Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¡El dragón! —rugió en una voz tan ronca que le pareció ajena—. ¡Dispersaos!
Apenas aquellas palabras habían abandonado su garganta, cuando las copas de dos pandarias explotaron en llamas.
Nalavarauthatoryl el Rojo irrumpió a través de ellos como un zorro ansioso que irrumpe en el corral de las gallinas; cayó en picado sin temor a las ramas o a cualquier otro obstáculo que pudiera encontrar.
El dragón aún sangraba a causa de la herida que tenía en la panza, pero no parecía tan malherido como los cormytas habían supuesto. Extendía sus garras para atraparlos sin piedad, abierta la misma mandíbula de la que partirían las llamas.
Cuando Alusair se arrojó desesperada hacia un lado, lejos del griterío, hubiera podido jurar que el dragón sonreía.
Todo Faerun explotó en llamas a su alrededor.
L
a lluvia caía generosamente, repiqueteaba sobre la tapa de metal con tal estruendo que Vangerdahast no podía ni pensar. El trueno rugía de vez en cuando sobre el techo bajo, descascarillando pedacitos de un antiguo fresco Grodd que se precipitaban sobre el suelo encharcado. Otro rayo atravesó la habitación y destrozó una columna. El mármol saltó despedido como metralla, golpeando los rostros de media docena de cortesanos trasgo, y obligándolos a correr hacia la puerta, a riesgo de insultar a su rey al sangrar en su presencia.
Vangerdahast permanecía sentado en el trono de hierro, levantada la mirada hacia Rowen, a quien observaba debajo de la tapa de metal con que se protegía.
—No sé si darte más magia.
—Sabes que no puedo impedirlo —dijo Rowen. Parecía la simple silueta de un hombre hecho de oscuridad, recortado contra un torrente de lluvia gris—. Y estoy enfadado. Tanalasta me vio.
—Fue sólo un instante. —Vangerdahast tuvo que gritar para imponer su voz sobre la de la tormenta—. Y, además, no sabe que eras tú.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—¿Crees que de haber sabido que estabas a mi lado, podría yo haber cambiado de tema con tanta facilidad?
El siguiente trueno no rugió tan fuerte.
—Bien. ¿Qué te ha parecido?
—Sorprendida. —Vangerdahast se mostró escueto en su respuesta, e intentó parecer irritado. Rowen había llegado a gustarle, incluso puede que lo admirara, y lo último que el mago quería era discutir lo agotada que la había visto. Durante sus tres embarazos, la reina Filfaeril también había estado agotada—. Tenía intención de localizarte.
—Y lo hizo, pero ¿cómo?
Vangerdahast apenas escuchó la pregunta, porque se le acababa de ocurrir que finalmente disponía de una vaga referencia temporal. A juzgar por su rostro, Tanalasta parecía fatigada, pero también era más redondo de lo que creía recordar, con una cierta pesadez bajo la mandíbula que denotaba que había ganado peso. No faltaba mucho para que diera a luz. Para que hubiera encontrado un joven noble que estuviera disponible, para el cortejo, la boda y el embarazo... como mínimo habría pasado un año... y eso sólo si había olvidado esa tontería de casarse por amor.
—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Rowen—. ¿Por qué razón estás tan pálido?
El mago eludió las preguntas, fingiendo estar preocupado por su situación hasta encontrar una respuesta válida, pero su preocupación no era fingida. Volvió a pensar en Tanalasta de inmediato. Parecía muy firme en la decisión que había tomado de casarse por amor (Vangerdahast recordaba algo acerca de una visión procurada por Chauntea), por lo que debían de haber pasado unos dos años... como mínimo. Necesitaba tiempo para olvidar a Rowen, después tenía que haber conocido a alguien de quien pudiera enamorarse. La primera vez que sucedió tal cosa había necesitado veinte años.
Entonces Vangerdahast lo comprendió todo. De haberse enamorado la princesa de otro hombre, no hubiera preguntado por Rowen años después. El mago observó a la ghazneth fijamente.
—¿Yaciste con la princesa?
Los ojos de Rowen centellearon, y apartó la mirada.
—No creo que eso sea asunto tuyo.
—¡Pues claro que lo es! —gritó Vangerdahast—. ¿No crees que es asunto del mago de la corte de Cormyr el hecho que una sabandija de baja estofa se aproveche de la princesa de la corona?
—¿Que se aproveche? —repitió Rowen. La habitación se iluminó de pronto con una salva de rayos, que obligó a los cortesanos trasgos a refugiarse en los rincones—. Si es necesario que la princesa te lo cuente todo con pelos y señales, estoy convencido de que también te habrá contado que ella tenía tantas ganas como yo, aunque aún no comprendo por qué lo que una esposa haga con su marido sea asunto del mago de la corte.
—¿Marido? —A Vangerdahast la cabeza le daba vueltas—. Creía que no pasasteis nunca de las Tierras de Piedra. ¿Cuándo tuvisteis tiempo para bodas? ¿Cómo lo hicisteis para obtener el permiso del rey?
—Una boda es cosa de dos personas —respondió Rowen. Cesaron los rayos—. Teníamos la bendición de Chauntea, y con eso nos bastó. ¿No te lo dijo Tanalasta?
