La máscara de Dimitrios (25 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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»Por eso nos quedamos tan sorprendidos aquel día. Dimitrios había llegado tarde y, tras cerrar la puerta, permaneció de pie, en silencio, observándonos durante más de un minuto. Luego se dirigió a su sitio y se sentó. Visser ya nos había adelantado algo sobre el dueño de un café y de los problemas que ese individuo nos podría acarrear y siguió con el tema. Nada de lo que decía era demasiado interesante. Creo que le advertía a Galindo que tendrían que dejar de utilizar ese café, porque ya no era un sitio seguro.

»De pronto, Dimitrios se inclinó sobre la mesa y gritó:
Imbécile!
[43]
, y después escupió a Visser en la cara.

»Tan sorprendido como todos nosotros, Visser abrió la boca para decir algo, pero Dimitrios no le dio tiempo ni para decir una palabra. Antes de que lográramos comprender lo que estaba ocurriendo, nuestro jefe había comenzado a acusar a Visser con los más fantásticos cargos que se puedan imaginar. Las palabras fluían sin descanso de su boca y le vimos escupir varias veces, como si fuera un golfo.

»Visser había empalidecido; se puso en pie y se llevó una mano al bolsillo en el que llevaba la pistola. Pero Lenôtre, que estaba a su lado, se levantó también y murmuró algo a su oído. Aquellas palabras lograron que Visser sacara la mano de su bolsillo.

»Lenôtre estaba habituado a ver gente drogada; él, Galindo y Werner habían reconocido los síntomas tan pronto como Dimitrios entró en la habitación. Pero al ver que Lenôtre murmuraba algo al oído de Visser, Dimitrios se volvió contra él. Después nos llegó el turno a cada uno de nosotros.

»Nos dijo que éramos unos idiotas si pensábamos que ignoraba nuestra confabulación contra él. En griego y en francés nos aplicó un buen número de motes desagradables. A continuación empezó a vociferar que él solo era muchísimo más listo que todos nosotros juntos, que a no ser por él todos seríamos unos muertos de hambre, que sólo a él se podía atribuir el éxito que habíamos obtenido (lo cual era cierto, aunque no nos gustara oírselo decir) y que podía hacer de nosotros lo que mejor le pareciese. Prosiguió durante media hora alternando insultos y bravatas. Ninguno de nosotros dijo ni mu. De pronto, bruscamente, tal como había empezado su número, se detuvo, se puso en pie y salió de la habitación.

»Supongo que, después de aquella escena, hubiéramos tenido que pensar en la posibilidad de una traición. Los adictos a la heroína son a menudo traicioneros. Y sin embargo, no estábamos preparados para eso. Alguna vez he pensado que tal vez teníamos una idea demasiado exacta de la cantidad de dinero que Dimitrios ganaba. Recuerdo muy bien que, una vez se hubo marchado, Lenôtre y Galindo se echaron a reír y preguntaron a Werner si el jefe pagaba por la droga que consumía. El mismo Visser sonrió. Ya lo ve usted: el resultado fue un chiste.

»Cuando volvimos a ver a Dimitrios, su estado era normal y nadie aludió a su acceso de ira. Pero a medida que transcurrían los meses, a pesar de que no se produjeron escenas violentas, nuestro jefe se mostraba de mal talante y cualquier pequeño problema despertaba sus iras. También había cambiado su aspecto físico. Estaba delgado, enfermo, con los ojos apagados. Y ya no acudía a las reuniones con regularidad.

»Por entonces se produjo la que tendría que haber sido la segunda advertencia para nosotros.

»A principios de setiembre, Dimitrios anunció de pronto que se proponía reducir las compras durante los tres meses siguientes y echar mano de nuestras reservas. Esto nos sorprendió y presentamos objeciones.

