Read La mirada del observador Online

Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (18 page)

BOOK: La mirada del observador
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En Phoenix alquilaron una furgoneta con remolque y fueron al norte en viaje de camping al Grand Canyon Park. El 6 de febrero la policía hawaiana identificó el brazo de Keneoke como perteneciente a Jerome Vight. El 7 de febrero,
Los Angeles Times
, en un artículo en la página tres, informó de que las muertes de Vight en Hawai y de Cora Earl en Sun Valley estaban con toda probabilidad conectadas, y que el FBI buscaba a la señorita Ella Dory «para interrogarla».

Ella Dory, alias Mary Linda Kane, alias señora de Rex Hollander, cuyo nombre verdadero era Joanna Eris, y su marido vagaban por el Coconino Plateau, conduciendo de noche y acampando de día para evitar el calor.

El Ojo los seguía en un Mercury alquilado, manteniéndose a una prudente distancia. Cuando ellos se detenían, él aparcaba el coche y circunvalaba el remolque como un apache. Una vez un enorme y polvoriento escorpión le picó en el tacón del zapato, acojonándolo. Otra vez, metió el pie en un agujero, encima de una familia de lagartos gilas. Comenzó a odiar Arizona apasionadamente.

Una mañana Joanna condujo sola a un pueblo cercano, a por provisiones. Cuando regresó, clavó el primer clavo en el ataúd de Rex.

—Rex, acabo de llamar a mi agente de bolsa en Los Ángeles. Estoy en un apuro.

—¿Cuál es el problema, diente de león?

—Necesito cuarenta mil dólares antes de que cierre el mercado el viernes. ¿Puedes prestármelos?

—¡Cosa hecha!

Extendió un cheque. Ella lo metió en un sobre, luego regresó al pueblo en coche y fingió echarlo al correo. Se compró un rifle.

Esa misma noche, todo el infierno se desencadenó.

El Ojo, rondando por un paisaje lunar de riscos, se topó con un chacal muerto. Unas enormes y gordas hormigas rojas lo estaban devorando. Más adelante, asomado al borde de un precipicio, había un cartel de hojalata: Mesa del Diablo, Población 15. No había nada más, excepto un trozo de valla y una choza de barro en ruinas. Y una serpiente de cascabel. Se empinó entre las piedras, mirándolo ferozmente. Él dio un salto hacia atrás, tropezó y cayó, rodó dando volteretas por un barranco.

Rex lo vio. Salió a escape del remolque, agitado por la excitación.

—¡Mary Lin! ¡Hay un tipo ahí arriba en las rocas!

Ella se rió.

—No, no hay nadie. No es más que mi duende.

—¿Tu qué?

—Un espíritu que me he inventado para que me visite. No le prestes atención.

—¡Y una mierda! ¡Dame tu rifle!

—Rex, no voy a permitir que tirotees a mi espíritu.

—¡Entonces vamos a capturar vivo a ese hijo de puta! Tú vas dando un rodeo detrás de él. Yo subiré directamente a la colina.

El Ojo se metió en una escarpadura de cantos rodados, insultándole. Se ocultó en una hendidura, rezando para que nada saliera de la tierra y le hincara el diente.

Rex subió a la cima, pasó corriendo por su lado y cruzó el precipicio que había detrás de la choza. Entonces apareció Joanna en dirección contraria. Se detuvo, se quedó mirando un momento las hormigas. Vio el cartel, cruzó la valla y se adentró en la Mesa del Diablo.

La cascabel salió escurriéndose de su guarida, enroscándose en el camino frente a ella. Ella se quedó helada.

—Hola… —susurró.

Sacudió la cabeza hacia ella, abriendo las fauces y silbando. El Ojo sacó su 45 del cinturón. Pero no estaba en peligro; todavía no. Tenía tiempo suficiente para poder retroceder. Pero no se movió. Se quedó ahí, esperando. La serpiente se adelantó oscilando, repicando furiosamente. Rex apareció por un lado de la choza.

—¿Lo viste? —la llamó.

—No.

—Supongo que le dimos un susto. —Avanzó hacia ella—. Observa este sitio dejado de la mano de Dios. Es como una película de John Ford.

