La máscara de Dimitrios (18 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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O sea, que Bulic se volvió presuntuoso: había tenido ante sus mismos ojos los detallados planes operativos que detendrían, en tal caso, a la flota italiana en el Adriático. Por supuesto que estaba obligado a ser discreto, pero…

Al final de aquella velada, G. supo que Bulic tenía acceso a una copia de dicho mapa. Y también había planeado su estrategia: Bulic sería quien le proporcionara una copia de aquel documento.

Con gran cuidado, G. elaboró su plan. Luego buscó a la persona capaz de llevarlo a buen fin. El mediador era indispensable. Así fue como dio con Dimitrios.

Le he preguntado a este ex espía en qué se ocupaba la persona que le había hablado de Dimitrios. Admito que lo he hecho con la esperanza de hallar algún nexo con el Banco de Crédito Eurasiático. Pero la respuesta de G. ha sido muy vaga: a pesar del tiempo transcurrido, recuerda las palabras que acompañaron a aquella recomendación.

Dimitrios Talat era un turco, hablaba griego, con pasaporte «efectivo», con una reputación de «útil» y discreto a la vez; también decían de él que tenía experiencia en «trabajos financieros de índole confidencial».

Quien no supiera para qué era útil y desconociera la índole de los trabajos financieros que había llevado a cabo, podía llegar a pensar que el hombre en cuestión era una especie de contable. Pero, al parecer, existe una jerga propia para estos asuntos. G. comprendió el significado de aquellas palabras y decidió que Dimitrios era el hombre adecuado para la misión que se le había encomendado. Y así, pues, le escribió (me dijo a qué dirección como si se tratara de una especie de lista de correos del American Express) ¡a cargo del Banco de Crédito Eurasiático, de su sucursal en Bucarest!

Dimitrios llegó a Belgrado cinco días después y se presentó en casa de G. en Knez Miletina.

G. recuerda ese encuentro con toda precisión. Dimitrios, me ha dicho, era un hombre de mediana estatura y de edad difícil de determinar, entre los treinta y cinco y los cincuenta años (en realidad tenía treinta y siete). Iba vestido con elegancia y… pero será mejor que le cite las propias palabras de G.:

—Vestía con una elegancia costosa y su pelo se iba agrisando poco a poco en las sienes. Tenía un aire pulido, satisfecho, confiado, y algo en sus ojos que adiviné al instante. Ese hombre era un rufián. Y nunca me he equivocado en estas apreciaciones. No me pregunte por qué. En esto tengo un instinto de mujer.

Aquí lo tenemos, pues. Dimitrios había prosperado. ¿Hubo más mujeres como madame Preveza en su vida? Jamás llegaremos a saberlo.

El hecho es que G. había detectado a un rufián en Dimitrios y eso no le parecía mal. Según él, un rufián nunca se busca líos con ninguna mujer en detrimento de la misión que se le ha encomendado. Además, Dimitrios tenía el aspecto adecuado para el caso. Creo que será mejor que le cite de nuevo las palabras de G.:

—Vestía con elegancia. Y también tenía aspecto de persona inteligente. Esto me pareció estupendo, porque nunca me ha gustado emplear gentuza del montón. A veces era imprescindible hacerlo, pero nunca me ha gustado: esa gente no siempre ha comprendido mi temperamento.

Ya lo ve usted: G. era muy exigente.

Dimitrios no había malgastado su tiempo. Para aquel entonces ya hablaba alemán y francés con bastante soltura.

—Nada más recibir su carta, me he venido hasta aquí. Tenía muchas cosas que hacer en Bucarest, pero me seducía la idea de conocerle; me he enterado de sus actividades.

Con cuidado y circunspección (no es bueno revelar detalles a un futuro empleado), G. le explicó qué quería hacer. Dimitrios le escuchó sin inmutarse. Después de oír la explicación, preguntó cuánto dinero recibiría en pago.

—Treinta mil dinares —respondió G.

—Cincuenta mil —repuso Dimitrios— y prefiero que sean francos suizos.

Acordaron cuarenta mil, pagados en francos suizos. Dimitrios demostró su beneplácito con una sonrisa.

Entretanto, a Bulic le parecía que la vida era más digna de vivirse que nunca. Recibía invitaciones para ir a los lugares más ricos de la ciudad; su mujer, feliz con aquellos lujos desacostumbrados, ya no le miraba con desprecio y disgusto a los ojos: con el dinero que ahorraban gracias a las cenas pagadas por aquel estúpido alemán, podía comprarse su coñac favorito. Cuando bebía, la señora Bulic se convertía en una mujercita jovial, encantadora. Además, al cabo de una semana, el yugoslavo se embolsaría sus veinte mil dinares. Al menos, existía esa posibilidad. Una noche, llegó a confesar que se encontraba mucho mejor, ya que la comida barata le iba mal para su catarro. Pero, por lo demás, ése fue el único desliz en el que incurrió.

Una firma checa se había adjudicado el pedido de los binoculares. La
Gaceta Oficial
, que traía esta noticia, había salido a la calle al mediodía. Un minuto más tarde, G. tenía ya su ejemplar y se dirigía al taller de un grabador, en cuyo banco de trabajo aguardaba una plancha de cobre a medio terminar.

