»Quizás compre una propiedad en algún sitio, un lugar donde pueda pasar el resto de mis días en paz. Usted es joven, mister Latimer. Pero cuando uno llega a mi edad, los años parecen más cortos y uno presiente que pronto va a llegar al final de su viaje. Se tiene la sensación de que te vas aproximando a una ciudad extraña, a una hora tardía de la noche y te lamentas porque tendrás que abandonar el tibio calorcillo del tren para ir a parar a algún hotel desconocido. En ese momento uno desea que el viaje prosiga eternamente. —Peters miró hacia la calle—. Ya llegamos. Su champaña favorito le está esperando. Es muy caro, tal como usted me dijo. Pero no puedo mostrarme tacaño ante un mínimo dispendio. A veces un poco de lujo resulta agradable y cuando no es así nos permite apreciar en su justo valor la sencillez. ¡Ah! —el taxi se había detenido ante la entrada de la impasse—. No tengo cambio, mister Latimer. Parece extraño, cuando llevo un millón de francos en el bolsillo, ¿no? ¿Le importaría a usted pagar, por favor?
Franquearon las puertas de hierro, siempre abiertas.
—Creo que venderé estas casas —dijo Peters— antes de irme a América del Sur. No hay ninguna razón para conservar una propiedad que no produce beneficio alguno.
—¿No será difícil venderlas? La vista que tienen esas ventanas es un poco deprimente, ¿no es cierto?
—No hay por qué mirar siempre hacia afuera. Estas casas pueden ser muy bonitas por dentro.
Comenzaron a subir por la empinada escalera. En el segundo rellano, Peters se detuvo para recuperar el aliento, se quitó la gabardina y enarboló las llaves. Continuaron subiendo, hasta llegar a la puerta.
Peters abrió, encendió la luz y de inmediato se dirigió hacia el diván más grande. Cogió el paquete con el dinero y deshizo el nudo del cordel. Con amoroso cuidado fue desenvolviendo los billetes y alzándolos para observarlos. Por primera vez su sonrisa era sincera.
—¡Aquí está, mister Latimer! ¡Un millón de francos! ¿Ha visto antes tanto dinero junto? ¡Casi seis mil libras esterlinas! —exclamó con placer—. Ahora, nuestro pequeño brindis. Quítese la gabardina, traeré el champaña. Espero que le guste de verdad. No tengo hielo, pero he puesto la botella dentro de un cubo con agua; ya debe estar fresco.
Peters se encaminó hacia la parte de la habitación que estaba detrás de la cortina dorada.
Latimer se había apartado del diván, para quitarse la gabardina. De pronto se percató de que, a sus espaldas, Peters permanecía inmóvil, frente a la cortina. Echó una rápida mirada a su alrededor.
Por un instante creyó que estaba a punto de perder el sentido. La sangre huía de su cabeza y la convertía en una oquedad vacía. Una faja de acero le comprimía el pecho. Creyó que iba a gritar, pero permaneció inmóvil, mudo, con los ojos fijos en aquella escena irreal.
De espaldas a él, Peters estaba de pie, rígido, con las manos levantadas a la altura de la cabeza. En los pliegues dorados de la cortina, se recortaba la figura de Dimitrios, con un revólver en la mano.
Dimitrios se adelantó, moviéndose de modo que Latimer no quedara protegido por el cuerpo de Peters. Latimer dejó caer su gabardina al suelo y levantó las manos. Dimitrios, casi sin mirarle, arqueó las cejas.
—No le resulta muy grata la sorpresa de verme aquí, ¿verdad, Petersen? —dijo—. ¿O prefiere que le llame Caillé?
Peters no respondió. Latimer no podía verle la cara, pero advirtió que la garganta del chantajista se movía como si estuviera tragando algo, espasmódicamente.
Sus ojos castaños se clavaron en Latimer.
—Me encanta encontrar aquí también al inglés, Petersen. Me he ahorrado el trabajo de persuadirle para que me revele su nombre y el lugar en que podría buscarle. Pues sí: monsieur Smith, el hombre que sabe tantas cosas y que había mantenido bien oculto su rostro, ahora demuestra que es tan fácil de manejar como usted, Petersen.
»Siempre ha sido muy ingenioso usted, Petersen. Ya se lo dije antes, en otras ocasiones. En aquella en que usted me trajo un ataúd desde Salónica. ¿Lo recuerda? La ingenuidad jamás puede suplantar a la inteligencia, ya lo sabe usted. ¿De veras pensó que yo no comprendería cuáles eran sus intenciones? —Los labios de Dimitrios se torcieron en una mueca de desprecio—. ¡El pobrecito Dimitrios! Es un simple. Pensará que yo, el inteligente Petersen, volveré en busca de más dinero, como lo haría cualquier otro chantajista. No será capaz de advertir que le estoy engañando. Pero para asegurarme de que se engaña conmigo, haré lo que haría cualquier otro chantajista: le diré que más adelante le pediré de nuevo. El pobrecito Dimitrios es tan tonto que me creerá. El pobrecito Dimitrios carece de inteligencia. Aunque haya averiguado en los archivos de la propiedad del Ayuntamiento que, después de un mes de mi salida de la cárcel he logrado vender tres casas que nadie quería comprar a un individuo llamado Caillé, no se le ocurrirá ni en sueños la sospecha de que yo, el inteligente Petersen, soy también Caillé.
