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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (19 page)

BOOK: La mirada del observador
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Se dejó caer en un asiento trasero y se quedó profundamente dormido. Caminó durante horas por el pasillo del colegio buscando las aulas. Pero no había puertas, sólo muros. Los estuvo aporreando con el puño izquierdo hasta que se le cayó el brazo. Entonces, en un hueco oscuro de la parte de atrás del edificio, encontró un tablón de anuncios. Pinchado con un alfiler había un mensaje de Maggie, garabateado en un pedazo de papel marrón de embalar arrugado.

Querido Papá:

Gracias por la postal. Siento no haber podido esperarte. No me gusta andar rodando por aquí después de las clases. Estos pasillos están encantados por el fantasma de una señora que golpea los muros. Dale mis recuerdos a Joanna.

Sinceramente,

MAG

Las punzadas del hombro se apaciguaron, y él supo que todo iba a ir bien.

Aterrizaron en Savannah a las 3:30. Utilizando su identidad de señora Mary Linda Hollander (peluca rubia), cobró el cheque de Rex de cuarenta mil dólares en su banco de Port Wentworth; después, esa misma noche, voló a Miami y se registró en un hotel de Dania que daba al mar, con el nombre de señorita Ada Larkin (peluca color castaño).

El Ojo se metió en un lugar más pequeño, y más barato, a una manzana de la playa. Su herida cicatrizaba lentamente. En marzo ya podía doblar el brazo tras la espalda sin dolor, y para abril realizaba cinco tracciones con pesas al día.

Telefoneó a su banco, y se enteró de que desde el 28 de febrero habían dejado de llegar los cheques de su paga. Así que estaba oficialmente retirado; ¡y ya en Florida! Preparó un presupuesto y estimó que podía vivir de sus ahorros al menos tres años. Después de eso… ¡joder! Ya vería.

Se compró otro traje —ahora tenía tres— y un viejo Fiat. Hacía cuatro o cinco crucigramas al día, y por la noche soñaba no sólo con el pasillo, sino con la serpiente de cascabel y el tiburón. Algunas veces, a solas en su cuarto de baño o paseando por la playa, se sorprendió silbando
La Paloma
.

Joanna, alias Ada Larkin, volvió rápidamente a ser ella misma, comiendo peras, comprando ropa, bebiendo coñac y leyendo su horóscopo.

Dormía durante el día, por la tarde nadaba, y cada noche jugaba. En menos de cuatro semanas casi había doblado los cuarenta mil jugando a la ruleta. El Ojo apostaba cantidades mucho menores al Black Jack y a las mesas de dados, sacando cada noche un nada pingüe promedio de doscientos dólares, con los que pagaba su alquiler y la mayor parte de sus gastos.

Un mediodía caluroso se metió en un bar para beber algo y vio un cartel en la pared: «Pruebe Pilsen: La cerveza checoslovaca». Eso le hizo recordar que aún no había solucionado el crucigrama número siete.

Fue a la biblioteca pública y se pasó una hora leyendo la historia de Checoslovaquia en diversas enciclopedias y almanaques. Descubrió que era una democracia popular del bloque comunista totalitario, pero que anteriormente había sido una república independiente, fundada tras la Primera Guerra Mundial, y que comprendía los países de Bohemia, Moravia, Silesia y Eslovaquia, cada uno con una capital; una capital en Checoslovaquia: Praga, Brünn, Breslau y Bratislava. Seis letras, cinco letras, siete letras y diez letras. Ninguna de ellas podía caber en las cuatro letras de
Ciudad de Checoslovaquia
.

Finalmente decidió mirar la solución en las últimas páginas de la revista. Pero no lo hizo.

En vez de hacerlo, se fue a la playa y observó cómo Joanna se tiraba de cabeza en la espuma.

Comenzó a inquietarse.

