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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (12 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Su caballo parecía alegrarse tanto como él de poder aspirar un poco de aire puro y de ejercitarse, y en menos de media hora ya había llegado a la mansión Hardcastle. Un antepasado de sir Selwyn había recibido la baronía en tiempos de la reina Isabel, época en que se había construido la casa. Se trataba de un edificio de grandes dimensiones, sinuoso y complejo, y sus siete altas chimeneas constituían un hito que sobresalía entre los olmos que rodeaban la casa formando una especie de barricada. En el interior, las ventanas pequeñas, y los techos bajos, impedían en gran medida la entrada de luz. El padre del actual baronet, impresionado por algunas de las construcciones de sus vecinos, había añadido un ala elegante pero no armoniosa, que ya apenas se usaba más que como alojamiento del servicio, pues sir Selwyn prefería el edificio original, a pesar de sus muchas incomodidades.

Darcy tiró de la cadena de hierro colgada junto a la entrada e hizo sonar la campana con tal estrépito que habría podido despertar a toda la casa. La puerta la abrió en cuestión de segundos Buckle, el provecto mayordomo de sir Selwyn, que, al igual que su señor, parecía capaz de mantenerse siempre despierto, fuera cual fuese la hora. Sir Selwyn Hardcastle y Buckle eran inseparables, y el cargo de mayordomo de la casa solía considerarse hereditario, ya que el padre de Buckle lo había ejercido antes que él, y antes aún, su abuelo. El parecido físico entre generaciones resultaba notorio: los Buckle eran bajos, corpulentos, de brazos largos y cara de bulldog bueno. El mayordomo cogió el sombrero de Darcy y su casaca de montar y, aunque sabía perfectamente quién era, le preguntó su nombre y lo invitó a aguardar mientras anunciaba su llegada. A Darcy la espera le pareció interminable, pero al fin oyó los pasos lentos del mayordomo acercándose, y llegó el anuncio:

—Sir Selwyn se encuentra en el salón de fumar. Si es tan amable de acompañarme…

Cruzaron el enorme vestíbulo de altos techos abovedados y ventanas de cristales emplomados que albergaba una impresionante colección de armaduras y cornamentas de ciervos, algo mohosas ya por el paso de los años. En él también se exhibían retratos de familia, y con el transcurso de las generaciones los Hardcastle se habían ganado la fama, entre las familias vecinas, de contar con un gran número de ellos, y de gran tamaño, fama basada más en la cantidad que en la calidad. Cada baronet había transmitido al menos un marcado prejuicio u opinión a sus sucesores, entre ellos la creencia, defendida en primera instancia por un sir Selwyn del siglo XVII, de que contratar a un pintor caro para que retratara a las mujeres de la familia era malgastar el dinero. Lo único que hacía falta para satisfacer las pretensiones de los esposos y la vanidad de las mujeres era que el pintor convirtiese en bello un rostro anodino, en precioso un rostro bello, y que dedicara más tiempo y más pintura a los ropajes del modelo que a sus rasgos. Dado que los hombres Hardcastle tendían a admirar el mismo tipo de belleza femenina, la lámpara de araña de tres brazos, colgada muy arriba, iluminaba una hilera de idénticos labios desdeñosos, muy apretados, y de idénticos ojos saltones y hostiles, todos mal pintados, retratos en los que el raso y los encajes tomaban el relevo del terciopelo, la seda reemplazaba el raso, y esta cedía el paso a la muselina. Los varones de la familia habían salido mejor parados. La nariz aguileña característica, las cejas pobladas, de un tono mucho más oscuro que el resto del cabello, y la boca ancha de labios pálidos figuraban en retratos que observaban a Darcy desde las alturas con gesto de superioridad y confianza. Y no costaba creer que allí se encontraba el actual sir Selwyn, inmortalizado a través de los siglos por distintos pintores, y encarnando sus diversos papeles: el de terrateniente y señor responsable, el de paterfamilias, el de benefactor de los pobres, el de capitán de los Voluntarios de Derbyshire, vistosamente ataviado con el fajín propio de su rango y, finalmente, el de magistrado, severo y juicioso pero justo. Eran pocos los visitantes plebeyos de sir Selwyn que, cuando les llegaba el momento de encontrarse en su presencia, no hubieran quedado ya profundamente impresionados y convenientemente intimidados.

