La máscara de Dimitrios (19 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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G. cree que si Dimitrios les hubiera dejado hablar a ambos siquiera un instante, los Bulic no habrían jugado. Doscientos cincuenta dinares era la apuesta mínima y ni el poseer treinta mil podía hacerles olvidar cuánto significaban aquellos doscientos cincuenta en términos de pagos de alquiler y compra de comida.

Pero Dimitrios no les dio oportunidad de que intercambiaran sus recelos: mientras esperaban junto a la mesa de juego, detrás de la silla donde estaba sentado G., en un murmullo, le pidió a Bulic que accediera a comer con él un día de esa semana. El freiherr tenía que hablarle de ciertos negocios.

Dijo eso en el momento preciso. Para Bulic sólo podía significar una cosa: «Mi querido Bulic, no es necesario que se preocupe por unos míseros cientos de dinares. Estoy interesado en usted y eso quiere decir que su fortuna ya es un hecho. No me desilusione, por favor, mostrándose menos importante de lo que creo que es.»

Madame Bulic comenzó a jugar.

Perdió los primeros doscientos cincuenta en una apuesta a color. Ganó los segundos a la
inverse
. Después, Dimitrios le sugirió, demostrando su extraordinaria cautela, que los apostara
à cheval
. Hubo suerte: repitió la jugada ganadora. Por último, madame volvió a perder.

Al cabo de una hora, los cinco mil dinares en fichas que la mujer había recibido se esfumaron. Dimitrios, con palabras de aliento por su «mala suerte», cogió de la pila de fichas que descansaba ante él unas pocas, por valor de quinientos dinares, y le rogó a madame que apostara con esas fichas, para ver si encontraba esa «suerte» esquiva.

El atormentado Bulic pensó que, tal vez, se trataba de un regalo, porque apenas si emitió un débil sonido de protesta. No tardó mucho en comprender que no había ningún regalo en aquel gesto.

Madame Bulic, que ya se sentía una pobre estúpida, y cuyo aspecto había perdido gracia y frescura, siguió jugando. Ganó algo; perdió más. A las dos y media, Bulic le extendía un pagaré a Alessandro por valor de doce mil dinares.

G. les invitó a una copa.

No es difícil imaginar la escena entre los Bulic al quedar los dos a solas: las recriminaciones, las lágrimas, las discusiones interminables. Demasiado fácil. Sin embargo, a pesar de lo mal que pintaban las cosas, el desastre no era absoluto. Al día siguiente, Bulic comería con el freiherr. Y hablarían de negocios.

Sí, hablaron de negocios. Dimitrios había recibido instrucciones precisas: tenía que mostrarse alentador. Lo fue, sin duda alguna. Alusiones a importantes negocios que tenía por delante, a oportunidades para que quienes estuviesen al tanto se hicieran con grandes sumas, a misteriosos castillos en Baviera (al parecer, todo estaba en esos castillos). Bulic no había hecho más que escuchar y dejar que su corazón latiera más veloz que antes. ¿Qué importan doce mil dinares? Tienes que pensar en muchos millones.

Y después de la sugerente conversación, fue Dimitrios quien sacó a relucir el tema de la deuda de su invitado con Alessandro. El freiherr suponía que Bulic iría esa misma noche a pagarla. Él, por su parte, pensaba ir a jugar. Después de todo, eso de ganar tanto dinero sin darle a Alessandro la oportunidad de recuperar algo, al menos… Quizá podrían ir los dos juntos… solos los dos. Las mujeres siempre resultan malas jugadoras.

Esa noche, al encontrarse, Bulic llevaba consigo unos treinta y cinco mil dinares. A los treinta mil de G. había sumado sus ahorros, al parecer.

A la mañana siguiente, cuando Dimitrios fue a informarle a G., le contó que Bulic, a pesar de las protestas de Alessandro, se había empeñado en pagar la letra firmada la noche anterior, antes de empezar a jugar.

