del hospital y llegaban con sus coches y nos birlaban a nuestras lindas y desvalidas damas.
Antes de meterme en el tráfico de drogas, no tenía casi dinero y sí muchos problemas. Tuve una vez que trincarme a una de las mejores, Mary, en el water de señoras de una gasolinera. Fue bastante difícil dar con la postura (cualquiera se tumba en el suelo de un meadero) y el asunto no iba bien de pie, era espantoso hasta que recordé un truco que aprendiera una vez. Cruzando en tren Utah. Con una linda y joven india borracha de vino. Le dije a Mary que pusiera una pierna encima del lavabo. Yo subí una pierna encima del lavabo también y entré. Funcionó bien. Recuérdalo. Puede serte útil algún día. Puedes, incluso, soltar el agua caliente y que te bañe los huevos para añadir una sensación más. Pero el caso es que salió primero Mary del water de señoras y luego salí yo. Y me vio el de la gasolinera.
—Eh, amigo, ¿qué hacía usted en el water de señoras?
—¡Vaya hombre, vaya! —hice un delicado movimiento con la muñeca—. ¿Es que quieres ligarme? —y salí meneando el culo. No pareció poner en duda mi condición. Eso estuvo preocupándome muchísimo unas dos semanas. Luego, lo olvidé...
Creo que lo olvidé. En fin, de todos modos, la droga funcionaba bien. Bobby se lo tragaba todo. Le vendí incluso un par de píldoras anticonceptivas. Se las tragó también.
—Buen material, amigo. Consígueme más, ¿vale?
Pero el más raro de todos ellos era Pulon. Siempre estaba sentado en una silla junto a la ventana, sin moverse. Nunca iba al comedor. Nadie le veía comer. Pasaban semanas. Y él seguía allí, sentado en su silla. Pero se relacionaba realmente con los locos que eran casos perdidos: la gente que nunca hablaba con nadie, ni siquiera con los comecocos. Se plantaban allí y hablaban con Pulon. Hablaban, cabeceaban, reían, fumaban. Aparte de Pulon, también a mí se me daba muy bien el relacionarme con estos casos perdidos.
—¿Cómo hacéis para vencer su resistencia? —nos preguntaban los comecocos.
Entonces, ambos les mirábamos sin contestar.
Pero Pulon podía hablar con gente que llevaba veinte años sin hablar. Conseguía que contestaran a preguntas y que le contaran cosas. Pulon era muy raro. Era uno de esos hombres inteligentes capaces de morir sin soltar prenda... y quizás por eso seguía aquel camino. Sólo un zoquete tiene bolsas llenas de consejos y respuestas a todas las preguntas.
—Escucha, Pulon —dijo—, tú nunca comes. Nunca te veo comer nada. ¿Cómo puedes mantenerte?
—Jijijijijijiji. Jijijijijiji.
Me presenté voluntario para trabajos especiales sólo por salir del pabellón, para andar por el hospital. Yo era un poco como Bobby, sólo que no me subía los pantalones y silbaba alguna desentonada versión de la Carmen de Bizet. Yo tenía aquel complejo de suicidio y los graves ataques depresivos y no podía soportar las muchedumbres y, sobre todo, no podía soportar estar en una larga cola esperando por algo. Y en eso es en lo que se está convirtiendo toda la sociedad: largas colas y esperar por algo. Intenté suicidarme con gas y no resultó. Pero tenía otro problema. Mi problema era salir de la cama. Me fastidiaba salir de la cama, siempre. Solía decir a la gente: «Los mayores inventos del hombre son la cama y la bomba atómica: la primera te aisla y la segunda te ayuda a escapar». Me tomaban por loco. Juegos de niños, eso es todo lo que hace la gente, juegos de niños. Van del coño a la tumba sin que les roce siquiera el horror de la vida.
Sí, me fastidiaba levantarme de la cama por la mañana. Esto significaba empezar la vida de nuevo y después de estar en la cama toda la noche has creado un tipo de intimidad a la que es muy difícil renunciar. Yo siempre fui un solitario. Perdona, supongo que lo que me pasa es que estoy desquiciado, pero, quiero decir, salvo por lo de echar un polvete de vez en cuando, no me importaría que todos los habitantes del mundo se muriesen. Sí, sé que no es agradable. Pero yo me pondría tan contento como un caracol; después de todo fue la gente la que me hizo desgraciado.
Todas las mañanas igual:
—Bukowski, ¡arriba!
—¿Quéeeee?
—He dicho: ¡Bukowski arriba!
—¿Cómo?
—¡Nada de COMO! ¡Arriba! ¡Levántate de una vez!
—... arrrrr... tu puta hermana...
—Iré a avisar al doctor Blasingham.
—A la mierda el doctor Blasingham.
