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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

La máscara de Dimitrios (24 page)

BOOK: La máscara de Dimitrios
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»Antes de que Dimitrios apareciera en escena, estos dos hombres habían traficado con morfina y cocaína, en especial, pero siempre con el inconveniente de no tener un abastecimiento constante y adecuado.

»Cuando Dimitrios les ofreció suministrarles grandes cantidades de heroína, ambos se mostraron dispuestos a abandonar a su abastecedor y a vender heroína a sus clientes.

»Pero eso era tan sólo una mínima parte del negocio. Ya sabe usted que los drogadictos siempre ansían inducir a otras personas a que consuman drogas. De modo que el círculo de consumidores crece cada vez más y más.

»Tiene, pues, una importancia fundamental, como bien puede usted suponer, que los nuevos clientes que se acerquen al vendedor no resulten ser miembros de la División de Estupefacientes o cualquier otra clase de indeseables.

»En esto consistía el trabajo de Visser. El presunto futuro comprador acudía primeramente a Lenôtre, digamos, con la recomendación de un viejo cliente, conocido por todos. Pero, al oír un pedido de droga, Lenôtre tenía que mostrarse asombrado. ¿Drogas? El no sabía nada de eso. Personalmente, no tomaba. Pero quien quisiera conseguirla, según le habían dicho alguna vez, podía ir a un lugar que era el mejor en ese sentido: el bar Tal y Tal.

»En ese bar, que estaba dentro de la lista de Visser, el presunto futuro comprador recibía la misma respuesta. ¿Drogas? No. Allí no se traficaba con eso, pero si podía volver al día siguiente, por la noche tal vez se encontraría con alguien que le echaría una mano en el asunto. A la noche siguiente se encontraría con La Gran Duquesa.

»Era una extraña mujer aquélla. Visser la había metido en el negocio y, según creo, fue la única de los Siete no reclutada por el propio Dimitrios. Era una dama muy inteligente. Su capacidad para valorar y juzgar a una persona totalmente desconocida era extraordinaria. Creo que era capaz de descubrir al detective mejor y más hábilmente disfrazado con sólo echarle una ojeada desde el extremo opuesto de un salón. Su tarea consistía en examinar a la persona que quería convertirse en comprador o compradora y decidir si se le proporcionaría la droga y cuánto se le cobraría. Dentro de la organización, la Gran Duquesa ocupaba un puesto de enorme importancia.

»El otro hombre, Werner, era de origen belga. Su trabajo consistía en tratar con los vendedores de droga ya desmenuzada en pequeñas dosis. En otro tiempo había trabajado como químico y a menudo, creo yo, diluía la heroína con pegamentos u otras sustancias con el pretexto de comprobar su pureza.

»Dimitrios jamás hizo mención de esa parte del negocio dentro del Consejo.

»Al cabo de poco tiempo se hizo necesario diluir la droga. A los seis meses tuve que aumentar el suministro mensual de heroína a cincuenta kilogramos. Además, me vi embarcado en otro trabajo distinto.

»Lenôtre y Galindo, durante las primeras reuniones, habían informado que, para servir a todos los clientes que conocían necesitaban abastecerse de morfina y cocaína, además de la heroína que les proporcionábamos.

»Los adictos a la morfina no siempre se habitúan a consumir heroína y los adictos a la cocaína la rechazan, siempre que logran obtener su droga predilecta. De modo que me tocaba comprar morfina y cocaína.

»El problema de la morfina tenía una solución fácil, porque me la proporcionarían las mismas personas que me vendían la heroína y los embarques de ambas drogas se harían al mismo tiempo. Pero la cocaína implicaba entrar en otro campo de acción.

»Había que viajar a Alemania. De modo que tenía mucho trabajo entre manos.

»Teníamos nuestros problemas, por supuesto. Por lo general, provenían de mi área de acción. Para al cabo de un año de nuestro negocio, ya había planeado yo varios posibles conductos para introducir los suministros en Francia.