—Yo pago mis deudas —había dicho con orgullo.

El dinero que le quedaba lo cambió, con un gesto de gran señor, en fichas de quinientos dinares. Esa noche jugaría a muerte. Se negó a beber. Quería que su cabeza se mantuviera despejada en todo momento.

G. se ha reído al contarme eso. Tal vez la risa sea lo más adecuado. La compasión a veces es demasiado incómoda y Bulic me parece una persona digna de compasión.

Cualquiera podría ver en ese hombre a un pobre de espíritu. Y lo era. Pero la Providencia no siempre es tan calculadora como lo eran G. y Dimitrios, y puede destrozar a un hombre, sin hacerle sentir el filo del cuchillo en las costillas.

Bulic no tenía ninguna otra opción. Esos hombres le habían comprendido a fondo y utilizaban esa comprensión con una astucia diabólica. Con las cartas tan en contra mía, como lo estaban para el yugoslavo, es probable que no fuera yo ni menos débil ni menos tonto. Me tranquiliza no poco pensar que seguramente no me voy a ver en una situación así en mi vida.

Era inevitable que perdiera. Comenzó a jugar con cuarenta fichas. Durante dos horas ganó y perdió hasta quedar sin nada. Después, con gran calma, pidió otras veinte, a crédito. Dijo que su suerte debía cambiar. Al pobre desdichado ni siquiera se le había ocurrido que podían estar estafándole.

¿Por qué iba a sospechar? El freiherr estaba perdiendo también, y mucho más dinero que él. Dobló sus apuestas y sobrevivió durante cuarenta minutos. Pidió otro préstamo y volvió a perder. Había perdido treinta y ocho mil dinares más de los que nunca había tenido cuando, pálido y cubierto de sudor, decidió abandonar el juego.

Ahora, el camino de Dimitrios estaba ya abierto. A la noche siguiente, Bulic volvió. Le dejaron marchar con treinta mil. Durante la tercera noche volvió a perder: catorce mil dinares. La cuarta noche, cuando debía veinticinco mil, Alessandro se le acercó para exigirle el dinero. Bulic prometió pagar sus deudas en el plazo de una semana. La primera persona a la que acudió en busca de ayuda fue G.

G. se mostró comprensivo. Veinticinco mil era mucho dinero, ¿no? Desde luego que todo el dinero que él utilizaba, en relación con los pedidos, era dinero de sus jefes. No estaba autorizado para hacer otro uso de ese dinero. Sin embargo, podía permitirse distraer doscientos cincuenta dinares durante algunos días, si eso solucionaba algo. Sentía no poder prestarle una ayuda más efectiva, pero… Bulic cogió los doscientos cincuenta.

Junto con el dinero, G. le dio un consejo. El freiherr era el hombre que podría sacarle de aquel aprieto. Jamás prestaba dinero (según le habían dicho, se trataba de una cuestión de principios), pero tenía fama de ayudar a sus amigos dándoles la oportunidad de ganar sumas importantes. ¿Por qué no se decidía a hablar con él?

La «conversación» entre Bulic y Dimitrios se celebró al término de una cena, pagada por Bulic, en la sala de la suite que ocupaba el freiherr en un hotel. G. estaba en el cuarto contiguo, escuchando a escondidas.

Cuando, por fin, Bulic abordó el tema, comenzó con unas preguntas sobre Alessandro. ¿Insistiría en que le pagara el dinero? ¿Qué podría ocurrir en el caso de que no lo hiciera?

Dimitrios fingió sorprenderse. Esperaba que Alessandro recibiera su dinero. Después de todo, había sido por recomendación personal por lo que Alessandro le había ofrecido un primer crédito. No podía imaginar, siquiera, que aquello fuese a desembocar en una situación enojosa.

¿Qué clase de situación enojosa? Bueno, Alessandro tenía en su poder aquellas letras y tal vez acudiera a la policía. El freiherr esperaba, sinceramente, que nada de eso ocurriera.