»¿Sabía usted, Petersen, que antes de que yo las comprara a su nombre, estas casas habían estado inhabitadas durante diez años? Usted es un perfecto idiota.
Hubo un silencio. Sus ansiosos ojos castaños se entornaron. La boca de Dimitrios se convirtió en una línea. Latimer comprendió que el griego estaba dispuesto a asesinar a Peters y también que nada podía hacer para evitarlo. Los latidos salvajes de su corazón estaban a punto de sofocarle.
—Suelte el dinero, Petersen.
Los billetes cayeron sobre la alfombra, desparramándose como un abanico.
Dimitrios alzó el revólver.
De pronto, Peters comprendió lo que estaba a punto de ocurrir.
—¡No! Usted tiene…
Dimitrios disparó. Disparó dos veces y junto con el estampido del segundo disparo, Latimer oyó el ruido que producía uno de los proyectiles en el cuerpo de Peters.
El frustrado chantajista emitió un gemido que parecía el de un hombre a punto de vomitar, mientras caía inclinado hacia delante, hasta quedar apoyado en el suelo con las manos y las rodillas. De su cuello manaba un hilo de sangre.
Dimitrios miró a Latimer.
—Ahora le ha llegado el turno a usted.
Y en ese instante, Latimer dio un salto.
Jamás supo por qué había elegido ese preciso momento para saltar. Jamás supo qué le había impulsado a saltar. Y siempre pensó que le había movido un fuerte instinto que le obligaba a cualquier cosa para salvarse.
Sin embargo, nunca pudo llegar a comprender por qué ese instinto de autoconservación le llevó a saltar hacia el revólver que Dimitrios estaba a punto de disparar. Sin embargo, así lo hizo, y aquel salto le salvó la vida: su pie derecho, al separarse del suelo una fracción de segundo antes de que Dimitrios apretara el gatillo, tropezó en alguno de los gruesos pliegues de las alfombras marroquíes de Peters y el disparo pasó por encima de la cabeza de Latimer, para ir a incrustarse en una de las paredes.
Consciente a medias y con la frente rasguñada por la punta del cañón del revólver, el escritor se precipitó sobre Dimitrios. Ambos se revolvieron con las manos aferradas a la garganta del adversario, pero muy pronto Dimitrios asestó un rodillazo a Latimer, en el estómago, y se separó de él.
Antes había dejado caer su revólver y en ese instante se dispuso a recuperarlo. Jadeante, sin resuello, Latimer se arrastró para coger algún objeto contundente, el primero que estuviera a mano, y resultó ser aquel pesado cenicero de bronce que descansaba sobre una de las mesillas marroquíes. Lo arrojó con el resto de sus fuerzas a la cabeza del griego. Un borde del cenicero golpeó contra la sien derecha de Dimitrios, antes de que él lograra coger el revólver; el griego se tambaleó, pues el golpe apenas si le había detenido durante un segundo.
Entretanto, Latimer cogió la bandeja que había encima de la mesa y se la arrojó con todas sus fuerzas. Dimitrios, alcanzado en el hombro por la bandeja de bronce, se tambaleó una vez más. Un segundo después, Latimer empuñaba el revólver y retrocedía, con un dedo en el gatillo y tratando de recuperar su respiración.
Pálido, Dimitrios avanzaba lentamente hacia él. Latimer alzó el revólver.
—Si vuelve a dar un paso, dispararé.
Dimitrios se detuvo. Sus ojos castaños y ansiosos estaban fijos en los de Latimer; su pelo gris se había despeinado y el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello se había salido de la chaqueta; tenía un aspecto deplorable. Latimer comenzaba a recuperar el aliento, pero sus rodillas temblaban, débiles, de una manera horrible; sentía un silbido casi insoportable en los oídos y el aire que respiraba, con su olor a pólvora, le estaba provocando náuseas. El siguiente movimiento le correspondía a él, sin duda, y se encontraba atemorizado y casi inerme.
—Si vuelve a dar un paso —repitió—, dispararé.
Vio que aquellos ojos castaños volaban hacia los billetes esparcidos en el suelo y luego hacia su rostro.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Dimitrios, inesperadamente—. Si la policía interviene, los dos tendremos que explicar varias cosas. Si usted dispara, sólo conseguirá ese millón de francos. Si me permite salir de aquí, le daré un millón más. Creo que usted necesita ese dinero.
Latimer hizo caso omiso de esas palabras. Se movió hacia un lado, hacia la pared, para llegar a un sitio desde el que pudiera echar una mirada rápida a Peters.
El herido se había arrastrado hacia el diván sobre el que estaba su gabardina y en ese momento se había apoyado sobre unos cojines, con los ojos entornados. Respiraba ruidosamente por la boca. Uno de los proyectiles había abierto una herida, a un lado de su garganta, de la que manaba sangre casi sin cesar. El segundo se había hundido en mitad del pecho, chamuscándole la ropa. La herida era un círculo encarnado de cinco centímetros de diámetro. Esta segunda herida no sangraba. Los labios de Peters se movieron.
