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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (12 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—En cuanto al artículo veintiocho, que permite a los protestantes abrir escuelas en todos los lugares donde esté autorizado el ejercicio del culto, ¿cómo lo han interpretado? Como el edicto no habla ni de las materias que se enseñan ni de la importancia de las clases en comunidad, han decidido que no debía haber más que un maestro protestante por escuela y por burgo. Así, en Marennes he visto que seiscientos niños protestantes no tienen derecho más que a un solo maestro. ¡Ah, bien se ve el espíritu ladino que anima la falsa dialéctica de la Iglesia antigua! —exclamó el pastor con ardor.

Hubo un silencio embarazoso, y Angélica se dio cuenta de que su abuelo, espíritu recto y justo en el fondo, estaba ligeramente conturbado por la exposición de tales hechos que no ignoraba.

Pero la voz tranquila de Raimundo se alzó de nuevo.

—Señor pastor, no soy bastante capaz para apreciar la justicia de la investigación que habéis realizado en estas tierras sobre ciertos abusos de celadores intransigentes. Os agradezco que no hayáis siquiera citado los casos de conversiones compradas de niños y adultos. Pero debéis saber que, si tales excesos existen, Su Santidad el Papa en persona ha intervenido muchas veces y se ha dirigido al alto clero de Francia y al rey. Estoy persuadido de que, si os llegaseis hasta Roma y presentaseis una información precisa al soberano pontífice, la mayor parte de las faltas que habéis observado se corregirían…

—Joven, no me corresponde a mí intentar la reforma de vuestra Iglesia —dijo el pastor en tono agrio.

—Por lo cual, señor pastor, lo haremos nosotros mismos, queráis o no queráis.

—¡El Señor nos ayudará! —exclamó el muchacho con súbito fuego.

Angélica miró a su hermano con asombro. Nunca hubiera sospechado que podía esconderse tanta pasión bajo su apariencia insignificante y un tanto hipócrita.

Esta vez el que se desconcertó fue el pastor. Para intentar que se disipara la violencia, el barón Armando dijo, riendo sin malicia:

—Vuestras discusiones me hacen pensar que, desde hace algún tiempo, he lamentado a veces no ser hugonote. Porque parece que dan hasta tres mil libras a un noble que se convierta al catolicismo.

El viejo barón estalló:

—Hijo mío, ahorradme vuestras pesadas bromas. Son de mal gusto ante un adversario.

El pastor había tomado ya su capa húmeda de sobre una silla.

—No había venido como adversario. Tenía una misión que cumplir en el castillo de Sancé. Un mensaje de tierras lejanas. Hubiera querido hablar a solas con el barón Armando, pero veo que tenéis costumbre de tratar vuestros asuntos públicamente, en familia. Agrádame ese modo. Era el de los patriarcas y también el de los apóstoles.

Angélica vio que su abuelo se había puesto más blanco que el puño de marfil de su bastón y que se apoyaba en el quicio de la puerta.

Tuvo compasión de él. Hubiera querido detener las palabras que iban a venir, pero ya el pastor continuaba:

—El señor Antonio de Ridoué de Sancé, vuestro hijo, a quien he tenido el placer de encontrar en Florida, me pidió que viniese al castillo donde él había nacido y procurase noticias de su familia, para que yo pueda transmitírselas a mi vuelta. Mi tarea está cumplida.

El viejo gentilhombre, entretanto, se había acercado a él paso a paso.

—¡Fuera de aquí! —dijo con voz sorda y jadeante—. Nunca mientras yo viva se pronunciará bajo este techo el nombre de mi hijo perjuro ante su Dios, su rey y su patria. ¡Fuera de aquí, os digo! ¡No quiero hugonotes en mi casa!

—Me voy —dijo el pastor muy tranquilo.

—¡No!

Era la voz de Raimundo que se alzaba de nuevo.