Joanna levantó los brazos lentamente.

—Debe de haber sido un rancho o algo así —dijo, y lentamente posó las manos en sus caderas.

—¡Imagínate a alguien viviendo en este infierno!

La cabeza de la serpiente se agitó en derredor. El Ojo la observaba, fascinado. Rex se aproximó más, y más. Pateó una piedra con la bota, la culata de su fusil se raspaba contra la tierra. Joanna se quedó inmóvil. Más cerca.

—Es perfecto para tomar baños de sol. —Ella forzó una risa.

—¡Menudo sitio para pasar una luna de miel! —Él fue hacia ella—. Bajemos al remolque y…

Su sombra cayó sobre la serpiente. La cascabel chasqueó como una castañuela. Rasgó el aire con las fauces y lo alcanzó en la entrepierna. Él soltó un grito, al tiempo que dejaba caer el rifle. Retrocedió cojeando.

—¡Mary Lin! —Las fauces le mordieron de nuevo, en el estómago—. ¡Mary Lin!

Entonces oyó el coche.

Salió de la hendidura, trepó por los cantos rodados hasta la cima de la loma. Una patrulla venía conduciendo por el estrecho sendero que había tras la escarpadura.

—¡Mary Lin!

El Ojo bajó corriendo al precipicio. La serpiente había desaparecido. Al igual que Joanna. Rex bramaba, sentado en el suelo. Se volvió hacia el Ojo. Intentó ponerse en pie.

—¡No puedo mover las caderas! —aulló—. ¡Estoy paralizado! ¡No puedo mover las caderas!

El Ojo recogió el rifle de Joanna y regresó corriendo a la cima. La patrulla se detuvo en un barranco, justo a sus pies. Se abrieron las puertas. Un sheriff gordo con Stetson salió con dificultad de detrás del volante. Del otro lado se apearon dos hombres: los mismos federales que había encontrado en el vestíbulo del Mark Hopkins el mes pasado. Se quedaron escuchando los chillidos de Rex que retumbaban en los cañones de alrededor.

—¡Suena como una jodida pantera!

El Ojo se dejó caer sobre una rodilla y disparó. Las dos primeras balas perforaron las ruedas de detrás y de delante de la patrulla; la tercera atravesó la puerta abierta y pulverizó la radio del salpicadero. Los tres hombres se desparramaron para cubrirse entre las rocas.

Se deslizó por los cantos y corrió bordeando el barranco y la loma que había encima del campamento. Joanna estaba en la furgoneta, dirigiéndose hacia la carretera.

Miró a Rex por encima. Estaba echado de espaldas en el polvo, llamándola aún.

—¡Mary Lin!

Su rostro estaba cubierto de espumarajos burbujeantes, y se daba puñetazos en el abdomen.

—¡Mary Lin!

El Mercury estaba aparcado a medio kilómetro hacia el sur. El Ojo corrió hacia él. Una bala salida de ninguna parte le golpeó ligeramente en el hombro. Pensó que era la serpiente y lanzó un grito de terror. Sus pies patearon en distintas direcciones. Se encontró levantado en el aire como un saltador de altura.

—¡Alto, lamepollas! —chilló una voz.

Cayó de lado sobre una densa alfombra de arena, con todos los huesos dislocados. Metió la mano por abajo, intentando agarrar la cabeza de la cascabel. Se tocó la herida y soltó un rebuzno.

—¡Alto!

Una bala rebotó delante de él.

—¡Alto!

Se metió detrás de una duna. Se miró el brazo izquierdo. Aún seguía allí. Lo levantó, lo agitó, flexionó los dedos. Unas sutiles punzadas de dolor le vibraron por la espalda de arriba abajo, logrando casi adormecerlo. ¡Que se jodan! ¡Se iba a desmayar! Se incorporó, fue dando traspiés hasta el Mercury. Abrió la puerta… ¡upa! La meseta se inclinó y lo envió de un capirotazo detrás del volante. Puso en marcha el motor. ¡Ahora todo iba bien! Ahora todo lo que tenía que hacer era seguir moviéndose. Nunca le pescarían, no sin ruedas y sin radio. Unas mariposas pasaron revoloteando delante del parabrisas: radiantes nubes de mariposas amarillas, naranjas, moteadas de negro y llamativas.

