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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (2 page)

BOOK: La mirada del observador
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Pero ya no tenía ninguna preferencia. Ahora las conocía a todas de memoria y las quería a cada una de ellas.

El aula era el decorado más familiar de su vida: tres paredes, el crucifijo, los pupitres, la pizarra, el salmo, la manzana. Y las quince caras adorables, como fotomatones infantiles, la mirada de ojos fijos… y en la esquina lejana una puerta a través de la cual él sabía que un día entraría y la llamaría por su nombre. Y de entre la multitud se alzaría su niña perdida.

De eso estaba completamente seguro.

Miró fijamente por la ventana. El hombre del mono estaba de nuevo en el aparcamiento, saqueando la guantera de un Thunderbird.

Sonó el teléfono. Era la señorita Dome, la secretaria de Baker, citándole arriba.

Era mediodía.

La Watchmen, Inc., ocupaba dos plantas de sótano y los pisos segundo, tercero y cuarto de la torre Carlyle. La oficina de Baker se hallaba situada en la esquina noroeste del cuarto piso, un enorme salón con dos Van Gogh, tres Picasso y un Braque que ocupaba una pared entera.

Baker sólo tenía veintinueve años. Había heredado hace un año la agencia de su padre. Los veteranos de abajo llevaban el negocio, pero él siempre se ocupaba en persona de lo que llamaba «el cliente de mil dólares diarios».

Dos de ellos, un señor y una señora de edad, ambos con traje de tweed, estaban sentados en sillas Hepplewhite de cara a la mesa escritorio. Baker se los presentó al Ojo: el señor y la señora Hugo.

El Ojo conocía el nombre. Zapaterías Hugo. «Boterías 5» chapadas a la antigua (Casa fundada en 1867) en las calles céntricas de todas las grandes ciudades. Se quedó de pie e intentó anticipar el caso. Seguramente un problema familiar. Un hijo o una hija descarriados.

Estaba en lo cierto.

Baker adoptó una pose, de aspecto serio y profesional.

—El señor y la señora Hugo tienen un hijo —hizo saber—, Paul. Hace poco se ha licenciado en la universidad y por el momento está desocupado.

El señor Hugo se rió nerviosamente.

—¡Lleva desocupado los últimos diez meses!

—No ha hecho ningún esfuerzo por encontrar trabajo —puntualizó la señora Hugo—. Simplemente holgazanea.

—Tiene una novia —continuó Baker—. Sus padres quieren averiguar algo de ella. Quieren saber hasta qué punto el chico está comprometido. ¿Me sigue?

El Ojo asintió. Un universitario y una ramera. Papi y Mami desesperados. Un buen anticipo. Se volvió hacia el señor Hugo.

—¿Cuál es el nombre de la chica, señor?

El señor Hugo se crispó.

—No lo sabemos. Nunca hemos conocido a la señorita.

—Ella le ha estado llamando a casa —gimoteó la señora Hugo—. Así es como supimos de ella.

Baker saltó de su silla, poniendo punto final a la entrevista (tenía una partida de squash en el club Harvard a la una).

—Averiguar la identidad no será ningún problema —dijo. Bordeó el escritorio y se quedó mirando fijamente la pechera de la chaqueta del Ojo.

—Desearían tener un informe preliminar en el plazo de veinticuatro horas. ¿Es eso posible?

—Sí. —Metió el dedo en el ojal. ¡El condenado botón había desaparecido!

—¿Podemos tener noticias de usted mañana a esta misma hora?

—Sí.

—Entonces, eso es todo. Gracias.

El Ojo se despidió del señor y la señora Hugo con una inclinación, y salió de la oficina. Se preguntó dónde demonios estaría el botón. Lo encontró fuera, en el pasillo, en el suelo junto a los ascensores.

En su última misión había seguido a un malversador de fondos llamado Moe Grunder hasta Cheyenne, Wyoming. (Los chicos de abajo le llamaban «Grunder, el Huido».) Una noche acorraló al Ojo en un callejón y trató de romperle la crisma con un martillo. El Ojo le disparó en el estómago. La Watchmen, Inc., no permitía matar sospechosos y, desde entonces, había sido confinado a su mesa. El asunto Hugo significaba que la prohibición había sido levantada. La idea de escapar de la Torre y salir de nuevo a la calle le regocijaba. Decidió saltarse la comida.

