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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (46 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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La reina madre, envuelta en velos negros bordados de plata, seguía a la pareja, rodeada de sus damas y guardas. A la cola venía la señorita de Montpensier, la
Grande Mademoiselle,
la «gran aturdida del reino», el objeto de estorbo de la Corte, vestida de negro, pero con veinte sartas de perlas.

El camino desde las casas reales a la iglesia era corto; sin embargo, se produjeron algunos atascos. Se vió muy bien que Humiéres se peleaba con Péguilin. Los dos capitanes ocuparon su puesto en la iglesia a ambos lados del rey. Con el conde de Charost, capitán de una compañía de guardias de corps, y el marqués de Vardes, capitán coronel de los cien suizos, acompañaron al rey en la ofrenda. En ésta, Luis XIV tomó de manos de
Monsieur,
que lo había recibido del gran maestro de ceremonias, un cirio cargado con veinte luises de oro y se lo entregó a Juan de Olce, obispo de Bayona.
Mademoiselle
desempeñaba cerca de la reina María Teresa los mismos oficios que
Monsieur
cerca del rey.

—¿No he llevado la ofrenda y he hecho la reverencia tambien como la que más? —preguntó más tarde a Angélica.

—Ciertamente, Vuestra Alteza tenía mucha majestad.

Mademoiselle
se puso muy hueca.

—Sirvo para las ceremonias y creo que mi persona, en esas ocasiones, ocupa su puesto tan bien como mi nombre en el ceremonial.

Gracias a su protección, Angélica pudo asistir de cerca a todas las festividades subsiguientes: la comida y el baile. Por la noche formó parte del largo desfile de cortesanos y nobles que fueron a inclinarse uno tras otro ante el gran lecho en que estaban tendidos uno junto al otro el rey y su joven desposada. Angélica vio a ambos jóvenes inmóviles como rígidos muñecos, acostados entre sábanas de encaje, bajo las miradas de la multitud.

Tanta etiqueta despojaba de vida y calor el acto que iba a realizarse. ¿Cómo aquellos esposos que hasta ayer no se conocían, y que ahora estaban rígidos en su magnificencia, almidonados en su dignidad, podrían volverse el uno hacia el otro para estrecharse cuando la reina madre, siguiendo la costumbre, hubiese dejado caer sobre ellos las cortinas del suntuoso lecho? Tuvo lástima de la infanta impasible, que ante tantas miradas debía disimular su turbación juvenil. A menos que no experimentase emoción alguna, figuranta acostumbrada durante la infancia a la servidumbre de las representaciones. No se trataba sino de un rito más. Se podía confiar en la sangre borbónica de Luis XIV para no fracasar.

Al bajar la escalera, señores y damas cambiaban bromas subidas de color. Angélica pensaba en Joffrey, que había sido tan cariñoso y paciente con ella. ¿Dónde estaba Joffrey? No lo había visto en todo el día. En el vestíbulo de la casa real Péguilin de Lauzun se le acercó. Estaba un tanto sofocado.

—¿Dónde está vuestro marido, el conde?

—Yo también lo estoy buscando.

—¿Cuándo lo habéis visto por última vez?

—Me separé de él esta mañana para ir a la catedral con
Mademoiselle.
ÉEl acompañaba al duque de Gramont.

Lauzun la tomó de la mano y la obligó a ir con él.

—¿Después no lo habéis visto?

—No, ya os lo he dicho. ¡Qué agitado estáis! ¿Qué queréis?

—¡Vamos a casa del duque de Gramont!

—¿Qué sucede?

Péguilin no respondió. Llevaba aún su bello uniforme, pero, contra su costumbre, su rostro había perdido toda su alegría. En casa del duque de Gramont, el señor, sentado a la mesa entre un grupo de amigos, les dijo que el conde de Peyracse se había separado de él por la mañana, después de la misa.

—¿Iba solo? —interrogó Lauzun.