»Uno de los impugnadores fui yo. Mis dificultades para reunir la mercancía de reserva habían sido grandes y no quería que se distribuyera esa droga sin una buena razón. Los demás le recordaron los inconvenientes que habían surgido con anterioridad, cuando carecíamos de reservas. Pero Dimitrios no quiso escucharnos. Le habían advertido, nos dijo, de que la policía estaba dispuesta a tomar medidas para dar un giro a la situación. Agregó que esa cantidad de droga podía llegar a comprometernos seriamente si era descubierta; y no sólo eso: la incautación de esas reservas representaría para nosotros una enorme pérdida financiera. También él lamentaba desprenderse de nuestras existencias, pero era lo mejor que se podía hacer para salvaguardar nuestra seguridad.

»No creo que ninguno de nosotros se nos haya ocurrido pensar que Dimitrios estaba liquidando, tal vez, sus haberes, antes de largarse de la organización. Supongo que pensará que, por ser gente con experiencia, todos nosotros éramos demasiado confiados. No anda muy errado.

»Salvo uno de nosotros: Visser, que siempre parecía ponerse a la defensiva cuando hablábamos con Dimitrios. Incluso a Lydia, que tan bien conocía a la gente, la engañó. En cuanto a Visser, un inútil de tan engreído como era, era incapaz de pensar que alguien, ni siquiera un drogadicto, fuera a traicionarle. Además, ¿por qué sospechar de Dimitrios? Ganábamos dinero, todos, pero Dimitrios ganaba más, mucho más que nosotros. ¿Había algo razonable para que sospecháramos de él? ¿Quién hubiera sido tan sagaz como para pensar que se comportaría como un loco?

Peters hizo una pausa y se encogió de hombros.

—Ya conoce usted todo lo demás. Se convirtió en soplón. Todos fuimos arrestados. Yo estaba en Marsella, con Lamare, cuando nos cogieron. La policía obró con mucha astucia. Nos vigilaron durante una semana entera antes de arrestarnos. Me figuro que esperaban sorprendernos con las manos en la masa. Por suerte, advertimos la vigilancia la víspera del día que debíamos recibir un importante cargamento proveniente de Estambul.

»Lenôtre, Galindo y Werner fueron menos afortunados. Llevaban algo de droga en sus bolsillos. La policía, por supuesto, trató de obligarme para que dijera lo que sabía sobre Dimitrios. Me enseñaron el
dossier
que él les había enviado. Habría sido igual si me hubieran preguntado por la luna.

»Tiempo después supe que Visser conocía más detalles que nosotros; pero tampoco quiso revelar nada sobre nuestro negocio. En realidad, tenía otra idea en la cabeza. Informó a la policía acerca de un apartamento que Dimitrios tenía, en el distrito decimoséptimo. En rigor se trataba de una mentira. Visser pretendía obtener, merced a su colaboración, una sentencia más leve que las nuestras. Pero no fue así. Murió hace un tiempo, pobre hombre.

Peters exhaló uno de sus profundos suspiros y se sacó un cigarro del bolsillo.

Latimer bebió un sorbo de su segunda taza de café. Estaba frío; cogió un cigarrillo y aceptó la lumbre del mechero de su anfitrión.

—Y bien —dijo cuando vio que el cigarro de Peters estaba ya encendido—. ¿Qué hay? Aún me falta saber cómo puedo ganarme aquel medio millón de francos.

Peters sonrió como si estuviera presidiendo la merienda dominical de una escuela y Latimer hubiera pedido que le sirvieran una segunda pasta de grosellas.

—Eso, mister Latimer, forma parte de otra historia.

—¿Qué historia?

—La historia de lo que le ha sucedido a Dimitrios después de haber desaparecido de escena.

—Bueno, ¿y qué le ha sucedido? —preguntó Latimer con gran displicencia.

Sin responder, Peters cogió la fotografía que descansaba sobre la mesa y se la tendió por segunda vez.

Latimer la observó y frunció el ceño.

—Sí, ya la he visto. Era Dimitrios, lo sé. ¿Qué significa esto?

