La máscara de Dimitrios (31 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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—Usted sigue hablando demasiado —replicó Dimitrios—. ¿Qué quiere de mí?

Mister Peters se sentó con extrema cautela en el borde de la cama.

—En vista de que usted insiste en que esto no sea más que una reunión de negocios… queremos dinero.

Los ojos castaños dirigieron una fulgurante mirada a Peters.

—Ya veo. ¿Y a cambio?

—Nuestro silencio, Dimitrios. No tiene precio.

—¿Ah, sí? ¿Y qué precio le pone usted?

—Un millón de francos, aunque creo que es poco.

Dimitrios se arrellanó sobre la silla y cruzó las piernas.

—¿Y quién va a pagarles esa suma?

—Usted, Dimitrios. Y se sentirá muy dichoso de que le cueste tan poco dinero.

En ese instante, Dimitrios sonrió.

Fue un mohín pausado que estiró sus pequeños y delgados labios. Nada más. Pero había algo brutal, inexpresable en aquel rictus, algo que hizo que Latimer se sintiera feliz al ver que le tocaba en suerte a Peters afrontarlo. En ese momento, Dimitrios parecía preparado más para asistir a una reunión de tigres cebados con carne humana que para acudir a una recepción diplomática, por importante que fuese.

La sonrisa se desvaneció.

—Creo que tendrá que decirme con exactitud qué es lo que quiere —prosiguió Dimitrios.

Latimer comprendía que su mente había respondido de inmediato a la amenaza que latía en aquella voz; y las blandas vacilaciones de Peters le parecían una temeridad enloquecedora. Al parecer, el chantajista disfrutaba de aquella situación.

—Es muy difícil determinar dónde comienza todo.

No hubo respuesta. Peters estuvo a la espera durante unos segundos y prosiguió, tras encogerse de hombros:

—Hay muchas cosas que la policía querrá saber y sentirá un gran placer en enterarse de ellas. Por ejemplo: yo podría revelar quién fue la persona que envió aquel
dossier
, en el año 1931. Y para la policía supondría una enorme sorpresa saber que un respetable director del Banco de Crédito Eurasiático es, en realidad, el mismo Dimitrios Makropoulos que enviaba mujeres a Alejandría hace algunos años.

Latimer creyó observar que Dimitrios se tranquilizaba un tanto.

—¿Usted supone que le pagaré un millón de francos por eso? Mi buen amigo Petersen, no sea chiquillo.

Peters sonrió.

—Siempre el mismo, Dimitrios. Usted siempre ha despreciado la sencillez con que afronto los problemas de la vida cotidiana. Pero nuestro silencio respecto a esos temas tiene gran valor para usted, ¿no es verdad?

Dimitrios le observó unos segundos, antes de responder, y preguntó:

—¿Por qué no va al grano, Petersen? Aunque tal vez sólo esté preparándole el camino a su amigo el inglés. —Antes de seguir hablando, Dimitrios giró la cabeza—: ¿Qué dice, mister Smith? ¿O es que ninguno de ustedes está seguro de sí mismo?

—Petersen habla por mí —farfulló Latimer, mientras anhelaba con fervor que Peters diera por terminada aquella conversación de negocios.

—¿Puedo continuar? —preguntó Peters.

—Siga.

—También la policía yugoslava podría estar interesada en usted. Si le dijéramos que monsieur Talat…

—¡Vaya! —Dimitrios se echó a reír con maliciosas carcajadas—. De modo que Grodek se ha ido de la lengua. Ni un céntimo por eso, amigo mío. ¿Algo más?

—Atenas, mil novecientos veintidós. ¿Le dice algo eso, Dimitrios? El nombre era Taladis, creo que le recordará. El cargo, robo e intento de asesinato. ¿Le parece divertido?