—Solo, ¿solo…? —rezongó el duque—. ¿Qué queréis decir, pequeño? ¿Es que hay una sola persona en San Juan de Luz que pueda jactarse de estar sola hoy? Peyrac no me ha confiado sus intenciones, pero puedo deciros que su moro lo acompañaba.

—Está bien —dijo Lauzun.

—Debe de estar con los gascones. La banda se está divirtiendo en grande en una taberna del puerto. A menos que haya respondido a la invitación de la princesa Enriqueta de Inglaterra, que pensaba pedirle que cantase para sus damas.

—¡Venid, Angélica! —dijo Lauzun.

La princesa Enriqueta era la simpática joven cerca de la cual Angélica había estado sentada en la barca cuando la visita a la isla de los Faisanes. A la pregunta de Péguilin sacudió negativamente la cabeza:

—No, no está aquí. Envié a uno de mis gentileshombres a buscarle, pero no lo encontró por ninguna parte.

—Sin embargo, su moro Kuassi-Ba es un individuo a quien se ve sin dificultad.

—Nadie ha visto al moro.

En la taberna de
La Ballena de Oro,
Bernardo de Andijos se levantó penosamente de la mesa en derredor de la cual estaba reunida la flor de la Gascuña y el Languedoc. No, nadie había visto al conde de Peyrac. Dios era testigo de que lo habían buscado, de que habían llegado hasta a tirar piedras a los vidrios de las ventanas de su casa, en la calle de la Riviére. Casi habían roto los vidrios de la casa de
Mademoiselle.
Pero de Peyrac no había huellas.

Lauzun, llevándose la mano al mentón, reflexionaba.

—Busquemos a Guiche. El jovencito miraba con ojos tiernos a vuestro marido. Puede que le haya arrastrado a alguna fiesta en casa de su amiguito.

Angélica siguió al duque a través de callejuelas iluminadas con antorchas y linternas de colores. Entraban, interrogaban, volvían a salir. Las gentes estaban a la mesa, entre el olor de los manjares, el humo de centenares de candelas y el aliento de los criados que se habían pasado el día bebiendo en las fuentes de vino. En las encrucijadas bailaban al son de panderetas y castañuelas. Los caballos relinchaban en la penumbra de los patios.

El conde de Peyrac había desaparecido. Angélica sujetó bruscamente a Péguilin y le obligó a mirarla a la cara.

—¡Basta, Péguilin! Hablad. ¿Por qué os inquietáis de tal modo por mi marido? ¿Es que sabéis algo?

Péguilin suspiró y, levantándose discretamente la peluca, se enjugó la frente.

—No sé nada. Un gentilhombre del séquito del rey no sabe nada nunca. Puede costarle demasiado caro. Pero hace tiempo que vengo sospechando un complot contra vuestro marido. —Le murmuró al oído—: Temo que hayan intentado detenerle.

—¿Detenerle? —dijo Angélica—. Pero ¿por qué?

Con un gesto, Péguilin indicó que lo ignoraba.

—Estáis loco —repuso Angélica—. Pero ¿quién puede dar la orden de detenerle?

—El rey, evidentemente.

—El rey tiene otras cosas que hacer que pensar en detener a la gente en un día como hoy. Eso que me decís no tiene pies ni cabeza.

—Así lo espero. Ayer por la noche le hice llegar una palabra de advertencia. Aún estaba a tiempo de saltar a caballo. Señora, ¿estáis bien cierta de que ha pasado la noche con vos?

—Sí, muy segura —dijo, ruborizándose un poco.

—No ha comprendido. Ha jugado una vez más, como un juglar, contra el destino.

—¡Péguilin, me volvéis loca! —exclamó Angélica sacudiéndole—. Creo que estáis gastándome una broma odiosa.

—¡Silencio!

La atrajo hacia sí como hombre acostumbrado a tratar con mujeres y apoyó la mejilla en la de ella para hacerla callar.