Ella se encerraba demasiado en sí misma. Eso era un error. Una mujer solitaria vagando por Miami llamaba más la atención que la publicidad aérea. La gente comenzaba a fijarse en ella y a chismorrear: los huéspedes del hotel, los crupiers, los barmans, los camareros y los botones.

—Creo que debiéramos ponernos en marcha, Joanna —la avisó.

—Todavía no.

Se compró una nueva peluca (color castaño). Fue a un oculista y se hizo examinar los ojos. Visitó una reserva de animales en Boca Ratón. Iba al cine.

El Ojo hizo una lista de las películas que vio:

15 abril
Klute
.

19 abril
I heard the Owl Call my name
.

20 abril
Jane Eyre
.

21 abril
Católicos
.

23 abril
Jane Eyre
.

25 abril
Dólares
.

27 abril
Jane Eyre
(otra vez).

El Ojo hizo una lista de las revistas que compró:

Vogue

Elle

Time

Glamour

McCall’s

Newsweek

The New Yorker

Cosmopolitan

Good Housekeeping

París-Match

El Ojo hizo una lista de los libros que leyo:

Jane Eyre
, de Charlotte Brontë.

Guerra y paz
, de Tolstoi.

Nana
, de Zola.

Moby Dick
, de Melville.

The End of the Affair
, de Greene.

Hamlet
.

Hizo una lista de sus crímenes:

Paul Hugo

Doctor Brice

Bing Argyle

Un policía de Nueva York

Cora Earl

Jerome Vight

Rex Hollander

De siete de ellos estaba seguro. Cuatro maridos.

—¡Vamos Joanna, tenemos que marcharnos ahora mismo!

—Oh, todavía no.

Entonces, en mayo, tres o cuatro limusinas llegaron al hotel y un enjambre de árabes se apoderaron de todas las suites del último piso. En el periódico de la mañana venía una noticia sobre ellos:
Delegación árabe en la ciudad para entablar conversaciones sobre bienes raíces.

Cuando el Ojo los vio en el vestíbulo, casi se desplomó sobre el suelo. ¡Uno de ellos era Abdel Idfa!

¡Dios mío!

Durante el resto de la tarde los traviesos duendes del destino inminente se hicieron cargo de la situación.

Hicieron que Joanna escogiera ese día de entre todos los días para cambiar su horario. En vez de ir a la playa, salió a la piscina, y practicó saltos durante una hora. Abdel Idfa se juntó allí con ella, como si se hubieran citado, y se tumbó en una hamaca a tomar el sol a menos de quince metros de ella.

Luego, ambos pasaron una media hora en el bar del patio, bebiendo martinis, entrando uno detrás del otro, cada uno bebiendo a sorbos su bebida en cada extremo del bar, y a continuación marchándose juntos tan simultáneamente que casi se chocaron en la puerta.

El Ojo se volvió loco del canguelo. ¡La multitud la salvaba! ¡Gracias, Señor, por todos estos comparsas de vacaciones, esta Gente Guapa de Miami: los tarzanes atléticos con cojoneras de Ted Lapidus y las innumerables nenas semidesnudas precipitándose de un lado a otro, y las viejas de cabello morado con gafas de sol gigantes, y sus maridos con cara de solomillo en bermudas! Estaban por todas partes, en vastas manadas, abarcándolo todo en fosos y rampas de ruido, de movimiento y de densidades.

Después, a las dos en punto, ambos comieron en el comedor del hotel; Abdel y diversos miembros de la tribu en una mesa, Joanna en la otra, separada de él tan sólo por algunos tiestos de plantas y unas escasas docenas de comensales.

Luego ella se pasó dos horas leyendo en su habitación, y él se marchó a algún lugar. Pero hete aquí que se volvieron a encontrar en el vestíbulo a las 4:30, ella saliendo del ascensor, él emergiendo de la barbería. Se cruzaron justo enfrente de la recepción, a escasos centímetros de distancia, ella dejando su llave en el buzón, y él preguntando al conserje por unos cablegramas en blanco.

El Ojo no podía más.

