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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (8 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Fue Bingley quien rompió el mutismo.

—Más música, por favor, señorita Georgiana, si no se siente usted muy fatigada. Pero, se lo ruego, tómese antes su té. No debemos abusar de su amabilidad. ¿Qué me dice de esas canciones populares irlandesas que tocó cuando estuvimos cenando aquí el último verano? No las cante, si no quiere, con la música basta, debe reservarse la voz. Recuerdo que llegamos incluso a danzar un poco, ¿no fue así? Aunque, claro, en aquella ocasión acudieron los Gardiner, y el señor y la señora Hurst, por lo que éramos cinco parejas, y Mary estaba aquí y tocó para nosotros.

Georgiana regresó al pianoforte, y Alveston se situó a su lado para pasar las páginas. Durante un tiempo, las animadas melodías surtieron su efecto. Y entonces, cuando la música cesó, todos iniciaron conversaciones inconexas, intercambiando opiniones que se habían expresado ya muchas otras veces, comunicando nuevas que no lo eran en absoluto. Transcurrida media hora, Georgiana dio el primer paso y deseó las buenas noches, y cuando hizo sonar la campanilla para llamar a su doncella, Alveston encendió y le alargó una vela y la acompañó hasta la puerta. Una vez se hubo ausentado, a Elizabeth le pareció que los demás presentes estaban cansados pero carecían de la iniciativa mínima para levantarse y despedirse. Fue Jane la que finalmente decidió hacerlo y, dedicando una mirada a su esposo, murmuró que era hora de acostarse. Elizabeth, agradecida, no tardó en seguir su ejemplo. Llamaron a un lacayo para que trajera y encendiera las palmatorias, apagaron las que iluminaban el pianoforte, y ya se dirigían a la puerta cuando Darcy, que se encontraba de pie junto a la ventana, soltó una exclamación súbita.

—¡Dios mío! Pero ¿qué se cree que hace ese cochero necio? ¡Volcará la calesa! Qué locura. ¿Quiénes diablos son? Elizabeth, ¿esperamos a alguien más esta noche?

—No.

Elizabeth y los demás presentes se agolparon frente a la ventana y desde allí vieron a lo lejos un cabriolé que daba bandazos y cabeceaba por el camino del bosque, en dirección a la casa, las dos farolas centelleantes como pequeñas llamaradas. La imaginación aportaba lo que la distancia impedía observar: las crines de los caballos meciéndose al viento, sus ojos muy abiertos, sus patas tensas, el palafrenero tirando de las riendas. El roce de las ruedas no se oía aún, y a Elizabeth le pareció que contemplaba el espectro de un carruaje de leyenda que flotara, inaudible, en la noche de luna, el espantoso heraldo de la muerte.

—Bingley, quédate aquí con las damas mientras yo voy a ver qué sucede —dijo Darcy.

Pero sus palabras fueron devoradas por otro aullido del viento que se colaba por la chimenea, y todos salieron tras él del salón de música, descendieron por la escalera principal y llegaron al vestíbulo. Stoughton y la señora Reynolds ya se encontraban allí. A una indicación del señor Darcy, Stoughton abrió la puerta. El viento entró al momento, una fuerza gélida, irresistible, que pareció tomar posesión de toda la casa, apagando de un soplo todas las velas salvo las de la araña del techo.

El coche seguía avanzando a gran velocidad y, ladeándose, tomó la última curva que lo alejaba del camino del bosque y lo acercaba a la casa. Elizabeth estaba convencida de que no se detendría al llegar a la puerta. Pero ahora ya oía las voces del cochero, y lo veía forcejear con las riendas. Finalmente, los caballos se detuvieron y permanecieron en su sitio, inquietos, relinchando. Al instante, antes siquiera de darle tiempo a desmontar, la portezuela del coche se abrió e, iluminada por la luz de Pemberley, vieron a una mujer que casi cayó al suelo al salir, gritando al viento. Con el sombrero colgando de las cintas que rodeaban su cuello, y con el pelo suelto que se le pegaba al rostro, parecía una criatura salvaje, nocturna, o una loca huida de su reclusión. Durante unos momentos Elizabeth permaneció clavada en su sitio, incapaz de actuar ni de pensar. Y entonces supo que la aparición estridente y desbocada era Lydia, y corrió en su ayuda. Pero ella la apartó con brusquedad y, aun chillando, se arrojó en brazos de Jane y estuvo a punto de derribarla. Bingley dio un paso al frente para asistir a su esposa y, juntos, la condujeron casi en volandas hasta la puerta. Ella seguía gritando y forcejeando, como si no supiera quién la sujetaba, pero, una vez en casa, protegida del viento, consiguieron comprender el significado de sus palabras entrecortadas.

—¡Wickham está muerto! ¡Denny le ha disparado! ¿Por qué no vais tras él? ¡Están ahí, en el bosque! ¿Por qué no hacéis algo? ¡Dios mío, Dios mío, sé que está muerto!