—Quedaos, señor pastor. No podéis salir con esta noche de lluvia. Ningún habitante de Monteloup querrá daros asilo, y el primer pueblo protestante está demasiado lejos. Os pido que aceptéis la hospitalidad de mi cuarto.

—Quedaos —dijo Josselin con su voz ronca—. Es menester que sigáis hablándome de las Américas y de la mar.

La barba del viejo barón temblaba.

—¡Armando! —exclamó con tal angustia que destrozaba el corazón de Angélica—. He aquí dónde se ha refugiado el espíritu de rebeldía de vuestro hermano Antonio. En estos dos muchachos a quienes amaba. Dios no me ahorra sufrimiento…, no. En verdad, he vivido demasiado.

Se tambaleó. Guillermo fue quien lo sostuvo. Salió apoyado en el viejo soldado y repitiendo con voz temblona:

—Antonio… Antonio…

Algunos días más tarde el abuelo murió. No pudo saberse de qué enfermedad. Más bien, se apagó, cuando ya le creían repuesto de la emoción causada por la visita del pastor. Así se ahorró el dolor de saber la marcha de Josselin.

En efecto, una mañana, poco después del entierro, Angélica oyó que alguien la llamaba y vio con asombro que Josselin estaba a la cabecera de su cama. Ella le hizo una seña para que no despertase a Madelón y salió con él al corredor.

—Me marcho —murmuró Josselin—. Tú intentarás hacérselo comprender.

—¿Adonde vas?

—Primero a La Rochelle y después a las Américas. El pastor Rochefort me habló de todos aquellos países: Antillas, Nueva Inglaterra, y también de las colonias: Virginia, Maryland, Carolina, el nuevo ducado de York, Pensilvania. Acabaré por llegar a alguna parte donde me quieran.

—Aquí también te quieren —dijo Angélica en son de queja. Tiritaba debajo de su gastado camisón.

—No —dijo Josselin—, en estos mundos no hay sitio para mí. Estoy cansado de pertenecer a una clase que posee privilegios y no tiene ya utilidad alguna. Ricos o pobres, los nobles no saben absolutamente ya para qué sirven. Ya ves a papá. Anda a tientas. Se rebaja a criar mulos, pero no se atreve a explotar a fondo el negocio humillante para levantar con dinero su título de gentilhombre. De modo que pierde por ambas partes. Le señalan con el dedo porque trabaja como un chalán, y a nosotros también porque somos nobles sin dinero. Afortunadamente, nuestro tío Antonio de Sancé, el hermano mayor de papá, me indicó el camino: se hizo hugonote y dejó el continente.

—¿No querrás abjurar? —le suplicó espantada.

—No. Las beaterías no me interesan. Quiero vivir.

La besó a toda prisa, bajó algunos escalones y se volvió para echar sobre su hermana medio desnuda una mirada de hombre experimentado.

—Te estás volviendo hermosa y fuerte, Angélica. Desconfía. También necesitarías marcharte. Si no lo haces, cualquier día de éstos te encontrarás en el pajar con un mozo de cuadra. O te convertirás en propiedad de uno de estos ricachos que tenemos por vecinos. —Añadió con insólita suavidad—: Cree en mi experiencia de chico malo, querida: sería para ti una vida espantosa. Escápate también de estas viejas murallas. En cuanto a mí, me voy a la mar.

Y en unos cuantos saltos, bajando de dos en dos los escalones, el muchacho desapareció.

VIII
El claustro de los monjes disolutos.
Extraña conclusión del negocio de los mulos.
La marquesa Du Plessis quiere a Angélica para dama de honor

La muerte del abuelo, la marcha de Josselin y aquellas palabras que le había dicho: «¡Vete tú también!» trastornaron a Angélica profundamente, en una edad en que una naturaleza hipersensible se halla dispuesta a todas las extravagancias.

Así fue como, en los primeros días del verano, Angélica de Sancé de Monteloup partió para las Américas con el tropel de mozuelos campesinos que había reclutado y entusiasmado con sus proyectos de vagabundeo. De ello se habló durante largo tiempo en el pueblo, y muchas gentes hallaron en el suceso una prueba más de que pertenecía a la familia de las hadas.