Cogió sus útiles de coser del cajón y retiró una cámara Minolta del almacén. Bajó al segundo sótano y preguntó a la chica del parque móvil si le podían dar un coche. Le dio las llaves del Toyota amarillo.

Salió al aparcamiento. El viejo ladrón con mono aún seguía allí, pero se escabulló rápidamente en cuanto vio venir al Ojo.

Era la una menos cuarto. El cielo parecía agua sucia, grasienta y dorada; el aire sabía a ilusión y a júbilo; las relucientes ventanas de la Torre casi le cegaron.

Subió al Toyota amarillo y condujo a través de la ciudad.

Los Hugo vivían en la avenida Neatrour, en una casa que parecía un palacete de cartón piedra.

Aparcó al otro lado de la calle. Mientras se cosía el botón de la chaqueta, de repente se acordó de los desnudos del
Playboy
. ¡Cristo! ¡Quizás una de ellas fuera Maggie! Miss Agosto o Miss Diciembre. ¿Por qué no? Una ninfa soberbia recostada y desnuda en una página, acariciándose los muslos. ¿Desaprobaría él semejante cosa? Probablemente, no. En sus fantasías siempre le perdonaba sus faltas. Una vez se imaginó que la encontraba en una celda con una pandilla de yonkis. Sus brazos supuraban de abscesos y se le habían caído todos los dientes, pero nunca se le pasó por la cabeza regañarla. En otro melodrama —él lo llamaba
Noche feliz, noche de amor
— ella era una puta que se lo intentaba ligar en una tasca barriobajera en Nochevieja. Vestía un abrigo de piel sarnosa y tenía una pinta verdaderamente lamentable. Tenía alrededor del cuello, atado con una cuerda, un alfiler de corbata de latón.

¿De dónde has sacado ese alfiler?

Es un souvenir. Era de mi padre…

La llevaba a un sanatorio y una semana después estaba curada y aparentaba veinte años menos; exultante, de ojos verdes, limpia, divina… Y finalmente la pudo reconocer. Era la mocosa del jersey blanco sentada bajo el crucifijo en el aula.

Papaíto, estoy tan avergonzada.

No seas tonta.

¿Podrás perdonarme alguna vez?

¡Cojones! Hizo el crucigrama del periódico. Ocho horizontal,
Abundancia de pan
. Nueve letras.
Panadería. Tahona
. No.
Opulencia
. Éste iba a estar chupado. El asunto Hugo también iba a resultar fácil. Tendría que amañarlo, hacer que durase. No quería volver a aquella jodida mesa por lo menos en dos semanas. Siempre se encontraba a sus anchas fuera, en la ciudad, en las calles, entre el tráfico, desplazándose por el laberinto como un fantasma, observando la marea de gente, atisbando en los rincones, buscando secretos… Ocho vertical,
Hija de Rex
. Ocho letras.
Antígona
.

Una de sus películas mentales favoritas se llamaba
Madame Agamenon
. Maggie era la viuda del magnate griego, Kosta Agamenon, «el hombre más rico del mundo». Le había conocido en Irak o en otro lugar por el estilo (ella era estudiante de arqueología en la universidad de Antioquia). Después de un noviazgo relámpago, se fugaron a París, donde él cayó muerto en la suite nupcial la misma noche de bodas. Le había dejado una flota de petroleros y unos cuantos bancos, ferrocarriles e islas privadas. Después del funeral volvió inmediatamente a América y fue a la Torre Carlyle. Baker le hizo subir al salón y se lo presentó a ella.

Ésta es la señora Agamenon. Quiere que localicemos a su padre.

El Ojo miró atónito a la clienta. Ella era una joven exquisita, casi una niña, vestida con un modelo de
Vogue
negro, con gafas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y comía una manzana. Baker estaba visiblemente impresionado.