Y entonces los sollozos se convirtieron en gemidos, y Lydia se derrumbó en brazos de Jane y Bingley, que la iban conduciendo despacio hacia la silla más cercana.

Libro II

El cadáver del bosque

1

Elizabeth se había adelantado instintivamente para ayudar, pero Lydia la había apartado con sorprendente brío, gritando:

—¡Tú no, tú no!

Jane tomó el relevo, se arrodilló junto a la silla y le cogió las dos manos entre las suyas, susurrándole palabras de ánimo y compasión, mientras Bingley, alterado, permanecía a su lado con impotencia. Al poco, el llanto de Lydia se tornó en un gritito entrecortado y raro, como si le faltara el aire, un sonido turbador que no parecía humano.

Stoughton había dejado la puerta principal entornada. El palafrenero, de pie junto a los caballos, parecía demasiado consternado para moverse, y Alveston y Stoughton bajaron el baúl de Lydia del carruaje y lo arrastraron hasta el vestíbulo. Stoughton se volvió hacia Darcy.

—¿Qué hacemos con las otras dos piezas del equipaje, señor?

—Déjelas en el coche. Probablemente el señor Wickham y el capitán Denny reanuden el viaje cuando los encontremos, por lo que no tiene sentido que descarguemos aquí sus pertenencias. Stoughton, por favor, busque a Wilkinson. Despiértelo si está acostado. Pídale que vaya a buscar al doctor McFee. Será mejor que vaya en coche. No quiero que el doctor monte a caballo con este viento. Dígale que lo salude de mi parte y le explique que la señora Wickham se encuentra aquí, en Pemberley, y que requiere su atención.

Dejando que las mujeres se ocuparan de Lydia, Darcy se acercó seguidamente al cochero, que seguía apostado junto a los caballos. Este, que llevaba rato mirando fijamente en dirección a la puerta, enderezó la cabeza y se puso firme. Su alivio al ver al señor de la casa resultaba casi palpable. Había actuado lo mejor que había podido ante una emergencia, y ahora la vida normal se había restablecido y él se limitaba a cumplir con su trabajo, que consistía en custodiar a los caballos mientras esperaba instrucciones.

—¿Quién es usted? —le preguntó Darcy—. ¿Lo conozco?

—Soy George Pratt, señor, del Green Man.

—Sí, claro. El cochero del señor Piggott. Cuénteme qué ha sucedido en el bosque. Sea claro y conciso, pero quiero saberlo todo, y deprisa.

No había duda de que Pratt estaba impaciente por contarlo, y empezó a hablar a toda velocidad.

—El señor Wickham, su señora y el capitán Denny entraron en la posada esta tarde, pero yo no estaba allí cuando llegaron. Regresé sobre las ocho, y el señor Piggott me dijo que debía llevar a los señores Wickham y al capitán a Pemberley cuando la dama estuviera lista, y que debía tomar el camino de atrás, que atraviesa el bosque. Tenía que dejar a la señora Wickham en la casa para que asistiera al baile, o eso le había dicho ella antes a la señora Piggott. Después, según me habían ordenado, tenía que llevar a los dos caballeros al King’s Arms de Lambton, y regresar con la carroza a la posada. Oí que la señora Wickham le contaba a la señora Piggott que los caballeros proseguirían viaje a Londres al día siguiente, donde el señor Wickham esperaba encontrar empleo.

—¿Dónde están el señor Wickham y el capitán Denny?

—No lo sé bien, señor. Cuando atravesábamos el bosque, hacia la mitad del camino, el capitán Denny me indicó con los nudillos que detuviera el coche y se bajó de él. Gritó algo así como «No quiero saber nada más de eso, ni de ti. No pienso participar», y se internó en el bosque. Entonces el señor Wickham fue tras él, gritándole que regresara, que no fuera insensato, y la señora Wickham empezó a gritarle que no la dejara sola, e hizo ademán de seguirlo, pero una vez bajó del coche lo pensó mejor y volvió a entrar en él. Gritaba cosas terribles, asustaba a los caballos, y a mí me costaba mantenerlos quietos, y entonces oímos los disparos.

—¿Cuántos?

—No podría decirlo exactamente, señor, todo fue tan raro, el capitán bajando del coche y el señor Wickham corriendo tras él, y la señora gritando… Pero estoy seguro de haber oído al menos uno, señor, y tal vez uno o dos más.

—¿Cuánto tiempo pasó desde que los caballeros se internaron en el bosque hasta que se oyeron los disparos?

—Tal vez quince minutos, señor, tal vez más. Sé que estuvimos ahí de pie mucho rato, esperando a que volvieran. Pero los disparos los oí, eso seguro. Entonces la señora Wickham empezó a gritar que nos matarían a todos, y me ordenó que la trajera a Pemberley deprisa. A mí me pareció que era lo mejor que podía hacer, señor, dado que los caballeros no se encontraban ahí para dar órdenes. Yo creía que se habían perdido en el bosque, pero no podía ir en su busca, señor, no con la señora Wickham gritando que iban a matarnos, y con los caballos en aquel estado.

