Así duró la batalla de los dos caballeros hasta la hora de nona; entonces están tan agotados ambos, que no hay nadie a quien no parezca suficiente lo que han hecho; y el lugar donde combatían estaba lleno de mallas de las cotas y de trozos de los escudos. M señor Galván estaba tan agotado por las heridas que tenía, que ya sólo esperaba la muerte y a Lanzarote no le quedaba tanta sangre que no le hiciera más falta descansar que combatir, pues mi señor Galván le había atacado mucho, llegándole muy cerca, de forma que la sangre le salía del cuerpo por más de trece lugares. Si hubieran sido otros caballeros, haría tiempo que habrían muerto por el trabajo que han soportado; pero tienen en el vientre corazones tan grandes que les parece que han hecho poco si no logran mantenerse hasta la muerte a ultranza, cuando se vea quién es el mejor.
157.
De tal forma duró el enfrentamiento hasta vísperas; y entonces estaba tan agotado mi señor Galván que apenas podía sostener la espada; y Lanzarote, que no estaba demasiado cansado y que podía resistir aún, le da golpes y lo lleva hacia delante y hacia atrás; aquél resiste, aguanta y se cubre con lo que le quedaba de escudo. Cuando Lanzarote ve que lo tiene vencido, y que todos los que estaban en el lugar pueden apreciar que no le queda defensa que le sirva, se retira un poco de mi señor Galván y le dice: «¡Ay! Señor Galván, sería razonable que se levantara la acusación que me habéis hecho, pues me he defendido de vos hasta cerca de la hora de vísperas; y quien acusa de traición debe demostrarlo para vísperas o haber vencido el combate, de lo contrario pierde la querella en justicia. Mi señor Galván, os digo esto para que tengáis compasión de vos mismo, pues si continuáis manteniendo este combate, uno morirá de forma bastante vil y será aborrecido por nuestro linaje. Y, como estoy dispuesto a hacer lo que me queráis pedir, os ruego que dejemos este combate.» Galván responde que no le vuelva a ayudar Dios, si lo concede de grado y añade: «Estad completamente seguro de que no puede ser que uno de nosotros dos no muera en este campo.» Lanzarote se queda muy afligido, pues en modo alguno deseaba que mi señor Galván muriera por él y lo había golpeado tanto que no pensaba que el día siguiente tuviera tanto valor como había mostrado aquel día; y era el hombre del mundo a quien Lanzarote amaba más. Entonces se acercó a donde vio al rey y le dijo: «Señor, he rogado a mi señor Galván que dejara de combatir, pues, ciertamente, si continuamos, alguno de los dos recibirá daño.» Cuando el rey —que se había dado cuenta que mi señor Galván estaba en inferioridad— oyó la buena voluntad de Lanzarote, le responde: «Lanzarote, Galván no dejará el combate si no le place, pero vos podéis abandonarlo, si queréis, pues ya ha pasado vuestra hora y habéis hecho lo que debíais. —Señor, le responde Lanzarote, si no temiera que vos me lo considerarais cobardía, me marcharía dejando a mi señor Galván en el campo. —En verdad, contesta el rey, nunca hicisteis cosa que me agradara tanto como ésa. —Entonces, me iré, responde Lanzarote, con vuestra autorización. —Quedad con Dios, contesta el rey, y que os conduzca a salvo como el mejor caballero y el más cortés de cuantos vi.»
158.
Con esto, se va Lanzarote hacia los suyos, y cuando Héctor lo vio venir, le dice: ¿Señor, qué habéis hecho, que venciendo a vuestro enemigo mortal no os habéis vengado de él, sino que le habéis dejado escapar, después de que os ha acusado de traición? Volved, buen señor, y cortadle la cabeza; entonces habrá terminado vuestra guerra. —¡Ay!, buen hermano, responde Lanzarote, ¿qué decís? Así me ayude Dios, preferiría ser herido por lanza en medio del cuerpo antes que matar a alguien tan noble. —Pero él, insiste Héctor, os hubiera matado, de haber podido; ¿por qué no hacéis vos otro tanto con él? —En modo alguno lo haré, responde Lanzarote, pues mi corazón, al que pertenezco, no lo podría aceptar de ninguna manera. —Ciertamente, dice el rey Boores, lo siento y creo que es una cosa de la que aún os arrepentiréis.»
