La máscara de Dimitrios (30 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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Con todo, su visita a la comisaría le había aligerado del peso que cargaba sobre su conciencia. Ya no se consideraba un completo irresponsable, como antes. Se había esforzado para que la policía tomara cartas en el asunto. Y su esfuerzo había abortado. Pero, a menos que fuera a recoger su pasaporte al otro extremo de París y que comenzara todo de nuevo (cosa que, se dijo tranquilamente, estaba fuera de discusión), nada le quedaba por hacer.

Se había citado con Peters a las ocho menos cuarto, en un café del boulevard Hausmann. Después de una frugal cena, aquella extraña sensación volvió a invadir su plexo solar; las dos copas de coñac que se tomó después del café tenían otra finalidad que la de pasar el tiempo de obligada espera. Es una pena, iba pensando Latimer mientras se dirigía al lugar de la cita con mister Peters, que no pueda aceptar ni una mínima parte de ese millón de francos. El precio que le exigía la mera satisfacción de curiosidad, en razón de su desgaste nervioso y de su intranquilidad de conciencia, comenzaba a resultarle prohibitivo.

Peters llegó al citado café con diez minutos de retraso y una maleta grande y barata en la mano. Tenía el aire decidido de un cirujano que está a punto de llevar a cabo una difícil intervención quirúrgica.

—¡Ah, mister Latimer! —exclamó el chantajista, mientras se sentaba a la mesa y antes de pedir una copa de licor de frambuesas al camarero.

—¿Está todo en orden?

Latimer pensó que su pregunta podía parecer un tanto teatral, pero en realidad deseaba saber cuál era la respuesta.

—De momento, sí. Como es lógico, no me ha contestado porque no sabe mis señas. Ya veremos qué ocurre.

—¿Qué lleva en esa maleta?

—Periódicos viejos. Es mejor llegar a un hotel con una maleta. No quisiera verme obligado a llenar el registro del hotel, de modo que he elegido uno que está cerca de la estación de metro Ledru-Rollin. Es un lugar idóneo.

—¿Por qué no podemos ir en taxi hasta allí?

—Iremos en taxi. Pero regresaremos en metro —agregó Peters con un tono persuasivo—. Ya lo verá usted.

El camarero se acercó con la copa de licor. Peters se la zampó de un trago, se estremeció, se pasó la lengua por los labios y anunció que ya era hora de ponerse en camino.

El hotel elegido por Peters para la cita con Dimitrios estaba en una calle paralela a la avenue Ledru. Era un edificio reducido y mugriento. Un hombre en mangas de camisa que masticaba algo en su boca, surgió del vano de una puerta sobre la que un letrero rezaba: «Despacho».

—He reservado una habitación… por teléfono —dijo Peters.

—¿Monsieur Petersen?

—Sí.

El hombre escrutó a ambos de pies a cabeza.

—Es una habitación grande. Quince francos por persona. Veinte para dos. Doce y medio por ciento para el servicio.

—Este caballero no se quedará conmigo.

El hombre cogió una llave de un tablero que había dentro del despacho, cogió la maleta de Peters y se encaminó, escaleras arriba, para conducirlos hasta un cuarto del segundo piso. Peters echó un vistazo a la habitación y mostró su conformidad con un movimiento de cabeza.

—Una agradable habitación. Un amigo mío preguntará por mí dentro de media hora, probablemente. Dígale que suba, por favor.

El hombre desapareció al instante. Peters, sentado sobre la cama, recorrió la habitación con una mirada aprobatoria.

—Es una habitación agradable —repitió—. Y muy barata.

—Sí, lo es.

Era un cuarto estrecho, alargado, con una vieja alfombra extendida en el suelo, una cama de hierro, un armario, dos sillas de madera, una pequeña mesa, un biombo y un
bidet
de hierro enlozado. La alfombra era roja, pero al lado del
bidet
ostentaba una mancha oscura y brillante debida al roce. El empapelado lucía unos arriates que sostenían plantas trepadoras, cierto número de discos purpúreos y algunos objetos rosáceos, informes pero de un vago aire clínico. Las cortinas, azules y pesadas, colgaban de unas anillas de bronce.

Peters miró su reloj.

—Faltan veinticinco minutos para la hora acordada. Será mejor que nos pongamos cómodos. ¿Quiere echarse en la cama, mister Latimer?

—No, gracias. Supongo que usted llevará la conversación.

—Creo que será lo mejor.

Peters sacó la Lüger del bolsillo superior de su chaqueta, la examinó para ver si estaba cargada y luego la hundió en el bolsillo exterior derecho de su abrigo.

Latimer había observado esos movimientos en silencio. Comenzaba a sentirse realmente enfermo. De pronto exclamó:

—No me gusta esto.

—Tampoco a mí —aseguró Peters, conciliador—. Pero hemos de tomar precauciones. Creo que no será necesario utilizarla; no tiene motivos para sentir ningún miedo, mister Latimer.

El escritor recordó una película americana de gángsters que había visto alguna vez.

