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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (3 page)

BOOK: La mirada del observador
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Dos niñas cruzaron el césped y revolotearon ante él. Él les sonrió. Una de ellas recogió la cámara y se la alcanzó. Él la tomó, carraspeando. Tres viejas arpías sentadas en un banco al otro lado del césped lo contemplaban como un trío de basiliscos. Al menos, podía verlas. Pero ellas también lo podían ver a él. ¡Gente mirándole! ¡Formidable! ¡Esa mierda debía parar de una vez!

Alzó los ojos al cielo. El sol caía de plano. Bien. Estaba bien. Tan sólo aturdido. Sí. Claro. Bueno. ¿Eh? ¿Hummm? Tranquilo… tranquilo…

Las dos niñas lanzaban la pelota de acá para allá. Las viejas arpías hacían punto. ¡Estupendo! Todo iba a pedir de boca. Excepto que no se había abrochado, exponiéndose a plena luz del día junto a un jodido campo de juegos.

Anduvo por un sendero y encontró un lugar escondido. Se subió la cremallera. Tenía los calzoncillos empapados. Se escabulló por entre los árboles. ¡No te toques el pito! ¡Aún sigues allí, pobre desgraciado! Los trastornos siempre afectan a los genitales. Ahora… ahora bien… así pues…

Miró atrás.

La chica aún seguía allí.

Le daban la espalda, gracias a Dios.

Paul sostenía la maleta y ella estaba de pie con las manos en las caderas, meciéndose, ligeramente ladeada, susurrándole algo. Luego viró rápidamente y miró fijamente al Ojo, o detrás de él, ¿a… qué? ¿A los flautistas del césped? ¿A la fuente? ¿Al pabellón?

Se marcharon.

Él los siguió.

Fueron al Ayuntamiento, a dos manzanas de distancia. Se casaron.

2

El Porsche salió de la ciudad por la avenida Belle Plaine, luego cogió el paso subterráneo de Clarion hacia la carretera Liberty. Pasó zumbando por Ada, Delphos, Kenia y Cedarville. El Toyota amarillo le siguió todo el camino a un kilómetro de distancia.

En la Minolta XK del Ojo había unas cuantas fotografías de la ceremonia. Y un primer plano de los dos nombres del registro del Ayuntamiento: Paul Hugo y Lucy Brentano.

La novia era de Nueva York. Vivía en la Calle 91 Este. Trabajaba en la oficina de Air France de la Quinta Avenida.

A las nueve llegaron al lago Camden, y se alojaron en el Woodland Inn.

El Ojo los dejó allí y condujo hasta una gasolinera de la carretera 68. En el lavabo se quitó los pantalones y los restregó con un paño mojado. Tiró los calzoncillos y se enjabonó el pene y los muslos. Luego cenó en un restaurante de Evanstown, devorando todo lo que le sirvieron: ensalada, sopa, ternera, arroz, una tortilla, otra ensalada, una tostada, queso, un plato de cerezas, bizcocho, café, otro bizcocho y un coñac doble.

En la mesa de al lado un borracho y su amiga discutían sobre África. Ella le tiró un cuenco de salsa y él casi la alcanzó con un tarro de mostaza, salpicando la pared de atrás. Tres camareros los pusieron de patitas en la calle.

El Ojo se comió un melocotón. Luego pidió otro coñac doble. A las once volvió al Woodland Inn.

Aparcó el Toyota junto a un soto al borde de la carretera y entró en el recinto por una puerta lateral. En el jardín brillaba una farola, coloreando de ámbar los bordes de la noche. Pasó la piscina y la pista de tenis, y descendió hacia la parte trasera del edificio por una estrecha escalinata de caracol con peldaños de piedra.

Los recién casados tenían una cabaña junto a la orilla del lago. Todas las luces estaban encendidas. Se aproximó a la ventana deslizándose silencioso como una sombra.

El cuarto de estar se hallaba vacío. El bolso de Lucy estaba en el sofá. Su gabardina oscura colgaba del respaldo de una silla. En la mesa-comedor había una botella de coñac Gaston de Lagrange y un paquete de Gitanes.

