La muerte del rey Arturo (19 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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133.
Así se juntaron los de la hueste con los de dentro cuatro veces en una semana; hubo muchos caballeros muertos y matados por ambos bandos; pero, en todo caso, perdieron más los de fuera que los de dentro, pues Lanzarote, Boores y Héctor lo hicieron muy bien: estaban dispuestos para cualquier necesidad y preparados en todo momento para perjudicar al enemigo; los de dentro estaban muy tranquilos con los tres primeros, pues les parecía que no había nadie más, lo cual atemorizaba mucho a los de fuera.

Aquí deja la historia de hablar de todos ellos y vuelve a Mordrez.

134.
Cuenta ahora la historia que cuando el rey Arturo entregó la reina a Mordrez para que la guardara y se fue del reino de Logres para atacar a Lanzarote, tal como la historia ya ha explicado, y Mordrez quedó investido con todas las tierras del rey, entonces Mordrez convocó a todos los altos nobles del país y comenzó a tener grandes cortes y a hacerles abundantes y numerosos dones, de manera que conquistó los corazones de todos los altos varones que se habían quedado en la tierra del rey Arturo, y así cualquier cosa que ordenara en el país era hecha como si el rey Arturo estuviera allí. Tanto vivió Mordrez junto a la reina que comenzó a amarla con tan gran amor que pensaba morir si no hacía su voluntad; y no se atrevía a decírselo de ninguna forma; y la amaba tan profundamente que nadie podría amar más sin morir de amor. Entonces concibió Mordrez una gran traición, de la que se habló el resto de los tiempos: mandó hacer cartas, selladas con un sello falso, a imitación del rey Arturo; fueron llevadas a la reina y leídas ante los altos nobles; las leyó un obispo de Irlanda; las cartas decían así:

135.
«Os saludo, pues estoy herido de muerte por la mano de Lanzarote y todos mis hombres están muertos y acuchillados; siento lástima por vos más que por nadie, por la gran lealtad que me tuvisteis; por la paz os ruego que hagáis rey de la tierra de Logres a Mordrez, a quien yo tenía por sobrino mío, pero que no lo es. Sin duda a mí no me volveréis a ver, porque Lanzarote me ha herido mortalmente y ha matado a Galván. Y, además, os pido —por el juramento que me hicisteis que deis la reina a Mordrez como mujer y si no lo hacéis os podría ocurrir una gran calamidad, pues si Lanzarote llega a saber que no se ha casado, os atacará y la tomará por mujer: sería lo más doloroso para mi alma.»

136.
Todas estas palabras estaban escritas en las falsas cartas y fueron leídas —tales como eran— ante la reina. Cuando Mordrez —que había urdido toda esta traición sin que nadie supiera una palabra, a excepción del criado que había llevado las cartas— las oyó, hizo semblante de estar muy afligido, de forma que se dejó caer entre los nobles como si estuviera desmayado. La reina, por su parte, que creía que estas noticias fueran ciertas, se os puede decir que empezó a hacer un duelo tan grande, que nadie que la viera dejó de tenerle compasión. Desde la sala se extiende el dolor por todas partes, de tal modo, que no se hubiera oído a Dios si tronara. Cuando la noticia se difundió por la ciudad y se supo que el rey Arturo había muerto, igual que todos los que con él marcharon, pobres y ricos hicieron una gran lamentación por el rey Arturo, pues era el príncipe más amado del mundo porque siempre les había sido dulce y bueno. El duelo por estas noticias duró ocho días enteros, de forma tan admirable que no hubo quien descansara, a no ser muy poco. Cuando el duelo decreció algo, Mordrez fue a los nobles, a los que eran más poderosos, y les pidió que hicieran lo que el rey había mandado; le contestaron que hablarían todos juntos. En el consejo decidieron hacer rey a Mordrez y darle la reina como mujer y ellos le rendirían vasallaje; así lo debían hacer por dos razones: una, porque el rey Arturo se lo había pedido; la otra, porque no hallaban entre ellos a nadie que fuera tan digno de aquel honor como él.

137.
Entonces dicen a Mordrez que van a hacer lo que el rey les había pedido; Mordrez se lo agradece mucho: «Ya que os place que suceda esto, tal como el rey lo ha pedido, no falta más que llamar a la reina; este arzobispo me la dará por mujer.» Le contestan que la harán venir; van a buscarla a una habitación donde estaba y le dicen: «Señora, los altos hombres de vuestra tierra os esperan en el gran salón y os ruegan que vayáis; oiréis lo que os quieren decir. Si vos no queréis ir, ellos vendrán.» Contesta que irá, ya que la llaman. Se levanta y va a la sala; cuando los nobles la vieron llegar, se pusieron en pie y la recibieron con gran honra; uno de ellos, que era más elocuente, dijo estas palabras:

138.
«Señora, os hemos llamado por una razón; ¡Dios conceda que nos beneficie a nosotros y a vos! Así lo querríamos, ciertamente, y os diremos lo que es. Ha muerto —de ello estamos seguros— el rey Arturo, vuestro señor, que era tan valiente y que nos mantuvo tanto tiempo en paz; ahora ha abandonado esta vida, lo cual nos pesa mucho. Como este reino, en el que hay tan gran señoría extendida por todas las tierras, ha quedado sin gobernador, es necesario que pensemos en un hombre que sea digno de mantener un imperio tan rico como éste, hombre al que seréis entregada como dama, pues no puede ser que no os tenga por mujer aquel a quien Dios le dé el honor de este reino. En este asunto hemos reflexionado, ya que nos era necesario, y os hemos buscado un valiente y buen caballero que sabrá gobernar bien el reino; hemos mirado entre nosotros quién os tendrá por mujer y le rendiremos homenaje. Señora, ¿qué decís?»