Peters le obsequió con una sonrisa llena de dulzura.

—Esa, mister Latimer, es una fotografía de Manus Visser.

—¿Qué demonios quiere decir usted?

—Ya le he explicado que Visser tenía ideas muy particulares acerca de cómo utilizar los datos que, con gran inteligencia, había obtenido sobre la vida de Dimitrios. Lo que usted vio sobre la mesa del depósito de cadáveres en Estambul, mister Latimer, era el cuerpo de Visser, después de que tratara de poner en práctica sus ideas.

—Pero si era Dimitrios. He visto…

—Usted ha visto el cuerpo de Visser, mister Latimer, después de haber sido asesinado por Dimitrios. El mismo Dimitrios, y me alegro de poder decírselo, está vivo y goza de buena salud.

12. Monsieur C.K.

Latimer se sentía paralizado. Tenía la boca abierta y era consciente de que su aspecto resultaba ridículo y de que nada se podía hacer ante este hecho.

Dimitrios, pues, estaba vivo. Ni siquiera se le ocurrió argüir contra esa aseveración. Instintivamente sabía que era verdad. Era como si un médico le hubiera dicho que padecía de una peligrosa enfermedad, de cuyos síntomas sólo se había enterado vagamente. Su sorpresa iba más allá de las palabras: se sentía agraviado, lleno de curiosidad y un tanto temeroso. Entretanto, su mente había comenzado a trabajar, afiebrada, para analizar e interpretar nuevos y distintos elementos. Cerró la boca para volver a abrirla y decir, con voz débil:

—No puedo creerlo.

Peters, sin ninguna duda, se sentía muy satisfecho por el efecto causado por su declaración.

—Apenas si he abrigado alguna esperanza de que usted no comprendiera la verdad. Grodek, por supuesto, lo ha comprendido todo —explicó Peters—. Le habían intrigado ya ciertas preguntas que le formulé un tiempo atrás. Cuando usted le fue a ver, su curiosidad aumentó. Y por ese motivo quería saber tanto sobre el asunto. Sin embargo, tan pronto como usted le dijo que había visto aquel cadáver, en Estambul, Grodek lo comprendió todo. Se percató de que lo único que lo convertía a usted en persona de incalculable valor para mí era el hecho de haber visto la cara del hombre que ha sido enterrado como Dimitrios. Era evidente. No para usted, quizá. Supongo que cuando ves a alguien totalmente desconocido en un depósito de cadáveres y un policía te dice que ese hombre se llama Dimitrios Makropoulos, aceptarás (si sientes el suficiente respeto hacia la policía) que ésa es la única verdad del caso. Yo sabía que usted había visto a alguien que no era Dimitrios. Pero… no podía probarlo. Por otra parte, usted podía hacerlo.
Usted
puede identificar a Manus Visser. —Peters hizo una pausa significativa y al ver que Latimer no hacía comentario alguno, agregó—: ¿Por qué lo identificaron como Dimitrios Makropoulos?

—Había un carnet de identidad, cosido en la parte interior del forro de la chaqueta, expedido en Lyon hace un año, a nombre de Dimitrios Makropoulos.

Latimer hablaba maquinalmente. Pensaba en el brindis de Grodek: a la salud de las novelas policíacas inglesas; pensaba también que el ex espía había sido incapaz de reprimir la risa con que celebró su propio chiste. ¡Cielos! ¡Qué tonto le había considerado Grodek!

—Un carnet de identidad francés —dijo Peters—. Eso me resulta divertido. Muy divertido.

—Había sido examinado y reconocido como auténtico por las autoridades francesas y, además, llevaba una fotografía también auténtica.

Peters le dedicó una sonrisa tolerante.

