La muerte del rey Arturo (27 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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193.
Después de que Girflete viera esto con toda claridad, el brazo con la espada volvió a meterse en el agua. Girflete esperó allí un rato, por saber si se volvería a mostrar; cuando se dio cuenta de que lo hacía en vano, se alejó del lago y fue hacia el rey; le dijo que ha arrojado la espada al lago y le cuenta lo que había visto: «Por Dios, exclama el rey, estaba seguro de que mi fin se acercaba.» Entonces empieza a pensar y, mientras meditaba, las lágrimas le acudieron a los ojos; después de estar un rato con estos pensamientos, le dice a Girflete: «Conviene que os marchéis y os alejéis de mí, de forma que, en el resto de vuestra vida, no me volveréis a ver. —Por tal motivo, responde Girflete, no me iré de ningún modo. —Sí que lo haréis, ordena el rey, pues si no os odiaré con odio mortal—. Señor, responde Girflete, ¿cómo os voy a dejar aquí solo y me voy a ir? Y además, me decís que no os volveré a ver. —Conviene, contesta el rey, que lo hagáis tal como os he ordenado. Marchaos inmediatamente, que no hay motivó para que os quedéis; os lo ruego por el amor que ha habido entre nosotros dos.» Cuando Girflete oye que el rey le suplica con tanta dulzura, responde: «Señor, sintiéndolo mucho, haré lo que mandáis, pero decidme si creéis que os volveré a ver. —No me veréis, estad seguro. —¿Y hacia dónde os dirigiréis, buen señor? —No os lo voy a decir, contesta el rey.» Al ver Girflete que no le sacará más, monta y se aleja del rey; tan pronto como se marchó, empezó a llover con fuerza hasta que llegó a una colina que estaba a una media legua; allí, se detuvo bajo un árbol, hasta que pasó la lluvia; entonces miró hacia donde había dejado al rey y vio venir por el mar una nave llena de damas; cuando la nave llegó a la orilla, donde estaba el rey, se acercaron a la borda; la señora de todas ellas tenía por la mano a Morgana, hermana del rey Arturo, y comenzó a llamar al rey para que entrara en la nave; éste, tan pronto como vio a su hermana Morgana, se puso en pie, levantándose de donde estaba sentado, entró en la nave, con su caballo tras de sí, y tomó las armas. Cuando Girflete, que estaba en la colina, vio todo esto, volvió lo más deprisa que podía su caballo,, hasta llegar a la orilla, donde vio al rey Arturo entre las damas y reconoció al hada Morgana, pues la había visto muchas veces. En poco rato la nave se alejó de la orilla más de lo que una ballesta alcanza con ocho tiros. Cuando Girflete ve que ha perdido así al rey, descabalga en la orilla y hace el mayor duelo del mundo, quedándose en aquel lugar todo el día y toda la noche, sin beber ni comer como tampoco lo había hecho el día anterior.

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Por la mañana, cuando apareció el día, salió el sol y los pájaros comenzaron su canto, Girflete estaba tan entristecido y afligido como nadie; triste como estaba, montó su caballo y se alejó de allí, cabalgando hasta llegar a un bosquecillo cercano, en el que había un eremita muy amigo suyo; fue allí y permaneció con él dos días, porque se sentía cansado por la gran tristeza que había tenido; contó al santo varón lo que vio del rey Arturo; al tercer día, se marchó de allí, pensando dirigirse a la Capilla Negra para saber si Lucán el Copero había sido enterrado; cuando llegó, alrededor de mediodía, descabalgó a la entrada, ató su caballo a un árbol y después entró; ante el altar halló dos tumbas muy hermosas y muy ricas, pero una de ellas lo era más que la otra. Sobre la menos bella había unas letras que decían:
AQUÍ YACE LUCÁN EL COPERO, A QUIEN MATÓ EL REY ARTURO
. Sobre la tumba que era tan admirable y rica había unas letras que decían:
AQUÍ YACE EL REY ARTURO QUE DOMINÓ, POR SU VALOR, XII REINOS
. Al ver esto, cae desmayado sobre la tumba; cuando volvió en sí, besó la tumba con gran dulzura y comenzó un gran duelo, que mantuvo hasta la noche, en que llegó el ermitaño que servía el altar; entonces, le pregunta Girflete: «Señor, ¿es verdad que aquí yace el rey Arturo? —Sí, buen amigo, así es; lo trajeron no sé qué damas.» Girflete piensa que son las que lo metieron en la nave; luego, dice que ya que su señor ha abandonado este siglo, él no permanecerá en el mundo. Ruega al ermitaño, hasta que lo recibe en su compañía.

