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Authors: Anónimo

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La muerte del rey Arturo (16 page)

BOOK: La muerte del rey Arturo
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110.
Se acercó la doncella a la puerta del castillo y salió en secreto; era hora de vísperas; el rey estaba sentado para comer. Cuando llegó a la hueste no encontró quién la retuviera, pues ven que es una doncella portadora de un mensaje y por eso la llevan al pabellón del rey Arturo. La joven reconoció en seguida al rey Arturo entre sus nobles; se acercó a él y le dijo lo que Lanzarote le había mandado, y tal como se lo había ordenado. Mi señor Galván, que estaba cerca del rey Arturo y que oyó el mensaje, habló antes que ningún otro de los compañeros pensase una sola palabra sobre el asunto y dijo de manera que lo oyeran todos los nobles: «Señor, estáis cerca de vengar vuestra deshonra y el daño que Lanzarote os ha causado con vuestros amigos; cuando salisteis de Camaloc jurasteis aniquilar el linaje del rey Van. Os digo esto, señor, porque estáis en el momento mejor para lavar esa afrenta; si hicierais las paces con Lanzarote seríais deshonrado y vuestro linaje humillado de manera que jamás volveríais a tener honor. —Galván, responde el rey, el asunto ha ido tan lejos que, mientras yo viva, jamás tendrá mi paz por nada que haga o diga Lanzarote; y es el hombre del mundo a quien yo debería perdonar más fácilmente una gran falta, pues sin duda ha hecho más por mí que ningún otro caballero; pero al final me lo ha vendido demasiado caro, pues me ha quitado los amigos carnales a los que yo más amaba, excepto a vos; por ese motivo no podría haber paz entre él y yo, y no la habrá, os lo aseguro como rey.» Entonces se vuelve el rey hacia la doncella y le dice: «Doncella, le podéis decir a vuestro señor que de ningún modo haré nada de lo que me pida, sino que le prometo guerra mortal. —En verdad, responde la doncella, es mayor desgracia para vos que para nadie; y vos, que sois uno de los reyes más poderosos del mundo y de los más renombrados, seréis destruido y llevado a la muerte, con la que muchas veces son engañados los sabios. Y vos, mi señor Galván, que debíais ser el más discreto, sois el más falso de todos, mucho más de lo que yo creía, pues buscáis vuestra muerte, tal como se puede apreciar. Escuchad: ¿no os acordáis de lo que visteis antaño apreciar. Palacio Venturoso, en casa del Rico Rey Pescador, cuando visteis la pelea de la serpiente y del leopardo? Si recordáis bien las maravillas que apreciasteis en aquella ocasión y de su significado, que os explicó el ermitaño, esta guerra no tendría lugar si la pudierais evitar. Pero vuestro mal corazón y vuestra enorme perversidad os alejan de esta empresa. Os arrepentiréis cuando no lo podáis arreglar.» Entonces se vuelve la doncella hacia el rey y le dice: «Señor, ya que en vos no puedo hallar sino guerra, me volveré a mi señor y le diré lo que me habéis ordenado. —Doncella, responde el rey, id.»