Quiere que pongamos a todo el personal en la tarea. El asunto es extremadamente urgente y los gastos no importan. Usted se hará cargo del caso. No se moleste por el papeleo. Le dará todos los informes a la señora Agamenon en persona.
(Aparte.)
¡Maldito seas! ¡Necesitas un afeitado!

¿Puedo preguntar… cuál es el nombre de pila de la señora Agamenon?

¿Y qué demonios importa eso?

¿Es… Margaret?

La señora Agamenon se lo quedó mirando fijamente, sus magníficos ojos verdes resplandecientes por la sorpresa.

¡Sí, es ése! ¿Cómo demonios lo sabe?

¡Me cago en diez! Terminó el crucigrama y arrojó el periódico al asiento trasero.
¡Madame Agamenon
, por supuesto que sí! Se había abandonado demasiado tiempo. Un día de estos el joven Baker le pondría el dedo encima, le quitarían el 45 y le ofrecerían el trabajo de limpiar ceniceros y abrillantar las puertas de los ascensores. No es que en realidad le importase un carajo. ¿Dónde coño
estaba
Maggie, de todos modos?

A las dos en punto Paul Hugo salió de la casa.

Tenía poco más de veinte años; enjuto, cabello largo, vestía traje y corbata y fumaba un puro. Se metió en un Porsche y condujo hacia la parte alta de la ciudad.

El Ojo le siguió.

El tráfico les arrastró por Lafayette Boulevard y por el paso subterráneo hasta la Segunda Avenida. Paul encontró un espacio para aparcar en la esquina de South Chilton. El Ojo le pasó y se metió en un hueco frente al edificio del
Globe
. Volvió andando, y bajó por la Segunda, a veinte pasos detrás de Paul. Se metieron en un drugstore. Paul se comió un sándwich. El Ojo se tomó dos batidos y un trozo de tarta. Luego, uno detrás del otro, anduvieron hasta la calle Broadway. Paul se paró en el vestíbulo del teatro Lincoln y miró los fotogramas de
King Kong
. Encendió otro puro. Cruzó la calle y entró al Bank Capital. El Ojo estaba casi a su lado, pero invisible, tan discreto como el punto de la i en un párrafo. Si un guardia le echaba un vistazo, tan sólo vería una mancha gris en el atildado paisaje de trajes que pasaban. Ni una sola nota discordante, nada cantaba, su estela no dejaba rastro. De no haber sido por ese botón hijoputa —le echó una mirada, esperando que se cayese de su chaqueta con un sonido metálico y rodase por el suelo de mármol como la rueda de un carro— hubiera sido perfectamente neutro.

Paul retiró ocho, nueve, diez, once, doce —el Ojo contaba los billetes desde el otro extremo del mostrador—, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho mil dólares de su cuenta. ¡Santo cielo! Metió el dinero en un sobre, lo guardó en su bolsillo y salió. El Ojo alcanzó primero la puerta, a cinco pasos de él. Paul lo siguió a lo largo de la calle Broadway, lo adelantó, cortando por la plaza Arcade hacia South Clinton. Se detuvo frente a una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867). El escaparate estaba lleno de zuecos de madera, la última moda en calzado. A veinte dólares el par. Se volvió a parar más adelante, frente al póster de la entrada del cine club.
La hija de Drácula (1936)
. Encendió otro puro. Los dieciocho grandes habían desconcertado al Ojo. ¿Qué demonios iba a hacer con todo ese dinero en efectivo?
La mujer en la Luna (1928). The Cat People (1942)
. Paul siguió andando. ¡Dieciocho mil dólares! El Ojo se mantuvo a distancia; aquí había malas vibraciones, y su radar no hacía más que detectar algo sospechoso. Una fracción de segundo antes de que Grunder el Huido tratase de atizarle con el martillo, se sacó el 45 del cinturón, dio un paso atrás y apretó el gatillo. En ese preciso instante apareció Grunder y el martillo le pasó rozando. Ahora sentía exactamente el mismo desasosiego.