Entonces monta Lanzarote sobre un caballo que le han preparado y entra en la ciudad; al llegar al patio mayor, cuando lo desarmaron, los médicos vieron que estaba gravemente herido y había perdido tanta sangre que cualquier otro hombre hubiera muerto. Cuando Héctor ve las heridas, se asusta mucho y les pregunta a los médicos, que las habían examinado, si podrá curarse. «Sí, le responden, no hay peligro de muerte; y sin embargo ha perdido tanta sangre y las heridas son tan profundas que tenemos miedo, aunque sabemos que sanará.» Entonces le vendan las heridas y le ponen aquello que consideran que le hará bien; cuando lo hubieron tratado lo mejor que sabían, le preguntan qué tal se encuentra. «Bien», responde Lanzarote; y les dice al rey Lyón y al rey Boores, que habían acudido a verle: «Buenos señores, os aseguro que desde que llevé armas por primera vez, nunca temí a un hombre solo, a no ser hoy; hoy, sin lugar a dudas, tuve mayor miedo que nunca, pues cuando llegó la hora de mediodía, cuando yo había conseguido que mi señor Galván estuviera tan cansado que a duras penas podía defenderse, entonces lo encontré tan esforzado y tan ágil que, si se hubiera mantenido mucho tiempo con aquella energía, yo no hubiera podido escapar sin la muerte; aún me asombra cómo pudo ocurrir, pues no me cabe la menor duda de que antes estaba agotado y perdido y en tan poco rato le llegó tanta fuerza que no había sido tan valiente y tan ágil al principio. —Ciertamente, responde Boores, decís verdad; a aquella hora tuve tanto miedo por vos, que nunca lo tuve tan grande; y si se hubiera mantenido tal como empezó, en aquella ocasión, no hubierais escapado sin muerte, pues no habría sido para con vos tan generoso como vos con él. He podido apreciar que ambos sois los dos mejores caballeros del mundo.»
Así hablaron los de Gaunes de la batalla y se admiraban mucho de cómo mi señor Galván había resistido tanto contra Lanzarote, pues todos sabían que éste era el mejor caballero del mundo y cerca de veintiún años más joven que mi señor Galván. En aquel entonces debía tener mi señor Galván setenta y seis años y el rey Arturo noventa y dos.
159.
Cuando los de la hueste vieron que Lanzarote había entrado en la ciudad, se dirigieron hacia mi señor Galván, que estaba echado sobre su escudo, tan agotado que no se podía sostener; lo montaron en un caballo y lo condujeron ante el rey; después lo desarmaron y lo encontraron en tan mal estado que se les desmayó entre las manos. Fue llamado el médico y, tras ver las heridas, dijo que lo dejarían sano en un corto plazo, menos de la profunda herida que tenía en la cabeza. El rey dijo: «Buen sobrino, vuestro ultraje os ha matado; es una pena, pues jamás saldrá de vuestro linaje un caballero tan bueno como vos sois y habéis sido.» Mi señor Galván no tiene fuerza para responder a nada que le diga el rey, pues se encuentra tan mal que piensa que no llegará a ver el día. Allí lloran todos, grandes y pequeños, al contemplar a mi señor Galván más malherido que nadie; lloran los ricos y los pobres, pues todos le amaban con gran amor. La noche entera permanecen a su lado, por ver qué hará, esperando la hora en que muera ante ellos. Y, en toda la noche, mi señor Galván no abrió los ojos, ni dijo una palabra, ni hizo nada, como si estuviera muerto, pero al cabo de un rato, se quejó con gran dolor.
