—Hay una estrecha plataforma de hierro que va a lo largo de la pared exterior, hasta la casa contigua —explicó Peters—. Allá hay otro armario igual a éste. Usted no puede ver nada porque sólo tenemos muros ciegos al frente. Del mismo modo, nadie podría vernos si decidiéramos marcharnos por aquí. Dimitrios mandó hacer esto.
—¡Dimitrios!
—Dimitrios era el dueño de estas tres casas. Las mantenía vacías para proteger su vida privada. En ciertas ocasiones han sido utilizadas como almacenes. En estas dos plantas era donde nos reuníamos. Desde el punto de vista moral, sin duda, estas casas todavía pertenecen a Dimitrios. Por suerte para mí, él había tenido la precaución de comprarlas a mi nombre. Yo mismo me ocupé del aspecto legal de la compra. La policía jamás tuvo noticia de la existencia de estas casas. De modo que al salir de la cárcel pude venir a vivir aquí. En el caso de que Dimitrios se preguntara alguna vez qué había ocurrido con sus propiedades, yo había tenido la precaución de comprármelas a mí mismo, a nombre de Caillé. ¿Le gusta a usted el café argelino?
—Sí.
—Hacerlo lleva más tiempo que si se hace café a la francesa. Pero yo prefiero prepararlo así. ¿Le parece bien si bajamos?
Bajaron. Después de cerciorarse de que Latimer estaba confortablemente en un mar de cojines, Peters desapareció en la alcoba.
Latimer apartó algunos cojines y echó un vistazo a su alrededor. Le producía una extraña sensación la idea de que aquella casa alguna vez hubiera pertenecido a Dimitrios. Pero lo que más le extrañaba era el hecho de que todo aquello estuviera en manos del ridículo Peters.
Sobre su cabeza, contra la pared, advirtió un pequeño estante, de madera calada, que sostenía algunos libros de ediciones de bolsillo. Allí estaba el ejemplar de
Joyas de la sabiduría cotidiana
, el mismo que Peters había estado leyendo en el trayecto Atenas-Sofía. Además, había un ejemplar del
Simposio
, de Platón, en francés e intonso, una antología titulada
Poèmes Erotiques
, sin nombre de autor ni de recopilador y tenía las páginas abiertas, las
Fábulas
, de Esopo, en versión inglesa,
Robert Elsmere
, por mistress Humphry Ward, en versión francesa, un
Diccionario geográfico
alemán y varios libros escritos por el doctor Frank Crane, en una lengua que Latimer estimó que sería el danés.
Peters volvió con una bandeja marroquí sobre la que descansaba una extraña cafetera, un infiernillo de alcohol, dos tazas y una caja de cigarrillos marroquíes.
Peters encendió el infiernillo y lo acomodó bajo la cafetera. Puso los cigarrillos sobre el diván, junto a Latimer. Después extendió una mano por encima de la cabeza de su huésped, para coger uno de los libros de Crane. Recorrió las páginas, se detuvo para abrir el libro en una determinada. Una pequeña fotografía cayó al suelo. La alzó y la puso ante los ojos de Latimer.
—¿Le reconoce usted, mister Latimer?
Era una borrosa toma de la cabeza y los hombros de un individuo de mediana edad con…
Latimer apartó los ojos de la fotografía.
—¡Es Dimitrios! —exclamó—. ¿De dónde la ha sacado?
Peters cogió con delicadeza la fotografía que estaba entre los dedos de su invitado.
—¿Le ha reconocido usted? Estupendo.
Peters se sentó sobre una otomana, reguló la llama del infiernillo y miró a su interlocutor.
Si hubiera sido posible que los ojos húmedos y mates de Peters se mostraran resplandecientes, Latimer habría jurado que resplandecían de placer.
—Coja usted un cigarrillo, mister Latimer. Le contaré una historia.
—Así es, mister Latimer; la mayoría de los hombres van por la vida sin saber lo que buscan. Pero Dimitrios, ya lo sabe usted, no pertenecía a esa clase de personas. Dimitrios sabía muy bien qué quería para sí. Quería dinero y quería poder. Sólo esas dos cosas. Y cuanto más mejor. Lo curioso del caso es que yo he sido quien le ha ayudado a obtenerlo.
»En 1928 puse por primera vez mis ojos en Dimitrios. Fue aquí mismo, en París. Por esos años, yo estaba asociado con un hombre que se llamaba Giraud. Teníamos una
boîte
en la rue Blanche; el nombre del local era Le Kasbah Parisien; era un lugar muy bonito, muy íntimo, con luces ambarinas y alfombras.
»Giraud y yo nos habíamos conocido en Marrakesh y habíamos decidido imitar un lugar muy sofisticado que frecuentáramos en esa ciudad. Todo era de procedencia marroquí en nuestra
boîte
. A excepción de la orquesta, que tocaba piezas bailables y que era de origen sudamericano.