A decir verdad, su expedición no llegó más allá de las fronteras del bosque de Nieul. Angélica volvió a la razón al caer la tarde, cuando el sol proyectaba sus grandes pinceladas de luz roja a través de los enormes troncos de la selva centenaria. Había vivido unos cuantos días en plena fiebre. Se veía llegando a La Rochelle, ofreciéndose como grumete a los navíos dispuestos a zarpar, desembarcando en tierras desconocidas donde seres amables la acogerían con las manos cargadas de racimos. A Nicolás lo había seducido pronto. «Marinero…, me gusta tanto como guardar animales. Siempre tuve ganas de ver mundo.» Otros granujillas, a quienes agradaba más correr por los bosques que quedarse en el campo, suplicaron que los llevasen, y Dionisio también, naturalmente. Eran ocho en total. Y Angélica, la única muchacha, era su jefe.

Llenos de confianza en ella, apenas se conmovieron cuando la noche comenzó a invadir el bosque. Con flores en las manos y la cara embadurnada de jugo de mora, esta primera parte de la expedición les pareció muy agradable. Estuvieron andando desde por la mañana e hicieron alto hacia el mediodía, cerca de un arroyuelo, para devorar las provisiones de pan y castañas. De pronto Angélica sintió que un escalofrío la sobrecogía: la conciencia de su necedad la invadió firme y repentinamente. «No podemos pasar la noche aquí —pensó—. Hay lobos.»

—Nicolás —dijo en voz alta—, ¿no te parece extraño que aún no hayamos llegado al pueblo de Naillé? El muchacho empezó a preocuparse.

—Me parece que nos hemos perdido. La vez que fui con mi difunto padre, creo recordar que no anduvimos tanto tiempo.

Angélica sintió que una manecita sucia se deslizaba en la suya. Era la del expedicionario más pequeño, que tenía seis años.

—Ya es casi de noche —gimió—. Nos habremos perdido.

—Puede que ya estemos muy cerca —lo tranquilizó Angélica—. Sigamos caminando.

Volvieron a emprender la marcha en silencio. Entre las ramas, el cielo palidecía.

—Si no llegamos al pueblo de aquí a la noche, no hay por qué asustarse —dijo Angélica—. Nos subiremos a las encinas para dormir. Así no nos verán los lobos.

Pero, a pesar de su tono apacible, se sentía angustiada. De pronto llegó hasta ellos el sonido argentino de una campana, y la niña dio un suspiro de alivio.

—Ahí está el pueblo, y están tocando el ángelus —exclamó.

Echaron a correr. El sendero comenzaba a bajar, los árboles se espaciaban. Se encontraron de pronto fuera del bosque, y se detuvieron maravillados.

En el fondo de una comba de verdor, allí estaba, maravilla silenciosa en el seno del bosque, la abadía de Nieul. El sol poniente doraba sus techos de tejas rojas, sus pináculos, sus muros pálidos sembrados de tragaluces, sus claustros, sus grandes patios desiertos. Sonaba la campana. Un monje cargado de cubos iba hacia el pozo. Mudos por la emoción religiosa, los niños descendieron hasta el pórtico principal. La enorme puerta de madera estaba entreabierta. Entraron.

Un monje anciano, vestido de oscuro sayal, estaba sentado en un banco y se había quedado dormido. Los cabellos blancos le formaban una coronilla de nieve cuidadosamente colocada sobre su cráneo desnudo. Nerviosos por las emociones diversas que acababan de experimentar, los chiquillos vagabundos le miraron y se echaron a reír, lo cual atrajo a un fraile gordo y jovial que salió por una de las puertas.

—¡Eh, críos! —les gritó en patois
[9]
—. ¡Sois unos malcriados!

—Creo que es el hermano Anselmo —murmuró Nicolás.

