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Authors: Anónimo

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La muerte del rey Arturo (13 page)

BOOK: La muerte del rey Arturo
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88.
Con esto, se fueron de allí hacia el alojamiento de Gariete; cuando iban ciudad abajo, se encontraron con Lanzarote y sus compañeros; al encontrarse, nada más verse, se mostraron una gran alegría. «Mi señor Lanzarote, le dice Gariete, os pido un don.» Aquél se lo otorga con mucho gusto, siempre que sea algo que pueda hacer. «Muchas gracias, contesta Gariete; quiero que vos y vuestra compañía os alberguéis, desde hoy, conmigo. Sabed que lo hago más por vuestro provecho que por molestaros.» Cuando Lanzarote oye estas palabras, lo acepta con gusto; dan la vuelta y bajan al alojamiento de Gariete tal como estaban. Salen entonces escuderos y sirvientes a desarmar a Lanzarote y a los demás que acababan de llegar del torneo. A la hora de cenar fueron a la corte todos juntos, pues amaban mucho a Lanzarote. Lanzarote se quedó muy sorprendido al llegar allí, porque el rey, que solía recibirlo con tanto afecto, esta vez no le dijo ni palabra, sino que volvió la cara hacia otro lugar tan pronto como lo vio venir. No se dio cuenta —en absoluto— de que el rey estuviera enfadado con él, pues no podía imaginarse que el rey hubiera oído las noticias que le habían dicho. Se sentó con los caballeros y comenzó a divertirse, pero no como solía, porque ve al rey pensativo. Después de cenar, cuando se levantaron los manteles, el rey invita a sus caballeros a ir a cazar al bosque de Camaloc, al día siguiente por la mañana. Entonces le dice Lanzarote al rey: «Señor, me tendréis por compañero en esa marcha. —Buen señor, le responde el rey a Lanzarote, os podéis quedar esta vez, pues tengo tantos caballeros que me pasaré bien sin vuestra compañía.» Fue entonces cuando Lanzarote se dio cuenta de que el rey estaba enfadado con él, pero seguía sin saber por qué; le pesaba mucho.

89.
Por la noche, cuando ya era hora de acostarse, Lanzarote se marchó de allí con gran compañía de caballeros; ya en su alojamiento, Lanzarote dijo a Boores; «¿Os habéis fijado en la cara que me ha puesto el rey Arturo? Creo que está enfadado conmigo por algo. —Señor, le responde Boores, sabed que ha recibido noticias vuestras y de la reina. Mirad qué vais a hacer, pues hemos llegado a la guerra que no tendrá fin. —¡Ay!, pregunta Lanzarote, ¿quién fue el que osó contárselo? —Señor, contesta Boores, si lo dijo un caballero, fue Agraváin, y, si lo dijo una dama, fue Morgana, la hermana del rey Arturo.» Mucho hablaron del asunto aquella noche los dos primos. A la mañana siguiente, cuando el día apareció, le dijo mi señor Galván a Lanzarote: «Señor, Gariete y yo iremos al bosque; ¿vendréis vos? —De ninguna forma, responde Lanzarote, me quedaré, pues no me encuentro a gusto para ir según mi voluntad.» Mi señor Galván y Gariete se fueron con el rey al bosque. Tan pronto como el rey se hubo marchado, la reina llamó a un mensajero y lo envió a Lanzarote, que aún estaba acostado; le ordena que no deje —por nada— de acudir a su lado; cuando mi señor Lanzarote vio al mensajero, se puso muy contento y le dijo que se fuera, que él le seguiría. Entonces se viste y se arregla y medita cómo podría ir lo más secretamente, de forma que no se entere nadie; le pide consejo a Boores y éste le ruega por Dios que no vaya en absoluto. «Si vais, será en mala hora, pues mi corazón, que nunca temió por vos, excepto esta vez, me lo está diciendo.» Lanzarote le responde que de ninguna manera dejará de ir. «Señor, replica Boores, ya que os place ir, os enseñaré por dónde debéis hacerlo. Mirad ese jardín que llega hasta la habitación de la reina; entrad en él. Encontraréis el camino más tranquilo y el más desierto que yo sepa. Os ruego también que no dejéis de llevar vuestra espada.» Lanzarote lo hace tal como Boores le había aconsejado; se mete en la senda del jardín que llegaba hasta la casa del rey Arturo. Cuando Lanzarote se acercó a la torre. Agraváin lo supo, pues había puesto espías por todas partes y un muchacho lo había advertido: «Señor, por ahí viene mi señor Lanzarote.» Le dice que se calle. Agraváin se dirige hacia una ventana que daba al jardín y ve a Lanzarote que iba muy deprisa hacia la torre. Agraváin, que tenía consigo una gran compañía de caballeros, los lleva a la ventana y les muestra a Lanzarote, diciéndoles: «Ahí está. Estad atentos cuando entre en la habitación, que no se os escape.» Contestan que es imposible que huya, pues lo sorprenderán completamente desnudo. Lanzarote, que no se había dado cuenta de la trampa, llegó a la puerta de la vivienda que daba al jardín, la abre y entra, yendo de habitación en habitación hasta llegar donde le esperaba la reina.