El dormitorio también estaba vacío. Una cadena con un medallón de plata colgaba del pomo de la puerta del cuarto de baño. La maleta, un traje, una combinación, un sostén y una boina estaban desparramados por la cama. Había una radio en la cómoda.

Fue al patio de atrás y miró por una ventana trasera. Paul, en calzoncillos, estaba en la cocina, fumando un puro, sacando vasos del aparador. Encontró dos vasos largos de licor y los llevó al cuarto de estar.

El Ojo se arrastró de nuevo a la ventana del dormitorio. Lucy salió del cuarto de baño, envuelta en una toalla, con un gorro de baño. Cogió la cadena del pomo y se la colgó alrededor del cuello. Iba descalza; su rostro resplandecía.

—¡Lucy!

—Un momento.

Se sentó a los pies de la cama y se quitó el gorro. Tenía el cabello muy corto y rojizo oscuro. Cogió una peluca de la maleta y se la puso. Ahora era castaña.

—¡La puerta está cerrada!

—¿Sí?

—¿Qué estás haciendo, dejarme fuera?

—Lo siento. Es la costumbre.

Se puso en pie, recorrió el cuarto, abrió la puerta. El Ojo se escurrió a la ventana del cuarto de estar. Paul estaba sirviendo dos coñacs. Lucy fue hacia la mesa, cogió el paquete de Gitanes y encendió un cigarrillo. Él le alcanzó la copa. Ella la tomó y bebió unos sorbos. Él le apartó a un lado la toalla, tocó el medallón.

—¿Qué es esto? ¿Una cabra?

—Capricornio.

—¿Tú eres capricornio?

—El veinticuatro de diciembre.

—¡Feliz Navidad! Yo soy leo. El cinco de agosto. ¡Y aquí estamos! —brindó—. Verano e invierno. Caliente y frío.

Bebieron. El Ojo dio un paso atrás en la oscuridad. ¡Un momento! ¿Capricornio? Su radar vibraba otra vez. En el registro la fecha de nacimiento era el 22 de marzo de 1954.

—¿Puedes traerme un poco de hielo? —preguntó Lucy.

El Ojo se acercó de nuevo a la ventana. Paul dejó su copa en la mesa y fue hacia la cocina. Lucy se acercó al sofá, sacó una ampolla de su bolso, le quitó el tapón y lo vació en el vaso de Paul.

Metió la ampolla dentro del paquete de Gitanes, se sentó y terminó su copa. Paul salió de la cocina con un tazón de cubitos de hielo. Lo colocó en el brazo de su silla.

—Me voy a dar una ducha rápida, cielo.

—No tardes mucho.

—No tardaré ni un segundo. —Cogió su copa y se metió en el dormitorio.

Comenzó a llover.

Ella destaponó la botella, se la llevó a los labios. Bebió un buen trago, luego encendió otro cigarrillo. Se puso en pie. Llevó el tazón de hielo a la cocina.

El Ojo se subió el cuello de la chaqueta. Le iluminó el destello de un relámpago. Se agachó, avanzó pegado a la pared hasta la ventana del dormitorio. Paul estaba en el cuarto de baño, bebiendo el coñac. Colocó el vaso en un anaquel, se quitó los calzoncillos, abrió la ducha y, silbando, se metió bajo el chorro de agua.

El Ojo estaba calado. Sacó el pañuelo, se enjugó la cara. ¿Qué era lo que había en la maldita bebida? ¿Hidrato de doral? ¿Un afrodisíaco? ¿Cianuro? ¡Cojones! Capricornio. Maggie era cáncer. El cangrejo. Tenía los pies empapados.

Lucy entró en el cuarto. Fue a la cómoda y encendió la radio. Una mezzosoprano canturreó.

Laissemoi prendre ta main,

Et te montrer le chemin,

Comme dans la sombre allée

Qui conduit à la vallée.