—No. —Vangerdahast se recostó en el trono y sacudió la cabeza, intentando pensar en las consecuencias, y en cómo habrían recibido la noticia en Cormyr—. De hecho, no fue necesario que me dijera nada. Lo he visto con mis propios ojos.
—¿Lo has visto? ¿Cómo has podido...? —Rowen no terminó la frase. Estaba boquiabierto y una quietud absoluta reinaba en la sala del trono—. ¿Voy a tener un hijo?
Incluso después de trasladar a los muertos y los heridos a la cocina, el comedor de los Crownsilver se parecía más a un osario que la sala de banquetes de una espléndida mansión. La sangre había salpicado las cortinas de seda y también los tapices que colgaban de las paredes. Las marcas de garras y los golpes de espada habían resquebrajado la madera de la mesa. Los restos de la lámpara yacían diseminados por el suelo, y el olor a sangre pendía del ambiente como el humo que sigue al fuego.
Una compañía de guerreros bien descansados, compuesta por los mejores caballeros de las familias nobles leales a la corona, formaba tras los elevados ventanales que había a lo largo de la pared que daba al exterior. Empuñaban las espadas en alto, y parecían estar preparados, aunque eran incapaces de apartar la mirada de la silla donde se sentaba Tanalasta, que aún sangraba por las heridas de la mejilla. La historia de cómo había empuñado la alabarda y había atravesado con ella el pecho de Melineth Turcasson se había extendido como un incendio por todo el lugar, exagerada a medida que pasaba de un edificio a otro. Cuando el relato llegó a los establos donde esperaban los caballeros de la reserva montada, la historia aseguraba que había destruido a la ghazneth con una mano atada a la espalda, y que la había partido en pedazos después de perseguirla por toda la sala. No era un relato que una persona cabal se mostrara proclive a creer viendo lo avanzado de su embarazo, pero la princesa no hizo ningún comentario al respecto. Adquirida la fama por su inflexibilidad, creyó conveniente reforzarla por su valentía.
Al ver que todo estaba preparado, Tanalasta inclinó la cabeza en dirección a Owden.
—¿Estáis segura de estar preparada para volver a ello tan pronto? —preguntó el maestre de agricultura, quitándose el amuleto sagrado de Chauntea que llevaba alrededor del cuello.
—El rey tiene que saber lo que me ha dicho Vangerdahast —asintió ella—. Estoy preparada. —Miró alrededor de la estancia, a la compañía de caballeros en los que confiaba su vida—. ¿Y ustedes?
—Lo estamos —respondió Korvarr Rallyhorn.
Siete clérigos de tres creencias diferentes habían tardado casi cuatro días en recomponer a Korvarr después de la batalla con Luthax. En cuanto pudo tenerse de nuevo en pie reunió a los soldados de la familia y fue nombrado capitán de una compañía que reunía a los miembros de diversas familias de nobles leales. Pocos estaban al corriente de su falta de discreción con Orvendel, aunque Tanalasta dudaba de que volviera a cometer semejante error, por lo que se sintió satisfecha cuando le preguntó si podía asignarlo a la reserva.
Owden dio a los caballeros un tiempo para que se prepararan, después besó el amuleto de Chauntea y se agachó para tocar con él las cicatrices inflamadas que Melineth había dejado en la mejilla de Tanalasta. Pronunció una plegaria pidiendo la bendición de la diosa y, a continuación, entonó la fórmula del hechizo. La magia curativa de Chauntea fluyó al rostro de Tanalasta, que sintió cómo la inflamación y la ponzoña la abandonaban.
La voz del vigía reverberó escaleras abajo.
—¡Ghazneth en el horizonte!
Owden murmuró otro hechizo, y Tanalasta sintió que la herida se cerraba.
—La distingo con claridad —avisó el vigía.
—¡Se acerca otra por el este! Es sólo un punto —advirtió otra voz.
—Teniendo en cuenta todo por lo que hemos pasado... —dijo Owden, que seguía apoyando el amuleto en el rostro de la princesa.
—¡Podremos con ambas! —gritó Tanalasta para que no sólo la oyera Owden—. Enviad arriba a la reserva. Que los magos guerreros conjuren un aura falsa cuando se acerque la segunda, y después aguantad hasta que hayamos terminado con la primera.
Owden concluyó su hechizo y apartó la mano del rostro de Tanalasta.
—Y rezad para que no vengan más —masculló.
—Y para que ninguna de ellas sea Boldovar —añadió Tanalasta para sí. Habían preparado una estratagema para cada una de las ghazneth, excepto para el Rey Loco. Hasta el momento, a nadie se le había ocurrido cómo procurarle lo que tanto ansiaba. Echó la cabeza hacia atrás y gritó—: ¿Situación?
—Al oeste, alas y pies claramente visibles. Ni idea de quién puede ser.
—Al este, la forma en cruz apenas visible. Hay niebla.
—Xanthon —dijo Tanalasta a Owden—. Voy a pasarlo en grande.
—Recordad, tenéis que perdonarlo.