139.
La reina, espantada por esta noticia, le responde llorando a aquel que hablaba con ella que no tenía intención de tomar un noble: «Señora, le contesta, no puede ser así; nadie os lo puede evitar, pues en modo alguno dejaríamos este reino sin señor, porque podría irnos mal si nos sale guerra por algún lado; por eso os conviene hacer —aunque sea a la fuerza, nuestra voluntad en este asunto.» Ella le responde que dejará el reino y se irá del país como desterrada antes que tomar señor. «¿Y sabéis, añade, por qué lo digo? Lo digo porque no podré tener jamás uno tan esforzado como el que he tenido; por eso os ruego que no me volváis a hablar de este tema, pues no lo haré de ninguna forma, aunque os parezca mal.» Entonces todos los demás se le echan encima con palabras y le dicen: «Señora, vuestra excusa no os vale de nada; conviene que hagáis lo que debéis hacer.» Cuando ella los oye, se aflige cien veces más que antes; les pregunta a los que la acosan: «Decidme, ¿quién queréis darme por marido?» Le responden: «Mordrez; no sabemos entre nosotros de ningún caballero tan digno como él para llevar un imperio o un reino como es éste; es noble, buen caballero y muy valiente.»

140.
Cuando la reina oye estas palabras, le parece que el corazón se le va a partir, pero no osa manifestarlo, para que no se dieran cuenta los que estaban delante, pues desea librarse de forma muy distinta a como ellos piensan. Tras meditar un largo rato sobre lo que le han dicho, les responde: «Ciertamente, de Mordrez no digo que no sea noble y buen caballero y no me opongo a realizar este asunto, pero aún no lo otorgo. Dadme plazo para que reflexione y mañana, a la hora de prima, os responderé.» Mordrez se adelanta, diciendo: «Señora, tendréis un plazo mucho mayor del que habéis pedido: os darán de plazo hasta ocho días, siempre que prometáis cumplir al cabo lo que os piden.» Lo concede de grado, como quien no deseaba sino librarse de ellos.

141.
Así termina la discusión del asunto; la reina se vuelve a su habitación, encerrándose en compañía de una sola doncella. Cuando se ve a solas, comienza a hacer un duelo tan grande como si viera a todo el mundo muerto delante de ella; se llama desdichada y desgraciada; se golpea el rostro y retuerce las manos. Después de lamentarse así un buen rato, le dice a la doncella que estaba allí: «Id a buscarme a Labor y decidle que venga a hablar conmigo.» Le responde que así lo hará. Era Labor un caballero admirable y de gran valor, primo hermano de la reina; cuando la reina tenía un gran apuro era el hombre en quien más se fiaba del mundo, cuando tenía gran necesidad, con excepción de Lanzarote. Cuando se presentó ante ella, ordena a la doncella que se retire; así lo hizo. La misma reina cierra la puerta tras ellos dos y, al verse a solas, con aquel en quien tanto confiaba, empieza a hacer un gran duelo y le dice llorando: «Buen primo, por Dios, aconsejadme.» Cuando Labor la ve llorar con tan amargura, comienza a lamentarse y le contesta: «Señora, ¿por qué os atormentáis así? Decidme qué os pasa; si os puedo ayudar con algo que pueda hacer, os aliviaré de este dolor; os lo prometo como leal caballero.» Entonces le dice la reina llorando; «Buen primo, tengo todo el dolor que puede tener una mujer, porque los de este reino me quieren casar con el traidor, con el desleal que fue —os lo aseguro— hijo del rey Arturo, mi señor; y aunque no lo fuera, es tan desleal que en modo alguno lo tomaría, preferiría que me quemaran. Pero os diré lo que he pensado hacer, aconsejadme según vuestro juicio. Quiero que guarnezcan la torre de esta ciudad con servidores y ballesteros y con alimentos; deseo que vos mismo busquéis los servidores y que les hagáis jurar sobre los Santos Evangelios, cada uno por separado, que no revelarán a nadie por qué entran en ella; si me preguntan, en el plazo que debo responder, por qué hago guarnecer la torre, diré que es para preparar la fiesta de mi boda. —Señora, contesta Labor, no hay nada que yo no hiciera por salvaros; os buscaré caballeros y servidores que protejan la torre y vos, mientras tanto, haréis meter alimentos; cuando hayáis preparado la torre, hacedme caso, enviad un mensaje a Lanzarote pidiéndole que os socorra. Os aseguro que, cuando sepa vuestra necesidad, de ningún modo dejará de venir a socorreros con tal cantidad de gente que con su ayuda y a pesar de todos los de este país os podrá liberar con facilidad de la pena en la que estáis; y Mordrez —estoy seguro— no tendrá el atrevimiento de esperar una batalla campal; si ocurriera que mi señor rey estuviera vivo —no creo que esté muerto y, por azar, si el mensajero lo encontrara en Gaula, en cuanto oyera las noticias vendría con toda la gente que se llevó y así podríais ser liberada de Mordrez.»