»Además de la carretera de Génova, atendida por Lamare y utilizada para la heroína y la morfina, contacté con un camarero del Expreso Oriente.

»Este hombre recibía la droga en Sofía y la entregaba cuando el tren se encontraba fuera de servicio en alguna vía muerta, en París. Esta vía no era verdaderamente segura y me vi obligado a adoptar muchas precauciones para quedar a cubierto en el caso de que se produjeran inconvenientes, pero era una manera rápida de enviar la droga.

»La cocaína, en cambio, llegaba dentro de las cajas de maquinaria que provenían de Alemania. También habíamos comenzado a recibir cargamentos de heroína enviados por una factoría de Estambul. Estos cargamentos llegaban por barco y quedaban flotando, en envases anclados, fuera del puerto de Marsella. Lamare los recogía por la noche.

»Se produjeron entonces, en el lapso de unos pocos días, varios desastres. Durante la última semana de junio de 1929, fueron descubiertos quince kilogramos de heroína en el Expreso Oriente y la policía arrestó a seis de mis hombres, incluido el camarero que trataba el negocio conmigo.

»Aquello, de por sí, constituía un grave problema. Además, durante esa misma semana, Lamare tuvo que abandonar un cargamento de cuarenta kilos de heroína y morfina cerca de Sospel. El pudo escapar.

»Nos encontrábamos, pues, ante serias dificultades, porque la pérdida de cincuenta y cinco kilos de droga significaba que no teníamos más de ocho kilos para servir un pedido de más de cincuenta. Durante muchos días, el barco proveniente de Estambul no trajo nada. Estábamos desesperados. Lenôtre, Galindo y Werner pasaron unos días terribles. Dos de los clientes de Galindo se suicidaron y en uno de los bares se produjo una pelea de la que Werner salió con una herida en la cabeza.

»Yo, por mi parte, hice todos los esfuerzos posibles. Viajé a Sofía y regresé con diez kilos escondidos dentro de un baúl. Pero esa cantidad no bastaba. Dimitrios, debo decirlo, no me reprochó nada. En realidad, hubiera sido injusto hacerlo. Pero parecía irritado. En ese momento decidiría que, en el futuro, mantendríamos reservas importantes de drogas.

»Poco tiempo después de aquella catastrófica semana compró estas casas. Hasta ese día nos habíamos reunido en un salón que estaba encima de un café cercano a la Porte d'Orléans. Pero a partir de la compra, nos dijo que estas casas serían nuestro cuartel general. Ninguno de los siete habíamos sabido nunca dónde vivía Dimitrios y no podíamos ponernos en contacto con él, a menos que él mismo decidiera telefonearnos, a uno u otro de los siete.

»Más tarde descubriríamos que esta ignorancia de sus señas nos ponía en una desastrosa situación de desventaja. Pero antes de que hiciéramos ese descubrimiento habrían de suceder muchas otras cosas.

»La tarea de hacer una reserva me correspondía aún. Y no era una tarea fácil. Si queríamos conseguir una reserva y seguir los pedidos al mismo tiempo, debíamos aumentar la cantidad de droga en los cargamentos. Esto significaba que también aumentarían los riesgos de ser descubiertos y arrestados.

»Al mismo tiempo, necesitábamos hallar nuevos métodos para introducir los cargamentos en el país. Por otra parte, las cosas se complicaron aún más porque el Gobierno de Bulgaria había cerrado la factoría de Radomir, nuestra abastecedora de la cantidad más importante que negociábamos. Muy pronto esa misma factoría se abrió en otro lugar de Bulgaria; sin embargo, hubo demoras, inevitables. Y así nos veíamos obligados a depender, cada día más, de los embarques provenientes de Estambul.