Bulic esperaba lo mismo. Ahora se encontraba a punto de perderlo todo, incluso su cargo en el Ministerio. Tal vez se llegara a saber que había recibido un soborno de G. Eso podía significar la cárcel. ¿Quién pensaría que el yugoslavo no había hecho nada a cambio de esos treinta mil dinares? Era una tontería pensar que fuesen a creer eso. Su única opción era obtener el dinero del freiherr, de alguna manera.

Al pedírsele un préstamo, Dimitrios sacudió negativamente la cabeza. No. Eso sólo iba a empeorar las cosas, porque entonces debería el dinero a un amigo y no a un enemigo; además, para él era una cuestión de principios: no concedía préstamos. No obstante, al mismo tiempo, quería ayudarle. Había una salida, una única salida. ¿Herr Bulic estaba dispuesto a aceptarla? Ese era el meollo de la cuestión.

El freiherr no quería ni mencionar el tema, pero en vista de que herr Bulic le rogaba tanto… conocía a ciertas personas interesadas en cierta información relacionada con el Ministerio de Marina: una información imposible de obtener por los medios ordinarios. Tal vez se podría conseguir que le pagaran cincuenta mil dinares por esa información si, a cambio, se podía comprobar la exactitud de los datos.

G. me ha dicho que atribuye, en gran parte, el éxito de su plan (me ha hablado de éxito tal como lo haría un cirujano después de que el paciente abandone la sala de operaciones con vida) a la estricta elección de las cantidades. Cada suma, a partir de los primeros veinte mil dinares y hasta los montos de las sucesivas deudas con Alessandro (que era un agente italiano) y de la recompensa ofrecida por Dimitrios había sido calculada cuidadosamente, con el ojo puesto en el valor psicológico de ese dinero.

Por ejemplo: en aquellos cincuenta mil había un doble motivo para que Bulic se sintiera tentado. Con ese dinero pagaría su deuda y le quedaría casi la misma suma que se había embolsado antes de conocer al freiherr. Al incentivo del temor del principio, se añadía el de la codicia.

Pero Bulic no asintió en el acto. Cuando supo claramente de qué clase de información se trataba, mostró su miedo y hasta un poco de ira. Eficiente, Dimitrios se encargó de disipar la segunda. Si Bulic había comenzado a abrigar dudas acerca de la
bona fides
del freiherr, esas dudas no tardaron en convertirse en algo real. Cuando el yugoslavo le gritó «sucio espía» a su interlocutor, la impecable cortesía del freiherr desapareció. Bulic recibió un puntapié en el estómago y, cuando se dobló hacia adelante, con una intensa sensación de náusea, recibió otro puntapié en el rostro. Mientras jadeaba, sin resuello, dolorido y sangrando por la boca, Dimitrios le arrojó sobre una silla al tiempo que le advertía, fríamente, que el único riesgo que le amenazaba era el de no hacer lo que se le había pedido.

Las instrucciones eran muy sencillas. Bulic debía obtener una copia del mapa y llevarla al hotel, a la salida del Ministerio, al día siguiente. Una hora más tarde, se le entregaría el documento, para que pudiera devolverlo a su sitio al día siguiente. Eso era todo. Se le pagaría cuando trajera el mapa. Escuchó la enumeración de las posibles consecuencias de una denuncia a las autoridades, Dimitrios le recordó los cincuenta mil dinares y le ordenó que se marchara.

Puntualmente, a la noche siguiente, llegó al hotel con el mapa doblado en cuatro dentro de uno de los bolsillos de su abrigo. Dimitrios le entregó el mapa a G. y volvió a vigilar a Bulic mientras se sacaba la fotografía y se revelaba el negativo en un cuarto contiguo.

Al parecer, Bulic no tenía nada que decir. Cuando G. hubo terminado su trabajo, el yugoslavo recibió el dinero y el mapa de manos de Dimitrios y se fue.