Y allí llegaba trotando Blasingham, furioso, algo alterado, en fin, porque estaba metiéndole el dedo a una de las estudiantes de enfermera en su despacho, una que soñaba con casarse e ir de vacaciones a la Riviera francesa... con un viejo subnormal al que ni siquiera se le levantaba. Doctor Blasingham. Chupasangre de fondos del condado. Un farsante y un mierda. Yo no entendía cómo no le habían elegido aún presidente de Estados Unidos. Quizás no lc. hubiesen visto aún... estaba tan ocupado sobando y baboseando las bragas de la enfermera...
—Vamos, Bukowski, ¡ARRIBA!
—No hay nada qué hacer. No hay absolutamente nada que hacer... ¿Es que no se da cuenta?
—Arriba. O perderá todos sus privilegios.
—Mierda. Eso es como decir que perderás el condón cuando no hay nada que joder.
—De acuerdo, cabrón... yo, el doctor Blasingham, voy a contar... veamos... Uno... Dos...
Me levanté de un salto.
—El hombre es la víctima de un medio que se niega a comprender su alma.
—Tú perdiste el alma en el parvulario, Bukowski. Venga, lávate y prepárate para el desayuno...
Me dieron el trabajo de ordeñar las vacas, por último, y tenía que levantarme antes que nadie. Pero era agradable tirarles de las tetas a las vacas aquellas. Y me puse de acuerdo con Mary para encontrarnos junto al granero aquella mañana. Toda aquella paja. Sería bárbaro, bárbaro. Yo estaba tirándole de las tetas al bicho cuando asomó Mary por un lado.
—Venga vamos, pitón.
Ella me llamaba «pitón». No tengo idea .por qué. Quizás piense que soy Pulon, pensaba yo. Pero, ¿qué demonios saca un hombre de pensar? Sólo problemas. En fin, subimos al altillo del pajar, nos desvestimos; desnudos los dos como ovejas trasquiladas, tiritando; aquella paja limpia y dura clavándose en la carne como alfileres de hielo. Demonios, era lo que se lee en las novelas antiguas, dios mío, estábamos allí...
Entré. Era magnífico. Ya empezaba a engranar cuando pareció como si todo el ejército italiano hubiese irrumpido en el pajar:
—¡EH! ¡ALTO! ¡ALTO! ;SUELTA A ESA MUJER!
—¡DESMONTA INMEDIATAMENTE!
—¡SACA TU PIJO DE AHI!
Una pandilla de auxiliares, magníficos chicos todos, homosexuales la mayoría, demonios, yo no tenía nada contra ellos, pero... Vaya: suben la escalerilla...
—¡ESTATE QUIETO, ANIMAL!
—¡SI TE CORRES TE CORTAMOS LOS HUEVOS!
Aceleré, pero era inútil. Eran cuatro. Me arrancaron de allí y me tiraron de espaldas.
—¡DIOS SANTO, MIRA ESE CHISME!
—¡PURPURA COMO UN IRIS Y LARGO COMO MEDIO BRAZO! ¡PALPITANTE, GIGANTESCO, FEO!
—¿DEBEMOS?
—Podríamos perder el trabajo.
—Pero quizás mereciera la pena.
En ese momento entró el doctor Blasingham. Eso lo resolvió todo.
—¿Qué pasa ahí arriba? —preguntó.
—Tenemos a este hombre bajo nuestro control, doctor.
—¿Y la mujer?
—¿La mujer?
—Sí, la mujer.
—Oh... ella está más loca que el diablo.
—De acuerdo, que se pongan la ropa y que vengan a mi despacho. Por separado. ¡Primero la mujer!
Me hicieron esperar allí fuera, a la puerta del despacho particular de Blasingham. Allí estuve sentado entre dos auxiliares en aquel duro banco, pasando de un ejemplar del Atlantic Monthly a otro del Reader's Digest. Una tortura. Como estar muriéndose de sed en el desierto y que te preguntes qué prefieres: chupar una esponja seca o que te metan nueve o diez granos de arena garganta abajo...
Supongo que Mary recibió una buena reprimenda del doctor. Luego, sacaron a Mary y me metieron a mí. Blasingham parecía tomarse muy en serio el asunto. Me dijo que llevaba varios días vigilándome con unos prismáticos. Que sospechaba de mí desde hacía semanas. Dos embarazos sin aclarar. Le dije que privar a un hombre de relaciones sexuales no era el medio más saludable de ayudarle a recobrar el juicio. El proclamó que la energía sexual podía transferirse columna vertebral arriba y reciclarse para otros usos más gratificantes. Le dije que creía que podía ser así, si fuese voluntario pero que siendo a la fuerza, a la columna vertebral podía muy bien no apetecerle transferir energía para otros usos más gratificantes. En fin, en resumen, perdí mis privilegios por dos semanas. Pero antes de diñarla, espero echar un polvo en aquella paja. ¡Fastidiarme un plan como aquél! Me deben uno, por lo menos.
hace algún tiempo vino a verme Dorothy Healey. yo tenía resaca y barba de cinco días. se me había olvidado esto hasta que la otra noche, tomando tranquilamente una cerveza, me acordé de su nombre. se lo mencioné al joven que estaba frente a mí, que había venido a verme.