—Por supuesto que no. ¿Se oyeron cerca los disparos?

—Bastante cerca. Diría que alguien disparó a unas cien yardas de allí.

—Está bien. Voy a necesitar que nos conduzca hasta el lugar desde el que los caballeros se internaron en el bosque, e iremos en su busca.

Tan mal le pareció a Pratt ese plan, que no logró disimularlo, y se atrevió incluso a plantear una objeción.

—Yo debía seguir hasta el King’s Arms de Lambton, y después regresar al Green Man. Esas son las órdenes claras que he recibido, señor. Y sin duda los caballos se asustarán si regresan al bosque.

—Parece claro que no tiene sentido seguir hasta Lambton sin el señor Wickham ni el capitán Denny. A partir de ahora usted acatará mis órdenes. Y serán muy claras. Su trabajo consiste en controlar a los caballos. Espere aquí, y que no se muevan. Después yo ya aclararé las cosas con el señor Piggott. Si hace lo que le digo no tendrá ningún problema.

En el interior de la casa, Elizabeth se volvió hacia la señora Reynolds y le habló en voz baja.

—Debemos acostar a la señora Wickham. ¿Hay alguna cama preparada en el ala sur, en el dormitorio de invitados de la segunda planta?

—Sí, señora, y ya se ha encendido la chimenea. Esa habitación y dos más se preparan siempre antes del baile de lady Anne por si llega otra noche de octubre como la del año noventa y siete, cuando la nieve alcanzó casi un palmo y algunos invitados que habían hecho el largo viaje no pudieron regresar a sus casas. ¿Llevamos allí a la señora Wickham?

—Sí —respondió Elizabeth—. Eso sería lo mejor, aunque en su estado no puede quedarse sola. Alguien va a tener que dormir con ella.

—En el vestidor contiguo hay un diván cómodo, además de una cama individual, señora —dijo la señora Reynolds—. Puedo ordenar que lo trasladen y lo cubran con mantas y almohadones. Y creo que Belton sigue despierta y la está esperando. Debe de saber que algo va mal, y es absolutamente discreta. Le sugiero que, por el momento, ella y yo nos turnemos para dormir en el diván, en el dormitorio de la señora Wickham.

—Belton y usted tienen que descansar esta noche. La señora Bingley y yo nos las arreglaremos solas.

Al regresar al vestíbulo, Darcy vio que Bingley y Jane llevaban casi en volandas a Lydia escaleras arriba, precedidos por la señora Reynolds. Los grititos habían dado paso a sollozos más discretos, pero ella se liberó de los brazos de Jane y, volviéndose, clavó en Darcy sus ojos furiosos.

—¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no va a buscarlos? He oído los disparos, ya se lo he dicho. ¡Dios mío! ¡Podría estar herido, o muerto! Wickham podría estar agonizando y usted se queda ahí sin hacer nada. ¡Vaya, por el amor de Dios!

Darcy le habló sosegadamente.

—Nos estamos preparando. Le traeremos noticias cuando las tengamos. No hay por qué temer lo peor. Tal vez el señor Wickham y el capitán Denny estén viniendo hacia aquí a pie. Y ahora, procure descansar.

Entre susurros de aliento, Jane y Bingley habían llegado al último peldaño y, siguiendo a la señora Reynolds, se alejaron por el pasillo.

—Temo que Lydia enferme —comentó Elizabeth—. Necesitamos al doctor McFee. Podría administrarle algo para calmarla.

—Ya he ordenado que vayan a recogerlo en el coche, y ahora nosotros debemos ir al bosque para buscar a Wickham y a Denny. ¿Lydia ha podido contarte lo ocurrido?

—A duras penas ha controlado el llanto lo bastante para balbucir los hechos principales, y para pedir que entráramos el baúl y lo dejáramos abierto. Casi se diría que todavía espera asistir al baile.

A Darcy le parecía que el gran vestíbulo de Pemberley, con su mobiliario elegante, la hermosa escalinata que se curvaba hasta alcanzar el rellano, e incluso los retratos de familia, le resultaba tan ajeno como si lo viera por vez primera. El orden natural que desde la infancia lo había sostenido se había visto alterado, y por un momento se sintió impotente, como si hubiera dejado de ser el señor de su casa, sentimiento absurdo que combatía prestando una atención exagerada por los detalles. No correspondía a Stoughton, ni a Alveston, transportar el equipaje, y Wilkinson, según una tradición ya antigua, era el único miembro del servicio que, además de Stoughton, recibía órdenes directamente de su señor. Pero al menos se estaba haciendo algo. El equipaje de Lydia había sido llevado hasta la casa, y ahora enviarían el coche a buscar al doctor McFee. Instintivamente, se acercó a su esposa y le tomó la mano con dulzura. La notó más fría que la muerte, pero ella respondió al contacto apretando la suya, en un gesto de reconocimiento que lo tranquilizó.

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