Fue a una floristería en la calle Tampa y compró dos docenas de rosas para que se las enviaran a la habitación de ella. Garabateó en una tarjeta:

Querida señorita Larkin:

La he visto esta tarde en la piscina y desde entonces me he estado preguntando si es usted la misma joven que conocí en Chicago hace un tiempo.

Lo sea o no, ¿quisiera acompañarme a tomar una copa? Estoy en la 196-197.

ABDEL IDFA

Pagó su cuenta y salió tan rápido que al Ojo ni siquiera le dio tiempo de vender su Fiat. Lo dejó en el aparcamiento del aeropuerto.

Ella se puso su nueva peluca castaña y cogió un avión para Detroit.

Ahora se hacía llamar Roxane Devorak.

Pasó cuatro meses en Chicago, viviendo en Lansing, Grands Rapids y San José, justo al otro lado del lago del rascacielos en el que acuchilló a Bing Argyle.

En septiembre se marchó a Pittsburg por un mes, luego se pasó dos meses en Buffalo y otro mes en Tonawanda, cerca de las cataratas del Niágara, donde apostó cada noche en un cabaret muy caro. Perdió nueve mil dólares. El Ojo ganó once mil. Una mañana miró por la ventana y vio que estaba nevando. Era Nochebuena. Había transcurrido otro año. Volaron a Filadelfia y aterrizaron en medio de una ventisca.

14

Envuelta en su visón, Joanna vagó por las calles, mirando escaparates y escuchando a las bandas del Ejército de Salvación tocar villancicos. El día 24 su horóscopo le aconsejaba:

Éste es tu mes y ésta

la estación para estar alegre,

así que saca partido del regocijo

e intenta pasarlo bien…

Ella obedeció las instrucciones y se quedó sonriendo ansiosa y mirando fijamente a las multitudes que pasaban por su lado como si estuvieran esperando a alguien para darle la bienvenida entre el júbilo general. Le dio un dólar a un desastrado Santa Claus en la calle Market.

—Gracias —dijo él echando un vistazo a sus piernas—. Yo también tengo un regalo para ti, nena. —Se bajó la cremallera de sus pantalones rojos y le enseñó la polla envuelta en tiras de oropel.

Entró en unos grandes almacenes y vagabundeó por los pasillos arriba y abajo. Los altavoces tocaban
God Rest Ye Merry, Gentlemen
. Miles de personas pululaban a su alrededor. Compró un suéter. Se metió por un bosque de árboles de navidad gigantes de resplandeciente cartón. Había niños por todas partes. Vio montones de Jessicas agarradas de la mano de sus padres, pasando de largo por su lado, dejándola atrás sin participar de su alegría. Y dejó de sonreír.

El Ojo también veía a su hija dondequiera que miraba. Ella estaba con su padres auténticos, apresurada, feliz, hombres capaces que la sostenían firme y suavemente para que no se extraviara en el tumulto, y que esa noche la conducirían a casa, a las calientes habitaciones de hogares confortables con acebo en las ventanas.

Perdió de vista a Joanna. Cuando la volvió a encontrar había un hombre con ella.

Nunca supo cómo se llamaba; todo sucedió y acabó demasiado rápido.

Pasearon por las calles sin rumbo fijo, y se metieron en un bar donde se pasaron el resto de la tarde sentados, bebiendo grogs.

—Sí, he estado haciendo viajes rápidos por todo el país —le dijo ella—, durante meses y meses.

—Tienes suerte de poder viajar —comentó el hombre—. Yo simplemente no tengo tiempo.

Tenía unos cincuenta años, calmado y serio. Un hombre bueno, resultaba claro, alguien que nunca era cruel o malicioso.

—Pero me gustaría descansar un tiempo. —Encendió un Gitanes, se recostó, miró la habitación en penumbra a su alrededor—. Aquí.

—¿Y por qué no? Fila es una ciudad agradable. Creo que te gustaría.