Samson et Dalila
. Diez horizontal,
compositor francés con brío
. Diez letras.
Saint-Saëns
. Lo iba a matar.

Tu gravissais les montagnes

Pour arriver jusquà moi

Et je fuyais mes compagnes

Pour être seule avec toi.

Ella se apoyó contra la pared y se fumó el cigarrillo. El Ojo la miró atónito. Lo iba a matar. Movió las caderas con una contorsión tan graciosa y exquisita que al Ojo se le hizo un nudo de dulzura en la garganta. La toalla se deslizó del cuerpo y ella se quedó allí de pie, desnuda a excepción de la cadena y el medallón. Lo iba a matar, estaba absolutamente seguro de ello.

Pour assouvir ma vengeance

Je t’arrachai ton secret…

Paul salió de la ducha arrastrándose a gatas. Rodó por el suelo y chilló a voz en grito.

Lucy fue al armario y lo abrió. Detrás de la puerta colgaba la chaqueta de él. Metió la mano en el bolsillo lateral y sacó el sobre, fue a la cama y esparció los dieciocho mil dólares en su maleta.

Cerró la ducha, apagó la radio y todas las luces.

El Ojo se secó con el pañuelo los oídos, que le zumbaban.

Echó hacia atrás la cabeza y dejó que la lluvia le salpicara el rostro.

Lucy reapareció por la parte de atrás de la casa, con la gabardina puesta, sacando a rastras por la puerta el cuerpo desnudo; atravesó el patio con él, bajó a la orilla, a un bote de remos amarrado a un pequeño embarcadero. Lo subió a bordo, trepando dentro tras él. Levó amarras, metió los remos en los toletes y se alejó remando en la lluviosa oscuridad.

El Ojo se sentó en el suelo bajo un árbol y la esperó. Barro. Estaba pegajoso de barro. Un letrero en el embarcadero advertía:

¡No se aleje mucho de la orilla

o se ahogará y no podrá nadar más!

Pete Stone.

Sheriff del Condado de Camden.

Hacía unos años había habido un caso que los chicos de la Watchmen denominaron «El Siniestro Caso de la Bañera Abominable». Un vendedor de monedas raras llamado Nitzburg desapareció con una saca de valiosos sextercios romanos o algo así, y Bill Fleet, el experto en personas desaparecidas —conocido en toda la empresa por Piesplanos— se pasó cuatro días buscándolo. Finalmente lo encontró en su propio cuarto de baño, sentado en la bañera, con la mitad izquierda del cuerpo paralizada. Se había quedado allí del orden de las noventa horas, incapaz de moverse, bebiendo el agua a sorbos para no morir. Sobrevivió. Cada Navidad le enviaba una tarjeta a Piesplanos. El…

Un momento. ¿Qué tenía eso que ver con esta travesura? Nada. Algunos trabajos simplemente eran más extraños que otros. Bueno, de todos modos,
él
estaba cubierto. ¡Coño, y tanto que sí! Les diría que se fue al coche a coger la gabardina, y que cuando volvió a la jodida cabaña se había ido. Diría que…

Lucy Brentano. ¿Cuál era su verdadero nombre? ¿En qué pensaba ahora, ahí fuera, a solas en el lago?

¡Eh! Podía meterse a hurtadillas en el dormitorio, coger los dieciocho billetes y desaparecer con ellos. Podría decir que esa tarde perdió su pista y que se pasó toda la noche volviendo atrás, tratando de encontrarlos. Podía…

Mierda.

Se quedó allí sentado, escuchando la tormenta.

Ella regresó al embarcadero. Amarró el bote y saltó a la orilla, pasando a escasos metros de él sin verlo.

Volvía a ser invisible, parte del paisaje y de los elementos. Barro. Una ciénaga. El viento y la lluvia.

Ella entró en la cabaña, encendió una lámpara, se quitó la gabardina y se caló un par de guantes. Desnuda, cogió el dinero de la maleta y lo dejó caer en la almohada de la cama; fue al armario y lió un fardo con la ropa de Paul, luego entró en el cuarto de baño y recogió sus enseres. Lo metió todo en la maleta. La botella de Gaston de Lagrange también. Y la radio.