142.
Cuando la reina oye este consejo, dice que le agrada mucho, pues piensa que así será liberada del peligro en que la han puesto los del país. Con esto se separan; Labor busca caballeros y servidores allí donde más se fía, de forma que, antes de que hubieran pasado los ocho días, había reunido unos doscientos, entre servidores y caballeros, y todos le habían jurado sobre los Santos Evangelios que irían a la torre de Londres para defender a la reina contra Mordrez, mientras pudieran resistir, hasta la muerte. Y fue hecho todo tan en secreto que no se enteró nadie más que aquellos que debían participar. Mientras tanto, la reina hizo aprovisionar la torre de todo lo que encontró en el país, que ayuda o vale para el cuerpo humano. Cuando llegó el día en que la reina tenía que responder de su fianza, todos los altos nobles del reino acudieron y se reunieron, pues habían sido convocados para ello. Todos estaban en la sala, la reina, que no se había olvidado, había hecho entrar en la torre a aquellos que debían acompañarla y estaban tan bien armados que mejor no podían. Cuando estuvieron dentro, la reina se metió con ellos e hizo levantar el puente; subió a las almenas de la torre, desde donde dijo a Mordrez que había vencido ella y, con respecto a la reina, él había fracasado: «Mordrez, Mordrez, en mala forma habéis mostrado que sois pariente de mi señor, pues queréis tenerme por mujer, con mi consentimiento o sin él. En mala hora lo pensasteis: quiero que sepáis que esto os traerá la muerte.» Luego, baja de las almenas; va a una habitación que había en la torre y pregunta qué podría hacer a los que con ella estaban. «Señora, le contestan, no os aflijáis aún; tened por seguro que defenderemos esta torre contra Mordrez, si es que quiere sitiarla, pues es bien poco lo que tememos a sus fuerzas y ni él ni ninguno de su compañía tendrán poder como para poner un pie aquí dentro, mientras nosotros tengamos comida.» La reina se tranquiliza mucho con estas palabras. Cuando Mordrez, que estaba fuera con todo su acompañamiento, se dio cuenta de que así había sido engañado y que habían fracasado sus pretensiones sobre la reina, pregunta a sus nobles qué puede hacer, pues la torre es muy fuerte y fácil de defender y, además, tiene abundante comida; los que se han metido dentro son muy esforzados y atrevidos. «Señores, concluye, ¿qué me aconsejáis? —Señor, le responden, no queda otra solución que la torre sea asediada por todas partes con frecuencia e insistencia; no es tan fuerte como para podernos resistir mucho tiempo, pues no recibirán socorros de ninguna parte, si no los tienen ya a su lado. —A fe mía, contesta Mordrez, no tomaría como consejo sitiarla si no tengo mayor confianza en vosotros de la que tengo ahora.» Le responden que le darán todas las pruebas de fidelidad que pide. «Entonces, os ruego, replica, que me deis vuestra fe con lealtad y que me juréis sobre los Santos Evangelios que hasta la muerte me ayudaréis contra mis enemigos mortales, incluso contra el rey Arturo, si es que la ventura lo trae por aquí. —Lo haremos con mucho gusto, le contestan.» Se arrodillan entonces ante él y se convierten todos en vasallos suyos, jurándole sobre los Santos Evangelios que le ayudarán contra cualquiera hasta la muerte. Y cuando hubieron hecho este juramento, les dijo: «Señores, ¡os lo agradezco mucho! Bastante habéis hecho por mí, al elegirme como señor por encima de todos vosotros y ahora me rendís homenaje. Ciertamente, en este momento tengo tanta confianza en vosotros, que no hay en el mundo un hombre tan egregio al que teniendo vuestras fuerzas en mi compañía yo no osara esperarle en el campo de batalla. Ya sólo queda que me invistáis con vuestros castillos y fortalezas.» Cada uno le tiende, al momento, su prenda como símbolo de la investidura y él las recibe; ordena entonces que la torre sea sitiada por todos los lados; hace que sus hombres se armen y que construyan ingenios y escalas para alcanzar las almenas; pero los que estaban dentro corrieron a las armas. Allí vierais entonces un gran asalto, digno de admiración, pues los de fuera querían subir a la fuerza porque eran muchos, pero los de dentro no se lo permitían, antes bien, los mataban y los derribaban a los fosos; se defendían tan bien que, antes de que cesara el asalto, podíais ver caídos en los fosos más de doscientos enemigos. Cuando los de fuera se dieron cuenta de que los de dentro les causaban graves daños, se retiraron y ordenaron que cesara el ataque; como se les había mandado así lo hacen; pues los asaltantes estaban muy abatidos, porque los de dentro se defendían tan bien.

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