Antes de que hubiera amanecido totalmente, ordenó el rey que levantaran sus tiendas y pabellones, pues no se quedaría más tiempo allí, sino que iría a alojarse a Gaula y no se movería hasta saber si mi señor Galván podría sanar o no. A la mañana, tan pronto como amaneció, se marchó de Gaunes el rey, con gran dolor e hizo llevar en parihuelas a mi señor Galván, tan lastimado que el mismo médico no espera sino su muerte.
160.
El rey fue a establecerse en una ciudad llamada Meaux y se quedó allí hasta que mi señor Galván se curó. Cuando ya había permanecido mucho tiempo en aquella ciudad dijo que se marcharía en breve al reino de Logres; entonces le llegaron noticias que le desagradaron en demasía, pues un criado le dijo una mañana, al levantarse: «Señor, os traigo nuevas desagradables. —¿Cuáles son?, pregunta el rey, decídmelas. —Señor, en vuestra tierra han entrado los romanos; han quemado y destruido ya toda Borgoña, han herido y matado a los hombres y devastado la tierra; sé con certeza que esta semana os atacarán con el ejército, para combatir contra vos, en batalla campal, pero nunca habéis visto tanta gente como ellos tienen.» Cuando el rey Arturo oye esta noticia ordena al criado que se calle, pues si sus hombres lo oyen contar tal como lo cuenta, habría quienes se desmoralizarían más de lo debido. El criado responde que no hablará más.
El rey va a ver a mi señor Galván, que se había repuesto algo, menos de la herida que tenía en la cabeza, de la que sin duda habría muerto. El rey le pregunta cómo se siente. «Señor, bien, gracias a Dios, responde mi señor Galván; estoy completamente curado para llevar armas. —Bien os será necesario, le contesta el rey, pues nos han llegado hoy noticias bastante malas. —¿Cuáles son?, pregunta mi señor Galván; por favor, decídmelas. —A fe mía, contesta, un criado me ha dicho que el ejército de Roma ha entrado en esta tierra, que nos atacará esta semana y nos combatirá en batalla campal. Pensad qué se podrá hacer. —Ciertamente, responde mi señor Galván, lo mejor que se me ocurre es que mañana nos pongamos en marcha hacia ellos y que nos enfrentemos en batalla campal; pienso que los romanos son tan débiles de corazón y de tan poca fuerza que no nos resistirán.» Responde el rey que así lo hará; entonces vuelve a preguntarle a mi señor Galván cómo se encuentra y éste le contesta que se halla tan ágil como nunca y con la gran fuerza de siempre, si no fuera por la herida de la cabeza «de la cual no me he recuperado totalmente a mi gusto; pero por eso no dejaré de llevar armas tan pronto como sea necesario».
A la mañana siguiente dejó el rey el castillo donde se había alojado y cabalgó con su gente hasta encontrar, entre Champaña y Borgoña, al emperador de Roma que tenía gran cantidad de hombres, pero no eran tan buenos caballeros como los de Gran Bretaña. El rey Arturo, antes de atacar,— envió algunos de sus caballeros a la hueste romana para que le preguntaran al emperador por qué motivo había entrado en su tierra sin su permiso. El emperador4 respondió a esto diciendo: «No he entrado en su tierra, sino en la nuestra, pues no hay tierra alguna que no deba obtener de nos; he venido aquí para vengar a un príncipe nuestro, Frolo de Alemania, a quien él mató antaño con su propia mano; por la traición que hizo no le daremos paz hasta que nos haya tributado homenaje y se nos haya hecho vasallo, de forma que nos pague tributo todos los años y sus sucesores también.» A esto respondieron los mensajeros del rey, diciendo: «Señor, ya que no se podrá encontrar otra cosa en vos, os desafiamos en nombre del rey Arturo y sabed que habéis llegado al combate en el que seréis deshonrado en el campo de batalla y todos vuestros hombres morirán. No sé, responde el emperador, qué ocurrirá, pero vinimos aquí a combatir y en combate tendremos o perderemos esta tierra.»