Tarareaba. El Ojo, en cuclillas junto a la ventana, tratando de seguir de cerca sus movimientos, escuchó con atención la melodía de
La Paloma
.

Ella encendió un Gitanes, fregó los vasos y los metió en el aparador; luego recorrió la cabaña entera con una toalla, limpiando huellas dactilares de los grifos de los lavabos, los pomos de las puertas, los ceniceros, las tablas de las mesas, los brazos de las sillas, la cómoda, la puerta del armario negro, los accesorios del cuarto de baño y los interruptores de la luz.

Aún con los guantes puestos, se dio una ducha; luego se vistió y arrojó los guantes a la maleta, cogió los dieciocho mil y se sentó en la cama. Se apoyó sobre la almohada, con el dinero en su regazo, y se durmió.

Dejó de llover. El Ojo se quedó donde estaba, temeroso de moverse en la repentina quietud. Podía ver sus pies y tobillos, brillando en la neblina plateada de la luz de la lámpara. El resto estaba envuelto en sombras.

Se llenó la cabeza de espectáculos para relajar los músculos. Una corrida de toros. Un rodeo. Carreras de coches en Le Mans. Una chica haciendo esgrima con un indio iroqués. Maggie esquiando. Paul saliendo a flote en el lago. Un escenario desplomándose bajo una orquesta sinfónica completa, todos los músicos volcados en una loca avalancha de esmoquines, violines, oboes, violoncelos y fagots. Loca de veras. ¡Hombre, la cogerían en menos de veinticuatro horas!

¿Ellos?

Sí, ellos. Los señores que hay abajo, en homicidios.

¿Qué pasa con ellos? ¿Homicidios? ¿Qué homicidio?

¡Hombre, el novio flotando ahí fuera en el lago!

Suponte que no lo encontraran por un tiempo. ¿ Una semana, dos semanas, un mes? O nunca.

¿Nunca?
(Aparte.)
¡Por Dios, tienes razón! ¡Nunca lo encontrarán si no lo buscan!

¿Y eso qué significa, papaíto?

¿Eh?

Ella se despertó a las cinco. Se levantó de la cama, cogió la maleta y se fue al cuarto de estar. Metió el dinero en el bolso, se puso los zapatos y la gabardina y salió fuera; tiró la maleta en el Porsche.

El Ojo corrió a lo largo de la orilla y subió los escalones de piedra. Atravesó al galope el jardín hacia la puerta lateral e intentó abrirla. Estaba cerrada. ¡Hija de puta! Trepó por encima, bajó a todo correr la carretera hasta el Toyota amarillo. Saltó dentro y puso el motor en marcha.

Salió el sol.

El Porsche paró en medio del puente Camden. Lucy salió del coche, arrojó la maleta al río y luego su peluca. Sacó otra peluca de su bolso y se la puso. Ahora era pelirroja.

Volvió al coche y se alejó.

El Toyota la seguía a un kilómetro de distancia.

Aparcó el Porsche en la avenida Neatrour, a media manzana del palacete de cartón piedra de los Hugo, y fue andando por Lambert Crescent.

El Ojo la siguió a pie.

El portero del hotel Concorde la conocía.

—Buenos días, señorita Granger.

—Buenos días.

Entró al vestíbulo, cogió su llave del mostrador y se quedó esperando, las manos en las caderas, a que bajase el ascensor.

El Ojo se hundió en una butaca del salón. El detective de la casa, un cateto llamado Voragine, lo reconoció y se acercó a él haciendo muecas amargas.

—¿Qué te ocurre?

—Hola, Voragine.

—Tienes un aspecto lamentable.

—He pasado toda la noche en vela. ¿Quién es ésa?

—¿Quién?

—La pelirroja de allá junto al ascensor.

—Se llama Granger. ¿Por qué?

—Muy mona.

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