La cara de Peters había adoptado el mismo semblante serio, vicioso y repugnante que Latimer había visto durante unos segundos, una noche, en un hotel de Sofía. Dimitrios observaba a su interlocutor sin pestañear. En un segundo, la atmósfera del cuarto se había convertido en un fluido letal, revelador de un odio desnudo que horadaba el pecho de Latimer. Experimentaba la misma sensación que le había invadido cierta vez, de niño, al ver una riña callejera entre dos hombres de mediana edad.

Peters había extraído la Lüger del bolsillo de su abrigo y la sopesaba entre sus manos.

—¿No tiene nada que decir, Dimitrios? Seguiré adelante, pues. Ese mismo año, unos meses antes, usted había asesinado a un hombre en Esmirna, a un prestamista. ¿Cómo se llamaba aquel hombre, monsieur Smith?

—Sholem.

—Sholem, sí, desde luego. Monsieur Smith ha sido lo suficientemente astuto para descubrir eso, Dimitrios. Un trabajo excelente, ¿no lo cree usted? Monsieur Smith es un gran amigo de la policía turca, sabe usted, casi se podría decir que es confidente de las autoridades superiores de la policía. ¿Aún piensa que pagar un millón de francos sería demasiado, Dimitrios?

Dimitrios no miró las caras de sus adversarios.

—El asesino de Sholem fue ahorcado —dijo con lentitud.

Peters alzó las cejas.

—¿Es cierto, monsieur Smith?

—Un negro llamado Dhris Mohammed fue ahorcado por el asesinato, pero firmó una confesión en la que acusaba a monsieur Makropoulos. En el año mil novecientos veinticuatro se publicó una orden de detención contra él. El cargo era asesinato, pero la policía turca estaba deseosa de detenerle por otro motivo. Había estado complicado en un complot para asesinar al Kemal, en Adrianópolis.

—Ya lo ve, Dimitrios. Nuestra información es contundente. ¿Puedo seguir? —Peters guardó silencio. Dimitrios tenía aún los ojos fijos en algún punto indefinible; ni un músculo de su cara se había movido; Peters echó una mirada a Latimer, para decirle—: Creo que Dimitrios está impresionado. Estoy seguro de que querrá que continuemos. —Y así lo hizo—: Monsieur Smith ya le ha dicho que vio a Manus Visser. Pues sí: le vio en Estambul, en un depósito de cadáveres. Como ya le he dicho, mi amigo mantiene estupendas relaciones con las autoridades de la policía turca, que le permitieron ver aquel cadáver. Allí, un oficial turco le aseguró que ése era el cuerpo de un criminal llamado Dimitrios Makropoulos. Fue una tontería que se dejaran engañar de esa manera, ¿no es verdad? Aunque debo confesarle que también monsieur Smith lo creyó durante cierto tiempo. Por suerte, yo podía asegurarle que Dimitrios vivía aún. —Peters hizo una pausa—. ¿Quiere hacer algún comentario? Muy bien. ¿Le gustaría saber cómo descubrí dónde se encontraba usted y quién era? —Otro silencio—. ¿No? Tal vez prefiera saber cómo me enteré de que usted estaba en Estambul precisamente cuando el pobre tonto de Visser fue asesinado; o tal vez le importe saber que monsieur Smith ha identificado con gran facilidad una fotografía de Visser: el mismo individuo cuyo cadáver vio en el depósito de Estambul. —Otro silencio—. ¿No? Pues entonces quizá quiera que le expliquemos cómo podríamos despertar el interés de la policía turca, contándoles el curioso caso de un asesino muerto que aún sigue con vida. O tal vez no desdeñe nuestra simpática idea de comunicar a la policía griega qué sucedió con aquel refugiado de Esmirna que se esfumó de Tabouria tan inesperadamente. Me pregunto si no se estará diciendo que nos resultaría muy sencillo probarlo. Yo puedo identificarle como Makropoulos y también pueden hacerlo Werner, Lenôtre, Galindo o la Gran Duquesa. Sin duda, alguno de ellos estará vivo y a disposición de la policía. Y cualquiera de ellos se sentirá dichoso por contribuir a su ahorcamiento.

