La muerte del rey Arturo (9 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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60.
Entonces se acercó Lanzarote a mi señor Galván y le dijo: «Señor, a mí y a toda mi compañía nos conviene partir de aquí e irnos a un asunto que no puedo dejar; cuando veáis a mi señor el rey, saludadlo de mi parte y decidle que volveré tan pronto como pueda. —En nombre de Dios, dice mi señor Galván, no os marchéis de aquí, si a Dios le place; antes esperaréis a mi señor el rey.» Lanzarote dice que no lo hará; monta al instante con toda su compañía y mi señor Galván le acompaña un gran trecho y le dice: «Señor, en este campo de Camaloc habrá en breve un gran torneo extraordinario: procurad estar en él, pues faltarán pocos de los caballeros del reino de Logres. Lanzarote contesta que acudirá si está libre. Con esto se separan el uno del otro y mi señor Galván vuelve a Camaloc entristecido, porque Lanzarote se ha marchado tan pronto. Lanzarote cabalga hasta que llega al bosque de Camaloc y cuando han entrado allí le ruega a Boores que le diga por qué la reina está airada con él. —Señor, os lo diré.» Entonces comienza a hablarle de la manga que llevó en el torneo de Wincester: «Por lo cual la reina se ha enfadado mucho y, dice, nunca volveréis a recobrar la paz con ella.» Cuando le ha contado todo, Lanzarote se detiene y comienza a llorar muy amargamente, de tal forma que nadie le puede sacar una palabra. Después de haber estado así, al cabo de un gran rato responde: «¡Ay! Amor, éstas son las recompensas por serviros, pues el que se entrega completamente a vos no puede escapar sin muerte y tal es la recompensa que le dais por amar lealmente. ¡Ay! Boores, buen primo, vos que conocéis tan bien mi corazón como yo, ¿creéis que por algo del mundo dañaría a mi señora? ¿Por qué no me excusasteis ante ella? —Señor, contesta Boores, hice todo lo que puede, pero no quiso aceptar lo que yo le decía. —Aconsejadme ahora y decidme qué podré hacer, pues si no puedo alcanzar su paz, no podré vivir durante largo tiempo. Si ella me hubiera perdonado su mal talante y su ira, me iría más alegremente. En la situación que me encuentro ahora, con su ira y su mala voluntad y sin permiso para hablar con ella, no creo que pueda vivir mucho, pues el duelo y la tristeza me atravesarán el corazón; por eso os digo, buen dulce amigo, que me aconsejéis, pues no veo qué puedo hacer después de lo que habéis dicho. —Señor, contesta Boores, si pudierais resistir sin ir allí donde está ella o sin verla, yo os digo que, en verdad, no pasaría un mes sin que, al no veros y al no oír noticias vuestras, se sintiera mucho más angustiada por no teneros en su compañía de cuanto vos estuvisteis nunca por ella; así os desearía mucho más y tened por cierto que enviaría a buscaros si supiera que estabais cerca o lejos. Mi leal consejo es éste: id a combatir y manteneos en estas tierras siguiendo los torneos según se vayan convocando; junto a vos tenéis una hermosa mesnada de gente y gran parte de vuestra parentela, por lo cual os deberíais alegrar mucho, pues, si queréis os acompañaría donde queráis ir.» Le responde que este consejo le parece muy bueno, pero que no necesita compañía, pues quiere marcharse completamente solo, sin más acompañamiento que un escudero, a quien llevará consigo todo el tiempo que quiera. «Pero vos, dice, Boores, os iréis hasta que me volváis a ver o hasta que vaya a buscaros mí mensajero. —Señor, responde Boores, me será muy doloroso separarme así de vos y que os vayáis con compañía tan pobre por estas tierras, pues si os ocurriera alguna desgracia, ¿cómo lo sabríamos? —No temáis, le contesta, pues el que hasta aquí me ha permitido obtener la victoria en todos los lugares donde he estado, por su gracia, no tolerará que yo tenga revés allí donde esté; y si lo permite, lo sabréis antes que los demás, tenedlo por seguro.»

61.
Entonces volvió Lanzarote a sus compañeros que lo esperaban en el campo y les dijo que tenía que ir a un asunto al que no podía llevar gran compañía; toma consigo a su escudero Hangeis y le dice que le siga. Este le responde que lo hará con gusto, pues estaba muy alegre. Así se separa de sus amigos íntimos que le dicen: «Señor no dejéis de asistir a la asamblea de Camaloc de tal forma que se os reconozca.» Contesta que estará, si no se lo impide un gran obstáculo. Entonces llama a Boores y le dice: «Si voy a la asamblea, llevaré armas blancas sin ningún otro distintivo y en eso podréis reconocerme.» Con esto se separan el uno del otro, encomendándose mucho a Dios.