90.
Cuando Lanzarote estuvo dentro, cerró la puerta tras de sí, como si ventura hubiera querido que no fuera muerto. Se descalzó, se desnudó y se acostó con la reina. Pero no llevaba mucho tiempo cuando, aquellos que estaban al acecho para prenderle, llegaron a la puerta de la habitación; al encontrarla cerrada, no hubo ninguno que no se quedara perplejo; entonces se dieron cuenta de que habían fracasado en lo que querían llevar a cabo. Le preguntan a Agraváin cómo entrarán y él les aconseja que rompan la puerta, pues de otra manera no podrán. Hacen tanto ruido y dan tales golpes que la reina los oye y le dice a Lanzarote: «Mi buen y dulce amigo, hemos sido traicionados. —¿Cómo, señora?, pregunta, ¿qué es eso?» Entonces presta atención y oye un gran escándalo de gente que quería romper la puerta a la fuerza, pero que no podía. «¡Ay! Mi buen y dulce amigo, exclama la reina, somos afrentados y muertos; ahora sabrá el rey lo vuestro y lo mío. Toda esta trampa nos la ha tendido Agraváin. —Es cierto, responde Lanzarote, pero no os preocupéis, pues ha buscado su muerte, será el primero en morir.» Entonces salen los dos de la cama y se visten lo mejor que pueden. «¡Ay!, señora, pregunta Lanzarote, ¿tenéis aquí cota o armadura con que pueda cubrir mi cuerpo? —No, responde la reina, y nuestra desgracia es tan grande que moriremos los dos. Y lo siento —así me ayude Dios— más por vos que por mí, pues será mucha mayor la calamidad de vuestra muerte que la de la mía; sin embargo, si Dios quisiera otorgar que vos escaparais de aquí sano y salvo, estoy segura de que aún no ha nacido quien por esta mala acción osara librarme a la muerte, sabiendo que estáis vos con vida.» Cuando Lanzarote oye estas palabras, se dirige hacia la puerta, como quien no teme nada y les grita a los que estaban golpeando: «Caballeros malvados y cobardes, esperadme, pues voy a abrir la puerta por ver quién pasa.» Desenvaina su espada, abre la puerta y dice que avancen. Un caballero llamado Tanaguín, que odiaba a Lanzarote con odio mortal, se puso delante de todos los demás y Lanzarote, que tenía la espada alzada, le da un golpe tan fuerte, con toda su energía, que el yelmo y la cofia de hierro no le impidieron que lo hendiera hasta los hombros; a continuación, saca la espada y lo deja caer, muerto, a tierra. Cuando los otros lo ven en tal estado, no hubo ninguno que no retroceda, de forma que la entrada quedó completamente vacía. Lanzarote, al ver esto, dice a la reina: «Señora, esta guerra ha acabado; cuando lo deseéis me marcharé; nadie me lo impedirá.» La reina le responde que querría que estuviera a salvo, pasase lo que pasase. Entonces mira Lanzarote al caballero al que había matado, que había caído por la parte de dentro en la puerta de la habitación; lo lleva consigo y cierra la puerta; lo desarmó y se armó lo mejor que pudo. Entonces le dijo a la reina: «Señora, ya que estoy armado, debería irme, si Dios Nuestro Señor quiere.» Le responde que marche, si es que puede. Va a la puerta, la abre y grita que no lo capturarán. Entonces salta en medio de todos, con la espada desenvainada, y golpea al primero que encuentra, de forma que lo hace caer cuan largo era, sin que pueda levantarse. Cuando los demás ven esto, se echan atrás y los más atrevidos le abren paso. Al ver que lo han dejado estar, sale al jardín, yéndose a su alojamiento, donde encuentra a Boores que temía que no volviera según su voluntad, pues en su corazón estaba seguro de que la parentela del rey Arturo lo había espiado para intentar capturarle de alguna manera. Cuando Boores ve venir a su señor que se había ido desarmado completamente armado, se da cuenta de que ha habido pelea. Fue a su encuentro y le preguntó: «Señor, ¿qué ha ocurrido?» El le explica cómo le habían espiado Agraváin y sus dos hermanos, pues querían prenderle en flagrante delito con la reina y se habían hecho acompañar de abundante caballería. «Y me hubieran cogido si no me hubiera podido poner en guardia, pero me he defendido con fuerza y he hecho tanto, con la ayuda de Dios, que he escapado. —¡Ay!, señor, exclama Boores, ahora van las cosas peor que antes, pues ha sido descubierto completamente lo que nosotros tanto habíamos ocultado. Veréis comenzar ahora la guerra que no terminará nunca, mientras vivamos. Y si el rey os ha amado hasta ahora más que a ningún hombre, con más motivo os odiará desde que sepa que le hacíais tan grave mal como el de deshonrarle con su mujer. Conviene que penséis qué vamos a hacer, pues estoy seguro de que el rey nos será, a partir de ahora, enemigo mortal; y por mi señora la reina me pesa mucho, porque por vos será librada a la muerte, así me ayude Dios. Me gustaría, si pudiera ser, que se decidiera algo, de forma que quedara libre de este asunto y salvara su cuerpo.»