»Aquellos días fueron una dura prueba. En dos meses nos fueron descubiertos y confiscados cargamentos que totalizaban noventa kilos de heroína, veinte de morfina y cinco de cocaína. Pero, a pesar de estos altibajos, nuestras reservas aumentaban considerablemente. A finales del año 1930, bajo las maderas de los pisos de estas dos casas contiguas, teníamos doscientos cincuenta kilos de heroína, algo más de doscientos de morfina, noventa kilos de cocaína y una pequeña cantidad de opio turco preparado.

Peters sirvió un último sorbo de café y apagó el infiernillo. Después cogió un cigarro, humedeció un extremo con la lengua, lo colocó entre sus labios y lo encendió.

—¿Ha conocido usted a algún drogadicto, mister Latimer? —preguntó de pronto.

—No, creo que no.

—Ah, usted
cree
que no. No lo sabe con certeza. Bueno, es posible que un adicto a las drogas pueda ocultar su debilidad durante un corto tiempo. Pero un hombre (y en especial una mujer) no puede ocultarlo por tiempo indefinido, sabe usted.

»En líneas generales, el proceso es siempre el mismo. En un principio se trata sólo de simple experiencia nueva. Tal vez se inhala medio gramo. Es posible que esa primera vez produzca un cierto malestar, pero la persona en cuestión lo probará una segunda vez y entonces todo resultará como debe resultar. Una sensación deliciosa, cálida, brillante. El tiempo se detiene; pero tu mente se mueve a pasos agigantados y te parece que lo hace con una eficacia increíble. Si te considerabas un estúpido, te conviertes en una persona de elevada inteligencia. Si eras desdichado, te liberas de todos los problemas. Lo que no te agrada, lo olvidas. Lo que te resulta placentero lo sientes con una intensidad tal que te hace alcanzar un goce jamás soñado antes. Tres horas de permanencia en el Paraíso.

»Lo que viene después no es tan malo; ni siquiera tan malo como la resaca después de haber bebido demasiado champaña. Sólo quieres estar en silencio; te sientes sólo un poco enfermo. Y eso es todo. Muy pronto vuelves a ser tú mismo. Nada te ha sucedido, pero has podido gozar, experimentar un placer muy intenso.

»Si la persona en cuestión no quiere volver a tomar la droga, se dice a sí misma que no necesitará hacerlo: tiene inteligencia suficiente para ser más fuerte que la droga. O sea, que no existe ninguna razón lógica para no volver a gozar de ese placer, ¿verdad? ¡Claro que no la hay! Y vuelve a tomarla. Pero esta vez la experiencia no es muy satisfactoria. Ese medio gramo ya no basta.

»Hay que luchar por las propias satisfacciones. Por esto, todos se dicen que vagarán una vez más por el Paraíso antes de decidirse a rechazar para siempre la droga. Un poco más, pues; casi un gramo, quizá. Otra vez el Paraíso y lo que sigue tampoco es tan malo. Y ya que no pasa nada malo, ¿por qué no continuar?

»De todo el mundo es sabido que la droga, a la larga, causa problemas graves. Pero en cuanto detectas algo de esto, te dices, dejarás de tomarla, tú dejarás de tomarla. Sólo los tontos se convierten en adictos. Un gramo y medio, pues. Es algo que te comunica con otro tipo de vida. Tres meses atrás eras una persona tan triste, pero ahora… Dos gramos.

»Como es lógico suponer, como cada vez tomas un poco más, te irás sintiendo poco a poco algo más enfermo, deprimido. Ya han pasado cuatro meses. Dentro de poco tiempo renunciarás a la droga. Dos gramos y medio. Tu nariz y tu garganta están resecas. Todo el mundo te cae mal, ahora, te pone los nervios de punta. Quizá es porque duermes muy mal. El ruido que hacen los demás es insoportable, hablan a gritos. ¿Y qué dicen? Sí, ¿qué? Van diciendo cosas acerca de ti, mentiras gordísimas. Si ya lo veo en sus caras, otros peligros. Tienes que tener mucho cuidado. La comida te sabe muy mal, no puedes recordar lo que debes hacer, por importante que sea. Y, aun en el caso de que lograras recordar todo eso, hay tantas otras preocupaciones que debes afrontar, aparte de lo asqueroso que resulta vivir.