La historia deja ya de hablar de todos ellos y vuelve al rey Arturo.

62.
Cuenta ahora la historia que, cuando el rey hubo permanecido con su hermana Morgana tanto como le plugo, se marchó con su gran mesnada. Al salir del bosque, cabalgaron hasta llegar a Camaloc: allí supo que Lanzarote no había estado en la corte sino un solo día, y su corazón se debatió en diversos pensamientos, pues le pareció que si Lanzarote amaba a la reina con loco amor, tal como se le había advertido, no se hubiera alejado tanto de la corte, ni la habría dejado tan atrás como había hecho: era ésta una cosa que tranquilizaba mucho el corazón del rey y que le hacía desconfiar de las palabras que había oído a su hermana Morgana. Sin embargo, ya no fue feliz desde entonces y, por las palabras que había oído contar, sospechó de la reina mucho más que antes. La mañana que llegó el rey a Camaloc, mi señor Galván estaba comiendo con otros muchos caballeros en la mesa de la reina; en una habitación, junto a la sala, había un caballero que se llamaba Avarlán, que odiaba a mi señor Galván: había envenenado la fruta, con lo cual pensaba hacerle morir, pero le pareció que, si se la daba a la reina, ésta se la ofrecería a aquél antes que a ningún otro, y así, si Galván la comía, moriría inmediatamente. La reina tomó la fruta, sin recelar de la traición, y se la dio a un caballero que era compañero de la Mesa Redonda, llamado Gaerín de Caraeu; éste lo tuvo como una gran muestra de aprecio, ya que la reina se la daba; comió y, tan pronto como el bocado pasó el cuello, cayó muerto ante la reina y ante todos aquellos que estaban en la mesa. Saltaron todos y se quedaron asombrados por esta maravilla. Cuando la reina vio al caballero muerto ante sí, se quedó tan dolida por esta desgracia que no sabe qué decisión tomar de sí misma, ya que tantos nobles habían visto el hecho que no podría negarlo. La noticia le llegó al rey a través de un caballero que había comido en la sala: «Señor, le dijo, ahora mismo ahí ha ocurrido algo extraordinario: mi señora la reina ha matado a un caballero por la mayor desgracia del mundo; era compañero de la Mesa Redonda y hermano de Mador de la Puerta.» Y le contó cómo había ocurrido; el rey se persigna por el suceso ocurrido y salta fuera de la mesa para saber si es verdad o no lo que le ha contado; lo mismo hacen cuantos estaban en el, salón. Cuando el rey llega a la cámara y encuentra al caballero muerto, dice que es una gran desgracia y que la reina ha cometido una gran villanía, si es que ha hecho esto por propia voluntad. «Ciertamente, contesta alguien de allí, con esto ha merecido la muerte, si es que sabía de verdad que estaba envenenada la fruta con la que murió el caballero.» La reina no sabe qué decir de espantada que está por esta desgracia, y solamente responde: «Así me ayude Dios, me pesa más de cien veces y no me resulta agradable; si yo supiera que la fruta que le ofrecí era dañina, no se la hubiera dado por medio mundo. —Señora, le dice el rey, al dársela vos la obra ha sido mala y villana y dudo mucho que no lleguéis a estar más apesadumbrada de lo que estáis' ahora.» Entonces dice el rey a todos los que estaban alrededor del cadáver: «Señores, este caballero está muerto; es una desgracia. Pensad ahora en el cuerpo del hermano y en hacerle tan gran honor como se debe hacer al cuerpo de un noble, pues ciertamente era noble y uno de los mejores caballeros de mi corte en mi vida vi uno más leal que él; me pesa mucho mas de lo que la gente se podría imaginar.» Con esto, sale el rey de la habitación y vuelve a la gran sala; se persigna más de mil veces por la maravilla de ver un caballero muerto por una desgracia. La reina se marcha tras el rey y va a un gran prado con todo su acompañamiento de damas y de doncellas; tan pronto como llega a él, comienza a hacer un gran duelo y dice que Dios la ha olvidado, pues ha permitido que con tal calamidad mate a un hombre tan noble como era aquél. «Y, así me ayude Dios, si le di la fruta para que comiera untes que nadie, fue por amabilidad nada más.»