A las seis en punto, G. estaba apostado en la acera opuesta a la del Ministerio. Pocos minutos después, salía Bulic del edificio: había visto la
Gaceta Oficial
, llevaba su ejemplar bajo el brazo. Desde el puesto de observación de G. podía verse el aire desilusionado del empleadillo. G. comenzó a seguirle.

Según la costumbre, Bulic debía haber cruzado la calle para encaminarse hacia el bar. Pero esa tarde dudó unos minutos y, por último, siguió andando en línea recta: no tenía ninguna gana de enfrentarse con el hombre de Dresde.

G. se metió por una calle lateral y llamó a un taxi. Dos minutos más tarde, tras haber dado un rodeo, el taxi se fue acercando a Bulic. En ese instante, G. ordenó al taxista que se detuviera, saltó a la acera y estrechó a Bulic entre sus brazos, exultante. Antes de que el perplejo yugoslavo tuviera tiempo de protestar, se vio empujado al interior del coche, donde G. continuó prodigándole palabras de agradecimiento mientras depositaba en sus manos un cheque por la suma de veinte mil dinares.

—Pero si yo había creído que su firma no había obtenido ese pedido —farfulló Bulic, al cabo de unos instantes.

G. se echó a reír, como si hubiera escuchado un chiste estupendo.

—¡Que no lo había conseguido!

Pero, en ese preciso momento, G. «entendió».

—¡Oh, sí! Me había olvidado de decírselo. La cotización había sido enviada a través de una firma checa, subsidiaria de nuestra compañía. Mire, ¿lo ve usted? —y extrajo una de las tarjetas recién impresas para ponerla en manos de Bulic—, no uso a menudo esta tarjeta: la mayoría de nuestros clientes y la gente en general sabe que los dueños de la compañía checa son los alemanes de Dresde. —Y con un gesto se desentendió del tema—. ¡Oh, vamos a tomarnos una copa ahora mismo! ¡Conductor!

Y esa noche lo celebraron. Tras su inicial confusión, Bulic quiso sacar un ventajoso partido de aquella casualidad. Se emborrachó primero y a continuación comenzó a jactarse del poder de sus influencias en el Ministerio con tanto énfasis que hasta al mismo G. —que tenía sus buenas razones para estar satisfecho— le resultó difícil aquella arrogante verborrea.

Al término de aquella cena, G. y Bulic se apartaron. Ahora, le dijo, podría haber un negocio de telémetros. ¿Podría él prestar alguna ayuda? Claro que podía, por supuesto, pero se había convertido en un personaje astuto. Pero ya que el valor de su cooperación había quedado bien claro, tenía derecho a esperar algún adelanto.

En realidad, a G. no se le había ocurrido esto, pero asintió de inmediato y muy divertido, en el fondo. Bulic recibió un segundo cheque, de diez mil dinares esta vez. Según el trato, recibiría otros diez mil cuando el nuevo pedido llegara a manos de los «jefes» de G.

En esos momentos el yugoslavo era más rico que nunca. Tenía treinta mil dinares. Dos días después, en el comedor de un elegante hotel, G. le presentó a un tal
Freiherr
[34]
von Kiessling. No es preciso puntualizar que el verdadero nombre de freiherr von Kiessling era Dimitrios.

—Cualquiera hubiera pensado —me ha dicho G.— que ese hombre se había pasado la vida en ambientes de lujo. Yo mismo hubiera podido engañarme: sus modales eran perfectos. Cuando le presenté a Bulic como un importante funcionario del Ministerio de Marina, adoptó unas maneras encantadoras. Ante madame Bulic esgrimió una cortesía exquisita, como si la considerara una princesa. Sin embargo, advertí con claridad cómo se movían sus dedos en la palma de ella mientras besaba el dorso de su mano.

Dimitrios se había instalado en el comedor del hotel con el fin de que G. pudiera preparar el terreno antes de la presentación. Después de haber señalado a Dimitrios, G. les dijo a los Bulic que el freiherr era un hombre muy importante. Que posiblemente mezclado en actividades un tanto misteriosas, pero que, sin duda, constituía una pieza importante en el manejo de negocios internacionales de gran envergadura. Que era una persona muy rica y que se decía que controlaba no menos de veintisiete compañías comerciales y financieras. Conocer a ese hombre podía ser muy útil para cualquiera.

De modo que a los Bulic les encantó ser presentados a ese personaje: cuando el freiherr aceptó la invitación de tomar una copa de champaña con ellos, se sintieron honrados, por cierto. La pareja, con su inseguro alemán, se esforzó por congraciarse con aquel invitado.

Bulic debió pensar que aquella ocasión era la que había estado esperando durante toda su vida: por fin podía relacionarse con gente brillante, con personas de verdad, con las personas que creaban y destruían a los hombres, personas que podían convertirle en «algo». Tal vez se viera ya como director de una de las compañías del freiherr, dueño de una bonita casa, rodeado de domésticos, leales servidores que le respetarían como a hombre y como a amo.

