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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (10 page)

BOOK: La mirada del observador
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—¡Tú, cachomierda! ¿Dónde coño estás?

—En Los Ángeles. En el aeropuerto.

—Escucha…

—¿Oye?

—¡Oye! Escucha, capullo…

—¡Oye! ¡No te oigo!

—¡Paul Hugo! ¿Qué pasa con Paul Hugo?

—Se cambió de nombre. Ahora se hace llamar Gregory Finch. Pasó una semana en Montreal, dos semanas en Ottawa, una semana en Seattle, y un mes en Butte, Montana. Ahora está en Los Ángeles, dispuesto a tomar un vuelo para Roma. Yo también.

—¿Roma?

—¿Oye?

—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¡Mira, me cago en la leche puta! ¡No puedo seguir entreteniendo a sus padres por más tiempo! ¡Quieren pasar todo el asunto al FBI! ¡Y otra cosa! ¿Aún tienes contigo esa Minolta XK que sacaste? ¡Oye!

—¡Están anunciando mi vuelo! ¡Hasta la vista!

Colgó.

A las seis estaba de vuelta en la oficina de la señorita Gómez.

—¡Tiene un antecedente! —anunció radiante. A los del registro siempre les encantaba descubrir fechorías—. Estado de Nueva York.

—¿Ah, sí? —Temblaba como una hoja. Ocultó sus manos en la espalda—. ¿Se la busca por alguna cosa, señorita Gómez?

—No. Cumplió la condena. —Abrió una carpeta y sacó un informe de la Watchmen. Él lo cogió, agarrándolo con rapidez para encubrir su temblor.

Intentó leerlo. Lo veía borroso.

—Vamos a cerrar —dijo ella—. Venga, le invito a tomar algo.

—Me encantaría. —Se restregó los ojos—. Pero en cualquier otro momento. Tengo que estar en… en… he quedado con alguien dentro de cinco minutos.

Dobló la hoja y salió apresurado hacia los ascensores, se sentía como Dolly Madison cuando huía de la Casa Blanca ardiendo con la declaración de Independencia entre las manos. ¡Jesús! ¡Tenía que echar una meada! Ella tenía un antecedente. No era de extrañar que se pusiera guantes. ¿Y ahora qué haría Baker? ¿Qué podía hacer? ¡Nada! Por supuesto que llevaba guantes. Cumplió una condena. Eso significaba que había una fotografía de su cara archivada, y que si la identificaban, la podían poner en circulación. Pero ¡un momento! También había fotografías de Josefina Brunswick. ¿Y qué pasaba con esos fotógrafos de la boda cuando se casó con el doctor Brice? Esas imágenes podían circular también. Si encontraban el cadáver de Brice… ¡Dios! Sólo se necesitaba un leve empujón para que le cayeran las jodidas cartas sobre la cabeza. Los capricornio deben de ser unos jugadores fanáticos.

En el ascensor, dos mujeres se fueron apartando poco a poco de él, incomodadas porque no se estaba quieto. Que se jodan. Y que se joda Baker también. ¡Formidable! ¡Tenía que echar una monstruosa meada! ¡Era abominable!

Abajo, en el vestíbulo, encontró el lavabo. A continuación salió, y fuera, se sentó en un banco, en la Central Avenue. No, un momento, Gómez podría encontrarle allí. Se metió en el coche y condujo hasta el Hollywood Bowl.

Aparcó en una cuesta remota, temblando todavía. Se quedó allí sentado un momento, mientras golpeaba con los dedos el parabrisas. Luego leyó el informe, tapando su nombre en la primera línea con el dedo gordo.

NOMBRE

FECHA DE NACIMIENTO
- 24 diciembre, 1952.

LUGAR DE NACIMIENTO
- Trenton, N. J.

SEÑAS
- 1952-1963, calle Tyler, 127, Trenton.

REFERENCIALES
- N. J. 1963-1970, Hogar Municipal de Niñas Mercer, Mercerville, N. J. 1970-1971 Encarcelación. 1971 presente X.