»Monsieur Smith podría jurar ante un tribunal que el hombre enterrado en Estambul es Manu Visser. Además, está la tripulación del yate de bandera griega que usted alquiló durante el mes de junio. Todos ellos saben que Visser desembarcó con usted en Estambul.

»Luego está aquel conserje de la avenue de Wagram, que puede identificarle como Rougemont.

»Su pasaporte actual no le servirá de protección, ¿verdad? Usted es una persona con demasiados nombres. Y aun en el caso de que saliera con éxito de alguna maniobra de chantaje y evitara la amenaza que representan la policía de Francia y la de Grecia, los amigos de monsieur Smith, las autoridades de la policía turca, no serían tan venales.

»¿Cree que un millón de francos es demasiado dinero para salvarse de la horca, Dimitrios?

Peters calló. Durante largos segundos, Dimitrios continuó con los ojos fijos en la pared. Por fin, estiró las piernas y observó una de sus pequeñas manos enguantadas. Al hablar, sus palabras resonaron como piedras que caen, una tras una, en un sosegado estanque.

—Me estoy preguntando —dijo—, por qué me piden tan poco dinero. ¿Sólo piensan pedirme un millón?

Peters dejó oír una risita despectiva.

—¿Quiere usted decir que si no iremos a la policía cuando hayamos obtenido nuestro millón de francos? ¡Oh, no, Dimitrios! Queremos ser justos con usted. Este millón es un gesto que demuestra de antemano nuestra buena voluntad, nada más. Ya se le presentarán nuevas ocasiones. Pero no tema, no nos dejaremos llevar por la codicia.

—Sí, de eso estoy seguro. Ustedes no querrán que yo acabe desesperándome, me figuro. ¿Sólo son ustedes quienes tienen esta curiosa teoría sobre el asesinato de Visser?

—Así es, nadie más que nosotros dos lo sabe. Mañana me entregará el millón de francos, en billetes de mil.

—¿Tan pronto?

—Recibirá instrucciones acerca de cómo hacernos llegar ese dinero, en el correo de la mañana. Si las instrucciones no se siguen al pie de la letra… no le ofreceremos una segunda oportunidad, Dimitrios. La policía recibirá todos los datos inmediatamente. ¿Me ha comprendido?

—Perfectamente.

Dimitrios se puso en pie y, de pronto, pareció que le asaltara alguna idea. Se volvió hacia Latimer:

—Ha estado muy silencioso, monsieur Smith. Me acabo de preguntar si tal vez usted no sabe que su vida está en manos de su amigo Petersen. Por ejemplo, si él decidiera revelarme su nombre y decirme dónde podría encontrarle, bien podría yo ordenar que le mataran.

Peters dejó ver sus falsos dientes blancos.

—¿Por qué habría de privarme de la ayuda de monsieur Smith? Monsieur Smith es una persona de incalculable valor. Puede probar que Visser ha muerto. Sin él, usted podría volver a respirar en paz.

Dimitrios no hizo caso de la interrupción.

—¿Y bien, monsieur Smith?

Latimer fijó su mirada en lo más profundo de aquellos ojos castaños que parecían llenos de ansiedad y en sus oídos resonó una frase de madame Irana Preveza. Eran los ojos de un hombre que está dispuesto a causarte algún daño, pero no eran los ojos de un médico. Esa mirada dejaba traslucir a un asesino.

—Le aseguro que Petersen no tiene ningún motivo para querer que me maten —respondió el escritor—. Verá usted…

—Verá usted —intervino Peters rápidamente—, no somos unos pobres estúpidos, Dimitrios. Se puede ya marchar.

—Desde luego. —Dimitrios se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo junto al umbral.

—¿Qué ocurre? —preguntó Peters.

—Quiero hacerle un par de preguntas a monsieur Smith.

—Diga.