»Abrimos nuestro negocio en el año 1926: un año excelente en París. Los americanos y los ingleses (los americanos en especial) tenían dinero para gastárselo en champagne y también los franceses acudían a nuestra
boîte
. Casi todos los franceses sienten cierta nostalgia de Marruecos, salvo los que han tenido que hacer su servicio militar allá, por supuesto. Y Kasbah, nuestra
boîte
, era Marruecos. Teníamos camareros árabes y senegaleses y el champagne, realmente, procedía de Meknes. A los americanos les resultaba un poco dulce, pero aun así lo consideraban bueno y barato.
»Durante los dos primeros años hicimos mucho dinero y después, como suele ocurrir en ese tipo de negocios, la clientela comenzó a cambiar.
»Nuestros clientes franceses aumentaron, disminuyeron los americanos, los
maquereaux
[39]
superaban en número a los caballeros, y las
poules
[40]
a las damas elegantes.
»Nuestro negocio nos resultaba rentable todavía, pero no tanto como en los primeros tiempos. Comencé a pensar por entonces que había llegado el momento de irnos de ese lugar.
»Giraud trajo a Dimitrios a Le Kasbah.
»Yo había conocido a Giraud durante mi permanencia en Marrakesh. Este hombre era mestizo, hijo de madre árabe y de padre francés, un soldado francés. Había nacido en Argel y tenía pasaporte francés.
»No sé con exactitud cómo se habían conocido Giraud y Dimitrios. Es posible que fuese en una
boîte
que estaba rue Blanche arriba; nosotros no abríamos hasta las once de la noche y Giraud iba a bailar, a menudo, antes de esa hora.
»Una noche, pues, mi socio llevó a Dimitrios a Le Kasbah y después se apartó para hablar conmigo. Me recordó que nuestras ganancias habían disminuido y me aseguró que podíamos hacer más dinero si aceptábamos algunas propuestas de un amigo suyo, Dimitrios Makropoulos.
»La primera vez que le vi, Dimitrios no me impresionó. Recuerdo que pensé que era el perfecto
maquereau
que yo conocía muy bien; llevaba ropas muy ajustadas, su pelo era gris, se hacía la manicura y se pulía las uñas y miraba a las mujeres de un modo que no podía caerles bien a las damas que frecuentaban Le Kasbah.
»Con todo, me acerqué a la mesa junto con Giraud y nos dimos un apretón de manos. Dimitrios me pidió que me sentara en la silla que tenía a su lado. Cualquiera hubiese dicho que yo era un camarero y no el patrón.
En ese momento de su relato, Peters fijó sus ojos acuosos en los de su interlocutor.
—Tal vez piense usted, mister Latimer, que, a pesar de que Dimitrios no me había impresionado, recuerdo las circunstancias con demasiada precisión. Es cierto. Lo recuerdo todo con gran exactitud. Ya me comprenderá usted, entonces no conocía a Dimitrios tal como llegaría a conocerle más tarde. Ese hombre causaba una fuerte impresión, aunque pareciera que no. Lo cierto es que su actitud me irritó aquella noche; sin sentarme, le pregunté qué quería.
»Durante un breve instante clavó sus ojos en mí. Tenía unos ojos afables, castaños, sabe usted. Y luego me dijo:
»—Quiero champaña, amigo. ¿Alguna objeción que hacer? Puedo pagarlo, se lo aseguro. ¿Será usted cortés o debo pensar que será mejor que le proponga mi negocio a personas más inteligentes?
»Soy un hombre de temperamento tranquilo. No me gusta el jaleo. A menudo he pensado que este mundo nuestro sería un lugar mucho más agradable si la gente se comportara con cortesía, si las personas hablaran entre sí serenamente. Sin embargo, hay ocasiones en que es difícil hacerlo.
»Le dije a Dimitrios que nada me movería a ser cortés con él y que podía marcharse a donde le diera la gana.
»De no haber sido por Giraud, se habría ido y yo no estaría sentado aquí, hablando con usted. Mi socio se sentó a la mesa de Dimitrios y le pidió disculpas por mi proceder. Mientras Giraud hablaba, advertí que Dimitrios me observaba: no me cabe duda de que se preguntaría qué clase de persona era yo.
»Tenía la gran seguridad de que no me interesaba ningún negocio, de la índole que fuera, que Dimitrios me propusiera. Pero intervino Giraud y me vi obligado a escuchar. Nos sentamos con aquel hombre para que nos explicara sus planes.
»Hablaba de una manera convincente y, al fin y a la postre, consentí en hacer lo que él quería. Nuestra sociedad con Dimitrios databa ya de varios meses, cuando un día…
—Un momento —le interrumpió Latimer—, ¿qué clase de sociedad era ésa? ¿Era el comienzo del tráfico de droga?