LUGAR DE CONDENA
- White Plains, N. Y. 1970.

CARGO Y SENTENCIA
- Robo de coche. 13 meses, Granja Penitenciaria de Mujeres, Norwich, N. Y. Ago 70-Mayo 71.

Se oyó un rugir de motores. Una docena de chicos y chicas en motocicletas llegaron por la carretera dando brincos. Llevaban gafas, cascos de rugby y chaquetas de cuero blasonadas con estrellas rojas. Pasaron en un tifón de polvo y ruido.

El Ojo levantó el dedo gordo y leyó su verdadero nombre.
JOANNA ERIS
.

7

En diciembre alquiló una tienda vacía en el centro de la ciudad, un pequeño rectángulo moderno de cristal y ladrillo en la calle Hope. En menos de quince días se convirtió en una librería: La Biblioteca.

Justo al cruzar la calle había un hotel, el Del Río. El Ojo se instaló en el cuarto frontal de arriba, manteniendo a su vez su alojamiento en la pensión de La Ciénaga.

Durante la restauración de la tienda, ella llegaba cada mañana temprano y se quedaba allí todo el día, supervisando el trabajo de los pintores, carpinteros y electricistas. A la una llegaba el Bentley, y ella y Ralph, sentados en una esquina, trataban de mantenerse fuera del camino de todos. El chófer, Jake, se quitaba la chaqueta y se pasaba la tarde serrando tablones y clavando clavos. El único problema que tuvieron fueron las bandas de motoristas, bramando arriba y abajo, aterrorizando a los peatones y, de vez en cuando, tirando algo a las ventanas.

El Ojo se quedaba sentado en su habitación, observándolo todo a través de unos prismáticos.

El día de la inauguración todos los Forbes estaban allí, descorchando botellas de champagne y repartiendo bandejas de sándwiches. Charlotte y Joan colgaron retratos de Proust y Hemingway, Conan Doyle y Joyce en el escaparate. Basil se sentó en un taburete y tocó canciones populares con una cítara. Ted se quedó fuera, invitando a entrar a los transeúntes a tomar una bebida. Un autor de bestsellers, amigo de Ralph, entró casualmente y firmó ejemplares de su última novela. Una multitud se arremolinó en la acera. Dos estrellas de cine aparecieron y se dejaron hacer fotografías.

Hacia el mediodía, más de mil clientes habían comprado libros, vaciando la mitad de los estantes.

Era Nochebuena, el cumpleaños de Joanna Eris.

Esa noche el Ojo se adentró en la oscuridad del patio hasta llegar a la ventana del salón. Forbes estaba en el sofá, bebiendo coñac y fumando su pipa.

Joanna pasó por delante. Sujetaba su bastón y le daba vueltas.

—Yo quería ser majorette —dijo ella—. Pero no podíamos costeárnoslo. El uniforme valía cincuenta dólares. Eso quedaba muy lejos de nuestras posibilidades. —Lanzó el bastón al aire, lo recogió—. Solía practicar durante horas. Con un palo, Papá me prometía una y otra vez que, tan pronto como tuviéramos algo de dinero en el banco, todo iría bien. Pero nunca tuvimos ningún dinero y nunca salía nada bien.

Ralph dijo algo.

—Él era de todo —continuó ella—. Fontanero, camionero, empapelador. Lo que se te ocurra, barman, reparador de televisiones, jardinero, basurero, albañil. De todo y nada. Un verano —se le quebró la voz; tosió—, un verano vendió enciclopedias a domicilio. O lo intentó. No vendió ni una. —Hizo girar el bastón, se le cayó—. El peor trabajo que tuvo… ¡fue acomodador principal del Mayfair! ¡Dios! —Recogió el bastón y lo colocó en una silla—. El Mayfair era un cine en la calle Broad. Vestía un uniforme rojo con grandes botones, charreteras y capa, una capa malva, y un pequeño sombrero redondo…

Se acercó a la ventana. El Ojo se puso en cuclillas.