—¿Qué puede impedirle que entre aquí dentro y nos acribille a tiros?

Peters le obsequió con una de sus pacientes sonrisas.

—¡Un momento!, ¡un momento! No permita que su imaginación se desboque, mister Latimer. Dimitrios no es un hombre que actúe de ese modo. Proceder así sería demasiado ruidoso y le causaría más de un problema. Piense usted que el hombre que está en conserjería le verá entrar. Y por encima de todo, ésa no es su forma habitual de actuar.

—¿Y cuál es su forma habitual de actuar?

—Dimitrios es un hombre muy cauto. Siempre se lo piensa mucho antes de actuar.

—Ya ha tenido todo un día para pensarlo cuidadosamente.

—Sí, pero aún no sabe qué sabemos nosotros ni tampoco si hay alguien más que sepa lo que nosotros sabemos. Tiene que averiguar todo eso. Déjelo todo en mis manos, mister Latimer. Conozco muy bien a Dimitrios.

Latimer estaba a punto de señalar que Manus Visser, probablemente, había pensado lo mismo, pero prefirió callar en ese momento. Quería aclarar otro recelo, que le incumbía de un modo mucho más personal.

—Usted dijo que una vez que Dimitrios nos haya entregado el millón de francos no volverá a tener noticias nuestras. ¿Pero se le ha ocurrido pensar que tal vez no quiera que las cosas queden así? Cuando advierta que no volvemos a pedirle dinero, quizá decida salir a darnos caza.

—¿Saldrá a la caza de mister Petersen y de míster Smith? Será difícil que nos encuentre con esos nombres, mi querido mister Latimer.

—Pero él ya le conoce a usted. Y hoy me conocerá a mí. Podría reconocer nuestras facciones, sea cual sea el nombre con que nos escondamos.

—Pero en primer lugar tendría que averiguar dónde estamos.

—Mi fotografía ha aparecido una o dos veces en los periódicos. Tal vez aparezca alguna que otra vez. O quizá mi editor se decida a imprimir mi fotografía en la contra-cubierta de alguna de mis novelas. No sería imposible que Dimitrios la viera. Pueden producirse numerosas coincidencias y muy extrañas.

Peters frunció los labios.

—Creo que exagera usted. Pero, en vista de que está tan nervioso, tal vez sea mejor que oculte su cara. ¿Lleva usted gafas? —preguntó Peters, después de reprimir un ligero encogimiento de hombros.

—Las uso sólo para leer.

—Póngaselas. Póngase el sombrero también y levántese el cuello y las solapas del abrigo. Puede sentarse en aquel rincón, allí hay menos luz. Al lado del biombo. De ese modo se desdibujarán las líneas de su cara. Eso es, está bien.

Latimer había obedecido. Una vez hubo ocupado su puesto, con el cuello abotonado por debajo del mentón y el sombrero caído sobre sus ojos, Peters se acercó a la puerta, le observó y meneó la cabeza, con un gesto de aprobación.

—Es suficiente. A pesar de todo, sigo creyendo que es innecesario; pero así está bien. Después de tantos preparativos, nos sentiremos unos perfectos idiotas si Dimitrios no acude a la cita.

Latimer, que a esa altura de la situación ya se sentía un perfecto idiota, gruñó:

—¿Usted cree que existe la posibilidad de que Dimitrios no venga?

—¿Cómo puedo saberlo? —mister Peters había vuelto a sentarse en la cama—. Pueden haber surgido mil inconvenientes que le impidan asistir a esta cita. Por algún motivo que ahora mismo no se me ocurre, podría no haber recibido mi carta. Tal vez salió ayer en viaje de negocios. Sin embargo, creo que vendrá, de haber recibido la carta. —Peters echó una ojeada a su reloj—. Las nueve menos cuarto. Si va a venir, muy pronto le tendremos en la puerta.

Ambos hombres guardaron silencio. Peters comenzó a recortar sus uñas con unas diminutas tijeras de bolsillo.

Salvo el ruido de las tijeras y del resuello de la pesada respiración del gordo, el silencio de la habitación era absoluto. Para Latimer, aquel silencio era algo casi palpable; un extraño efluvio gris que manaba de los rincones del cuarto. Incluso podía oír el tictac del reloj que llevaba en la muñeca. Antes de mirar la hora, el escritor dejó transcurrir lo que le pareció que bien podía ser la eternidad. Sin embargo, las nueve menos diez.

Transcurrió otra eternidad. Latimer intentaba pensar algo que decir, quería hablar con Peters, quería que el tiempo pasara deprisa. Trató de contar todos los cuadrados de entre el follaje del empapelado de las paredes que había entre el armario y la ventana. Por momentos creía oír el tictac del reloj de Peters. El ruido sordo de alguien que movía una silla y caminaba por el cuarto del piso superior parecía intensificar aquel gran silencio. Las nueve menos cuatro minutos.

A los pocos instantes, tan intempestivo que el ligero sonido le hizo pensar en el disparo de una pistola, Latimer oyó el crujido de uno de los peldaños de la escalera.