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Así se hizo eremita Girflete y sirvió en la Capilla Negra, pero no fue durante_ mucho tiempo, pues no vivió más que dieciocho días después de la muerte del rey Arturo. Mientras Girflete vivía en la ermita, los dos hijos de Mordrez, que se habían quedado en Wincester para guardar la ciudad, si fuera necesario, comenzaron a avanzar. Eran caballeros buenos y esforzados y tan pronto como se enteraron de la muerte de su padre, del rey Arturo y de los demás nobles que habían participado en el combate, tomaron a los de Wincester y fueron ocupando la tierra por todas partes; lo podían hacer porque no encontraban quien les llevara la contraria, pues todos los nobles y los buenos caballeros del país habían muerto en la batalla. Cuando la reina conoció la muerte del rey Arturo y le contaron que aquéllos iban ocupando la tierra, temió que la mataran si podían dar con ella; entonces tomó los hábitos de religión.

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Mientras ocurría esto, llegó hasta Lanzarote, que estaba en la ciudad de Gaunes, un mensajero del reino de Logres y le contó toda la verdad sobre el rey Arturo, cómo había muerto en la batalla y cómo los dos hijos de Mordrez habían tomado las tierras tras su muerte. Cuando Lanzarote oyó estas noticias se entristeció mucho, pues amaba al rey Arturo y también se afligieron los demás caballeros de Gaunes; Lanzarote toma consejo de los dos reyes acerca de lo que puede hacer en este asunto, pues no odiaba a nadie tanto como a Mordrez y a sus hijos. «Señor, dice Boores, os aconsejaré lo que debéis hacer: convocaremos a nuestros hombres de cerca y de lejos y cuando hayan venido y estén reunidos, nos iremos del reino de Gaunes y pasaremos a Gran Bretaña; si los hijos de Mordrez no huyen, pueden estar seguros de su muerte. —¿Queréis que lo hagamos así?, pregunta Lanzarote. —Señor, responde Boores, no veo otra forma de vengarnos.» Entonces convocan a sus hombres de todas las partes del reino de Benoic y del de Gaunes, de manera que en quince días han reunido más de veinte mil, de a pie y de a caballo. En la ciudad de Gaunes se reunieron, acudiendo a ella los caballeros de aquella tierra y los nobles. El rey Boores, el rey Lyón, Lanzarote y Héctor, con todos sus compañeros, partieron del reino de Gaunes y cabalgaron hasta llegar al mar; hallaron las naves dispuestas, embarcaron y tuvieron tan buen viento que el mismo día llegaron a tierra de Bretaña. Al encontrarse en tierra sanos y salvos tuvieron una gran alegría, acamparon en la orilla y celebraron una fiesta; a la mañana siguiente llegó la noticia a los hijos de Mordrez de que Lanzarote había desembarcado llevando consigo mucha gente; al oír estas nuevas, se preocuparon mucho, pues no temían a nadie tanto como a Lanzarote; meditaron qué harían y decidieron tomar a sus hombres e ir a combatir a Lanzarote en batalla campal: a quien Dios le dé la victoria, que la tenga, porque prefieren morir en combate que huir por sus tierras. Tal como lo habían decidido, lo hicieron: convocaron con urgencia a sus hombres y los reunieron en Wincester; en tan poco tiempo se habían encumbrado tanto, que todos los nobles del reino les rindieron vasallaje. Después de reunirlos, tal como he contado, salieron de Wincester un martes por la mañana; al poco, un mensajero les dijo que Lanzarote venía contra ellos con toda su hueste, que estaba a unas cinco leguas inglesas de allí y que estuvieran seguros de que tendrían batalla antes de la hora de tercia.

