—Está bien, asesinos —gritó Carol—. ¡Disfrutad!
Entramos en la casa. Había cincuenta y cinco tumbas allí fuera...
Después de varias semanas, le sugerí a Carol la posibilidad de formar otro zoo, esta vez dejando siempre alguien guardándolo.
—No —dijo ella—. Mis sueños... mis sueños me han dicho que ha llegado la hora. Se acerca el fin. Hemos llegado a tiempo justo. Lo conseguimos.
No le pregunté más. Consideré que había pasado por bastante. Cuando se acercó el nacimiento, Carol me pidió que me casara con ella. Dijo que ella no necesitaba casarse, pero que puesto que no tenía ningún pariente próximo, quería que yo heredase su hacienda. Por si moría en el parto y sus sueños no eran ciertos... sobre el fin de todo.
—Los sueños pueden no ser ciertos —dijo ella— sin embargo, hasta ahora, los míos lo han sido.
Así que hicimos una boda tranquila... en el cementerio. Llevé a uno de mis viejos compadres de calleja de testigo y padrino, y de nuevo la gente se puso a mirar. La cosa terminó en seguida. Le di al compadre algo de dinero y un poco de vino y le llevé otra vez a la calleja.
Por el camino, bebiendo de la botella, me preguntó:
—La preñaste, ¿eh?
—Bueno, eso creo.
—¿Quieres decir que hubo otro?
—Bueno... sí.
—Eso es lo que pasa con estas tías. Nunca sabes. La mitad de los de la calleja están allí por las mujeres.
—Creí que era por el trinque.
—Primero vienen las mujeres, luego viene el trinque.
—Ya.
—Nunca sabes con estas tías.
—Sí, claro.
Me miró de aquella manera y le dejé salir.
En el hospital esperé abajo. Qué extraño había sido todo. Había pasado de la calleja a aquella casa y a todas las cosas que me habían sucedido. El amor y el dolor. Aunque en conjunto, el amor había derrotado al dolor. Pero nada había terminado. Intenté leer los resultados del béisbol, los de las carreras. Qué más me daba. Además, estaban los sueños de Carol; yo creía en ella, pero no estaba tan seguro de sus sueños. ¿Qué eran los sueños? Yo no lo sabía. Luego vi al médico de Carol en la mesa de recepción, hablando con una enfermera. Me dirigí a él.
—Oh, señor Jennings —dijo—. Su mujer está perfectamente. Y el recién nacido es... es... varón, tres kilos y medio.
—Gracias, doctor.
Subí en ascensor hasta la partición de cristal. Debía haber allí un centenar de niños llorando. Les oía a través del cristal. No paraba. Lo de los nacimientos. Y lo de la muerte. Cada uno tenía su turno. Entrábamos solos y solos salíamos. Y la mayoría vivíamos vidas solitarias, aterradas, incompletas. Cayó sobre mí una tristeza incomparable. Al ver toda aquella vida que debía morir. Al ver toda aquella vida que tendría el primer turno para el odio, la demencia, la neurosis, la estupidez, el miedo, el asesinato, la nada... nada en la vida y nada en la muerte.
Dije mi nombre a la enfermera. Entró en la parte encristalada y buscó a nuestro hijo. A1 pasármelo, la enfermera sonrió. Era una sonrisa de lo más compasiva. Tenía que serlo. Miré aquel niño... imposible, médicamente imposible: era un tigre, un oso, una serpiente y un ser humano. Era un alce, un coyote, un lince y un ser humano. No lloraba. Sus ojos me miraron y me conocieron, lo supe. Era insoportable, Hombre y Superhombre, Superhombre y Superbestia. Era totalmente imposible y me miraba, a mí, al Padre, uno de los padres, uno de los muchos, muchísimos padres... Y el borde del sol agarró al hospital y todo el hospital empezó a temblar, los niños lloraban, las luces se apagaban y se encendían, un fogonazo púrpura cruzó el cristal de separación frente a mí. Chillaron las enfermeras. Tres barras de fluorescentes cayeron de sus soportes sobre los niños. Y la enfermera seguía allí sosteniendo a mi hijo y sonriendo mientras caía la primera bomba de hidrógeno sobre la ciudad de San Francisco.
hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. ni siquiera pensaba en follar. sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor... había otros cinco o seis mirando sus cervezas. imbéciles. así que Tony se sentó con nosotros.
—¿qué hay de nuevo, Tony? —pregunté.
—es una mierda —dijo Tony.
—no hay nada nuevo.
—mierda —dijo Tony.
—ay, mierda —dijo Mike el Indio.
bebimos las cervezas.
—¿qué piensas tú de la Luna? —pregunté a Tony.
—mierda —dijo Tony.
—sí —dijo Mike el Indio—, el que es un carapijo en la Tierra es un carapijo en la Luna, qué mas dá.
—dicen que probablemente no haya vida en Marte —comenté.
—¿y qué coño importa? —preguntó Tony.
—ay, mierda —dije—. dos cervezas más.
Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero. lo guardó. volvió.
—mierda, vaya calor. me gustaría estar más muerto que los antiguos.
—¿adónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony? —¿y qué coño importa? —¿tú no crees en el Espíritu Humano? —¡eso son cuentos! —¿y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos ésos? —cuentos, cuentos. bebimos las cervezas pensando en esto. —bueno —dije—, voy a echar una meada. fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el Búho. la saqué y empecé a mear. —vaya polla más pequeña que tienes —me dijo. ——cuando meo y cuando medito sí. pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis. —hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. porque ahí veo por lo menos cinco centímetros. —es sólo el capullo. —te doy un dólar si me dejas chupártela. —no es mucho. —eso e's más del capullo. seguro que no tienes más que eso. —vete a la mierda, Petey. —ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza. volví a mi asiento. —dos cervezas más —pedí. Tony hizo la operación habitual. luego volvió. —vaya calor, voy a volverme loco —dijo. —el calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo —le expliqué a Tony. —¡corta ya! ¿me estás llamando loco? —la mayoría lo estamos. pero permanece en secreto. —sí, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime, ¿cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿hay alguno? —unos cuantos. —¿cuántos? —¿de todos los millones que existen?
