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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (50 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Era regordeta, con las mejillas relucientes como cera y ojos azules e ingenuos. Angélica experimentó hacia ella un repentino sentimiento de simpatía.

—¿Cómo te llamas, hija mía?

—Me llamo Bárbara, señora, para serviros.

—Pues ya ves, Bárbara, yo he criado a mi hijo durante los primeros meses. Espero que será robusto.

—Nada reemplaza los cuidados de una madre —dijo Bárbara sentenciosamente.

Florimond despertó, se agarró con las manos a los bordes de la cuna y se sentó, mirando fijamente con sus ojos negros y brillantes el rostro desconocido.

—¡Tesoro, precioso, buenos días, cariño mío! —canturreó Bárbara levantándolo en brazos, aún empapado en sueño. Lo acercó a la ventana para mostrarle las barcas, las gaviotas y las espuertas de naranjas.

—¿Cómo se llama ese puertecito? —preguntó Angélica.

—Es el puerto de Saint-Landry, el puerto de la fruta, y más allá es el Puente Rojo que lleva a la isla de San Luis. Enfrente también desembarcan muchas cosas: hay un puerto para el heno, un puerto para la madera, un puerto para el trigo y un puerto para el vino. Esas mercancías interesan sobre todo a los señores del Ayuntamiento, que es ese hermoso edificio que se ve detrás de la playa.

—¿Y la plaza que está delante?

—Es la plaza de Gréve. —Bárbara entornó los ojos para ver mejor—. Veo gente esta mañana en la plaza de Gréve. De seguro hay un ahorcado.

—¡Un ahorcado! —dijo Angélica con horror.

—¡A ver! Ahí es donde hacen las ejecuciones. Desde mi ventana, que está justo encima, no me pierdo ni una, aunque está un poco lejos. Prefiero que sea así, porque tengo el corazón sensible. Los ahorcados son los más frecuentes, pero también he visto cortar dos cabezas con hacha y la hoguera para quemar una bruja.

Angélica se estremeció y se apartó. La perspectiva de la ventana ya no le parecía tan sonriente.

Después de vestirse con cierta elegancia, puesto que tenía intención de ir a las Tullerías, Angélica rogó a Margarita que se pusiese la manta y la acompañase. La niñera cuidaría a Florimond, y Bárbara velaría sobre ambos. Angélica estaba contenta de que la sirvienta de la casa fuese su aliada, porque eso era de mucha importancia para Hortensia, que tenía poca servidumbre. Fuera de Bárbara, no tenía más que una fregona y un hombre que traía el agua o la leña para las chimeneas en invierno, se ocupaba de las candelas y fregaba los pisos.

—Vuestro porte no será tan reluciente dentro de poco —dijo Margarita apretando los labios—. Lo que temía ha sucedido, señora. Esos granujas de lacayos y cocheros han huido, y no hay nadie para guiar la carroza y cuidar de los caballos.

Después de un momento de sobrecogimiento, Angélica recobró la serenidad.

—Después de todo, más vale así. No he traído conmigo más que cuatro mil libras. Tengo intención de enviar al señor de Andijos a Toulouse para que me traiga fondos. Pero, entretanto, como no conocemos el porvenir, mejor es no tener que pagar a esas gentes. Venderé los caballos y la carroza al propietario de la cuadra pública y andaremos a pie. Me gustará ver las tiendas.

—La señora no se da cuenta del barro que hay por las calles. En algunos sitios se hunde una hasta el tobillo.

—Mi hermana me ha dicho que, poniéndose en los pies patines de madera, se anda fácilmente. Ea, Margarita querida, no gruñas. Vamos a visitar París. ¿No es maravilloso?

Al bajar, Angélica encontró en el vestíbulo a Francisco Binet y al violinista.

—Os doy las gracias por serme fieles —dijo con emoción—, pero creo que va a ser menester separarnos, porque de aquí en adelante no podré conservaros a mi servicio. ¿Quieres, Binet, que te recomiende a la señorita de Montpensier? Dado el éxito que tuviste con ella en San Juan de Luz, estoy segura de que te encontrará un empleo o te recomendará, a su vez, a algún gentilhombre.