Entonces dejaron al emperador los mensajeros y, cuando llegaron ante el rey, le dijeron lo que habían hallado. «Ya no queda más que atacarles, exclama el rey, pues preferiría morir a ser vasallo de los romanos.»
161.
Por la mañana se armaron los de Logres; el rey estableció diez cuerpos y, una vez divididos, los primeros fueron contra los romanos, de forma tan admirable que los espantaron completamente; al enfrentarse, se podían ver caballeros cayendo de un bando y del otro, tanto, que la tierra estaba repleta; los romanos no eran tan duchos ni estaban tan acostumbrados a llevar armas como los del reino de Logres; por eso los podíais ver tropezar, como si fueran bestias en movimiento. Cuando el rey Arturo, que conducía el último cuerpo, llegó al combate lo hubierais visto matar romanos y hacer grandes maravillas en persona; pues en aquel tiempo no había nadie de su edad capaz de hacer otro tanto. Y mi señor Galván, que estaba al otro lado, con Kay el senescal y con Girflete, volvió a atacar con tanto valor que nadie debería criticarlo, y cuando iba, en medio del combate, que era encarnizado, se encontró con el emperador y con un sobrino; estos dos habían causado grandes daños a los de Logres, a quienes mataban y derribaban cuando se les ponían delante. Al ver mi señor Galván las hazañas que realizaban, se dijo a sí mismo: «Si esos dos viven mucho, podremos tener enojos, pues son buenos caballeros.» Entonces se lanza contra el sobrino del emperador y le da un golpe tan grande con la espada, que le arranca el hombro izquierdo; éste, se siente herido de muerte y se deja caer al suelo. Al ver el tajo, se juntan allí los romanos y atacan a mi señor Galván por todas partes, le golpean con las espadas y las lanzas en todos los sentidos, y le causan en el cuerpo grandes heridas, dignas de admiración; pero nada le dolía tanto como que le golpearan sobre el yelmo, pues se le había vuelto a abrir la herida de la cabeza y le parecía que iba a morir. Cuando el emperador vio a su sobrino tan malherido, se lanza contra Kay el senescal y le golpea con tanta fuerza que le atraviesa el cuerpo con la lanza y lo derriba, herido tan gravemente que no vivió después nada más que tres días. A continuación, desenvaina la espada y va contra Girflete, dándole un golpe tan grande en medio del yelmo, que se quedó aturdido, de manera que no se puede mantener en la silla, sino que cae del caballo. El rey Arturo vio esos dos golpes y estuvo seguro de que era el emperador; entonces se dirige hacia allí y golpea sobre el yelmo al emperador con toda su fuerza, con la espada clara y cortante, de forma que nada pudo evitar que sintiera el corte de la espada hasta los dientes; retira la espada y el emperador cae muerto al suelo, y fue una enorme pena, pues era buen caballero y hombre joven.
162.
Cuando los romanos ven muerto a su señor, se dan por vencidos inmediatamente; huyen donde pueden; los persiguen y les dan muerte y descuartizan con tal crueldad que no quedaron más que cien prisioneros; fueron llevados ante el rey Arturo, que les dijo: «Daos por muertos si no me prometéis que vais a hacer mi voluntad.» Se lo prometen. Entonces ordena tomar el cuerpo del emperador y meterlo en un ataúd; después, les dice a los romanos: «Os llevaréis a Roma a vuestro emperador y diréis a aquellos a quienes os encontréis que en vez del tributo que pedían les envío el cuerpo de su emperador y que el rey Arturo no les dará otro tributo.» Le contestan que llevarán a cabo este mensaje; dejan al rey, que se quedó en el lugar donde había sido la batalla, y no quiso irse en toda la noche.