111.
Deja la doncella el ejército enemigo y vuelve al castillo, donde era esperada; entra. Cuando estuvo ante su señor y le contó que de ninguna forma podría hallar paz ante el rey Arturo, Lanzarote se afligió mucho, no porque le temiese, sino porque le tenía gran amor. Entra en una habitación y comienza a meditar con amargura, suspirando profundamente en sus reflexiones, de forma que las lágrimas le llegaban a los ojos y le corrían por la cara; después de estar mucho tiempo así llegó mi señora la reina y lo encontró tan pensativo que estuvo un buen rato delante de él, antes de que la viese; cuando ella se dio cuenta de que meditaba con amargura, le dirigió la palabra, preguntándole por qué tenía la cara tan entristecida; le respondió que pensaba en que no podía hallar paz ni gracia ante el rey Arturo. «Señora, añade, y no lo digo, en absoluto, porque yo tenga miedo de que nos cause graves daños, sino porque me ha hecho tanto honor y tantos favores, que sentiría mucho que le sobreviniera algún daño. —Señor, le responde ella, conviene tener en cuenta su fuerza; pero de todas formas decidme qué pensáis hacer. —Pienso, contesta, que nos enfrentemos mañana y que Dios nos dará la honra mediante su ayuda, pues por poco que yo pueda hacer, la hueste que ahora asedia este castillo, en breve tiempo no será hueste. Y ya que no puedo hallar paz ni amor ante él, no perdonaré a nadie, excepto al mismo rey Arturo.» Con esto terminan su consejo y Lanzarote va al gran salón, sentándose entre sus caballeros y mostrando cara más alegre de lo que su corazón le ofrece; ordena que se pongan las mesas y que sean tan bien servidos como si estuvieran en la corte del rey Arturo. Después de que comieron los que allí estaban, los más íntimos le preguntaron: «¿Qué haremos mañana? ¿No pensáis atacar al enemigo? —Sí, responde, antes de la hora de tercia. —Ciertamente, observan, si nos mantenemos encerrados más tiempo, nos considerarán cobardes. —No os preocupéis ahora, contesta Lanzarote, pues están más confiados que antes, porque no nos hemos movido y nos temen menos. Y creen, porque no hemos salido, que no tenemos un alma aquí dentro. Pero si Dios quiere, mañana antes de la hora de vísperas sabrán si estoy aquí y, como pueda, se arrepentirán de lo que han emprendido; pues saldremos mañana, sin falta, y les caeremos encima; por eso os ruego que estéis preparados, para que podamos ponernos en marcha en el momento que consideremos más oportuno para nosotros.» Todos tuvieron por buena esta decisión, pues les place y agrada mucho poder atacar a la gente del rey Arturo; además, les da gran valor el tener la ayuda de Lanzarote y de Boores, los más famosos por sus proezas y hazañas. Aquella noche tuvieron buen cuidado en preparar sus arneses y ver que no les faltara nada; estuvieron tan en silencio que los del ejército enemigo hablaron mucho de ello y dijeron al rey que supiera, sin dudar, que allí dentro había tan poca gente que podría tomar el castillo sin dificultades. El rey respondió que no podía creerse que no hubiera gran número de gente. «Ciertamente, señor, opina Mador, hay mucha gente, en verdad os lo digo, y, además, caballeros buenos y valientes. —¿Cómo lo sabéis?, pregunta mi señor Galván. —Señor, estoy seguro, responde Mador, y os daré mi cabeza a cortar si no los veis salir antes de mañana por la tarde.» De esta forma hablaban de los del castillo aquella noche en el ejército; cuando fue hora de acostarse, hicieron vigilar la hueste por todos los lados, de forma que se les podría hacer poco mal.

112.
Al amanecer, tan pronto como los del castillo se prepararon y hubieron dispuesto seis cuerpos de ejército, izaron sobre la torre mayor la enseña bermeja: nada más verla los que estaban de guardia, la mostraron a Boores; les dijo: «Ya sólo queda ponernos en marcha; mi señor y su compañía ya han montado y saldrán fuera inmediatamente. Ya sólo queda atacar al enemigo, de forma que en nuestra pasada no quede nada de pie, que todo sea derribado.» Contestan que harán lo que puedan. Salen del bosquecillo en el que se habían emboscado y se pusieron en el llano. Cabalgan todos juntos lo más silenciosamente que pueden, pero no pudieron hacerlo tanto como para que los enemigos no se diesen cuenta por el gran ruido de caballeros que oyeron venir. Los primeros que los vieron gritaron: «¡A las armas!», y fue tan alto que los del castillo los oyeron; dijeron que los emboscados habían acometido contra el ejército y que sólo quedaba atacar por el otro lado. Así lo hicieron; entonces mandó Lanzarote que abrieran la puerta y que salieran tan ordenadamente como debían hacerlo; al instante lo hicieron así, pues tenían gran deseo de salir. Y Boores, que había salido de la emboscada, se encontró, al acercarse a la hueste enemiga, al hijo del rey Yon, montado sobre un gran caballo: tan pronto como se ven dejan ir a sus caballos uno contra el otro. El hijo del rey Yon rompe la lanza; Boores le golpea con tanta fuerza que ni el escudo ni la loriga impiden que le atraviese el cuerpo con hierro y asta y lo derriba en tierra, bien preparado para la muerte. Los que venían detrás comenzaron a derribar pabellones y tiendas, a matar gente y a arrasar cuanto hallan. Entonces comienzan los gritos y el estrépito tan grande entre la hueste enemiga, que no se oiría ni a Dios tronando; corrieron a las armas los que estaban desarmados; mi señor Galván, al ver cómo van las cosas, ordena que le traigan inmediatamente las armas, y los que recibieron la orden se las trajeron. A causa del estrépito que oyen por todas partes el mismo rey se hace armar muy deprisa, igual que los demás nobles. Tan pronto como el rey montó junto con los que había a su alrededor, vio que su pabellón caía a tierra con el dragón que adornaba el pomo, lo mismo que ocurría con los demás pabellones. Esto lo hacían Boores y Héctor, que querían apresar al rey. Cuando mi señor Galván vio lo que estaban haciendo, se los muestra al rey y dice: «Señor, mirad a Boores y Héctor que os causan este daño.» Entonces se lanza mi señor Galván contra Héctor y le golpea con tal fuerza sobre el yelmo, que lo aturde, y si no se hubiera agarrado rápidamente al cuello del caballo, hubiera caído a tierra; mi señor Galván, que tan mortalmente lo odiaba, al verlo aturdido no quiso dejarlo, como quien sabía bastante de guerra, sino que le da otro golpe, que le hace inclinarse sobre el arzón. Cuando Boores ve a mi señor Galván que tenía a Héctor próximo a derribarlo a tierra, no puede dejar de acudir en su ayuda, pues amaba mucho a Héctor. Se dirige a mi señor Galván, espada en alto, y le golpea con tal dureza que le hunde dos dedos la espada en el yelmo; quedó Galván tan aturdido que se dirige a otro lado y deja a Héctor y se aleja de Boores, tan inconsciente que no sabe hacia dónde le lleva su caballo.