—Tengo que absolverlo —corrigió Tanalasta—. Además, me encantaría tener encerrada a esa ghazneth en una caja de hierro, en las mazmorras.
—Correríamos un gran riesgo —dijo Owden.
—Lo sé. —Tanalasta apenas había podido dormir desde que encerraron a Luthax en la mazmorra, y había tenido que asignar a cincuenta hombres para que montaran una guardia constante—. Incluso las princesas tenemos sueños.
—También el poder de hacer que los sueños se conviertan en realidad. —Owden retrocedió un paso y señaló el broche de su capa—. Y por ello tienen que andarse con cuidado.
Tanalasta profirió un suspiro, cerró el broche e imaginó el rostro grave de su padre. Cuando los acerados ojos castaños empezaron a hundirse y el porte digno de su rostro se volvió ojeroso y cansado, le habló a través del pensamiento.
«Vangerdahast está atrapado en un lugar desconocido. Tiene el cetro de los Señores. Lo necesitas para destruir al dragón, que responde al nombre de Lorelei Alavara. ¿Quién es?»
La mirada de miedo culpable que cruzó fugazmente por el rostro de su padre hizo que Tanalasta deseara no haber formulado esa pregunta.
«Mejor que no lo sepas», respondió el rey. «Lorelei no figura en los libros de historia, y no disponemos de tiempo para explicaciones. Gracias, y te deseo toda la suerte del mundo con las ghazneth.»
El rostro del rey se desvaneció cuando lo hizo la magia del broche de la capa, y Tanalasta se encontró observando la habitación repleta de nerviosos caballeros.
—El rey se encuentra bien y me ha pedido que les transmita sus deseos de que obtengamos la victoria en nuestra batalla. —Tanalasta levantó una mano y permitió que Owden le ayudara a incorporarse—. ¿Qué hay de las ghazneth?
—La primera casi está aquí, alteza —dijo Owden—. El vigía cree que se trata de lady Merendil. Tiene la cintura estrecha y alas de avispa.
—Así es —confirmó ella. Se volvió a los caballeros, que parecían inquietos—: Ya me he enfrentado antes a lady Merendil. Es el azote de la guerra, y se encontrarán ustedes cegados por la sed de sangre. Tienen que combatirla. Recen a sus dioses y mantengan la cabeza en su lugar. Recuerden quién es el enemigo, y todo irá bien.
La voz de la experiencia pareció confortar a los caballeros. La duda desapareció de sus rostros, y empezaron a tocar sus símbolos sagrados y a rezar para que sus dioses les concedieran fuerzas. Tanalasta permitió que Owden la ayudara a acercarse al escondite, y llamó la atención del joven Dragón Púrpura al que habían ordenado situarse en el umbral de la puerta y servir de mensajero.
—¿Aún despide la segunda ghazneth una estela de humo?
—Así es.
—Bien. Ése es Xanthon Cormaeril. —Hizo un gesto a través de la puerta al recibidor que se extendía al pie de la escalera—. Ordene a los magos guerreros que se sitúen allí. A mi señal, deberán acribillarlo uno tras otro con la magia más poderosa que tengan.
—¿Magia, alteza? —preguntó el Dragón, boquiabierto—. ¿Con una ghazneth?
—Es la más joven —explicó Tanalasta—. Ya lo he visto antes aturdido al sufrir el embate de la magia.
—Cierto —confirmó Owden—, pero si no lo cogéis...
—Creo que ha llegado el momento de ocultarnos —dijo Tanalasta, que interrumpió así las objeciones del clérigo—. No faltará mucho para que llegue lady Merendil.
Las palabras de la princesa resultaron más ciertas de lo que hubiera deseado. Apenas había alcanzado la caja donde se ocultaba, cuando la silueta en forma de avispa de lady Merendil irrumpió a través de la misma ventana que Merendil Turcasson había roto momentos antes. Una tempestad de saetas reverberó entre las paredes de la estancia cuando los caballeros abrieron fuego con las ballestas. Merendil profirió un grito de dolor y cayó al suelo, dando un tumbo sobre la mesa de banquetes, pese a que se las apañó para acortar distancias con Tanalasta.
Consciente de que aquella cosa iba a por ella, a Tanalasta la invadió una furia terrible y cegadora. Se encontró empujando la puerta de su escondite con intención de abrirla mientras desenvainaba la daga. Owden la cogió por el pelo y la atrajo hacia sí.
—¿Os habéis vuelto loca? —Volvió a poner la barra metálica en su lugar, quedando ambos encerrados en la caja, y después cogió el símbolo sagrado de Rowen y se lo puso en las manos—. Tranquilizaos. Recordad los consejos que acabáis de dar y rezad a vuestra diosa.
La ghazneth golpeó la puerta, y después intentó abrirla, pero como no pudo la empujó para que cayera de lado. Tanalasta cayó sobre su estómago y profirió un gruñido. El oscuro interior reprodujo una cacofonía de estampidos cuando lady Merendil intentó abrir la caja de hierro, después volvió a volcarla y la empujó hacia atrás. La cabeza de Tanalasta se hundió en el forro de cuero hasta golpear el hierro que había detrás.