Peters dejó de recortar sus uñas y, tras tirar las tijeras encima de la cama, metió su mano derecha dentro del bolsillo de su abrigo.

Hubo una pausa. Rígido, estremecido por los dolorosos latidos de su corazón, Latimer tenía los ojos clavados en la puerta. Se oyó un golpe suave.

Peters se puso en pie y con la mano metida dentro del bolsillo se acercó a la puerta y la abrió.

Latimer le vio escudriñar en la penumbra del rellano y, después, hacerse a un lado. Dimitrios entró en la habitación.

14. La máscara de Dimitrios

Las facciones de un hombre, la estructura ósea y los tejidos que la cubren son resultado de un proceso biológico; pero cada uno se crea su propio rostro: es el reflejo de su actitud emocional, la actitud de sus deseos exigen verse satisfechos y que sus temores requieren para permanecer a cubierto de ojos inquisidores. Llevará ese rostro como si fuera una máscara demoníaca, un artificio necesario para despertar en los demás las emociones que habrán de complementar las suyas propias. Si ese hombre tiene miedo, querrá ser temido; si el deseo le domina, querrá ser deseado. Y su rostro le servirá de pantalla tras la que poder esconder la desnudez de su mente. Tan sólo unos pocos hombres, los pintores, son capaces de desvelar una mente a través de un rostro. En sus juicios, los demás hombres tratarán de invocar el don de la palabra y de los hechos que expliquen la máscara que ven ante sus ojos. No obstante, aunque instintivamente sepan que la máscara no puede confundirse con el hombre mismo que hay detrás de ella, normalmente se sorprenden ante lo que ven de hecho. La duplicidad de los demás siempre causa una gran impresión cuando el sujeto no tiene conciencia de su propia duplicidad.

Así pues, cuando Latimer vio a Dimitrios y trató de leer en las facciones de aquel hombre que le miraba desde el extremo opuesto de la habitación la perversidad que intuía en él, tuvo la sensación de aquella duplicidad.

Con el sombrero en la mano, con sus oscuras y pulcras ropas, con su delgada y erguida figura y su pelo gris brillando bajo la tenue luz, Dimitrios era la personificación misma de la más distinguida respetabilidad.

Su distinción era la típica de un invitado de escasa importancia en una gran recepción diplomática. Daba la impresión de medir algo más de un metro ochenta y dos, la estatura que le adjudicara la policía búlgara. Su piel tenía esa palidez marfileña que en los adultos reemplaza a ese color amarillento de la juventud. Sus pómulos prominentes, su nariz delgada, su labio superior parecido al pico de un ave eran rasgos que le hubieran podido confundir con un miembro de una legación diplomática de Europa oriental. Pero la expresión de sus ojos se adecuaba con algunas de las ideas que con anterioridad se había formado Latimer de su aspecto.

Ojos de un intenso color castaño que uno hubiera dicho que miraba un tanto oblicuamente, como si de una persona miope o preocupada se tratara. Pero no se advertía ninguna contracción en su entrecejo y Latimer observó que la expresión de ansiedad de sus salientes pómulos y de sus ojos por su situación en el rostro no era más que una falsa ilusión óptica producida por la forma de la cabeza.

En realidad, aquella cara era absolutamente inexpresiva: tan impasible como la de un lagarto. Por un instante, sus ojos castaños se detuvieron en Latimer; después, cuando Peters cerró la puerta, Dimitrios volvió su rostro y, con marcado acento francés, dijo:

—Presénteme a su amigo. Creo que nunca le había visto.

Latimer estuvo a punto de dar un brinco. La cara de Dimitrios podía ser poco expresiva, pero su voz suplía aquella deficiencia, con creces. Su tono, áspero y contenido, poseía un dejo agrio que anulaba cualquier delicado matiz implícito en las palabras. Dimitrios hablaba muy suavemente y Latimer dio en pensar que ese hombre sabía que su voz era desagradable y que trataba de ocultarlo o disimularlo; pero se equivocaba, porque su pronunciación despertaba aquella amenaza mortal que se percibe en el ruido de una serpiente de cascabel.

—Este es monsieur Smith —dijo Peters—. Tiene una silla detrás de usted. Siéntese.

Dimitrios hizo caso omiso de la invitación.

—¡Monsieur Smith! Un inglés. Tengo entendido que usted conocía a monsieur Visser.

—Le vi.

—De esto queríamos hablar con usted, Dimitrios —intervino mister Peters.

—¿Sí? —Dimitrios se sentó en la silla que estaba a sus espaldas—. Hable, pues, y rápido. Tengo que asistir a una reunión. No puedo perder mi tiempo en tonterías.

Peters meneó la cabeza con aire desconsolado.

—Veo que no ha cambiado en nada, Dimitrios. Siempre impetuoso, siempre poco cortés. Después de todos estos años, ni una palabra de saludo, ni de disculpa por todas las desdichas que me ha causado. Quiero que lo sepa: fue una crueldad por su parte entregarnos a todos a la policía de ese modo. Éramos sus amigos. ¿Por qué lo hizo?

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