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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (5 page)

BOOK: La mirada del observador
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Brice se percató de su escrutinio. Frunció el ceño y la alejó, bailando, de la mesa.

Diez minutos más tarde se marcharon.

El Triumph salió de la autopista y subió por un camino de tierra a través del monte. Un rústico cartel con una flecha indicaba entre los árboles:
La jaula
.

El Ojo dejó el Accord en una cañada y subió la colina a pie. En el claro de la cima había una casa de campo pequeña con paredes de cristal.

Brice estaba en el cuarto más amplio, arrojando cerillas encendidas en una gigantesca chimenea. Josefina estaba en una de las alas, quitándose el vestido azul.

—¡Jim!

—¿Eh?

—¿Es que no hay cortinas?

—¿Qué no hay qué? —Las llamas chisporrotearon en la chimenea.

—¡Cortinas! ¡En las ventanas!

—¿Para qué? ¡Si a alguien se le ocurriera subir todo el camino hasta aquí, sólo para mirar, creo yo que se merece echar un vistazo!

¡Y era cierto!

Brice se hallaba ahora en la otra ala, desvistiéndose, poniéndose un conjunto de judo. Se peinó despacio el cabello. Luego puso un disco de Vivaldi en un Kenwood. Las habitaciones de cristal y el bosque de alrededor se estremecieron con la música.

Josefina destapó la botella de Gaston y se sirvió una bebida cargada.

El Ojo subió al porche y se sentó en la barandilla. Brice regresó al cuarto principal, pasando frente a él como un héroe de kungfu en cinemascope.

—¿Te gusta Vivaldi? —Ella no contestó—. ¡Jo!

—¿Qué?

—¿Te gusta Vivaldi?

—Es Vivaldi, Jim. Seguro. Es una monada. —Se quitó el sostén y las medias.

—¿A qué hora quieres salir mañana?

—No me importa. —Alzó su ganchudo dedo izquierdo y lo frotó contra el pulgar derecho—. No hay ninguna prisa.

—No. Pero es un viaje largo. Me siento como un oso. Y el viernes tenemos que estar en Miami.

Encendió un cigarrillo. El Ojo podía ver el paquete. Larks. Había un bar de acero en la esquina de la habitación. Brice se metió detrás, alzó una tapa y sacó ruidosamente una lata de cerveza. Cambió de parecer. Bajó una botella del estante. El Ojo pudo ver su etiqueta amarilla. Kahlúa.

También podía ver el medallón con la cabra colgada sobre los pechos desnudos de Josefina. Sacó su chaqueta marrón de la maleta y se la puso.

Brice se sirvió una copa. Tenía canguelo. El Ojo estaba seguro de que no se habían acostado juntos con anterioridad.

—Jim, estas jodidas ventanas me ponen nerviosa.

—Ya te acostumbrarás.

Apagó una lámpara y desapareció. El Ojo columpió las piernas por encima de la barandilla y cayó rodando del porche en un saco de oscuridad.

Ella salió de la casa y se quedó de pie a su lado. Sorbió su coñac, echando una ojeada al bosque. Brice vino a acompañarla, tras servirse otro Kahlúa.

—En noches como ésta no me arrepiento de toda la pasta que me he gastado construyendo esta barraca.

—Me gustaría vivir aquí.

—¡Imposible! ¡Eso significaría conducir cinco horas de ida y vuelta cada día! ¡Menuda!

—Tú podrías quedarte en la ciudad. Y yo viviría aquí sola.

—¿Sola? —Aquello lo dejó totalmente estupefacto—. ¿Qué quieres decir? Te volverías loca si vivieras aquí completamente sola. ¿Y qué harías para encontrar placer? —Era tan frío como su vocabulario.

—Soledad —respondió Josefina—. Soledad y paz. ¿Qué mejores placeres hay?

—Pero ¿qué es lo que harías? —preguntó colocando la botella en la barandilla, a un pie del hombro del Ojo—. Quiero decir, ¿qué tipo de cosas harías?