63.
Muy gran duelo hizo la reina por la desgracia ocurrida. Las damas amortajaron el cuerpo lo más bella y ricamente que pudieron y le hicieron tan gran honor como se debe hacer al cuerpo de un noble caballero. A la mañana siguiente fue enterrado a la entrada del monasterio del señor San Esteban de Camaloc; una vez que la tumba estuvo labrada tan hermosa y tan rica como no se podía encontrar otra en el país, los compañeros de la Mesa Redonda, de común acuerdo, pusieron unas letras que decían:
AQUÍ YACE GAERÍN EL BLANCO DE CARAEU, HERMANO DE MADOR DE LA PUERTA, A QUIEN LA REINA HIZO MORIR ENVENENADO
. Tales palabras decían las letras que había encima de la losa del caballero muerto. El rey Arturo y todos los de su séquito estaban tristes y así permanecieron casi sin hablar, hasta el día de la asamblea. Pero, mientras, deja la historia de hablar del rey Arturo y su compañía y vuelve a Lanzarote, para contar el motivo que le impidió ir al torneo que se celebró en la pradera de Camaloc.

64.
Cuenta ahora la historia que cuando Lanzarote se marchó del lado de Boores y de Héctor, su hermano, cabalgó por medio del bosque de Camaloc, durante una hora hacia delante y otra hora hacia atrás; yacía las noches en casa de un ermitaño, con el que se había confesado alguna vez, y éste le hacía toda la honra que podía. Tres días antes de la asamblea llamó Lanzarote a su escudero y le dijo: «Ve a Camaloc y tráeme un escudo blanco cruzado con tres bandas bermejas: tráeme, también, paños completamente blancos, pues he llevado tales armas tantas veces que si Boores va a la asamblea, me podrá reconocer sin dificultad. Lo hago por él más que por ningún otro, pues no querría de ninguna forma que me hiriera o que lo hiriera yo a él». El escudero se separó de Lanzarote para ir a la ciudad y traer las armas, tal como se las pidió. Lanzarote se alejó de la ermita, completamente solo, para ir a solazarse en el bosque, sin llevar más arma que la espada. Aquel día hizo mucho calor y por el sofoco que Lanzarote tenía, descabalgó y quitó la silla y el freno a su caballo, atándolo a una encina bastante cerca de él; después de hacer esto, se fue a tumbar a la orilla de una fuente y se durmió inmediatamente, pues encontró el lugar agradable y fresco en comparación con el calor que había tenido antes. Sucedió que los cazadores del rey perseguían a un gran ciervo, que se había refugiado en el bosque, y que fue a la fuente para saciar su sed, pues había sido perseguido por todas partes. Cuando estuvo en la fuente, un arquero —que iba montado en un gran caballo muy por delante de todos los demás— se dirigió hacia aquel lugar, pues estaba bastante cerca, para herir al animal en medio del pecho, pero falló y no hirió al ciervo, porque éste dio un pequeño salto hacia adelante; pero el golpe no se perdió, pues alcanzó a Lanzarote en medio del muslo izquierdo, con tanta fuerza que el hierro se lo atravesó completamente, junto con gran parte de la madera. Cuando Lanzarote se sintió herido, se puso en pie muy angustiado y apesadumbrado; vio al cazador, que corría tras el ciervo tan deprisa como podía su caballo, y le gritó: «Infame, miserable, ¿qué os he hecho para que me hayáis herido mientras dormía? Sabed que en mala hora lo hicisteis y que malas venturas os traerá esto.» Entonces Lanzarote desenvainó su espada y empezó a correr detrás de él, herido como estaba. Cuando aquél lo vio venir y reconoció que era Lanzarote, da la vuelta y huye lo más deprisa que puede y al encontrar a sus compañeros les dice: «Señores, no sigáis si no queréis morir; pues mi señor Lanzarote está junto a la fuente y lo he herido con una saeta, cuando quise alcanzar al ciervo. Tengo miedo de haberlo herido de muerte y que me siga.»