113.
Así empieza el combate ante la tienda dei rey; pero los de la compañía de Boores hubieran muerto allí de no ser por Lanzarote y por los del castillo que atacaron a la hueste, mezclándose los unos con los otros. Entonces vierais dar golpes y recibirlos, y morir hombres con grandes dolores. En poco rato demostraron que se odiaban mortalmente: hubo tantos heridos y muertos, que en el mundo no hay corazón tan duro que no sienta compasión. Pero sobre todos los que participaron en la batalla y que llevaron armas destacaron mi señor Galván y Lanzarote. La historia cuenta que mi señor Galván —que aún estaba triste por la muerte de Gariete mató treinta caballeros en aquel día y que hasta la hora de vísperas no se cansó de actuar bien. Cuando llegó la noche, los caballeros del rey Arturo volvieron a sus aposentos lo antes que pudieron, como quienes habían tenido gran trabajo. Lo mismo hicieron los otros y se fueron a su castillo; cuando entraron miraron cuántos habían perdido de su gente: encontraron que les faltaban más de cien caballeros, sin contar los servidores muertos, de los que la historia no hace mención; a cambio, sólo tenían diez prisioneros, que a la fuerza habían llevado al castillo.

114.
Tras desarmarse en los hostales, fueron todos a comer a la corte, tanto los heridos como los sanos, según cómo le hubiera ido a cada uno; después de cenar hablaron aquella noche mucho de mi señor Galván y coincidieron en que nadie lo había hecho tan bien aquel día, a excepción de Lanzarote y Boores. Los de la hueste, al ir a sus tiendas y tras mirar cuántos caballeros de los suyos habían perdido, se encontraron con que faltaban doscientos, por lo que se entristecieron mucho. Después de cenar comenzaron a hablar de los del castillo y dijeron que, ciertamente, no estaba vacío y que eran valientes y vigorosos; dieron el premio de aquel día a mi señor Galván y a Lanzarote, aceptando que eran los dos caballeros que mejor lo habían hecho en la batalla; cuando fue tiempo y hora de acostarse, como estaban cansados y fatigados, fueron a reposarse unos y a vigilar los otros, durante la noche, pues temían que los del castillo volvieran a las tiendas: así no los encontrarían desprevenidos, sino dispuestos a recibirlos.