—Yo podría mostrarle una docena de carnets de identidad franceses auténticos, mister Latimer, cada uno de ellos a nombre de Dimitrios Makropoulos y cada uno con una fotografía distinta. ¡Mire! —extrajo de un bolsillo un
permis de séjour
[44]
verde, lo abrió y, cubriendo con sus dedos el espacio destinado a los datos de identificación, dejó ver la fotografía—. ¿Me reconoce usted aquí, mister Latimer?

Latimer sacudió la cabeza.

—Sin embargo —declaró Peters—, se trata de una
verdadera
fotografía mía, tomada hace tres años. No me he molestado en engañar a nadie. Simplemente ocurre que no soy fotogénico, eso es todo. Pocas personas lo son. La cámara es una mentirosa estupenda. Dimitrios pudo haber utilizado fotografías de cualquier persona con el mismo tipo de cara que la de Visser. Esta fotografía que le he mostrado hace unos instantes es de alguien parecido a Visser.

—Si Dimitrios vive todavía, ¿dónde está?

—Aquí, en París —Peters se inclinó hacia adelante y palmeó una rodilla de Latimer—. Ha sido usted muy razonable —dijo con tono amable—. Se lo contaré todo, mister Latimer.

—Es muy amable de su parte —replicó el escritor, con un gesto de amargura.

—¡No! ¡No! Usted tiene
derecho
a saberlo —protestó Peters calurosamente, antes de fruncir los labios y estirarlos hacia adelante, en ese gesto de las personas que saben muy bien distinguir lo justo de lo injusto—. Se lo contaré todo —repitió antes de encender otro cigarro.

»Tal como usted puede suponer —prosiguió—, todos estábamos enojados con Dimitrios. Algunos le prometieron vengarse. Pero yo, mister Latimer, jamás he sido un hombre que me haya gustado darme de cabeza contra las paredes. Dimitrios había desaparecido y no había modo de encontrarle.

»Una vez olvidadas las vejaciones de la vida en prisión, purgué el odio de mi corazón y me dediqué a viajar, para recuperar así mi sentido de la proporción. Me he convertido en un vagabundo, mister Latimer. Algún pequeño negocio aquí, otro pequeño negocio allí, viajes, meditación… ésa ha sido mi vida. Hace un par de años, me encontré con Vissner, en Roma.

»Como supondrá, no le había visto durante los últimos cinco años. ¡Pobre hombre! Había pasado muy duras penalidades. Pocos meses después de haber salido de la cárcel, agobiado por apuros de dinero, había falsificado un cheque. Le condenaron otra vez: tres años de prisión; después, cuando cumplió la pena, le deportaron. No tenía siquiera un céntimo y no podía trabajar en Francia, donde conocía gente que le habría sido útil. Creo que no puedo reprocharle que se haya dejado vencer por una gran amargura.

»Me pidió que le prestara algún dinero. Nos habíamos encontrado en un café y me explicó que debía ir a Zurich para comprar un nuevo pasaporte, pero no tenía el dinero necesario. Su pasaporte holandés no le servía, porque en él constaba su verdadero nombre. Me hubiera gustado echarle una mano: aunque jamás me había caído muy bien, su situación me parecía deplorable. Sin embargo, me negué a prestarle dinero.

»Ante mi negativa se irritó y no hacía más que acusarme de no confiar en que él sabría pagar una deuda de honor; sin duda, era una tontería hablar de esa manera. Después comenzó a implorarme. Podía probar, me dijo, que podría pagar ese dinero y entonces me confesó algunas cosas interesantes.

»Ya le he dicho que Visser sabía algo más que nosotros acerca de Dimitrios. Sí, sabía bastante más. Había conseguido, a costa de no pocos problemas, averiguar ciertos detalles. Todo ocurrió después de aquella tarde en que él empuñó su pistola para amenazar a Dimitrios; aquella tarde en la que Dimitrios le había vuelto la espalda. Nadie había desafiado de ese modo a Visser antes y él quiso saber quién era aquel hombre que le había humillado. En fin, ésta es la explicación que yo me he hecho.

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