Con gran asombro suyo el joven artesano no aceptó el ofrecimiento.

—Os doy las gracias, señora, por vuestra bondad, pero creo que me pondré al servicio de un maestro barbero.

—¡Tú —protestó Angélica—, tú que eras ya el mejor barbero y peluquero de Toulouse!

—No puedo, desdichadamente, encontrar empleo más importante en esta ciudad donde las corporaciones son muy cerradas.

—Pero en la Corte…

—Conseguir el honor de servir a los grandes, señora, es obra de largo empeño. No es bueno encontrarse demasiado súbitamente en plena luz, sobre todo cuando se trata de un modesto artesano como yo. Basta muy poca cosa, una palabra, una alusión envenenada, para precipitarlo a uno desde lo alto de las grandezas a una miseria más grande que la que habría conocido si se hubiese quedado modestamente en la sombra. El favor de los príncipes es tan mudable, que un título de gloria bien puede ocasionar la perdición.

Angélica lo miró fijamente.

—¿Quieres dejarles tiempo para olvidar que fuiste el barbero del señor de Peyrac?

El hombre bajó la vista.

—Por mi parte, no lo olvidaré nunca, señora. Si mi ama se impone a sus enemigos, no tendré más que una prisa: volver a servirle de nuevo. Pero no soy más que un simple barbero.

—Tienes razón, Binet —dijo Angélica sonriendo—. Me gusta tu franqueza. No es en modo alguno necesario que te arrastremos en nuestra desgracia. Aquí tienes cien escudos, y te deseo buena suerte.

El joven saludó y, tomando su cofre de barbero, retrocedió hasta la puerta haciendo innumerables reverencias y salió.

—Y tú, Giovani, ¿quieres que intente ponerte en relación con el señor Lulli?

—¡Oh, sí, señora, sí!

—Y tú, Kuassi-Ba, ¿qué quieres hacer?

—¡Yo quiero pasearme contigo,
médame!

Angélica sonrió.

—Bueno. Venid los dos. Vamos a las Tullerías.

En ese instante se abrió una puerta y el procurador Fallot asomó su hermosa peluca por la abertura. Dirigiéndose a Angélica, le dijo:

—Oí vuestra voz, señora, y, precisamente, os estaba buscando para pediros un instante de conversación.

Angélica indicó a los tres criados, con una seña, que esperaran.

—Estoy a vuestra disposición, señor.

Lo siguió a su estudio, donde se agitaban pasantes y escribanos. El olor de la tinta, el chirriar de las plumas de ganso, la claridad escasa, las ropas de paño negro de aquellas gentes necesitadas, no hacían de la sala un lugar muy agradable. Colgaban de las paredes bolsas negras que contenían los expedientes de los asuntos.

El señor Fallot hizo pasar a Angélica a un despachito. Al entrar en él, alguien se levantó. El fiscal presentó:

—El señor Desgrez, abogado. El señor Desgrez estaría dispuesto a ponerse a vuestras órdenes para guiaros en el penoso asunto de vuestro marido.

Angélica, consternada, miraba al recién venido: ¡él, abogado del conde de Peyrac! Hubiera sido difícil encontrar capa más raída, lienzo más desgastado, sombrero más grasiento. El procurador, que, sin embargo, le hablaba con consideración, parecía a su lado vestido casi con lujo. El pobre muchacho ni siquiera llevaba peluca, y sus largos cabellos semejaban ser de la misma lana oscura y dura que su ropa. Sin embargo, a pesar de su visible pobreza, tenía ciertamente mucho aplomo.

—Señora —declaró en seguida—, no hablemos en futuro ni siquiera en condicional: estoy a vuestra disposición. Ahora confiadme sin temor cuanto sabéis.

—En verdad, maestro —respondió un tanto fríamente Angélica—, no sé nada o casi nada.

—Mejor, así no nos lanzaremos sobre las falsas presunciones.