Con los ojos clavados en Dimitrios, Latimer se deslizó hacia un costado, hasta quedar de pie junto a Peters.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
La pregunta era totalmente estúpida y él lo supo en el momento mismo en que las palabras terminaron de brotar de su boca. Con verdadera desesperación trató de pensar sensatamente. Un hombre había sido tiroteado y él tenía delante a quien le había disparado. Por lo tanto…
—Mi pistola —murmuró Peters—, deme mi pistola. Gabardina —agregó algo más, en un tono inaudible.
Con gran cautela, Latimer recorrió el espacio que lo separaba de la gabardina y rebuscó en los bolsillos.
Dimitrios le observaba con los labios plegados en una débil y amarga sonrisa.
Al encontrar la pistola, Latimer la tendió hacia Peters, que la cogió con ambas manos y soltó el seguro.
—Ahora —murmuró el herido— vaya a buscar a la policía.
—Ya habrán oído los disparos —respondió Latimer con ánimo apaciguador—. La policía llegará dentro de unos minutos.
—No nos encontrarán —susurró Peters—, vaya a buscar a la policía.
Latimer vaciló. Lo que Peters había dicho era verdad. La callejuela estaba como blindada por muros ciegos. Tal vez alguien hubiera oído los disparos, pero a menos que una persona se hubiese hallado en las puertas mismas de la impasse en el preciso instante en que se habían producido los disparos, nadie podía saber de dónde provenían.
—Muy bien —respondió el escritor—; ¿dónde está el teléfono?
—No hay teléfono.
—Pero… —vaciló una vez más: tal vez tardaría diez minutos en encontrar a un policía.
¿Era razonable que dejara a Peters, con aquellas heridas, custodiando a un hombre como Dimitrios? Al mismo tiempo, no había otra alternativa. Peters necesitaba la ayuda de un médico. Cuanto antes estuviera Dimitrios bajo siete llaves, mejor. Comprendía que Dimitrios se fiaba del temor que le despertaba su presencia y esa certidumbre desagradaba a Latimer.
Miró a Peters; había apoyado la Lüger sobre una rodilla y apuntaba a Dimitrios. Aún fluía sangre de la herida de su cuello. Si un médico no le auxiliaba rápidamente, se desangraría por completo.
—De acuerdo —dijo—, iré tan de prisa como pueda.
Se dio la vuelta para encaminarse hacia la puerta.
—Un momento, monsieur.
El tono apremiante de aquella voz ronca hizo que Latimer se detuviera.
—¿Qué?
—Si usted se va, él me matará, ¿no lo comprende? ¿Por qué no acepta mi ofrecimiento?
Latimer abrió la puerta.
—Sí, si quiere recurrir a alguna argucia, él le disparará —dijo, mientras echaba una ojeada al herido que se encogía sobre su Lüger—. Volveré con la policía. No dispare a menos que se vea obligado a hacerlo.
En el momento en que se disponía a trasponer el umbral, oyó la risa áspera de Dimitrios. En un movimiento involuntario, Latimer se volvió.
—En su lugar, yo me guardaría esa risa para el verdugo —exclamó—. La necesitará.
—Siempre he pensado que, al final, te vence la estupidez —dijo Dimitrios—. Si no la tuya, la de los demás. —La expresión de su rostro cambió—. ¡Cinco millones, monsieur! —vociferó irritado—. ¿No le bastan o es que quiere usted que esta carroña me mate?
Latimer le observó durante unos segundos. Ese hombre era capaz de convencerle, pero el escritor recordó a aquellos otros que se habían dejado convencer por Dimitrios. Y no esperó más. Oyó que el griego le gritaba algo en el instante mismo en que cerraba la puerta.
Había bajado hasta la mitad del segundo tramo de la escalera cuando oyó los disparos. Fueron cuatro. Los tres primeros se sucedieron rápidamente. Después se produjo una breve pausa y resonó un cuarto.
Con el corazón en la boca, el escritor se lanzó escaleras arriba, hacia la habitación. Sólo mucho tiempo después descubriría una circunstancia muy especial: mientras se precipitaba escaleras arriba, el pánico que ofuscaba su mente era por Peters.
Dimitrios no presentaba un aspecto muy agradable. Sólo una de las balas de la pistola Lüger no había dado en el blanco. Dos habían penetrado en el cuerpo del griego; la cuarta, evidentemente, disparada después de que el cuerpo hubiera caído al suelo, se había incrustado en su entrecejo y casi le había volado la parte superior del cráneo. El cuerpo de Dimitrios se convulsionaba aún.
La Lüger se había deslizado de las manos de Peters; el herido tenía la cabeza apoyada sobre el borde del diván: abría y cerraba la boca como un pez que se asfixiara. Cuando Latimer llegó a su lado, Peters soltó un gemido ahogado; un chorro de sangre escapó de entre sus labios.