Paul fue andando por la Segunda Avenida y subió al Porsche. El Ojo comenzó a correr en dirección al edificio del
Globe
. Aminoró, y luego fue paseando. Subió al Toyota amarillo justo cuando el Porsche pasaba a su lado. ¡Malas vibraciones!

Cruzaron el Independence Circle y giraron hacia el Constitution Boulevard, pasando por la fachada de cristal de la Terminal Aérea. Allí era donde había conocido a su esposa. Trabajaba allí en el cincuenta y dos. El año en que explotó la bomba de hidrógeno.
Atoll H
, ocho letras.
Eniwetok
. Maggie nació en el cincuenta y tres. El año en que murió Stalin. Ambas habían desaparecido en el cincuenta y cuatro. El año… El Porsche se metió en un hueco de la acera del Parque Sur. Había sitio para dos. El Toyota, de un viraje, se encajó limpiamente justo detrás de él.

Eran las cuatro en punto.

Paul se adentró en el parque. El Ojo cogió la Minolta XK y le siguió de cerca. Chicas y chicos andrajosos se desparramaban sobre el césped como si fueran escombros, tocando flautas y guitarras. El Ojo les hizo una foto. Se mofaron de él. Sacó una foto de la fuente. Paul se sentó en un banco y encendió otro puro. El Ojo tomó algunas fotografías del campo de juegos, rebosante de niños. Compró un helado de cucurucho a un vendedor ambulante junto al pabellón. En uno de los senderos un organillero estaba tocando
A la sombra del viejo manzano
. Le hizo una foto a una niña con una pelota. ¡Cristo! ¿Cómo urdía Dios los destinos de todos estos crios? ¡Tú! ¡Tú allí…

! Tú compondrás nueve sinfonías. Tú serás taxista y tú cartero y tú un detective privado. Tú una mecanógrafa, tú secretario de Estado, tú marica, tú timador. Tú escribirás
Coriolano
y tú morirás en la silla eléctrica. En el sótano de la calle Fair Oaks había un mapa de la ciudad, tan grande como una pista de baile, recubierto de luces brillantes. Verde para las violaciones, rojo para los homicidios, azul para los atracos a mano armada, amarillo para los accidentes. A lo mejor también había un mapa en el Cielo, un inmenso tablero cuadriculado en el que se seguía la pista de cada uno.

¿Eh, qué hay de ese ojo en el parque? ¿Lo captas? Alto y claro, Señor. ¿Qué es lo que hace? Está comiendo un helado de cucurucho. Vainilla y chocolate. ¿Está tranquilo?

Negativo, Majestad. Tiene un problema de malas vibraciones.

¡Pues pégale un meneo!

Y apareció la chica.

Ella bajaba por un sendero hacia el banco. Veinteañera, vestía una boina y una gabardina oscura, y llevaba una maleta. Más cerca… más cerca… ágil, flexible… más cerca… más cerca… hermosa, de ojos gris azulados… más cerca…

Paul se dio la vuelta y la vio. Tiró a un lado su puro, se levantó y corrió a su encuentro. El Ojo le sacó una fotografía.

El organillero estaba tocando
Shine on Harvest Moon
. Se besaron. El Ojo tomó otra fotografía. Sentía un sabor extraño en los labios, metálico. Se limpió la boca con la manga de la chaqueta. Se le borró la visión. Intentó sacar una tercera fotografía pero no podía ver nada. Se apoyó contra un árbol, parpadeando y bizqueando. ¡Jesucristo! El parque se hallaba tan a oscuras como el vacío, y sus jodidas orejas le zumbaban. Dejó caer la cámara. Intentó escupir, resopló y se sonó la nariz. ¿Estaba sangrando? ¡Dios, tenía que echar una jodida y monstruosa meada! Bueno, de acuerdo, adelante; nadie podía verle, estaba demasiado oscuro. Se bajó la cremallera con dedos muertos de hielo y chorreó por todo el pantalón y los zapatos. ¡Joder! ¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde estaba la hijaputa de la Minolta? ¡El helado debía de estar envenenado! El pito se le estaba encogiendo. ¡Había desaparecido! ¡Desaparecido!

BOOK: La mirada del observador
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