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Al oír estas noticias decidieron combatir allí y esperar a Lanzarote y a sus hombres, ya que no podrían hacer otra cosa sino luchar; descabalgan para dejar que los caballos descansen. Así se detuvieron los de Wincester; Lanzarote avanzaba con su compañía, pero estaba más triste y afligido que nadie, pues el mismo día que la batalla iba a darse, le llegaron nuevas de que la reina su señora había muerto y abandonado esta vida tres días antes; y ocurrió tal como le habían dicho, pues la reina había dejado esta vida recientemente; pero nunca una alta dama tuvo un fin más hermoso, ni mayor arrepentimiento, ni pidió misericordia a Nuestro Señor con tal dulzura como ella lo hizo. Al saber la verdad Lanzarote se quedó muy afligido y apenado por su muerte; entonces cabalgó hacia Wincester con rapidez y cuando le vieron llegar los que le esperaban, montaron sobre los caballos y les atacaron; podíais ver en el encuentro muchos caballeros derribar y morir y muchos caballos matar y errar, cuyos señores yacían en el suelo, con el alma alejada del cuerpo. El combate duró hasta la hora de nona, pues había mucha gente por ambas partes; alrededor de nona, el hijo mayor de Mordrez, que se llamaba Melehán, tomó una lanza corta y gruesa, de cortante hierro bien afilado, se dirige al galope de su caballo contra el rey Lyón y le hiere con toda su fuerza, de manera que ni el escudo, ni la cota impidieron que le metiera la lanza en medio del cuerpo; golpea al rey con toda su fuerza, derribándolo al suelo; al caer, se rompe la lanza, quedándole dentro del cuerpo todo el hierro y un gran trozo de asta. El rey Boores vio este golpe y se dio cuenta de que su hermano estaba herido de muerte; lo siente tanto que teme morir de dolor; ataca a Melehán con la espada desenvainada y le golpea en el yelmo —como quien había dado muchos tajos—, le rompe el yelmo y la cofia de hierro y lo hiende hasta los dientes; saca la espada y lo tira muerto a tierra; entonces lo contempla y dice: «¡Traidor, desleal, ahora tengo una pobre restitución con tu muerte, del daño que me has causado! Me has metido en el corazón un dolor que nunca saldrá!» Ataca entonces á otros, allí donde ve mayor abundancia; derriba y mata a cuantos encuentra por delante: todos los que lo ven se admiran. Cuando los caballeros de Gaunes ven caer al rey Lyón desmontan ante él, lo toman, llevándoselo fuera del combate, bajo un olmo; al verlo tan gravemente herido, no hay quien no se aflija, pero no se atreven a manifestar su dolor, para que no se den cuenta los enemigos.

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Así comenzó la dolorosa y cruel batalla, hasta la hora nona, tan equilibrada que con dificultad se podría reconocer la mejor parte. Después de nona, Lanzarote se metió en el combate; encontró al hijo más joven de Mordrez, reconociéndolo por la armadura; pues llevaba armas iguales a las que su padre solía llevar; Lanzarote, que lo odiaba a muerte, le ataca con la espada desenvainada: aquél no lo evita, sino que adelanta su escudo tan pronto como lo ve venir; Lanzarote le golpea con toda su fuerza, de forma que le hiende el escudo hasta la mitad, junto con el puño que lo sostenía. Al sentirse malherido, se da a la fuga, pero Lanzarote estaba tan cerca de él, que no le deja oportunidad ni ocasión de que se defienda: le da un tajo tan grande que hace que le vuele la cabeza con el yelmo a más de media lanza del tronco. Cuando los demás ven a éste, muerto después de su hermano, no saben dónde encontrar ayuda; se dan a la fuga como pueden para salvar sus vidas y se dirigen hacia un bosque que había cerca de allí, a menos de dos leguas inglesas; los persiguen y matan a todos los que pueden, pues los odian mortalmente; los matan como si fueran animales mudos. Lanzarote los derriba y mata tan abundantemente que podríais ver detrás de él el rastro de los que hacía caer al suelo. De tal forma ha dado con el conde de Gorre, a quien conoció como traidor y desleal, que había causado numerosos daños a muchos nobles ilustres; le grita nada más verlo: «¡Ay! Traidor, ahora os marchabais y habéis llegado a la muerte, que nada os puede salvar.» Este le mira y, al ver que es Lanzarote quien le amenaza y le persigue con la espada desenvainada, se da cuenta de que acabará si puede alcanzarle; pica al caballo con las espuelas y huye tan deprisa como puede. Estaba bien montado y Lanzarote también; comienza entonces la persecución que continuó más de media legua por dentro del bosque; entonces cae agotado el caballo del conde, muerto bajo él. Lanzarote, que lo seguía de cerca, lo vio en el suelo, le ataca, armado como estaba, y le da un golpe tan fuerte en medio del yelmo que le hunde la espada hasta los dientes y cae a tierra como quien es angustiado por la muerte. Lanzarote no lo mira más; se marcha muy deprisa y cuando piensa volver con sus hombres, se aleja más y más hacia el interior del bosque.