—¡Cogía las entradas en el vestíbulo, y tenía un aspecto absolutamente ridículo! Con un… un… no sé qué. —Fue hacia el Dual y lo encendió. Cogió un disco del estante—. Ya era tremendo cuando era fontanero y solía llegar a casa apestando a mierda, ¡pero ese uniforme! Todas mis amigas del colegio lo vieron, mis profesores, los vecinos.

El disco estaba sonando.

—Pero entonces, gracias a Dios, lo despidieron… como siempre. Ese fue el invierno en que murió mi madre, en septiembre. Y allí nos quedamos, nosotros dos solos. Para entonces ya no trabajaba en nada. Estábamos completamente arruinados. Septiembre. Octubre. Noviembre.

Iba de un lado a otro del cuarto, restregándose las manos, pellizcándose el dedo ganchudo.

—Diciembre. Nos iban a desalojar de la casa. Una tarde llegó un hombre y nos cerró el agua y la electricidad. Era mi cumpleaños. El 14 de diciembre. Cumplía once años. Papá se las arregló no sé cómo para comprar un árbol, y lo adornamos con tiras de papel. Una mujer vieja que vivía en la misma casa, la señora Keegan, me dio unas peras. Ésa fue nuestra cena. Luego salimos a dar un paseo. Vagamos por las calles como un par de desposeídos, mirando las luces navideñas. Nevaba y la gente aún seguía de compras. Había unos tipos vestidos de Santa Claus en las esquinas que tocaban campanas. Yo estaba helada. Nos metimos en unos grandes almacenes para calentarnos.

Fue hacia el Dual y volvió a poner el mismo disco.

—Esta música sonaba por los altavoces.
La Paloma
. —Se quedó mirando el disco que giraba—. ¡Era tan increíblemente maravillosa! La canción más hermosa que nunca había oído. Me hizo llorar. Pensó que yo lloraba porque él… porque él… Yo estaba ahí de pie sollozando, ves, y él pensó que era porque no podía ofrecerme ningún regalo. Así que dijo: «Espera un minuto, te traeré algo». ¡El pobre! Intentó robar un jersey y lo pescaron. Yo salí corriendo de la tienda. Fui a casa y le esperé. Le esperé toda la noche. A la mañana siguiente vinieron dos policías y me dijeron que estaba muerto.

Pasó por delante de la ventana.

—Estaba muerto. Tuvo un ataque de corazón en la comisaría. Él sólo… él… —Se le abrió la boca. Se mordió el dedo. Un chasquido de profundo dolor le recorrió la garganta y le estremeció el cuerpo. Se dejó caer en el suelo y se sentó sobre la alfombra, la mirada desorbitada, con la cara bañada en lágrimas.

Ralph se puso en pie y se adelantó, buscándola a tientas. Chocó contra una silla, volcándola.

—¡Charlotte!

Sus manos anhelantes la encontraron y la apresaron. Se arrellanó tras ella y la tomó entre sus brazos.

Ella se reclinó contra él, gimiendo débilmente.

—¡No puedo esperar al día del Juicio Final —gimió—, cuando pueda estar ante Dios, y decirle lo mucho que le aborrezco!

El Ojo se marchó a la calle.

Se pasó el resto de la Nochebuena en un bar de La Ciénaga, bebiendo cerveza y haciendo un crucigrama. A las dos de la mañana dio una vuelta con el coche por los alrededores de Los Ángeles, observando a los juerguistas. Aparcó en la calle Fifth y se sentó en una escalinata de La Biblioteca durante una hora. Una puta, luego un marica, luego otra puta intentaron ligárselo. Cuando iba por la calle Hope pasó por delante de La Biblioteca, y miró los libros y retratos del escaparate. Tomó una taza de café en un local que permanecía abierto toda la noche en Grand Avenue. En la mesa del cajero había expuestas unas tarjetas navideñas. Compró una. Era noruega.
¡VELKOMMEN DEILIGE JULEFEST!
Sacó su bolígrafo y escribió en la solapa interna:

Mucho tiempo sin verte. ¿Qué estás tramando? Te echo de menos terriblemente. Espero que seas feliz. Por favor, no me olvides. Desearía tanto verte, pero sé que nunca podré. Feliz Navidad.