—Escucharía el viento y caminaría por el bosque. —Se desplazó al otro extremo del porche. Él la siguió—. Y me pasaría el día tumbada al sol.

—¿Y por la noche? —Metió sus manos bajo la chaqueta.

—Me iría a la cama y me haría el amor. —Se apartó de él—. Lenta y maravillosamente, como si estuviera durmiendo con un amigo… un amigo muy querido…

—¿Eh? —Estaba escandalizado—. Pero ¿qué clase de tonterías son ésas? Masturbarse es… algo solitario.

Ella se rió.

—¿Dónde lo leiste? ¿En el
Playboy
?

Él se rió, a su vez, avergonzado de su reacción moribunda. Esperó que ella no se hubiera dado cuenta.

—¡De acuerdo! —Volvía a ser el dueño de una barraca muy chula, con una chavala muy chula en los brazos, alta, bronceada, ágil, una chavala de páginas centrales con una sonrisa misteriosa, vestida sólo con una chaqueta, una apariencia de muñequita cayéndole por encima de los muslos al descubierto. De hecho, era su mujer—. ¡Estás en lo cierto, señora Brice! —Estaba en su chula luna de miel, con una novia chula en su jaula chula—. ¡Eso es! ¡Así que haz como si yo fuera

!

Cayó de rodillas y la besó en el estómago. Luego metió la cabeza bajo la chaqueta y su nariz entre las piernas.

—¡Ñam! ¡Ñam!

Josefina sorbió su coñac, haciendo caso omiso de él. Luego miró por encima del hombro, directamente al escondite del Ojo.

—¡Hay alguien ahí, Jim! —Lo apartó de un empujón—. ¡Nos está observando!

Brice se levantó de un brinco.

—¡Debes de estar bromeando!

—¡Por allí! —señaló—. ¡Mira!

—¡Ahí no hay nadie, Jo!

—¡Sí, sí que hay alguien!

Entró en la casa y encendió una luz. El Ojo se había echado silenciosamente al suelo y, con una vuelta de campana, se había metido bajo el porche. Se encendió una linterna.

—¿Lo ves?

—Lo siento —se rió ella—. Las bodas siempre me ponen paranoica.

—Ven adentro, me estoy helando.

—Voy a hacer una taza de té. ¿Te importa, Jim?

—¡Por supuesto que no!

La luz se apagó.

Estaba en la cocina tomando una taza de té y fumando un Gitanes. Brice se hallaba en el otro cuarto, en cuclillas frente a la chimenea, estilo
cowboy
, lanzando leña menuda a las llamas. Sonaba un disco de Bach.

El Ojo se paseó por el claro, con las manos en los bolsillos. Un búho ululó en el monte. Tres aviones silbaron al pasar, llegando al pie de la colina. Luchadores. Se acordó de las historias de revistas que había leído fielmente cada mes cuando era niño.
G-8 y sus ases de batalla. La marca del buitre. Los colmillos del leopardo celeste. Vuelo de la tumba
. Ed Billings vivía al otro lado de la manzana. Leía
La sombra
. Simonozitz, en la Segunda Calle, compraba
Doc Savage
. Se los pasaban de acá para allá, como escolares chiflados que se intercambiasen folios, discutiendo quién era el mejor escritor de América. Era Maxwell Grant o Robert J. Hogan o… ¿cómo se llamaba el otro tipo? ¿Roberts? Durante años había guardado todos los ejemplares. Su mujer se los tiró a la basura. Billings estaba en Washington. Se dejó pillar en el escándalo Watergate. Simonozitz era dentista en Denver. Su hijo era un ejecutivo de la TWA. La ex mujer de Billings se casó con un conde italiano. Ahora se dedicaba al cine. La había visto en una película la semana pasada, junto a Steve McQueen.

En la cocina Josefina se caló un par de guantes. Fue al aparador, abrió un cajón y sacó un cuchillo de carnicero, pegó unos golpecitos con el filo en el fregadero: ¡ting!, ¡ting!, ¡ting!, ¡ting!