Y por cierto que a la mañana siguiente, al ir a su despacho del Ministerio, debió sentir su corazón rebosante de alegría, una dulcísima alegría que no podían empañar aún los recelos ni los escozores de su conciencia: todo eso podía sobrellevarlo fácilmente. Después de todo, G. había recibido lo que quería; él, Bulic, no tenía nada que perder. Además, uno nunca sabe adónde pueden ir a parar ciertos hechos. Son muchos hombres que recorren extraños caminos para llegar al seno mismo de la fortuna.

El freiherr se había mostrado muy amable al decir que esperaba que herr G. y sus amigos cenaran con él dos días después de aquella noche de la presentación.

Le he preguntado a G. los motivos de esa demora. ¿No habría sido más lógico golpear mientras el hierro estaba candente? En dos días los Bulic tenían tiempo para pensar.

—En efecto —ha sido la respuesta de G.—; tiempo para pensar en las cosas buenas que tendrían, tiempo para prepararse para la fiesta, para que soñaran.

Después de esta explicación el ex espía adoptó un aire de gran solemnidad y, de pronto, con una sonrisa en los labios, me soltó una cita de Goethe: «
Ach! warum, ihr Götter, ist unendlich, alles, alles, endlich unser Glück nur?»
[35]
. Ya lo ve usted: G. no carece de sentido del humor.

Aquella cena sería el momento decisivo de la operación. Dimitrios no dejó en ningún momento de lisonjear a madame. Era un auténtico placer encontrar a personas como madame… y, por supuesto, como su marido. Ella… y su marido, naturalmente… ¿por qué no iban a hacerle una visita a su casa de Baviera, al mes siguiente? Esa casa era mejor que la de París, sin duda, y Cannes gozaba un clima muy fresco en primavera. Madame disfrutaría en Baviera; también su marido, sin duda. Es decir, si él podía abandonar por un tiempo su trabajo dentro del Ministerio.

Todo muy vulgar, demasiado simple, sí, pero los Bulic eran gente vulgar, simple.

Madame se tragaba aquellas patrañas junto con los sorbos de champaña dulce, mientras Bulic comenzaba a enfurruñarse. Y así llegó el gran momento.

Una vendedora de flores se detuvo junto a la mesa con su cesto lleno de orquídeas. Dimitrios observó las flores con ojos de experto y eligió el ramo más grande y caro y con gran caballerosidad se lo ofreció a madame Bulic, al tiempo que le pedía que lo aceptara como prueba de su estima. Madame aceptó. Dimitrios hizo ademán de echar mano a su cartera para pagar. Junto con la cartera, como sin querer, sacó un grueso fajo de billetes de mil dinares, que cayó sobre la mesa.

Tras disculparse por su torpeza, Dimitrios se guardó el dinero en el bolsillo. G. comenzó a representar su papel: señaló que era mucho dinero para llevarlo en el bolsillo y le preguntó al freiherr si llevaba a menudo sumas tan importantes encima. No, no muy a menudo; ese dinero lo había ganado en Alessandro's esa misma noche y se había olvidado llevarlo a su habitación. ¿Conocía madame ese casino de juego? No, madame no lo conocía. Los Bulic permanecieron en silencio mientras el freiherr seguía hablando: jamás habían visto tanto dinero en manos de una sola persona.

El freiherr opinaba que Alessandro's era el casino de juego más digno de confianza de Belgrado. Allí, lo que contaba era la habilidad de cada jugador y no la del
croupier
. Él, personalmente, había tenido un día de suerte —lo decía dirigiendo una aterciopelada mirada a los ojos de madame— y había ganado un poco más que de costumbre. En ese instante hizo una breve pausa y luego añadió:

—Puesto que no conoce ese lugar, me encantaría que me acompañaran, como mis invitados, esta noche.

Fueron y, por supuesto, ya se habían hecho los preparativos necesarios para recibirles. Dimitrios lo había arreglado todo. Nada de ruleta (es difícil estafar a alguien en la ruleta) sino el
trente et quarante
. La apuesta mínima era de doscientos cincuenta dinares.

Pidieron una copa y miraron cómo jugaban durante un rato. Y entonces G. decidió probar su suerte. Vieron cómo ganaba dos veces. El freiherr preguntó a madame si querría jugar. La mujer buscó la mirada de su marido. Como excusa, Bulic dijo que llevaba poco dinero encima. Pero Dimitrios estaba preparado para replicar: ¡oh, eso no era ningún inconveniente! El, personalmente, era conocido de Alessandro y cualquier amigo suyo gozaba de la confianza de la casa. En el caso de que perdiera unos pocos dinares, Alessandro aceptaría un cheque o una letra.

La farsa seguía adelante. Se llamó a Alessandro a la mesa y se hicieron las presentaciones. Luego le explicaron la situación. Alessandro alzó las manos como para protestar. Cualquier amigo del freiherr no tenía motivos para hacer de eso un problema. Además, el señor no había jugado aún. Ya habría tiempo de hablar sobre esos detalles si la suerte le era un poquitín adversa.

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