P
APÁ

Dirigió el sobre a Maggie, American Express, Ulan Bator, Mongolia, y la echó en un buzón de la Pershing Square.

Al día siguiente tomó un avión para Nueva Jersey.

El Hogar Municipal de Niñas Mercer era puro Charles Dickens. Paredes mugrientas, un patio sucio de hollín, ventanas puercas, arcadas de mazmorra. Parecía una imagen retrospectiva de la época victoriana.

1963-1970

Joanna Eris.

Una fila de niñas con delantales grises salía de un cobertizo, todas llevaban cubos. Otras barrían una entrada. Dos más cambiaban la rueda de un camión levantado con la ayuda de un gato en el patio.

Un tipo delgado, calvo, de aspecto borroso, vestido con algo que parecía un uniforme de conductor de autobús, condujo al Ojo a través de un pasillo. Golpeó respetuosamente en una puerta, lo hizo pasar a la guarida de una mujer vieja llamada señora Hutch.

Tenía unos setenta años, cuello de morsa, hinchada, mezquina, carnívora.

—¿Joanna Eris? Sí, la recuerdo. —No le invitó a tomar asiento—. ¿Qué es de ella?

—Mi compañía está intentando localizarla. Un tío suyo muerto de West Virginia le dejó algún dinero del seguro.

Le dio una de sus tarjetas falsas. Ella no se molestó en cogerla.

—Probablemente esté en Sing Sing.

—¿Es allí donde suelen acabar sus antiguas alumnas, señora Hutch?

—En los últimos años, señor Sabelotodo —cogió una regla, la desplazó por la mesa de izquierda a derecha—, quinientas treinta y seis jovencitas han salido de esta institución, y ahora todas se hallan bien colocadas, todas y cada una de ellas.

—Eso es admirable.

—Yo también lo pienso. Estamos muy orgullosos de nuestro record. Una de nuestras antiguas alumnas, como usted las llama, está ahora en el gobierno, de secretaria particular del gobernador de Nueva Jersey. Otra es supervisora de teléfonos Bell, a cargo de cien centralitas.

—¿Y Joanna Eris?

—Joanna Eris —cogió un lápiz y lo movió— fue uno de nuestros raros casos de estudiantes que abandonan. Se marchó de aquí con dieciocho años. ¡Y menudo alivio!

—¿No le gustaba, señora Hutch?

—Era una lianta y una ladronzuela. Insubordinada, viciosa. Una malhablada, una pequeña inadaptada de ojos gatunos.

—¿Y adonde fue cuando se marchó?

—A Trenton. Trabajó durante dos meses en la General Motors. Luego fue despedida. El jefe de personal me llamó un día y me dijo: «Lo siento, señora Hutch, simplemente no se puede quedar aquí». Y me preguntó si era retrasada.

—¿Y qué le contestó?

—Le contesté que el asunto no era de mi incumbencia. —Volvió a desplazar la regla de derecha a izquierda—. Luego fue a Nueva York, y fue detenida por hurto. —Su falsa cabeza de abuela se hundió aún más en su cuello seboso, y lo miró con ojos entrecerrados—. ¿Se trata, en realidad, de un seguro? —preguntó.

Se quedó completamente sorprendido.

—No comprendo, señora Hutch…

—¿No estará —le sonrió tristemente— pescando, por casualidad?

—¿Pescando?

—Intentando poner un pleito a la casa después de estos años. —Él se rió rotundamente—. Ella me dijo que un día me demandaría. Y no me extrañaría nada de su parte. Pequeña fresca descarada.

Él no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo. Esperó.

—Fue culpa suya. Como cuando ocurrió aquello de la electricidad. Casi se electrocutó jugando con los plomos. Fundió las luces de todo Mercerville. O como cuando trabajó en la cocina. Una vez se dejó el gas encendido toda la noche. Nos podía haber matado a todas.

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