Fue hacia la caja de fusibles en la pared y tiró hacia abajo de la palanca. Todas las luces se apagaron. Bach se cortó con un gruñido.

—¡Jim!

—¡No pasa nada, amorcito! ¡Seguro que se han fundido los plomos!

El Ojo le oyó entrar en la cocina, le oyó gritar. Una cacerola golpeó contra el suelo. Otro avión pasó volando. Una silla patinó contra el frigorífico.

—¡Jo!

El Ojo fue hacia el Triumph y pateó una rueda.

Cinco… diez… quince minutos después las luces se volvieron a encender. Josefina entró en la habitación principal. Tenía la boca entreabierta, formando una profunda brecha en su cara. El Ojo la observó horrorizado. ¡Iba a chillar! Esperó, con las manos puestas en las orejas…

¡Cristo! ¡Pero si bostezaba!

Casi se echó a reír. ¡Era increíble! ¡Jesús! Esa cosa echada ahí, en la cocina, en realidad no era un cadáver; simplemente era una molestia, un amigo borracho que se había desplomado sobre ella en medio de la noche y se había desmayado en el suelo. Ella le había dejado dormir la mona, y a la mañana siguiente él se disculparía y se marcharía. Y mientras tanto, simplemente pondría un poco de orden en la casa.

Tenía sangre en las piernas. Se la limpió con un pañuelo.

El concierto de Bach prosiguió.

Arrojó el pañuelo a la chimenea; se quitó la chaqueta marrón, doblándola cuidadosamente sobre una silla; abrió un armario y sacó una sábana.

Volvió a entrar en la cocina, envolvió a Brice en la sábana, lo arrastró afuera, haciéndolo rodar desde el porche trasero hasta los matorrales.

El Ojo retrocedió entre los árboles.

Encontró una pala en el cobertizo que servía de garaje; cavó un agujero al borde del claro y lo enterró.

Estaba a gatas, desnuda, fregando el suelo de la cocina. Había una mancha de sangre en el frigorífico. La limpió con un guante; lo enjabonó, lo restregó.

El Ojo escuchó. Silbaba
La Paloma
.

Fue al fregadero, lavó el cuchillo, lo secó, lo volvió a poner en el cajón del aparador; se sirvió un trago de Gaston, se lo echó al coleto, lavó y secó el vaso.

Sacó una toalla limpia de la despensa y fue por toda la casa limpiando las huellas. Luego, aún con los guantes puestos, se dio un baño. Dormitó en la bañera durante una media hora. La luna estaba alta. Los chotacabras cantaban arriba y abajo de la colina. En su duermevela, se quitó un guante y colocó su mano desnuda sobre su corazón.

La garganta del Ojo estaba áspera de sed. Se deslizó a la cocina y bebió un vaso de agua. Había una gota de sangre en la pared. La quitó con un trapo. Se suponía que iban de viaje a Miami, así que pasarían días, semanas probablemente antes de que echasen de menos a Brice. Lo suficiente. Sin embargo, la sepultura era un riesgo. La tierra recientemente removida era una pista. Y las ratas y los zorros podían escarbar. Cogió la pala del cobertizo. Desenterró el cuerpo y lo arrastró al bosque. Cavó otro hoyo en un bancal de helechos. Lo volvió a enterrar; estuvo de vuelta en el claro justo cuando ella salía de la bañera. La chica se afeitó las piernas con la maquinilla de Brice. Eso le recordó… que tenía que comprar una nueva maquinilla. Se metió en el otro cuarto y tiró los guantes a la chimenea.

Él devolvió la pala al cobertizo.

Ella se vistió, poniéndose las botas y el conjunto marrón. Metió los zapatos italianos y el vestido azul de boda en la maleta. Se bebió otro buen trago de coñac y luego metió también la botella en la maleta. Volvió al dormitorio, sacó el billetero del bolsillo de la chaqueta de Brice, contó el dinero, metió los billetes en su bolso. Encontró algunos billetes más en el bolsillo del pantalón, al menos doscientos o trescientos, y los arrojó al bolso. Todo su cambio suelto, también: las monedas de veinticinco, cinco y diez centavos, todo. Limpió el billetero con el borde la colcha y lo arrojó al suelo, de un golpe bajo una silla.