»Por ejemplo, tu nariz gotea constantemente; es decir, en realidad, no gotea, pero te parece que así sientes la necesidad de cerciorarte de lo que pasa, palpándolo a cada instante. Y aún hay algo más: una mosca te molesta constantemente. Esa terrible mosca jamás
te dejará
tranquilo, en paz. Se posa sobre tu cara, sobre tu mano, sobre tu cuello. Tienes que espantarla, moverte. Tres gramos y medio. ¿Comprende usted, mister Latimer?

—Al parecer, usted no lo aprueba, no le parece bien el consumo de drogas.

—¡Aprobarlo! —Peters le echó una mirada despavorida—. Es terrible,
¡terrible!
Los drogadictos arruinan sus vidas. Pierden la capacidad de trabajo, aunque necesitan conseguir mucho dinero para pagar la droga. En tales circunstancias caen en la desesperación y son capaces de cometer un crimen para obtener el dinero. Ya veo qué ha pensado usted, mister Latimer. Le resulta extraño que yo me haya metido en el tráfico, que haya ganado dinero con un negocio que desapruebo absolutamente. Pero piénselo bien. Si yo no lo hubiera hecho, alguna otra persona se habría metido en el negocio. Ninguna de esas desgraciadas víctimas se habría beneficiado y yo habría perdido mucho dinero.

—¿Y qué hay del aumento constante de su clientela? Usted no me puede asegurar que todas aquellas personas a las que su organización proveía de drogas ya habían adquirido el hábito antes de que comenzaran el tráfico masivo.

—Por supuesto que no. Pero esa parte del negocio no era de mi incumbencia. De eso se encargaban Lenôtre y Galindo. También puedo asegurarle que Lenôtre, Galindo e incluso Werner eran drogadictos. Tomaban cocaína; aunque es una droga más fuerte, se corre menos peligro. Puedes convertirte en adicto a la heroína y llegar a dosis peligrosas en pocos meses, en tanto que con la cocaína te puedes pasar muchos años matándote lentamente.

—¿Qué droga tomaba Dimitrios?

—Heroína. Cuando lo supimos, todos nos llevamos una gran sorpresa. Cada tarde, a eso de las seis, nos reuníamos en esta misma habitación. Eso era lo dispuesto. Durante una de aquellas reuniones, en la primavera de 1931, fue cuando nos llevamos esa sorpresa.

»Dimitrios había llegado tarde. De por sí, este hecho era poco corriente. Pero hicimos poco caso. Era normal que durante las reuniones Dimitrios se sentara casi inmóvil, con los ojos entornados, como si tuviera jaqueca, de modo que, aunque estábamos acostumbrados a verle así, deseábamos constantemente preguntarle si se encontraba bien.

»Algunas veces, al observarle, yo me preguntaba, asombrado, por qué permitía que ese hombre me mandara. Pero siempre que veía su cambio de expresión al responder a las objeciones de Visser (Visser era el único que planteaba objeciones cada día), comprendía los motivos de mi obediencia.

»Visser era un hombre violento, ágil y astuto al mismo tiempo. Pero al lado de Dimitrios parecía un niño. En cierta ocasión en que nuestro jefe se había burlado duramente de él, al verse en ridículo, Visser había desenfundado una pistola, blanco de ira. Recuerdo haber visto su dedo temblando sobre el gatillo, presto para disparar: yo, de Dimitrios, me hubiera puesto a rezar. Pero Dimitrios se limitó a sonreír, con aquella sonrisa suya tan insolente, le dio la espalda a Visser y empezó a hablar conmigo acerca de nuestro negocio. Dimitrios siempre se mantenía sereno, aun en los momentos en que se sentía invadido por la cólera.

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