—Soy un chico muy malo, linda mía; pero una cosa de la que nunca seré capaz es de atormentar vuestro corazoncito. Y además, después del rey, no hay hombre a quien más quiera que al conde de Peyrac. No hay que enloquecer, amiga mía. Acaso huyó a tiempo.

—Pero en fin…

Lauzun hizo un ademán imperioso.

—Pero en fin —repitió más bajo—, ¿por qué habría el rey de querer detenerle? Su Majestad le habló ayer mismo con mucha gracia, y hasta le he sorprendido palabras en que no ocultaba la simpatía que le inspiraba Joffrey.

—¡Ay, simpatía…! Razón de Estado… Influencias… No podemos nosotros los cortesanos dosificar los sentimientos del rey. Recordad que ha sido discípulo de Mazarino, y que éste, hablando de él, ha dicho: «Tardará en ponerse en camino, pero irá más lejos que los demás.»

—¿No pensáis que pueda haber en todo ello alguna intriga del arzobispo de Toulouse, monseñor de Fontenac?

—No sé nada, no sé nada —repitió Péguilin.

La acompañó hasta su casa y le dijo que iría a buscar más informaciones y que vendría a verla por la mañana. Al entrar, Angélica esperaba ansiosamente que su marido la estuviera esperando, pero no encontró más que a Margarita, que velaba a Florimond dormido, y a la tía vieja, que, completamente olvidada en medio de tantas fiestas, no hacía más que subir y bajar las escaleras. Los otros criados se habían ido a bailar al pueblo.

Angélica terminó por tenderse vestida en el lecho, después de quitarse únicamente los zapatos y las medias. Tenía los pies hinchados de la carrera loca que había dado con el duque de Lauzun a través de la ciudad. El cerebro le daba vueltas en el vacío. «Mañana reflexionaré, se dijo, y se durmió pesadamente.»

Despertóla una llamada que venía de la calle.

—¡Madame, madame!

La luna viajaba sobre los techos planos de la pequeña ciudad. Del puerto llegaban aún clamores y cánticos, y también de la plaza mayor, pero aquel barrio estaba silencioso y casi todo el mundo dormía. Angélica se precipitó al balcón y divisó al negro Kuassi-Ba, de pie, en el claro de luna.

—¡Médame, médame!

—Espera. Bajo a abrir.

Rápidamente, bajó, encendió una candela y abrió la puerta. El negro se deslizó en el interior con un salto flexible de animal. Sus ojos relucían extrañamente. Angélica vio que temblaba de angustia.

—¿De dónde vienes?

—De allá abajo —dijo con un vago ademán—. ¡Necesito un caballo, en seguida, un caballo!

Mostró los dientes en una mueca extraordinariamente salvaje.

—Han atacado a mi amo —murmuró—, y no tenía mi gran sable. ¡Oh! ¿Por qué no tenía mi gran sable?

—¡Cómo…, atacado…! ¿Por quién?

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo, pobre esclavo? Un paje le trajo un papelito. El amo echó a andar. Yo le seguía. No había mucha gente en el patio de aquella casa. Sólo una carroza con las cortinas negras. Salieron hombres y lo rodearon. El amo desenvainó la espada. Vinieron más hombres. Le pegaron. Lo metieron en la carroza. Yo gritaba. Me agarré a la carroza. Dos lacayos habían subido detrás, sobre la ballesta. Me pegaron hasta que caí, pero derribé a uno y lo estrangulé.

—¿Le estrangulaste?

—Con las manos, así —dijo el negro abriendo y volviendo a cerrar sus manos como tenazas—. Corrí por la carretera. Hacía demasiado sol y tengo la lengua más gorda que la cabeza, de sed… mucha sed…

—Ven a beber. Después hablarás.

Fueron a la cuadra, donde Kuassi-Ba tomó un cubo y bebió.

—Ahora —dijo enjugando sus gruesos labios— voy a tomar un caballo y a perseguirlos. Los mataré a todos con mi gran sable.