—Alquilar una casa y sólo dormir y… —Se tocó el medallón de plata—. Estoy tan cansada…

—Yo podría ayudarte a encontrar una casa. Eso no es ningún problema.

—Eso no es ningún problema, no —se rió ella—. El problema es…

—¿El qué?

No muy lejos de su mesa había un pequeño árbol de Navidad. Joanna lo miró fijamente. En la esquina del salón un pianista tocaba
Jingle Bells
. La escarcha cubría los ventanales, nublando la luz con cumulonimbos niveos y grisáceos.

—El problema es —dijo ella—: ¿qué haré mañana? O al día siguiente. O las próximas Navidades. —Probablemente había empezado con la intención de contarle alguna historia. Pero ahora se estaba yendo por las ramas, y hablaba casi para sí misma—. ¿Cuánto tiempo puedo descansar? El tiempo pasa muy rápido. Y es tan caro. Cuesta una fortuna comprar un día o un año de vida. Tenemos que pagar un alquiler para vivir en el mundo. Cada vez que el mundo se mueve, el propietario quiere su dinero. Y mi monedero siempre está vacío, me gasto todo mi tiempo y todo mi dinero, y no tengo nada que dar a cambio. Absolutamente nada. Todo lo que poseo es un sentimiento de pérdida. Lo he perdido todo.

—¿Qué has perdido?

Se miraron el uno al otro. Ella le sonrió.

—¿Eres banquero?

—No. ¿Qué es lo que te hace pensar eso?

—Tienes pinta de ser uno de ellos.

—¿Quiénes?

—En un banco, sentado a la mesa en un cuchitril acordonado. Cada vez que intento cobrar un cheque, la chica del mostrador va y te comenta algo por lo bajo y ambos me miráis. Y tú coges un teléfono y llamas a alguien en otro cuchitril, y finalmente regresa la chica y me dice: «¿Puede identificarse, por favor?».

—Hago publicidad.

—No —cabeceó—, no haces publicidad, eres un banquero que preguntas por qué tengo un pasivo.

—Yo sólo te he preguntado qué era lo que habías perdido.

—Bueno, te lo diré. Perdí mi infancia y mi juventud. Mi padre y mi marido. Mi hija. Y mi cabeza, eso también me ocurre ahora, mi memoria no hace más que ponerme zancadillas. Todos mis recuerdos están enlodados. Y mis ojos. —Lo miró de reojo—. Me estoy volviendo miope. Todo tiene un aspecto borroso. Necesito gafas. ¿Qué voy a hacer cuando sea vieja, cuando me encuentre agotada, ciega y loca de atar?

El pianista tocaba
La Paloma
. El camarero les sirvió otras copas.

—¿Quién pidió esa canción? —le preguntó ella.

—No lo sé —contestó el muchacho.


La Paloma
. —Sonrió haciendo una mueca—. Estaban tocando eso la noche que papá se fue de Nueva York. Vimos Hamlet, con Richard Burton. Antes de eso fuimos… nos fuimos a patinar sobre hielo toda la mañana. Y por la tarde subimos andando por el Riverside Drive hasta la Tumba de Grant; un día magnífico. En el Hudson había unos enormes barcos grises con chimeneas color naranja. En el parque había sillas. ¿Quién fue el que dijo que la Tierra es incapaz de responder? ¡Eso no es verdad! La Tierra puede hablar. Nos puede cantar. Los árboles, las calles, las lilas pueden tocar música en tus oídos si escuchas y si eres una niña, paseando por el River Side con tu padre. Después del teatro nos fuimos a una fiesta en algún lugar del East Side, creo. Todo el mundo pensó que era su novia, o así lo pretendieron. «La recogí en la Calle 42», decía él cuando alguien le hacía alguna broma. Luego nos fuimos al Kennedy y se montó en el avión. Había sido un día tan largo, toda la mañana, tarde y noche, y estuvimos juntos cada minuto. Pero era su último día y su última noche. Nunca lo volví a ver.

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