—¿Qué ropa llevaba cuando encontraron ese hombre al que usted ha tomado por Visser?

—Llevaba un traje de sarga azul, barato. Un carnet de identidad, expedido en Lyon hace un año, estaba cosido en la parte interior del forro de la chaqueta. El traje había sido comprado en Grecia, pero la camisa y la ropa interior eran de procedencia francesa.

—¿Cómo había sido asesinado?

—De una cuchillada en el vientre y luego lo arrojaron al mar.

Peters sonrió.

—¿Está satisfecho, Dimitrios?

Dimitrios clavó sus ojos en él.

—Visser era demasiado codicioso —dijo pausadamente—. Usted no se dejará llevar por la codicia de esa manera, ¿verdad, Petersen?

Peters le devolvió la mirada.

—Ya me cuidaré de ello —dijo—. ¿Quiere hacerme alguna otra pregunta…?Muy bien. Mañana por la mañana recibirá nuestras instrucciones.

Dimitrios abandonó la habitación sin decir palabra. Peters cerró la puerta, aguardó durante unos segundos y después la volvió a abrir, con gran precaución. Con un gesto ordenó a Latimer que permaneciera donde estaba y de inmediato se hundió en la penumbra del rellano. Latimer oyó que algunos peldaños crujían. Un minuto más tarde, Peters estaba de regreso.

—Ya se ha ido —anuncio—. Dentro de unos minutos, lo haremos nosotros. —Se sentó sobre la cama, encendió uno de sus cigarros y saboreó el humo con delectación, como si se tratara de un cigarro recién salido de la cajetilla; su sonrisa dulzona volvía a florecer, brillante como una rosa después de la tormenta—. Pues sí, éste era el Dimitrios de quien usted ha oído hablar tanto en estos últimos tiempos. ¿Qué impresión le ha causado?

—No sé qué pensar de ese hombre. Quizá el desagrado hubiera sido menor si no supiera tantas cosas sobre él. No lo sé. Es muy difícil apreciar a un hombre que, sin lugar a dudas, se está preguntando en qué momento puede asesinarte… —Latimer vaciló antes de proseguir—: No me había percatado antes de cuánto le odia usted.

—Le aseguro que ha sido una sorpresa para mí comprobarlo, mister Latimer. Nunca me había gustado. Jamás he confiado en él. Y después de aquella traición, se comprende que sea así. Pero al verle aquí, en esta habitación, hace unos pocos minutos, he comprendido que le odio tanto como para matarle. Si fuera un hombre supersticioso, pensaría que el espíritu del pobrecito Visser se ha apoderado de mí. —Peters calló y al cabo de unos segundos, exclamó entre dientes—:
Salop
[53]
. —Volvió a producirse un silencio, a cuyo término, Peters alzó los ojos—. Mister Latimer, me veo obligado a confesarle algo. Aun en el caso de que hubiera aceptado mi oferta, usted no habría recibido su medio millón de francos. Yo no le habría pagado ese dinero.

Peters apretaba con fuerza su boca, como si en ese momento se preparara para recibir un puñetazo.

—Precisamente eso es lo que me había figurado —replicó Latimer con sequedad—. Y he estado a punto de aceptar su ofrecimiento sólo por darme el gusto de ver cómo iba a estafarme usted. He imaginado cuál sería su método: usted habría fijado que la entrega del dinero se hiciese a una hora determinada; a mí me hubiese dicho que se haría una hora más tarde, y al llegar al lugar de la cita, yo me encontraría con que el dinero y usted ya se habrían esfumado. ¿No es así?

Peters dio un respingo.

—Ha sido muy sensato de su parte al no fiarse de mí, pero, al mismo tiempo, eso es una prueba de su poca cortesía. En fin, creo que no tengo derecho a reprocharle nada. Pero no he dicho que pensaba traicionarle para rebajarme ante sus ojos, mister Latimer. Lo he hecho para defenderme. Me interesaría poder hacerle una pregunta.

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