Darcy siguió a Buckle a través de un pasadizo estrecho hacia la zona trasera de la casa, y al llegar frente a una pesada puerta de roble, entró sin llamar y anunció con voz estentórea:

—El señor Darcy de Pemberley viene a verlo, sir Selwyn.

Selwyn Hardcastle no se puso en pie. Estaba sentado en una silla de respaldo alto, junto a la chimenea, y llevaba puesta la gorra de fumar. Había dejado la peluca en la mesa redonda sobre la que también reposaban una botella de Oporto y una copa medio llena. Estaba leyendo un libro grueso, que tenía abierto y apoyado en su regazo, y que cerró con evidente pesar tras colocar cuidadosamente el punto en su sitio. La escena parecía casi una reproducción viva de su retrato como magistrado, y a Darcy no le costó imaginar al pintor retirándose discretamente tras la puerta, acabada la sesión. Era evidente que acababan de avivar el fuego, que ardía con fuerza. Darcy hubo de alzar la voz para hacerse oír sobre el crepitar de los troncos, y se disculpó por lo intempestivo de la hora.

—No se preocupe —respondió sir Selwyn—. Casi nunca termino mi lectura diaria antes de la una de la madrugada. Parece usted descompuesto. Supongo que se trata de una emergencia. ¿Cuál es el problema que afecta ahora a la parroquia? ¿Caza furtiva? ¿Sedición? ¿Insurrección a gran escala? ¿Por fin ha vuelto Boney? ¿Han vuelto a robar en el corral de la señora Phillimore? Pero siéntese, por favor. Dicen que esa silla del respaldo labrado es cómoda, y supongo que aguantará su peso.

Dado que era la que Darcy solía ocupar, estaba convencido de ello. De modo que tomó asiento y le relató lo sucedido, sucintamente pero sin omitir nada, revelando los hechos más destacados sin comentarlos. Sir Selwyn lo escuchó en silencio, sin interrumpirlo.

—Veamos si lo he comprendido bien —dijo cuando Darcy dio por concluido el relato—. El señor George Wickham, su esposa y el capitán Denny viajaban en un coche alquilado hacia Pemberley, donde la señora Wickham iba a pasar la noche antes de asistir al baile de lady Anne. El capitán Denny, en determinado momento, abandonó el cabriolé mientras se encontraba en el bosque de Pemberley, supuestamente a causa de alguna desavenencia, y Wickham lo siguió pidiéndole que regresara. Al ver que ninguno de los dos lo hacía, se desató el nerviosismo. La señora Wickham y Pratt, el cochero, explicaron que oyeron disparos unos quince minutos después y, naturalmente, temiendo un desenlace violento, la señora Wickham, cada vez más alterada, pidió al cochero que se dirigiera a toda prisa hacia Pemberley. Tras su llegada, y después de constatar que se encontraba visiblemente disgustada, iniciaron una búsqueda por el bosque usted mismo, el coronel vizconde Hartlep y el honorable Henry Alveston, y los tres descubrieron el cuerpo del capitán Denny y a Wickham arrodillado junto a él, al parecer ebrio y sollozando, con las manos y el rostro ensangrentados. —Se detuvo tras su proeza memorística, y dio unos sorbos al oporto antes de proseguir—. ¿Había sido invitada al baile la señora Wickham?

El cambio en la línea del interrogatorio resultaba inesperado, pero Darcy se lo tomó con calma.