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Según lo llevaba la ventura, fue de tal forma errando por todas partes, que llegó después de vísperas a una landa; entonces vio a un criado a pie que venía de Wincester; le pregunta de dónde viene. Cuando éste lo ve piensa que es del reino de Logres y que ha huido del combate; y le contesta: «Señor, vengo de la batalla que ha sido una dolorosa jornada para los nuestros, pues que yo sepa no ha escapado uno solo; sin embargo, los otros han quedado muy entristecidos por el rey Lyon, que ha muerto. —¿Cómo?, pregunta Lanzarote, ¿ha muerto? —Sí, señor, responde el criado, yo lo vi muerto. —Es una lástima, responde Lanzarote, pues era hombre gentil y buen caballero.» Empieza a llorar con amargura, de forma que se le mojan las mejillas dentro del yelmo; entonces dice el criado: «Señor, es tarde y vos estáis lejos de la gente y del campamento; ¿dónde pensáis descansar? —No lo sé, le responde, y no me importa dónde voy a dormir.» Cuando el criado oye que no conseguirá nada más, se aleja. Lanzarote continúa cabalgando por el bosque, con el mayor duelo del mundo y dice que ya no le queda nada, porque había perdido a su dama y a su primo.

200.
En tal tristeza y duelo cabalgó durante toda la noche según le llevaba y traía la ventura, sin ir ninguna vez camino adelante. Por la mañana encontró una montaña de rocas en la que había una ermita, desconocida para la gente; tira de la brida hacia allí y decide ir a visitar aquel lugar, para saber quién vive en él; sube por un sendero hasta llegar al sitio, que era muy pobre, en el que había una pequeña capilla antigua. Descabalga a la entrada, se quita el yelmo y penetra: ante el altar halla dos hombres vestidos con hábitos blancos, parecían sacerdotes; y lo eran. Los saluda; cuando lo oyen hablar, le devuelven el saludo y cuando lo ven, corren a él con los brazos tendidos y le besan, mostrándole una gran alegría. Entonces les pregunta Lanzarote quiénes son y le responden: «¿No nos reconocéis?» Los contempla y ve que uno es el arzobispo de Canterbury, el mismo que fue desterrado largo tiempo por buscar la paz entre el rey Arturo y la reina; el otro era Bleoblerís, primo de Lanzarote. Entonces se alegra mucho y les pregunta: «Buenos señores, ¿cuándo vinisteis aquí? Me agrada mucho haberos encontrado.» Le responden que llegaron el día doloroso en que tuvo lugar la batalla de Salisbury. «Os podemos decir que de todos, nuestros compañeros —que sepamos— sólo quedaron el rey Arturo, Girflete y Lucán el Copero, pero no sabemos qué fue de ellos. La ventura nos trajo aquí; encontramos un ermitaño que nos acogió a su lado; después, murió y nosotros nos hemos quedado; si Dios quiere, pasaremos el resto de nuestras vidas al servicio de Nuestro Señor Jesucristo y le suplicaremos que nos perdone los pecados. Y vos, señor, ¿qué vais a hacer, vos que habéis sido hasta aquí el mejor caballero del mundo? —Os diré, les contesta, lo que voy a hacer; habéis sido mis compañeros en los placeres del mundo; ahora os acompañaré en este lugar y en esta vida, y jamás mientras viva me moveré de aquí; si no me aceptáis, lo haré en otro sitio.» Cuando lo oyen, se alegran mucho; de todo corazón dan gracias a Dios y tienden sus manos hacia el cielo. Así se quedó Lanzarote allí con los ermitaños. Deja ahora la historia de hablar de él y vuelve a sus primos.

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