—sí. sí.
—bueno, yo diría que cinco o seis.
—¿cinco o seis? —dijo Mike el Indio—. ¡hombre, no jodas! —¿cómo sabes que estoy loco? di —dijo Tony—. ¿cómo podemos funcionar si estamos locos?
—bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo'unos cuantos para controlarnos, demasiado pocos, así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras. de momento, es todo lo que pueden hacer. yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. pero ahora sé que también los locos controlan el espacio.
—¿cómo lo sabes?
—porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna. —¿y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna?
—sería lo mismo —dije.
—¿entonces tú eres imparcial? —preguntó Tony.
—soy imparcial con todos los tipos de locura.
silencio. seguimos bebiendo. Tony también; empezó a servirse whisky con agua. podía; era el dueño.
moño, qué calor hace —dijo Tony.
—mierda, sí —dijo Mike el Indio.
entonces Tony empezó a hablar.
—locura —dijo— ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura?
—claro —dije.
—no, no, no... ¡quiero decir AQUI, en mi bar!
—¿sí?
—sí. algo tan loco que a veces me da miedo.
——explícame eso, Tony —dije, siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.
Tony se acercó más.
—conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar. no esas chorradas de las revistas de tías. esas cosas que se ven en los anuncios. botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. este tipo lo ha conseguido de veras. es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir nuestro gobierno. antes de que pudieran agarrarlo los rusos. no lo contéis por ahí.
—claro hombre, no te preocupes...
—von Brashlitz. el gobierno intentó hacerle trabajar en el ESPACIO. no hubo nada que hacer. es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa MAQUINA DE FOLLAR. al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Angel... le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos, mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo. así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche, llega aquí y empieza a beber. me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos. y le escondí aquí. aquí vienen muchos locos, ya sabéis.
—sí —dije yo.
—luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo. había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones.
—llevo toda la vida buscando una mujer así —dije yo.
Tony se echó a reír.
—y quién no. yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MAQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.
—¿Y?
—fue como ir al cielo antes de morir.
—déjame que imagine el resto —le pedí.
—imagina.
—von Brashlitz y su MAQUINA DE FOLLAR están en este momento arriba, en esta misma casa.
—eso es —dijo Tony.
—¿cuánto?
—veinte billetes por sesión.
—¿veinte billetes por follarse una máquina?
—ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. ya lo verás.
—Petey el Búho me la chupa y me da un dólar.
—Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses.
le di mis veinte.
—te advierto, Tony, que si se trata de una chifladura del calor, perderás a tu mejor cliente.
—como dijiste antes, todos estamos locos de todas formas. puedes subir.
—de acuerdo —dije.
—vale —dijo Mike el Indio—. aquí están mis veinte.
—os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. el resto es para von Brashlitz. quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y von B. bebe cerveza como un loco.
—de acuerdo —dije—. ya tienes los cuarenta. ¿dónde está esa inmortal MAQUINA DE FOLLAR?
Tony levantó una parte del mostrador y dijo:
—pasad por aquí. tenéis que subir por la escalera del fondo. cuando lleguéis llamáis y decís «nos manda Tony».
—¿en cualquier puerta?
—la puerta 69.
—vale —dije—, ¿qué más?
—listo —dijo Tony—, preparad las pelotas.
encontramos la escalera. subimos.
—Tony es capaz de todo por gastar una broma —dije.
llegamos. allí estaba: puerta 69.
llamé:
—nos manda Tony.
—¡oh, pasen, pasen, caballeros!
allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo, vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble. como en las viejas películas. tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.
cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul...
—caballeros... mi hija Tanya...
—¿qué?
=sí, ya lo sé, soy tan... viejo... pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar. pueden creer lo que quieran. de todos modos, ésta es mi hija Tanya...
—hola, muchachos —dijo ella sonriendo.
luego todos miramos hacia la puerta en que había este letrero: SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR..
terminó su cerveza.
—bueno... supongo, muchachos, que venís a por el mejor POLVO de todos los tiempos...
—¡papaíto! —dijo Tanya—. ¿por qué tienes que ser siempre tan grosero?
Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro.
luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR. se volvió y nos sonrió. luego, muy despacio, abrió la puerta. entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas.
el chisme estaba DESNUDO, una mesa de metal.
el profesor nos plantó aquel maldito trasto delante y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán.
una masa de metal con aquel agujero en el centro. el profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar de aquel aceite. sin dejar de tararear aquella insensata canción alemana.
y siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos miró por encima del hombro y dijo: «bonita, ¿eh?». luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.
Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:
—maldita sea... ¡han vuelto a tomarnos el pelo!
—sí —dije yo—, estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo, pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.
von Brashlitz soltó una carcajada. se acercó al armario de bebidas. sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago y se sentó frente a nosotros.
—cuando empezamos a saber en Alemanía que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco, hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo: la auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes. si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica... los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegara Marte... los primeros en todo. en fin, el resultado exacto no lo sé... numéricamente o en términos de energía cerebral científica. sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron un trago, me pusieron una pistola en la sien, hicieron promesas, hablaron y hablaron. yo lo firmé todo...