—No. La habríamos recibido en Pemberley, claro está, de haber llegado sin previo aviso, a cualquier hora.

—No invitada, pero recibida, a diferencia de su esposo. Es del dominio público que George Wickham no es recibido nunca en Pemberley.

—No nos tratamos —se limitó a responder Darcy.

Sir Selwyn dejó el libro sobre la mesa con algo de parsimonia.

—Su carácter es bien conocido en la zona. Un buen inicio en la infancia, pero después un descenso a lo salvaje y disoluto, resultado natural de exponer a un joven a una vida a la que jamás podría aspirar por sus propios medios, y a compañías de una clase a la que nunca llegaría a pertenecer. Se rumorea que podría ser otra la causa del antagonismo entre ustedes algo relacionado con su matrimonio con la hermana de su esposa.

—Siempre existen rumores —observó Darcy—. Su ingratitud y falta de respeto por la memoria de mi padre, y nuestras diferencias de posición e intereses bastan para explicar nuestra falta de amistad. Pero ¿no estamos olvidando el motivo de mi visita? No puede existir ningún vínculo entre mi relación con George Wickham y la muerte del capitán Denny.

—Discúlpeme, Darcy, pero no estoy de acuerdo. Sí existen vínculos. El asesinato del capitán Denny, si es que lo es, tuvo lugar en una finca de su propiedad, y el responsable del mismo podría ser un hombre que es su cuñado y del que se conocen las discrepancias que tiene con usted. Cuando a mi mente acuden asuntos relevantes, tiendo a expresarlos. Su posición es algo delicada. Comprenderá que usted no puede participar en la investigación.

—Por eso he venido.

—Habrá que informar al alto comisario, por supuesto. Supongo que es algo que no se ha hecho todavía.

—He considerado más importante notificárselo a usted de inmediato.

—Ha hecho bien. Yo mismo se lo comunicaré a sir Miles Culpepper y, por supuesto, le informaré del curso de las investigaciones a medida que estas se desarrollen. Con todo, dudo que ponga mucho interés personal. Desde que contrajo matrimonio con su nueva esposa parece pasar más tiempo gozando de las variadas diversiones de Londres que ocupándose de los asuntos locales. No lo critico. En ciertos aspectos, su cargo es poco agradable. Sus deberes, como bien sabe, pasan por hacer cumplir los estatutos y por ejecutar las decisiones de la justicia, así como por supervisar y dirigir a los comisarios de rango inferior que trabajan en su jurisdicción. Dado que carece de autoridad formal sobre ellos, cuesta imaginar que sea capaz de lograrlo de un modo eficaz, pero, como sucede con tantas otras cosas en nuestro país, el sistema funciona satisfactoriamente siempre y cuando se deje en manos de personas del lugar. Usted se acuerda de sir Miles, por supuesto. Usted y yo fuimos los magistrados que asistimos a su jura del cargo hace dos años. También me pondré en contacto con el doctor Clitheroe. Tal vez no pueda participar activamente, pero suele ser de gran ayuda en cuestiones legales, y me resisto a asumir yo solo toda la responsabilidad. Sí, creo que entre los dos lo haremos bien. Ahora le acompañaré de regreso a Pemberley en mi coche. Habrá que ir a buscar al doctor Belcher antes de que el cadáver sea levantado, y yo mandaré el furgón mortuorio y a dos agentes rasos. A ambos los conoce: son Thomas Brownrigg, que prefiere ser considerado jefe de distrito en honor a su antigüedad, y el joven William Mason.

Sin esperar a que Darcy dijera nada, se puso en pie, se acercó al cordón y, tirando de él vigorosamente, llamó al mayordomo.

Buckle llegó con tal premura que Darcy supuso que llevaba todo ese tiempo aguardando fuera.