65.
Cuando los demás oyen estas palabras, le dicen a su compañero: «Os habéis portado demasiado mal; si Lanzarote tiene algún daño y el rey lo llega a saber, todos nosotros seremos afrentados y exiliados; y si el rey mismo se preocupa del asunto, nadie más que Dios podrá salvarnos de la venganza de su parentela, si es que llegan a saber que le ocurrió la desgracia en este camino.» Entonces dan la vuelta huyendo a través del bosque y Lanzarote que se había quedado en la fuente herido muy gravemente, se sacó la saeta del muslo con gran dificultad y con gran angustia; ve la herida, que era grande, pues el hierro de la saeta estaba muy afilado. Rompe un paño de su camisa para restañar la herida que sangraba; tras vendarla lo mejor que puede, se acerca a su caballo, le pone la silla y el freno y lo monta con gran dificultad; después va a duras penas a la ermita donde estuvo hace poco, al separarse de Boores. Cuando el buen ermitaño lo vio tan herido, se asombró y le preguntó quién le había hecho aquello. «No sé, responde, qué malditos me han dejado así. Lo único que puedo decir es que son de la casa de mi señor el rey Arturo.» Entonces le cuenta cómo ha sido herido y de qué forma. «Ciertamente, señor, dice el ermitaño, fue una desgracia. —No importa, contesta Lanzarote, tanto por mí como por que no podré ir esta vez a la asamblea de Camaloc y ya falté el otro día a la de Taneburg, por otra herida que tenía en aquella ocasión: esta es la cosa que más me preocupa y me pesa de forma mayor; porque no había estado en la otra, ansiaba grandemente estar en ésta. —Ya que os ha sucedido así, añade el ermitaño, os conviene aguantaros, pues sí vais esta vez, no haríais nada que os honrara; _por eso debéis quedaros, hacedme caso.» Lanzarote dice que en verdad se quedará; quiera o no, pues le conviene hacerlo. Se quedó en aquella ocasión debido a la herida y lo sintió mucho, pues le parecía que iba a morir de tristeza. Por la noche, cuando volvió su escudero y se lo encontró tan gravemente herido, se asombró mucho y Lanzarote le dijo que le diera el escudo que había traído y las coberturas, y añadió que las cosas eran de tal forma que ahora convenía quedarse. Permaneció allí quince días enteros antes de poder cabalgar según su voluntad.

La historia deja de hablar de él en este punto y vuelve al rey Arturo.

66.
Cuenta la historia a continuación que el rey Arturo estuvo en Camaloc, después de la muerte de Gaerín, hasta la fecha de la asamblea. Ese día podíais ver por todas partes alrededor de veinte mil hombres en la pradera de Camaloc, y no había ninguno que no fuera tenido por noble, ni por buen caballero. Cuando estuvieron todos reunidos, podíais ver derribar caballeros a menudo y frecuentemente. En aquella jornada, se llevó el premio Boores de Gaunes y dijeron todos aquellos que estaban en la plaza, que los había vencido a todos. El rey, que lo reconoció, se acercó a él y le dijo: «Boores ya os tengo; conviene que vengáis conmigo y que os quedéis dándonos compañía tanto como os agrade. —No iré de ninguna forma, responde Boores, ya que mi señor primo no está aquí; si estuviera, gustosamente me quedaría y permanecería tanto como a él le agradara estar con vos; y, así me ayude Dios, si no hubiera estado seguro de encontrarle en esta asamblea, yo no hubiera venido: cuando se separó de mí, tiempo atrás, me dijo que vendría y que no faltaría por nada del mundo, a no ser que se encontrara un obstáculo que lo retuviera a la fuerza. —Vos os quedaréis conmigo, insiste el rey, y esperaréis hasta que Lanzarote venga a la corte. —Señor, responde Boores, por nada me quedaré, pues no creo que lo volváis a ver en mucho tiempo. —Y ¿por qué, pregunta el rey, no vendrá? ¿Acaso se ha enfadado con nosotros? —Señor, contesta Boores, ya no sabréis nada más por mí; preguntadle a otro si queréis saber la verdad. —Si yo supiera de alguien en mi corte que me lo pudiera decir, le preguntaría, responde el rey; pero ya que no lo sé, me conviene aguantar y esperar a que venga aquel de quien os pregunto.» Con esto se separó Boores del rey y se fue con su hermano, con Héctor y con todos sus compañeros; mi señor Galván les acompañó un gran trecho y dijo a Boores: «Me maravilla mucho que mi señor Lanzarote no haya estado en esta asamblea. —Ciertamente, contesta Boores, yo sé, sin lugar a dudas, que está enfermo, o en prisión, o donde sea, pues si hubiera estado en su libre poder, bien sé que hubiera venido.» Con esto se despiden el uno del otro. Boores se dirige hacia allí donde piensa que podrá encontrar al rey de Norgales y dice a su hermano y a Héctor: «Sólo temo que mi señor haya enfermado a causa de la reina, que está enfadada con él. ¡Maldita sea la hora en que empezó este amor! Temo aún que nos lleguen cosas mucho peores. —Ciertamente, añade Héctor, ¡si es que alguna vez supe de algo! Veréis aún la mayor guerra que jamás habréis visto entre nuestros deudos y el rey Arturo, y todo por este motivo.» Así empiezan a hablar de Lanzarote aquellos que más lo amaban y que tenían mayor deuda con él.

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