Encendió un Gitanes, cogió su maleta y su bolso y salió afuera. Cerró la puerta tras ella.

El Ojo bajó corriendo la colina y se metió en el Accord. Se alejó conduciendo hacia San Vicente. Unos minutos después el Porsche apareció tras él. Aceleró.

Ella lo siguió todo el camino hacia Fort Vale, luego lo adelantó.

Durante el instante en que los dos coches rodaron uno junto al otro, él echó un vistazo. Ella miraba hacia delante, ajena a él.

Regresaron a la ciudad a las 7:30. Ella dejó el coche en un aparcamiento de larga temporada; se había cambiado de peluca durante el viaje. Mientras bajaba caminando por la calle Cartes, volvía a ser de nuevo Eve Granger.

El Ojo la siguió, abandonando el Accord con inmenso alivio.

Fue directamente al hotel Concorde. El portero la saludó.

—Buenos días, señorita Granger.

—¡Hola!

Entró al vestíbulo. Voragine agitó la mano.

—¡Qué se cuenta, señorita Granger!

—Buenos días.

Cogió su llave y se metió en el ascensor.

El Ojo se zambulló dentro y se sentó en el salón. Voragine fue hacia él.

—Vi a Piesplanos en Scipio’s ayer noche. Me dijo que estabas en Montreal.

—Acabo de regresar.

—¿Agarraste al tipo ése?

—Aún no. Estoy convencido de que sigue aquí.

—No hay nadie en el hotel con las iniciales J. R.

—Eso no significa nada. ¿Y qué hay de R. J.?

—¿R. J.?

—Ya sabes, al revés. A menudo lo hacen cuando se cambian el nombre. Simplemente se cambia el orden de las iniciales.

—Sí, buena idea. Echaré un vistazo. —Se alejó deambulando.

Eve Granger pagó la cuenta y se marchó nuevamente. Cogió un taxi al aeropuerto. Durante el viaje hacia la parte alta de la ciudad se quitó la peluca. Compró un billete de ida a Chicago, que pagó al contado. Ahora, su nombre era Dorotea Bishop.

4

Sin la peluca y sin maquillaje parecía mucho más joven. Dieciocho o diecinueve. Su pelo corto estaba cepillado de lado sobre la frente y tenía los ojos enmascarados con gafas oscuras. Esa mañana iba vestida combinando distintos tonos de gris, con medias negras; llevaba una bolsa de viaje azul de Lufhtansa.

En la librería del aeropuerto compró un periódico y un libro de bolsillo, la edición de Folger del
Hamlet
. Se dirigía al bar, pero lo pensó mejor, y fue al salón.

Un marinero ligón probó suerte, preguntándole si era, por casualidad, Jennifer O’Neill. Ella ni siquiera lo escuchó: se sentó junto a una ventana y abrió el periódico por la página de los horóscopos. Luego leyó
Hamlet
hasta que su vuelo fue anunciado.

Continuó leyendo en el avión. Terminó el acto primero, y lo releyó, señalando diversos pasajes con un rotulador fino color naranja.

Sentado al otro lado del pasillo había un hombre joven con una camisa rosa. Se inclinó hacia ella.

—Disculpe —dijo. No hubo respuesta—. Perdone. —Ella le miró por encima—. ¿Le importa que ligue con usted?

—Claro que no —contestó ella—. Pero espere a que termine esto.

Leyó el final de la quinta escena.

Calma, calma, ánima en pena.

Lo subrayó.

Él se levantó, cruzó el pasillo y se sentó a su lado. Pasó una azafata.

—Un Martini, por favor —pidió él, y se volvió hacia Dorotea—. ¿Qué tomarás? —Ella no respondió. Se volvió de nuevo hacia la azafata.

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