Removió la paja y sacó un lío de ropas pequeño. Mientras se quitaba las de raso que llevaba, desgarradas y cubiertas de polvo, para vestirse una librea más sencilla, Angélica, con los dientes apretados, desató el caballo del negro. Las briznas de paja le arañaban los pies denudos, pero no lo sentía. Le parecía estar viviendo una pesadilla en la que todo iba despacio, demasiado despacio…

Correría hacia su marido, alargaría los brazos hacia él, pero ya nunca más podría reunirse con él, jamás… Miró salir corriendo al negro jinete. Los cascos del caballo hicieron saltar chispas de la calle empedrada. La noche de las bodas reales terminaba. La infanta María Teresa era reina de Francia.

XXVIII
Viaje a París.
Atentado contra la carroza de Angélica.
Hospitalidad de Hortensia.

Atravesando campos y vergeles en flor, la Corte subía hacia París.

La larga caravana estiraba entre los trigos nuevos sus carrozas de seis caballos, sus carros cargados de lechos, cofres y tapices, sus mulos de carga, sus lacayos y sus guardias montados. Al acercarse a las ciudades se veía acudir entre el polvo del camino a las diputaciones de regidores que llevaban hasta la carroza del rey las llaves sobre una fuente de plata o un almohadón de terciopelo.

Así fueron desfilando Burdeos, Saintes, Poitiers, que Angélica, perdida en aquel barullo, apenas reconoció. También ella subía a París, siguiendo a la Corte.

—Puesto que nada os dicen, haced como si no hubiese ocurrido nada —le había aconsejado Péguilin. Este multiplicaba los «¡Silencio!», y Angélica se sobresaltaba al menor ruido—. Vuestro marido tenía intención de ir a París; id vos misma. Allí se explicará todo. En suma, tal vez no se trate sino de un malentendido.

—Pero ¿qué sabéis, Péguilin?

—Nada, nada… No sé nada.

Y se apartaba con la mirada inquieta, para ir a hacer el bufón ante el rey.

Finalmente, Angélica, después de haber pedido a Andijos y a Cerbalaud que la escoltasen, hizo volver a Toulouse parte de su séquito. No se quedó más que con una carroza y un coche, con Margarita, una doncellita para cuidar de Florimond, tres lacayos y los dos cocheros. En el último momento Binet y el pequeño violinista Giovani le suplicaron que los llevase.

—Si el conde nos está esperando en París y yo le falto, se enojará mucho, os lo aseguro —decía Francisco Binet.

—Conocer París. ¡Oh, conocer París! —repetía el músico—. Si llego a encontrar al músico del rey, ese Bautista Lulli de quien tanto se habla, estoy seguro de que me aconsejará y llegaré a ser un gran artista.

—Está bien, sube, artista —acabó por ceder Angélica.

Seguía sonriendo, fingía despreocupación y se prendía a las palabras de Péguilin: «Será un malentendido.» En efecto, fuera de que el conde de Peyrac había desaparecido, nada demostraba un cambio, no corría ningún rumor de que estuviera en desgracia. La
Grande Mademoiselle
no perdía ocasión de hablar amistosamente a Angélica. No hubiera podido fingir porque era persona muy ingenua y sin ninguna hipocresía. Unos y otros preguntaban por el señor de Peyrac con naturalidad. Angélica acabó por decirles que les había precedido a París para organizar su llegada.

Pero antes de salir de San Juan de Luz intentó en vano encontrarse con monseñor de Fontenac. Este había vuelto a Toulouse. En algunos momentos le parecía haber soñado, se engañaba con esperanzas falsas. Tal vez Joffrey estaba en Toulouse, sencillamente…

En los alrededores de Dax, cuando atravesaban las landas, arenosas y quemantes, un incidente macabro la volvió a la trágica realidad. Los habitantes de una aldea se presentaron y preguntaron si unos cuantos guardias no podrían ayudarles en una batida contra una especie de monstruo negro y terrible que ensangrentaba la región.

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