91.
En esta decisión llegó Héctor; cuando supo lo que había pasado, lo sintió más que nadie y dijo: «Lo mejor que veo es que nos vayamos de aquí, al bosque, de manera que el rey —que ahora está en él— no nos encuentre; y cuando mi señora la reina sea juzgada, os aseguro que la sacarán fuera para matarla y entonces la socorreremos quieran o no quienes piensen librarla a la muerte. Cuando la tengamos con nosotros, nos podremos ir fuera del país y nos marcharemos al reino de Benoic o al de Gaunes; si consiguiéramos sacarla a salvo, no tendremos que temer al rey Arturo y a todo su poder.» Lanzarote y Boores están de acuerdo con esta propuesta; hacen montar, inmediatamente, a sus caballeros y servidores: sumaban en total treinta y ocho. Salen de la ciudad y llegan al lindero del bosque, allí donde sabían que era más espeso, para estar mejor ocultos hasta la noche. Entonces llama Lanzarote a un escudero suyo y le dice: «Vete derecho a Camaloc y procura enterarte de las noticias de mi señora la reina y qué quieren hacer con ella; si la han condenado a muerte, ven a decírnoslo inmediatamente, pues por muchas penas o trabajos que debamos pasar para socorrerla, en tanto podamos no dejaremos de salvarla de la muerte.» Se aleja de Lanzarote el criado y con su rocín se dirige a Camaloc por el camino más recto, hasta llegar a la corte del rey Arturo.

Aquí deja la historia de hablar de él y vuelve a los tres hermanos de mi señor Galván a partir del momento en que Lanzarote se les escapó cuando lo encontraron en la habitación de la reina.