El hermano Anselmo solía recorrer la comarca con su asno. Distribuía rosarios y frasquitos de licor medicinal extraído de las flores de la angélica a cambio de trigo y pedazos de tocino. Las gentes se extrañaban de ello porque la abadía no pertenecía a una orden mendicante, y decían que era muy rica dadas las rentas que sacaba de sus tierras.

Angélica se adelantó hacia él, seguida por su fiel tropa. No se atrevió a confiarle su proyecto inicial de marchar a las Américas. De seguro, el hermano Anselmo no había oído hablar nunca de las Américas. Le contó únicamente que eran de Monteloup, que habían ido al bosque a buscar fresas y frambuesas y que se habían perdido.

—¡Pobres polluelos! —dijo el lego, que era muy buen hombre—. Ya veis lo que os pasa por ser golosos. Vuestras madres os buscarán llorando, y a la vuelta preveo que os van a escocer las nalgas. Mas por ahora no podéis hacer otra cosa que sentaros ahí. Voy a daros una escudilla de leche y pan moreno. Dormiréis en el pajar, y mañana engancharé el carricoche para llevaros a vuestras casas. Precisamente pensaba ir a pedir por allá.

El proyecto era razonable. Angélica y sus compañeros habían estado andando todo el día. Aun en carro, sabía que no llegarían a Monteloup hasta horas avanzadas de la noche. Ningún camino atravesaba el bosque de un lado a otro fuera de los senderos que habían seguido los niños. Había que tomar un camino mucho más largo que pasaba por las comunas de Naillé y Varrout, de las cuales estaban muy lejos.

«El bosque es como el mar —pensó Angélica—. Habría que guiarse con un reloj, como lo explicaba Josselin; de otro modo, anda uno a ciegas.» Abatióle súbito desaliento. Se veía emprendiendo el viaje cargada con un reloj tan pesado como el que había visto en casa de Molines. Además, sus «hombres» ¿no estaban a punto de abandonarla?

La chiquilla se quedó silenciosa, mientras los demás comían sentados junto al muro, en la tibieza del crepúsculo que llenaba los grandes patios. La campana seguía sonando. Las golondrinas lanzaban sus agudos chillidos en el cielo sonrosado, y las gallinas cacareaban sobre montones de paja y estiércol.

El hermano Anselmo pasó con la capucha echada sobre la cabeza.

—Voy a completas —dijo—. Sed formales, porque si no os echaré a hervir en la olla.

Se veían siluetas grises que se deslizaban por entre las arcadas del claustro. Cerca del pórtico, el fraile viejo seguía durmiendo. Sin duda, estaba dispensado de asistir a los oficios…

Angélica quería reflexionar y se alejó sola. En uno de los patios vio una carroza magnífica y blasonada que descansaba sobre sus varas Unos caballos de raza comían en la cuadra. Este detalle la intrigo sin saber por qué. Andaba despacito, en silencio, hechizada por el encanto de aquella gran morada rodeada de árboles. En tanto que la noche llenase el bosque y rondasen los lobos, la abadía proseguiría su vida cerrada, secreta, y la niña no podía figurársela A lo lejos subían los cánticos de la iglesia, lentos y suaves Angélica, guiada por la música, empezó a subir una escalera de piedra Jamás había oído armonías mas suaves, porque en la iglesia de Monteloup los cánticos del cura y del maestro de escuela no recordaban en nada los de las falanges celestiales.

De pronto oyó rumor de faldas y al volverse vio avanzar en la penumbra del claustro a una hermosa dama vestida suntuosamente Eso fue, al menos, lo que le pareció. Nunca había visto Angélica ni a su madre ni a sus tías en traje de terciopelo negro adornado de flores grises ¿Como hubiera podido sospechar que era un vestido de extraordinaria sencillez para el retiro piadoso en la tranquilidad de un monasterio? La dama llevaba el cabello, castaño, cubierto con una mantilla de encaje negro, y en la mano un grueso misal. Pasó junto a Angélica y le lanzo una mirada de sorpresa

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