G. me ha asegurado que en aquel momento, cuando desde el dormitorio oyó que la puerta se cerraba a espaldas de Bulic, cuando examinó el negativo a contraluz, se sintió muy satisfecho de sí mismo. Los gastos habían sido bajos; no se habían producido inútiles demoras; todos, Bulic inclusive, habían cooperado en la misión. Sólo había que esperar que Bulic devolviera el mapa sin mayores problemas. Y, en realidad, no había ninguna razón para suponer que no lo haría. Una misión muy satisfactoria, se mirara desde donde se mirase.

En ese momento, Dimitrios entró en el dormitorio. G. comprendió que había cometido un error.

—Mi dinero —dijo Dimitrios y alargó su mano.

G. le miró a los ojos y asintió. Necesitaba un arma y se había olvidado de llevarla consigo.

—Vamos a mi casa ahora mismo —dijo y comenzó a caminar hacia la puerta.

Dimitrios sacudió la cabeza con un gesto firme.

—Mi dinero está en su bolsillo.

—No, el suyo no; sólo el mío.

Dimitrios desenfundó un revólver. Una sonrisa jugueteaba en sus labios.

—Lo que yo quiero está en su bolsillo, mein herr. Ponga sus manos en la nuca.

G. obedeció. Dimitrios avanzó unos pasos hacia él. Al mirar con fijeza aquellos ojos castaños, llenos de ansiedad, G. comprendió que corría peligro. A pocos centímetros de distancia, Dimitrios se detuvo.

—Por favor, mein herr, no haga ninguna tontería.

Su sonrisa había desaparecido. Dimitrios dio un paso, hundiendo de pronto el revólver en el estómago de G., con su mano libre sacó el negativo del bolsillo del que, a partir de ahora, sería su enemigo. Al instante, con un ágil movimiento, se apartó.

—Puede irse —dijo.

G. se fue. A su vez, Dimitrios había cometido su propio error.

Durante toda aquella noche, un buen número de hombres, reclutados a toda prisa en los cafés de los barrios bajos, recorrieron de cabo a rabo la ciudad de Belgrado para hallar a Dimitrios. Fue inútil: Dimitrios había desaparecido y G. nunca volvió a verle.

¿Qué ocurrió con el negativo? Le cito las propias palabras de G.:

—A la mañana siguiente, al enterarme de que mis hombres no le habían encontrado, supe qué tenía que hacer. Sentía una profunda amargura. Después de todo aquel trabajo, planeado tan meticulosamente, la desilusión era enorme. Pero de nada servía lamentarse. Una semana antes de aquel final, me había enterado de que Dimitrios estaba en contacto con un agente francés. El negativo, en esos momentos, tenía que estar en manos del francés. Y no me quedaba otra opción. Un amigo mío, de la Embajada de Alemania, podía echarme una mano. En aquellos días, los alemanes estaban deseosos de congraciarse con el Gobierno yugoslavo. Era lógico, pues, que le pasaran cierta interesante información al Gobierno de Belgrado.

—¿Quiere decir —pregunté— que usted mismo lo dispuso todo para que el Gobierno yugoslavo se enterara de la sustracción del mapa y de que había sido fotografiado?

—Por desgracia era lo único que podía hacer. Ya lo ve usted, aquel mapa tenía que perder su valor. Dimitrios había cometido un gran error al dejarme marchar: carecía de experiencia. Tal vez pensó que yo volvería a chantajear a Bulic para obtener otra fotografía del mapa. Pero yo no ignoraba que una información que conocieran los franceses tenía poco valor. Además, estaba en juego mi reputación. Estaba muy furioso por el desenlace de aquella misión. Lo único divertido fue que los franceses ya le habían pagado a Dimitrios la mitad del precio convenido cuando descubrieron que esa información no valía de nada debido a mi pequeña
démarche
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