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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (5 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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—No creo que Wickham creyera que iba a acompañar a Darcy en su largo viaje —apuntó Elizabeth.

—Ignoro lo que esperaba, pero sé que era siempre más de lo que obtenía.

—Los tempranos favores otorgados pudieron ser hasta cierto punto imprudentes, pero resulta fácil cuestionar la sensatez de los demás en asuntos que tal vez no conocemos correctamente —observó Elizabeth.

El coronel se revolvió, incómodo, en su silla.

—En cualquier caso, no puede haber excusa —dijo— para la traición de Wickham a la confianza en él depositada en su intento de seducir a la señorita Darcy. Aquella fue una infamia que las diferencias de cuna o educación no alcanzan a excusar. En tanto que custodio, yo también, de la señorita Darcy, fui informado, por supuesto, del desgraciado incidente por su hermano, pero se trata de un asunto que he apartado de mi mente. Jamás hablo de ello con Darcy, y me disculpo por hacerlo ahora con usted. Wickham se ha distinguido en la campaña de Irlanda, y en la actualidad es algo así como un héroe nacional, pero ello no sirve para borrar el pasado, aunque tal vez le proporcione la oportunidad de llevar una vida más respetable y exitosa en el futuro. He sabido que ha abandonado el ejército, decisión desacertada en mi opinión, pero sigue siendo amigo de algunos compañeros militares, como el señor Denny, al que usted recordará por haber sido él quien se lo presentó en Meryton. En fin, no debería haber mencionado su nombre en presencia suya.

Elizabeth no dijo nada y, tras una breve pausa, él se puso en pie, le dedicó una reverencia y se retiró. Ella era consciente de que aquella conversación no había satisfecho a ninguno de los dos. El coronel Fitzwilliam no había recibido la aprobación incondicional y la confirmación de su apoyo, tal como esperaba, y Elizabeth temía que, si él no lograba conseguir a Georgiana, la humillación y la vergüenza romperían una amistad que se había mantenido desde la infancia, y que su esposo, lo sabía bien, tenía en gran estima. No le cabía duda de que Darcy vería con buenos ojos que Fitzwilliam se convirtiera en esposo de su hermana. Lo que él quería para ella era, ante todo, seguridad, y con él estaría segura. Era probable que incluso considerara la diferencia de edad una ventaja. Con el tiempo, su hermana sería condesa, y el dinero nunca constituiría una preocupación para el hombre afortunado que la tomara en matrimonio. Elizabeth deseaba que la cuestión quedara zanjada de un modo u otro. Tal vez los acontecimientos se precipitaran al día siguiente, durante el baile. Se sabía que los bailes, con las ocasiones que brindaban a quienes se sentaban apartados del resto, a quienes se susurraban confidencias mientras se entregaban a las danzas, solían acelerar el desenlace de los acontecimientos, fueran estos buenos o malos. Ella solo esperaba que todos los implicados se dieran por satisfechos, y sonrió ante la presunción de que tal cosa fuera posible.

A Elizabeth le complacía el cambio operado en Georgiana desde que Darcy y ella se habían casado. Al principio, a su cuñada le asombró, casi le escandalizó, descubrir que ella se burlaba cariñosamente de su hermano, y que él, muy a menudo, le devolvía las pullas, lo que provocaba las risas de ambos. En Pemberley, antes de la llegada de Elizabeth se reía muy poco, y alentada discreta y suavemente por ella, Georgiana había perdido algo de la timidez de los Darcy. Ahora no dudaba en ocupar el lugar que le correspondía cuando recibían visitas, y se mostraba más dispuesta a expresar sus opiniones durante las cenas. A medida que iba conociendo mejor a su cuñada, sospechaba que bajo su timidez y su reserva Georgiana poseía otra característica que compartía con Darcy: un fuerte criterio propio. Pero ¿hasta qué punto lo reconocía Darcy? En su mente, ¿acaso no seguía siendo Georgiana la joven vulnerable de quince años, la niña que necesitaba de su amor vigilante si quería escapar al desastre? No era que desconfiara de su virtud, de su sentido del honor —semejante idea habría sido algo parecido a la blasfemia—, pero ¿en qué medida se fiaba de su buen juicio? Además, para ella, desde la muerte de su padre, Darcy había sido el cabeza de familia, el hermano mayor digno de confianza y sensato con algo de la autoridad del padre, un hermano querido y jamás temido, puesto que el amor no convive con el miedo, pero sí venerado y respetado. Georgiana no se casaría si no estaba enamorada, pero tampoco lo haría sin contar con su aprobación. ¿Y si llegaba a tener que decidirse entre el coronel Fitzwilliam, primo suyo, heredero de un condado, soldado galante que la conocía desde siempre, y un joven abogado, simpático y apuesto que seguramente se estaba labrando un nombre, pero del que sabían muy poco? Heredaría una baronía, una baronía antigua, y Georgiana dispondría de una casa que, cuando Alveston ganara dinero y la restaurara, sería una de las más hermosas de Inglaterra. Pero Darcy era orgulloso de su linaje, y no había duda de qué candidato ofrecía un mayor grado de seguridad y un futuro más prometedor.

La visita del coronel había destruido su sosiego y la había dejado preocupada y algo alterada. Fitzwilliam tenía razón cuando había dicho que no debería haber pronunciado el nombre de Wickham. Ni siquiera Darcy había mantenido el menor contacto con él desde que se vieron en la iglesia, el día de su boda con Lydia, boda que jamás habría tenido lugar si él no hubiera aportado una suma indecente de dinero. Elizabeth estaba segura de que ese secreto no había llegado a oídos del coronel Fitzwilliam, aunque, evidentemente, este sí había tenido conocimiento del enlace y debía de sospechar la verdad. Se preguntaba si no estaría intentando asegurarse de que Wickham no tenía el menor peso en la vida de Pemberley, y de que Darcy había comprado su silencio para garantizarse que la gente jamás pudiera decir que la señorita Darcy de Pemberley tenía una reputación manchada. Sí, la visita del coronel la había alterado, y empezó a caminar de un lado a otro, intentando aplacar unos temores que esperaba que fueran irracionales y recobrar algo de su calma anterior.

El almuerzo, que compartieron solo los cuatro, fue un trámite breve. Darcy debía reunirse con su secretario, y había regresado a su despacho para esperarlo allí. Elizabeth había dispuesto encontrarse con Georgiana en la galería, donde se dedicarían a escoger las flores y las ramas verdes que el jefe de jardineros había traído desde los invernaderos. A lady Anne le gustaban mucho los colores variados y los arreglos recargados, pero Elizabeth prefería usar solo dos tonos mezclados con verde, y disponer las flores en jarrones de tamaños diversos, para que su perfume se repartiera por todas las estancias. Las del baile del día siguiente serían rosadas y blancas, y Elizabeth y Georgiana trabajaban y se consultaban rodeadas de rosas de largos tallos y de geranios, que impregnaban intensamente el espacio con sus aromas. El ambiente tibio, húmedo y cargado de la galería resultaba opresivo, y Elizabeth sintió el súbito deseo de aspirar aire puro y notar el viento en las mejillas. Tal vez su malestar se debiera a la presencia de Georgiana y a la confidencia del coronel, que pesaba sobre el día como una losa.

Un instante después, la señora Reynolds entró en la galería.

—Señora, el coche del señor y la señora Bingley viene de camino. