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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (12 page)

BOOK: La mirada del observador
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Se incorporó, despabilándose del todo.
La boda ha sido fijada para abril…
Había una foto de la pareja, apoyados contra la rampa de una escalera, sonriendo. ¡Joder! ¡Más le hubiera valido figurar en la hilera de un Cuartel General de la Policía de Nueva York! ¿Es que se había vuelto loca? Todo lo que cualquier policía de homicidios perspicaz tenía que hacer era echarle un vistazo y… No, un momento. La miró de cerca. Vestía un brillante traje de noche Cardin, llevaba la cabeza envuelta con una cinta tipo turbante. Su rostro era una máscara adorable de dulce anonimato. No esa Dafne Henry. Tenía que admitirlo. No, ella no era nadie que cualquiera en Nueva York pudiera reconocer… o cualquiera en Chicago, tampoco.
La señorita Vincent es de Nueva Jersey…
Pero ¡qué descaro! La doctora Darras se sentiría orgullosa de ella.
El señor y la señora Newman felicitaron a la feliz pareja, al igual que hicieran Jodie Foster, el señor y la señora Warner, Le Roy, Lily Tomlin, LeVar Burton, Gore Vidal…
¡Una gala de futuros testigos!

—Por favor, puede ponerse en pie la acusada. Señor Newman, ¿reconoce usted a esta mujer?

—Sí.

—¿Es la misma mujer que usted conoce como la señora de Ralph Forbes, alias Charlotte Vincent?

—Sí, lo es.

—¡Protesto! La acusación está declarando por el testigo.

—Admitido.

—Señor Newman, ¿podría decir a la audiencia con sus propias palabras quién es esta mujer?

—Ella es la señora Forbes. La viuda de Ralph Forbes. Como usted dice, alias Charlotte Vincent.

¡Jesús! No lo conseguiría esta vez. Era demasiado insensato.

No tendría más remedio que pararle los pies.

Un accidente en la autopista bloqueó el tráfico durante más de una hora. Eran las ocho pasadas cuando regresó a la calle Hope. La Biblioteca estaba cerrada. Se aseguró de que aún tenía su habitación en el Del Río, y luego condujo hasta Beverly Hills.

¿Pararla? ¿Cómo? Tenía hasta abril para encontrar la manera de hacerlo. ¿O no? A lo mejor intentaba realizar la jugada antes del casamiento. Un viaje de quince días en coche a algún lugar… al desierto, la montaña o la playa. Un hombre ciego no era difícil de matar.

A lo mejor ya estaba muerto. Ella se podía haber largado. ¡Aquel viaje a Trenton había sido una completa idiotez! ¡Se había quedado sola durante tres días enteros!

Condujo por Oak Drive, aminorando la velocidad al pasar por delante de su casa. Suspiró con alivio. El Bentley se hallaba aparcado junto al bordillo.

Pero no era más que un alivio. ¿Y mañana qué pasaría? No, no podía esperar hasta abril. No tenía idea de cuándo, cómo ni dónde planeaba hacerlo. Todo su modelo se había vuelto caótico desde que llegó a Los Ángeles.

Giró por Oak Lane, subió por Ledoux, acortó vía Stanley Terrace de vuelta a Oak Drive.

Joanna Eris, Ralph y el chófer salieron de la casa. Los dos hombres subieron al coche y se marcharon. Ella volvió a entrar.

Aparcó en la callejuela, y anduvo por el oscuro y familiar laberinto de senderos hasta la parte trasera de la casa. Pasó delante del garaje deslizándose por entre los matorrales hasta la ventana del salón.

Ella estaba sentada en la mecedora, silbando suavemente.

Él se sonrió y se relajó. Estaba de nuevo en casa.

Se quitó los zapatos de una patada, se alzó la falda del vestido y se quitó las medias.

Estaban juntos. Nada importaba de momento.

Se levantó, desabrochó la cremallera del vestido, se lo quitó. Se sentó en el sofá y se quitó el sostén.

Él se aflojó la corbata, se reclinó confortablemente contra la pared. Juntos. Indivisibles. El resto carecía de importancia.

Ella bostezó y se acarició los senos. Las palmas de él se cargaron del calor que desprendía la piel de ella, sus pezones acogieron los dedos de él como viejos amigos. Ronroneó de placer.

Ella se metió en la cama a medianoche. Él condujo hasta La Ciénaga y pasó la noche en su pensión.

Volvió a soñar con el pasillo. Todas las puertas se abrieron para él, pero era domingo, y las aulas estaban vacías.

Todas menos una.

En el mismo aposento húmedo y vacío en el que una vez conoció al Rey Leproso, ahora encontró a la vieja señora Hutch escribiendo en la pizarra.


Su hija ya no está aquí, señor Sabelotodo
—le dijo ella—.
Ahora está bien colocada como embalsamadora en una funeraria.
—Y se rió como un chacal—.
Un día de éstos le pondrán enfrente un cadáver. Será el suyo. Ella le preparará para el entierro, sin saber jamás que es el cuerpo de su papá el que está metiendo en la caja. El tiempo pasa. Nada queda. Excepto viejas fotografías de rostros jóvenes.

Miró detrás de ella. En la pizarra estaba escrita la palabra
Czechoslovakia
. Y de repente vio la solución al crucigrama número siete. ¡Bendito Moisés! ¡Ahí estaba! ¡Ahí mismo, frente a él!

La señora Hutch lo borró rápidamente.


No se preocupe por eso
—le dijo—.
Usted sabe lo que tiene que hacer.

Se despertó sobresaltado. ¡Claro que lo sabía! Sólo había una manera de evitar que matase a Ralph Forbes.

A las nueve sacó su MG del garaje dando marcha atrás, y condujo hasta el Benedict Canyon. Pasó todo el domingo oculta tras los altos muros del Coliseum de Ralph.

A las 7:30 condujeron a Santa Mónica y cenaron en Nero’s. Le trajo de vuelta a su casa a las diez.

El Ojo entró por un oscuro agujero que había tras la propiedad. Trepó por la pared, cayó en un huerto. Avanzó por entre los árboles, su radar acariciaba la oscuridad para detectar posibles trampas.

Sintió un tenue latido de peligro… apenas un susurro en la hierba. Se detuvo, escuchó. ¿Una serpiente? ¿Un perro? ¡Ahí estaba otra vez! Esperó. Un diminuto erizo cruzó corriendo un trozo de césped iluminado por el claro de luna frente a él.

Continuó. Encontró un camino pavimentado, lo siguió pasando por delante de una pista de tenis y una piscina. La casa apareció ante él, tintada como un mausoleo.

El MG estaba aparcado junto a la terraza. Joanna y Ralph estaban al lado, riendo.

Se fundió entre las sombras, los observó.

—Pero tú tienes una familia enorme —le estaba diciendo Joanna—. Tías, primos y tíos que nunca se ven entre sí excepto en las bodas y en los funerales. Todos me han estado telefoneando, insistiendo en algo grande.

—Quiero una boda tranquila —explicó Ralph—. En una pequeña iglesia de pueblo en algún lugar. Después podemos invitarles a todos aquí para el asunto familiar.

—¿Y por qué no les ofrecemos un montaje, si es eso lo que quieren?

—Escucha, Charlotte, la idea de tener presentes a todos mis familiares, ahí sentados en sus bancos, observándome andar hasta el altar, esperando que me tropiece con algo, simplemente no me seduce.

—De acuerdo —se rió ella—. Pero en ese caso, entonces ¿por qué esperar? Vayámonos ahora mismo.

—¿Ir adónde?

—No lo sé. A San Luis, o a cualquier lugar.

—¿Esta noche?

—Claro.

—No podemos. Mañana tengo una entrevista con los auditores.

—Entonces mañana.

—¡De acuerdo! —La tomó entre sus brazos—. Mañana por la tarde. Es una cita.

Ella se desprendió de él, señalando el camino de entrada.

—¡Mira!

—Yo nunca miro, cariño. ¿Qué es?

—¡Un erizo! —Bordeó el coche, pasando delante de una hilera de crisantemos—. Está por aquí entre los matorrales —dijo—. ¿No es una señal de buena suerte, Ralph?

—¿Los erizos? Sí, creo que sí. Si es luna llena o algo así.

—¿Esta noche es luna llena? —Cogió un palo, hurgó con él alrededor de los zapatos del Ojo.

—¿Y cómo puedo saberlo? No, creo que está en cuarto creciente. ¿Estás segura de que no era una rata?

—Lo he visto. Aquí mismo. ¿Significaría eso que sólo seré afortunada en un setenta y cinco por ciento?

Ella se marchó unos minutos más tarde.

Ralph encendió su pipa y golpeó con su bastón las baldosas de la terraza mientras andaba hacia la parte trasera de la casa. Se detuvo, apoyándose contra un pilar.

—Sé que estás ahí —dijo—. ¿Qué es lo que quieres?

El Ojo dio un salto hacia atrás cuando el bastón le pasó rozando la cara. Rodeó a Ralph rápidamente y le pegó una patada en la rodilla, derribándole en el camino de entrada. Se abalanzó tras él, dirigiendo sus piernas. Le pegó con el canto de la mano en el muslo, falló y le arreó en la cintura. Ralph salió disparado por el suelo, relinchando agónicamente, pegándole furiosos bastonazos. El Ojo le machacó de nuevo, en el brazo, rompiéndoselo, Ralph gritó y forcejeó. El Ojo bailó a su alrededor atizándole en la pantorrilla. El golpe era doloroso, pero inofensivo. Tenía que romperle una pierna.

Intentó agarrarle del tobillo. Las sacudidas del bastón le obligaron a retroceder. Le pegó en la cabeza, luego en los riñones. ¡Una pierna! ¡Tenía que agarrarle una condenada pierna! Golpeó de nuevo en el muslo, volviendo a fallar, y le alcanzó en la tibia izquierda.

Las luces se iban encendiendo en las ventanas. Intentó un último y desesperado golpe. Éste cayó como un hacha sobre el zapato de Ralph y lo envió al césped, girando como una peonza.

Alguien gritaba en la terraza. El Ojo corrió a la parte trasera de la casa, cruzó un patio, subió precipitadamente varios peldaños de ladrillo. Intentó calcular su situación. El huerto estaba al este de la casa. La pared trasera daba al norte. Él se movía hacia el oeste, directo al Benedict Canyon. ¡Imposible! Giró a la izquierda… al sur. Pasó delante de un cobertizo, un reloj de sol, una sombrilla, sillas, un columpio. De nuevo a la izquierda… al este. Una palmas batieron tras él: ¡clap!, ¡clap!, ¡clap! Tres balas pasaron silbando. ¡Que se jodan! ¡Un rifle o una carabina! Una ráfaga le resonó en el oído. Un abejorro murmullador casi le tocó la nariz. ¡Rebotes! Subió una cresta, embalado. Árboles. El huerto. La pared. La subió a gatas, se desplomó en el remate, cayó. El agujero negro lo engulló.

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso?

Una linterna se encendió. Vio dos figuras desnudas boca abajo sobre una manta a los pies de un sauce.

—¿Son los cerdos, George?

—¡Alguien ha saltado el muro!

Él pasó galopando delante de ellos.

—¡Ahí está!

El haz de luz lo siguió mientras salía del declive, alumbrándole el camino. Cruzó volando un claro, giró a la derecha… al sur… otra vez a la derecha en un arroyo… al oeste… hacia el final del Benedict.

Cinco minutos más tarde se encontraba a salvo en las entrañas de su coche aparcado en Sunset.

Pasó la mañana sentado junto a la ventana de su cuarto en el Del Río, observando La Biblioteca con sus prismáticos.