—El abrigo y el sombrero, Buckle —le ordenó su señor—. Y despierte a Postgate si está acostado, cosa que dudo. Quiero que disponga mi carruaje. Han de llevarme a Pemberley, pero en ruta nos detendremos a recoger a dos policías y al doctor Belcher. El señor Darcy nos acompañará a caballo.

Buckle desapareció en la penumbra del corredor, cerrando la puerta tras de sí con lo que pareció una fuerza innecesaria.

—Lamento que mi esposa no vaya a poder recibirlo —dijo Darcy—. Espero que la señora Bingley y ella se hayan retirado a descansar, pero los responsables del servicio estarán despiertos y en sus puestos, y el doctor McFee se encuentra en casa. La señora Wickham se hallaba en un estado de angustia considerable a su llegada a Pemberley, y a la señora Darcy y a mí nos ha parecido adecuado que recibiera atención médica inmediata.

—Y a mí me parece adecuado —comentó sir Selwyn— que el doctor Belcher, en tanto que encargado de asesorar a la policía en cuestiones médicas, participe desde el primer momento. Él ya está acostumbrado a que lo despierten en plena noche. ¿Ha examinado al prisionero el doctor McFee? Doy por sentado que mantienen ustedes encerrado al señor Wickham.

—Encerrado no, pero sí sometido a vigilancia constante. Cuando me disponía a venir hacia aquí, mi mayordomo, Stoughton, y el señor Alveston se encontraban con él. También ha sido atendido por el doctor McFee, y tal vez ahora esté dormido y tarde unas horas en despertar. Quizá fuera más conveniente que llegara usted cuando ya haya amanecido.

—¿Conveniente para quién? —dijo sir Selwyn—. La inconveniencia será sobre todo mía, pero eso no importa cuando es cuestión de deber. ¿Y ha interferido de algún modo el doctor McFee con el cadáver del capitán Denny? Supongo que se habrá asegurado de que sea inaccesible para todos hasta mi llegada.

—El cuerpo del capitán Denny se encuentra tendido sobre la mesa de la armería, que, en este caso sí, está cerrada bajo llave. He considerado que no debía hacerse nada para discernir la causa de la muerte hasta su llegada.

—Ha hecho bien. Sería desgraciado que alguien pudiera sugerir que el cadáver ha sido manipulado de uno u otro modo. Es evidente que lo ideal habría sido dejarlo en el bosque hasta que la policía hubiera podido verlo, pero entiendo que, en el momento, haya parecido una opción poco práctica.

Darcy estuvo tentado de añadir que ni se le ocurrió dejar el cadáver donde estaba, pero consideró más prudente decir lo menos posible.

Buckle acababa de regresar. Sir Selwyn se puso la peluca, que llevaba siempre que se ocupaba de algún asunto oficial en calidad de juez de paz, y el mayordomo le ayudó a enfundarse el abrigo y le alargó el sombrero. Así ataviado, y claramente investido de autoridad para enfrentarse a las posibles misiones que se esperaban de él, pareció al momento más alto y más respetable, la encarnación misma de la ley.

Buckle los acompañó hasta la puerta principal, y Darcy oyó el chasquido de tres cerrojos mientras esperaban, a oscuras, la llegada del carruaje. Sir Selwyn no mostró la menor impaciencia ante la demora, y le formuló una pregunta:

—¿Dijo algo George Wickham cuando lo encontró arrodillado, como dice, junto al cuerpo del capitán?

Darcy sabía que le formularían aquella pregunta tarde o temprano, y no solo a él.

—Se encontraba en un estado de gran agitación —respondió—. Incluso lloraba, y apenas se mostraba coherente. No había duda de que había estado bebiendo, tal vez en grandes cantidades. Parecía creer que era, en alguna medida, responsable de la tragedia, quizá por no haber disuadido a su amigo de abandonar el carruaje. El bosque es lo bastante denso como para proporcionar refugio a cualquier fugitivo desesperado, y ningún hombre prudente se aventuraría a solas por él después de anochecer.

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