115.
Aquella noche, después de cenar, habló Lanzarote con sus compañeros y les dijo: «Señores, ahora os habéis enterado cómo saben golpear con las espadas los de la hueste, pues os han probado de cerca y nosotros a ellos; pero no pueden alegrarse mucho por la ganancia obtenida, aunque tengan más gente que nosotros; hemos tenido suerte, gracias a Dios; pues con pocos hemos resistido frente a sus fuerzas. Pensad ahora qué haremos mañana y cómo resistiremos en adelante, porque —si pudiera ser y Dios nos lo quiera permitir— me gustaría que lleváramos esta guerra a un final tan honroso que nuestro honor se mantuviera tal como hasta el momento; decidme ahora qué queréis que haga, pues nada será hecho sin vuestro consejo.» Le contestan que quieren combatir el día siguiente. «Señores, dice Lanzarote, ya que queréis combatir, pensad quién saldrá el primero.» Boores responde que nadie lo hará antes que él, pues tan pronto como llegue el día saldrá pertrechado con sus armas para combatir a los de la hueste. Héctor dice que seguirá tras él, con el segundo cuerpo del ejército. Eliezier, el hijo del rey Pelés, buen caballero esforzado, se ofrece para conducir el tercer cuerpo, llevando a los de su país; otro, caballero de Sorelois, duque de Aroel, que era extraordinariamente valeroso, pidió conducir el cuarto cuerpo, y se lo otorgaron con placer, porque era esforzado y sabía mucho de guerra. Después había tantos del castillo que establecieron ocho cuerpos, con cien caballeros armados en cada uno; en el último, en el que tenían la mayor fuerza y confianza, pusieron y colocaron por común acuerdo a Lanzarote. Así organizaron todos los cuerpos desde la víspera y otorgaron un buen adalid a cada uno; aquella noche examinaron a los heridos; cuando Boores vio que Héctor estaba herido y supo que mi señor Galván le había alcanzado, no lo sintió poco: dijo, todos lo oyeron, que, sí había lugar, lo vengaría. Aquella noche descansaron los heridos del castillo, pues estaban muy fatigados. Por la mañana, tan pronto como amaneció, antes de que el sol saliera, tras vestirse y calzarse, corrieron a las armas y dejaron el castillo uno tras otro, con mucho orden. Cuando los de la hueste los vieron bajar, acudieron a las armas y salieron de los pabellones totalmente pertrechados. Mi señor Galván conducía el primer cuerpo y Boores conducía a los primeros de los suyos; mi señor Galván no lo sintió, pues era el hombre del mundo al que más odiaba con odio mortal. Cuando estuvieron cerca el uno del otro, se lanzaron al galope, lanzas bajadas, tan deprisa como podían los caballos; se golpearon con dureza, sin que ninguna arma pudiera evitar que ambos cayeran a tierra, tan atravesados por el hierro que no podían levantarse; y no debe extrañar, pues a los dos les salía la punta por la espalda. Después de este golpe, se atacaron los dos primeros cuerpos; corrieron los unos contra los otros y van a golpearse de forma admirable, pues se odiaban con odio mortal: en poco tiempo podríais ver cómo caían cerca de cien, sin poderse levantar, pues muchos yacen muertos y otros están heridos. En aquel momento se volvió la derrota y la mala suerte hacia los de la hueste, pues en el primer cuerpo de los del castillo había un caballero de la Tierra Foránea que en aquel ataque hizo tan grandes maravillas con las armas que por él se desanimaron las gentes del rey Arturo; cuando se desalojó algo el terreno, los del castillo corrieron hacia donde mi señor Galván y Boores yacían heridos. Los tomaron y se hubieran llevado a la fuerza a mi señor Galván, pues no oponía ninguna resistencia, de no haber sido por los de la hueste que acudieron en su ayuda y que atacaron tanto a los que estaban en esto que los del castillo —quieran que no— lo tuvieron que dejar. Sin embargo, éstos lucharon tanto en aquel encuentro y en medio de la angustia, que consiguieron llevar a Boores sobre su escudo hasta el castillo, herido como estaba; nunca visteis hacer tal duelo a hombre ni a mujer, como el que hacía la reina, cuando lo vio herido y sangrando. Encargaron a los físicos que le extrajeran el trozo de asta y todo el hierro; cuando le vieron la herida, tal como la podían ver, dijeron que era muy peligrosa para curar; pero que, a pesar de todo, creen que con la ayuda de Dios podrían dejarlo sano y a salvo en un plazo muy corto. Se ocupan de él con esfuerzo y conocimientos, conforme con lo que saben y pueden.

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