92.
Cuenta ahora la historia que, en el momento en que Lanzarote dejó a la reina y escapó de quienes creían poderlo coger, los que estaban en la puerta de los aposentos, al ver que se les había ido, entraron en la habitación, apresaron a la reina y la afrentaron con mayores vergüenzas de las que debieron, diciéndole que ya tenían las pruebas y que no podrá librarse de morir. Mucho la deshonraron y ella escuchaba dolida, llorando con tanta amargura que debieran haber tenido compasión los felones caballeros.

A la hora de nona volvió del bosque el rey. Nada más descabalgar en el patio le llegó la noticia de que la reina había sido cogida con Lanzarote; el rey lo sintió mucho y preguntó si Lanzarote había sido detenido. «Señor, le responden, no; se defendió con tanto valor que ningún hombre hubiera hecho lo que él hizo. —Ya que no está aquí, dice el rey Arturo, lo encontraremos en su hostal. Haced que se arme mucha gente e id a prenderlo; cuando lo hayáis cogido, venid ante mí; haré a la vez justicia con él y con la reina.» Hasta cuarenta caballeros van entonces a armarse, pero en modo alguno por propia voluntad, sino porque les conviene hacerlo, pues el mismo rey se lo ha ordenado. Cuando se presentan en el alojamiento de Lanzarote, no lo encontraron allí; y hubo algún caballero que se alegró mucho por eso, pues de sobra sabían que si hubiera sido encontrado y quisieran prenderlo a la fuerza, no faltaría una pelea cruel y encarnizada. Volvieron ante el rey y le dijeron que habían fracasado en lo de Lanzarote, pues se había ido hacía rato, llevándose consigo a todos sus caballeros. Cuando el rey lo oyó dijo que no tenían suerte y, ya que no puede vengarse de Lanzarote, se vengará de la reina de tal forma que se hablará de ello mientras el mundo dure. «Buen señor, pregunta el rey Yon, ¿qué pensáis hacer? —Pienso, le responde, hacer gran justicia por la mala acción que ha cometido. Os ordeno, añade, a vos en primer lugar, porque sois rey, y después al resto de los nobles que están aquí, y os lo exijo por el juramento que me hicisteis, que decidáis entre todos de qué muerte debe morir; no puede librarse de la muerte, aunque estéis en contra de ello; de forma que si decís que no debe morir, a pesar de todo, morirá. —Señor, objeta el rey Yon, no es uso ni costumbre en este país que se dicte juicio de muerte de hombre o de mujer después de nona; pero por la mañana, si es necesario que juzguemos, lo haremos.»

93.
Dejó de hablar el rey Arturo y estaba tan dolido que en toda la noche ni bebió ni comió, ni de ningún modo quiso que la reina fuera llevada a su presencia; al día siguiente por la mañana, a la hora de prima, cuando los nobles se habían reunido en el salón, dijo el rey: «¿Señores, juzgando con justicia qué se debe hacer con la reina?» Los nobles se ponen a deliberar y preguntan a Agraváin y a sus otros dos hermanos qué se debía hacer; contestaron que —en justicia— creían que debía morir con afrenta, pues había cometido una gran deslealtad al dejar que se acostara otro caballero en el lugar del rey. «Decimos, juzgando con justicia, que con esto sólo había merecido la muerte.» A la fuerza todos están de acuerdo, pues se dan cuenta que el rey así lo quiere. Cuando mí señor Galván vio que era clara la decisión de que la reina muriera, entonces dijo que —si Dios quería— no iba a esperar el gran dolor de ver morir a la dama que le ha hecho la mayor honra del mundo. Mi señor Galván se acerca al rey y le dice: «Señor, os devuelvo todo cuanto he obtenido de vos, y no os volveré a servir ningún día de mi vida, si toleráis esta deslealtad.» El rey no responde una palabra a lo que le dice, pues estaba pensando en otra cosa; al momento, mi señor Galván se marcha de la corte, y va derecho a su alojamiento, haciendo tan gran duelo como si viera muerto allí delante a todo el mundo. El rey ordena a sus servidores que preparen en la llanura de Camaloc una hoguera grande y digna de admiración, en la que será puesta la reina; no debe morir de otra manera reina que haya cometido deslealtad, aunque esté ungida.

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