Maggie se inclinó sobre él y cerró la puerta. Abrió la maleta y sacó el chal mejicano. Se lo envolvió alrededor bien prieto. Bien, va bien. Cesó la hemorragia. Gracias. Ella le señaló el cuentakilómetros. Iba a cien. Aminoró a cuarenta. Ella le indicó dónde estaba la carretera, sostuvo el volante, lo desvió de las rocas. Eso es. Estaba en carretera. Magnífico. Aceleró. Sesenta… ochenta… cien… ciento veinte… ¡Viva!

Ella puso en marcha el aire acondicionado. Le frotó las mejillas con sus dedos fríos. Él se preguntó qué aspecto tendría ella. Ella se apoyó en él, encajonándole contra la puerta para que no se cayera. Cuando se puso el sol, fue ella quien encendió las luces. Gracias. Luego puso la radio. En la cerrada oscuridad la podía oír respirar. Tenía miedo de doblar la cabeza… su cuello estaba tan agarrotado… la miraría un momento, sin embargo… Tenía que hacerlo… Ella le despertó con la punta del dedo cuando se quedó dormido. Gracias. Cantó una canción para él.

No será un matrimonio a la moda,

no puedo costear un coche.

Pero estarás encantada

sobre el sillín

de una bicicleta hecha para dos…

La furgoneta iba a un par de kilómetros delante de él.

13

Nueve horas después, a las tres, llegaron a Alburquerque. La furgoneta se metió en un motel, poniendo punto final a tan espantoso viaje.

El Mercury patinó en una estación de servicio nocturna, dio una pila de botes, se rozó contra un surtidor y se golpeó contra una valla. El Ojo, sentado tras el volante, se reía tontamente del chiste que contaba el pinchadiscos. «¡Doctor, es terrible, estoy perdiendo la memoria! ¿Qué voy a hacer?» Y el doctor le decía: «Bueno, antes de nada, págueme por adelantado». Apagó la radio, abrió la puerta e intentó mover las piernas.

Una chica vestida con un mono salió precipitadamente del garaje.

—¡Cretino de mierda! ¿Qué coño significa esto? —Luego vio el chal sangriento y silbó.

Se dejó deslizar al suelo, apoyándose contra el parachoques.

—¿Me puede dar un vaso de agua?

—Y dele a la joven una Coca-Cola o alguna cosa.

—¿Qué joven?

Miró el coche de reojo. Maggie había desaparecido.

—Oh, es verdad… se apeó en Arizona.

Era cierto. La había dejado en algún lugar del Bosque Petrificado. Simplemente había abierto la puerta y de un salto se había perdido en la noche. Después de eso la había vuelto a ver en Nuevo México, de pie en un campo, haciéndole señas con la mano…

La chica se sacó del mono un Smith & Wesson del 38 y le apuntó con aplomo.

—Ahora bien —dijo arrastrando las palabras—. No quiero tomar parte alguna en lo que sea que ande metido.

—¿Yo? —Le sonrió con una mueca de dolor—. Yo no ando metido en nada.

—¿A lo mejor se cortó afeitándose?

—Algo así, sí.

Le dio un billete de cincuenta y le dijo que telefoneara al número de Watchmen, Inc., local. Mientras esperaba, se sentó en un bordillo, envuelto en el chal como una vieja cansada, y se bebió casi un litro de agua. Ella mantuvo el 38 apuntado hacia él.

Veinte minutos más tarde, un detective llamado Dace llegó en un MG rojo. Llevaba botas de cowboy. El Ojo le saludó.

—¿Qué hay?

—¿Te puedes mover, amigo?

—No.

Dace lo cogió en brazos y lo metió en el coche. Lo condujo a una casa apartada en Istela. Un médico le exploró la herida con unos ganchos y le extrajo una tonelada de hierro puerco del hombro. El Ojo se desmayó dos veces. Cuando se despertó la segunda vez, estaba vendado y drogado con morfina. El sol brillaba.