Peters dudaba. Frunció el ceño antes de proseguir con su explicación:
—No, mister Latimer, no lo fue. En aquel tiempo, Dimitrios estaba conectado con lo que usted, supongo, llamaría la trata de esclavas blancas. ¡Oh!, esta frase me parece muy interesante… trata es una palabra llena de significados horribles. Y eso de «esclavas blancas»… considere usted las connotaciones del adjetivo. ¿Quién habla en el presente del tráfico de esclavas de
color
? Creo que nadie. Y, sin embargo, la mayoría de mujeres afectadas son de color. Nunca he llegado a comprender por qué motivos las consecuencias de ese tráfico podrían resultar más desagradables para una joven blanca de algún barrio bajo de Bucarest que para una joven negra de Dakar o para una chica de Harbin.
»El Comité de la Liga de las Naciones lucha contra estos prejuicios: ya ha examinado este aspecto del problema. Y sus miembros han demostrado de nuevo su inteligencia al dejar de utilizar la palabra "esclavas". Ahora se refieren al tema llamándolo "tráfico de mujeres".
»Nunca me ha gustado este negocio. No se puede tratar a los seres humanos como si se tratara de mercancías inanimadas. Este negocio siempre acarrea problemas.
»Siempre existe la posibilidad de que el adjetivo "blanca" adquiera un sentido religioso, además del racial. Según mi experiencia, puedo asegurarle que esa posibilidad es remota, pero existe. Quizá sea yo ilógico y sentimental, pero me importa que no se mezclen esos dos conceptos, se lo aseguro.
»Además, los gastos más elementales de un tratante, en este negocio considerado fácil generalmente, son cuantiosos. Siempre hay que conseguir certificados falsos de nacimiento, de matrimonio y de defunción; luego están los costes de los viajes y los sobornos que se deben pagar, por no hablar de lo caro que es mantener varias identidades distintas.
»Es probable que usted no tenga una idea exacta de lo que cuestan los documentos falsos, mister Latimer. En aquellos años, las fuentes de suministro de documentos falsos eran tres: Zürich, Amsterdam y Bruselas. ¡Todas en países neutrales! Es curioso, ¿verdad?
»Un pasaporte danés falso-auténtico (es decir, un pasaporte danés auténtico que haya sido tratado con productos químicos para borrar los datos originales y la fotografía y que haya sido rellenado después con los datos nuevos) se podía conseguir por… déjeme ver… unos dos mil francos al cambio de nuestros días. Un pasaporte falso (es decir, un pasaporte hecho desde el principio por el mismo agente) costaba algo menos, unos mil quinientos francos, tal vez. En la actualidad, tendría que pagar el doble. Ahora la mayor parte de ese negocio se hace aquí, en París. Para los refugiados, por supuesto.
»En fin, el hecho es que un tratante necesita disponer de un capital elevado. Si se trata de una persona conocida, siempre habrá a su alrededor personas que quieran proporcionárselo, pero a condición de obtener ganancias fantásticas. Es mejor poseer un capital propio.
»Dimitrios lo tenía. Pero también podía contar con dinero que pertenecía a sus representados, personajes muy ricos. Nunca le faltó el dinero. O sea, que cuando acudió a Giraud y a mí, el problema que se le presentaba era otro, y bien distinto.
»Debido a la gestión de la Liga de las Naciones, en muchos países las leyes habían cambiado y se habían vuelto tan rígidas que, a menudo, era muy difícil llevar mujeres de un lugar a otro. Un esfuerzo digno de alabanza, por cierto, pero en perjuicio de hombres como Dimitrios. En realidad, no les resultaba imposible sacar adelante sus negocios. No. Pero las cosas se volvían más complejas y más caras para esa gente.
»Antes de contar con nosotros, la técnica que empleaba Dimitrios era muy simple. En Alejandría tenía clientes que le hacían llegar sus pedidos. A continuación viajaban a Polonia, digamos, para reclutar a las mujeres, las llevaba a Francia, con sus pasaportes de origen y después las hacía embarcar en Marsella hacia su destino. Eso era todo. Se cumplía con lo legalmente dispuesto, diciendo que las muchachas habían de cumplir con un contrato en alguna compañía teatral.
»Con las nuevas leyes, más rígidas, todo dejó de ser tan sencillo.
»La noche en que fue a Le Kasbah por primera vez se había enfrentado con su primer problema. En casa de una tal madame de Vilna había comprado doce mujeres, pero las autoridades polacas no le permitían sacarlas del país sin una garantía del lugar de destino de las jóvenes y de la respetabilidad del futuro empleo de todas ellas. ¡Respetabilidad! En fin, así lo establecía la ley.
»Como es lógico, Dimitrios había asegurado a las autoridades polacas que presentaría esas garantías. No hacerlo podía resultarle fatal: entraría a formar parte de los sospechosos. De modo que estaba obligado a conseguir esas garantías.
»Allí entrábamos Giraud y yo en la cuestión. Teníamos que declarar que emplearíamos a las muchachas como bailarinas y tendríamos que responder a las preguntas que quisieran hacernos las autoridades consulares de Polonia. Mientras las mujeres permanecían en París, durante una semana o poco más, estábamos completamente a salvo. Si había preguntas o investigaciones después de ese plazo, debíamos callar. Las muchachas habían cumplido con sus contratos y se habían ido. El lugar al que hubieran ido no era asunto de nuestra incumbencia.