—Hay, sin embargo, un punto cierto —intervino el señor Fallot—. La orden de arresto la ha firmado el rey.

—Muy justo, maestro. El rey. Hay que partir del rey.

El joven abogado apoyó el mentón en la mano y frunció el ceño.

—¡No es cómodo! Como punto de partida de una pista, no se puede elegir punto más alto.

—Tengo intención de ir a ver a la señorita de Montpensier, prima del rey —dijo Angélica—. Me parece que por ella podría tener informaciones más precisas, sobre todo si, como sospecho, se trata de intriga de Corte. Y por ella podría, tal vez, llegar hasta Su Majestad.

—La señorita de Montpensier, ¡bah! —dijo el abogado con una mueca desdeñosa—. Esa gran pértiga es, sobre todo, torpe. No olvidéis, señora, que fue de la Fronda y que hizo disparar contra las tropas de su real primo. Con tales títulos siempre seguirá siendo sospechosa en la Corte. Además, el rey le tiene un tanto de envidia por sus inmensas riquezas. Pronto verá que no le conviene proteger a un señor caído en desgracia.

—Creo, y siempre lo he oído decir, que la señorita de Montpensier tiene un corazón excelente.

—¡Quiera el cielo que lo demuestre con vos, señora! Como hijo de París, no tengo gran confianza en el corazón de los grandes, que alimentan al pueblo con los frutos de sus disensiones, frutos tan amargos y podridos como los que fermentan bajo vuestra casa, señor procurador. Pero, en fin, emprended ese trámite, señora, si lo creéis bueno. Os recomiendo, sin embargo, que no habléis a
Mademoiselle,
así como a los príncipes, sino muy ligeramente, sin insistir sobre la injusticia que se os hace.

«¿Es un abogadillo con los zapatos rotos quien me va a enseñar a hablar con las gentes de la Corte?», se preguntó Angélica con mal humor. Sacó una bolsa y de ella unos cuantos escudos.

—Tomad un adelanto sobre los gastos que pueda ocasionaros vuestra encuesta —dijo.

—Os doy las gracias, señora —respondió el abogado, que, después de haber lanzado a los escudos una ojeada satisfecha, los deslizó en una bolsa de cuero que llevaba en la cintura, y que parecía harto aplastada. La saludó muy cortésmente y salió.

En seguida, un enorme perro danés de pelo blanco sembrado de grandes manchas oscuras, que estaba esperando con paciencia en la esquina de la casa, se levantó y siguió al abogado. Este, con las manos en los bolsillos, se alejó silbando alegremente.

—Este hombie no me inspira gran confianza —dijo Angélica a su cuñado—. Lo creo, al mismo tiempo, guasón, vanidoso e incapaz.

—Es un muchacho muy brillante —afirmó el procurador—, pero es pobre… como muchos de sus semejantes. Hay plétora de abogados en París. Este ha debido de heredar el cargo de su padre, pues de otro modo no hubiera podido comprarlo. Os lo he recomendado porque, por una parte, estimo su inteligencia y, por otra, no os costará caro. Con la pequeña suma que le habéis dado hará maravillas.

—La cuestión del dinero no debe ser problema. Si es necesario, mi marido tendrá la ayuda de los letrados más ilustres.

El señor Fallot dejó caer sobre Angélica una mirada a la vez altanera y astuta.

—¿Tenéis, pues, una fortuna inagotable?

—Conmigo no. Pero voy a enviar al marqués de Andijos a Toulouse. Verá a nuestro banquero y le encargará, si hace falta dinero líquido inmediatamente, que venda algunas tierras.

—¿No teméis que vuestros bienes de Toulouse hayan sido sucuestrados y sellados, como vuestra casa de París?

Angélica lo miró aterrada.

—¡Es imposible! —balbució—. ¿Por qué habrían de hacer eso? ¿Por qué habrían de encarnizarse contra nosotros? No hemos hecho daño a nadie.

El procurador hizo un ademán lleno de unción.