—Así que ¿cómo te encuentras? —le preguntó Dace.

—¡Muy animado! —Se levantó y se movió por la habitación como un equilibrista—. Estupendo, animadísimo. —El agujero de su espalda estaba calmado y entumecido. Su brazo izquierdo no tenía peso. Como un dandy. Se palpó la barbilla—. Necesito un afeitado.

—Doc dice que deberías permanecer quieto una temporada.

—Imposible. No puedo.

—Tu Mercury está fuera.

—No puedo hacerlo. Tengo que… ¿mi qué? ¿El Mercury? —Dio unos pasos arriba y abajo, con la morfina rezumando en su interior, desatando todos los nudos—. Te ocuparás tú de eso por mí, ¿lo harás? Raspe… Casque… Dale…

—Dace.

—Deshazte de él. Yo ya no lo necesitaré.

—¿Estás en tus cabales, amigo?

—Me iré de aquí en avión. Me puedes llevar al aeropuerto en tu MG. ¿Qué quieres decir con que si estoy en mis cabales?

—¿Puedes oírme?

—Por supuesto que te puedo oír.

—Bien, porque tengo malas noticias para ti.

—Simplemente apárcalo en algún lugar donde puedan encontrarlo. ¿A cuánto estamos de Alburquerque? Déjame ponerme una camisa limpia y ya puedes sacarme de aquí. ¿Malas noticias?

—¿Estás seguro de que logro hacerme entender, amigo?

—Sí, habla.

—Acabo de hablar por teléfono con el señor Baker. Dice que te diga que estás despedido. Y que me des la cámara Minolta.

Facturó su equipaje en el aeropuerto y cogió un taxi hacia el motel. Ella aún seguía allí. Eran las once. No se movía rápido. Con el FBI un estado detrás de ella tendría que moverse mucho más aprisa.

Regresó al aeropuerto, lo afeitaron en una barbería y la esperó en el salón. Ella llegaría tarde o temprano. Tenía que irse en avión. Mantener la furgoneta era algo a descartar, y alquilar otro coche era casi igual de arriesgado. Y tenía demasiada prisa para coger un tren.

Se sentó sudando y retorciéndose conforme el efecto de la morfina desaparecía gradualmente, sacando su dolor al descubierto. Pensó en la Watchmen, Inc. Nunca podrían despedirlo si hacía de ello un problema. O si se arrastraba un poquito. Todo lo que tenía que hacer era telefonear a Baker y prometerle que mañana estaría de vuelta en la oficina. Pero ¿para qué molestarse? No volvería nunca.

11:45 ¿Dónde coño se había metido? En la dicha y la desventura. En la salud y la enfermedad. Tragó una aspirina. Se preguntó quién le sustituiría en su mesa de la esquina junto a la ventana. Había sido su único hogar durante veinte años. ¡Dios! ¿Qué se había dejado en el cajón? Una botella de Oíd Smuggler, un tubo de pegamento, sus útiles de coser y su máquina de afeitar, plumas y lápices. ¡Veinte años!

—Sí. —Habló en voz alta. Ella llegó a mediodía, con una peluca roja. Compró un billete para Savannah.

—¡Por qué has tardado tanto! ¡Hace horas que debiéramos haber salido de aquí!

—¿Crees que Rex está muerto?

—No lo sé. Probablemente.

—Si lo está, ¿cuánto tiempo pasará antes de que el banco lo sepa?

—¿Qué banco?

—¡Su banco, estúpido!

—Un par de días. Primero avisarán a la familia. ¿Por qué? ¿Estás preocupada por el cheque?

—Sí. ¿Cómo está tu brazo?

—Petrificado. Escucha, ¿tú no piensas cobrar ese jodido cheque, verdad, Joanna?

—Por supuesto que sí.

BOOK: La mirada del observador
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Christmas Visitor by Linda Byler
Blood and Betrayal by Buroker, Lindsay
Unraveled by Dani Matthews
La cara del miedo by Nikolaj Frobenius
Heather Graham by The Kings Pleasure
Jamaica Kincaid by Annie John
Unforgettable by Jean Saunders
The Gemini Virus by Mara, Wil