Joanna llegó a las ocho, la otra chica a las ocho y cuarto. Hicieron café en un hornillo. Joanna leyó el correo. Desempaquetaron una caja de libros, colocaron uno de ellos en el escaparate:
Raíces
, de Alex Haley. Un camarero de un restaurante que había más abajo en la calle les trajo una bolsa de bollos y tres peras. El primer cliente entró en la tienda, una mujer con un perro. Comenzó a llenar una bolsa de la compra con libros de bolsillo: cuatro… cinco… ocho… diez… una docena de ellos. Los libros de bolsillo estaban a la izquierda, los de tapa dura a la derecha, al fondo las novelas y delante los libros que no eran de ficción. A lo largo de la pared trasera estaba el mostrador. Las ediciones de lujo se hallaban colocadas en varios estantes en el centro de la tienda, y la mesa de Joanna estaba en un hueco, exactamente tras las novelas.

Entraron más clientes. Compraron cinco ejemplares de
Raíces
. Uno de ellos compró un gran volumen de Picasso con una sobrecubierta chillona por quince dólares. La mujer del perro llevó su cesta de libros de bolsillo a la caja registradora. Fue hacia el mostrador deprisa y corriendo, humedeció una pluma con la punta de la lengua y extendió un cheque. Lo rompió, hizo otro. Una chica con un sombrero tejano compró un voluminoso diccionario: veinticinco dólares. Un niño compró un álbum de Tarzán, que pagó con un puñado de monedas de cinco y diez centavos. La pluma de la mujer se quedó sin tinta. La agitó, la tiró al suelo, la recogió, la lamió, la raspó en el mostrador. Joanna le prestó un bolígrafo.

No se mencionaba a Ralph en los periódicos de la mañana ni en las noticias de las nueve. El Ojo esperaba que estuviera en el hospital, al menos por unas cuantas semanas. Una pierna rota le hubiera puesto fuera de circulación bastante más tiempo, pero asaltar a un hombre ciego no había sido tan fácil como había pensado. Tenía los brazos y las muñecas amoratadas de las marcas del bastón.

De todos modos, esa tarde no habría boda.

Los prismáticos le acercaron La Biblioteca, y Joanna estuvo frente a él. Se apoyaba contra el mostrador, una mano en la cadera, la otra sujetando el medallón de la cabra, haciéndolo girar entre los dedos mientras hablaba con un cliente.

De repente se giró y miró directamente al Ojo.

Ella sólo vio el tráfico que pasaba y el hotel al otro lado de la calle.

—¿Ocurre algo? —preguntó el cliente.

Ella se echó a reír.

—Alguien anda pisando mi tumba.

El Bentley se paró junto al bordillo. Jake se apeó rápidamente y abrió la puerta trasera. Ralph bajó a la calzada. Llevaba el brazo en cabestrillo y un pie liado con un pesado vendaje. Se ayudaba con una muleta.

El Ojo se levantó de su silla estupefacto, y bajó corriendo las escaleras hacia el vestíbulo. Salió a la acera justo cuando Joanna se precipitaba fuera de la tienda. Se quedó frente a Ralph, petrificada por la sorpresa. Él se encajó la muleta bajo el brazo y se rió. La besó, se dio una patada alegremente en el pie vendado, Jake también se reía haciendo muecas, boxeando con un adversario imaginario, hablando atropelladamente.

El Ojo cruzó la calle aturdido.

Se oyó un zumbido de motores. Un enjambre de motocicletas pasó como un rayo por su lado. Se volvió, vio los cascos de rugby, las negras zamarras con estrellas rojas, las mandíbulas peludas, los ojos saltones y desorbitados. Un chico rodó frente a él, a escasos metros de distancia, su cara de yac resplandecía, su boca se rajaba entreabierta en un gruñido salvaje.

El Ojo echó a correr.

El joven giró en seco y se lanzó zumbando tras él. El Ojo cruzó de un salto la calzada hacia un portal. La motocicleta rebotó tras él, rugiendo como una furia. Alcanzó a Ralph, lo envió haciendo piruetas, dando bandazos sin control a lo largo del bordillo, luego lo levantó por los aires y lo arrojó acrobáticamente al parachoques de un coche que pasaba en ese momento. Éste lo arrastró un bloque arriba, con los frenos chirriándole.

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