—¡Ay, señora! Muchas de las personas que pasan por este estudio pronuncian esas mismas palabras. Si se las oye, nadie hace nunca mal a nadie. Y, sin embargo, siempre hay pleitos…

«Y trabajo para los procuradores», pensó Angélica.

Con aquella nueva inquietud en la cabeza atendió menos al paseo que por las calles de la Paloma, de los Fantoches y de la Linterna la llevó ante el Palacio de Justicia. Siguiendo el muelle del Reloj, llegó al Puente Nuevo, en la extremidad de la Isla. Su animación encantó a los sirvientes. Tenduchos montados sobre ruedas se amontonaban en torno a la estatua de bronce del buen rey Enrique IV, y mil gritos salían de ellos ensalzando las mercancías más variadas. Aquí se vendía un emplasto maravilloso, allí se arrancaban los dientes sin dolor, allá se ofrecían frascos de un producto extraño para quitar manchas de la ropa, más lejos libros, juguetes, collares de huesos de tortuga para curar el dolor de vientre. Se oía el clarinear de las trompetas y el roncar de las cajas de música. Resonaban tambores sobre un tablado donde los acróbatas hacían juegos de manos con vasos. Un individuo demacrado deslizó en la mano de Angélica una hoja de papel y le pidió diez sueldos. Angélica se los dio maquinalmente y se guardó la hoja en el bolsillo; después ordenó prisa a su escolta.

No tenía ánimo para seguir andando al azar. Además, a cada paso la detenían los mendigos que surgían ante ella bruscamente mostrando una llaga viscosa o un muñón envuelto en hilas sangrientas, o mujeres andrajosas que llevaban en brazos chiquillos con el rostro cubierto de suciedad y rodeados de moscas. Aquellas gentes salían de la sombra de los portales o de los rincones de las tiendas, o se alzaban de las orillas del río. Pedían primero con voz lamentable, luego amenazante. Por fin, asqueada y sin moneda menuda, Angélica dio orden a Kuassi-Ba de apartarlos. Inmediatamente el negro mostró sus dientes de caníbal y alargó las manos en dirección de un hombre con muletas que se acercaba y que echó a correr con sorprendente agilidad.

—Eso es lo que se saca de ir a pie como los villanos —repetía Margarita, cada vez más enojada.

Angélica lanzó un suspiro de alivio cuando al fin vio, cubierta de hiedra, la torre del Bois, vestigio ruinoso del antiguo recinto del viejo París. Poco después apareció el pabellón de Flora, terminando y uniendo en ángulo recto la galería con el castillo de las Tullerías. El aire era más fresco. Un viento ligero subía del Sena. Por fin descubrió las Tullerías, palacio adornado con mil detalles y flanqueado por una robusta cúpula y otras más pequeñas. Residencia de verano, fue edificado para Catalina de Médicis.

En las Tullerías le dijeron que esperase. La
Grande Mademoiselle
había ido al Luxemburgo para preparar su mudanza, porque
Monsieur,
hermano del rey, le disputaba las Tullerías, donde, sin embargo,
Mademoiselle
residía desde hacía años. Se había instalado con todo su séquito en un ala del palacio.
Mademoiselle
le había tratado de tramposo, después de cruzarse muchos gritos. Por fin
Mademoiselle
cedió, como había cedido siempre. Era, verdaderamente, demasiado buena.

Cuando se quedó sola, Angélica se sentó junto a una ventana y contempló los jardines maravillosos. Más allá de los arriates de mosaicos floridos se veían brillar los copos blancos de un gran vergel de almendros, y más lejos las masas verdes de los árboles de la Garenne. A la orilla del Sena, un edificio daba abrigo a la pajarera de Luis XIII, donde se criaban aún halcones de caza. A la derecha estaban las célebres caballerizas reales y el picadero, del cual subían a aquella hora el ruido de los galopes y los gritos de los pajes y adiestradores. Angélica respiraba el aire campestre y miraba dar vueltas a los molinitos de viento sobre las lejanas lomas de Chaillot, de Passy y del Roule.

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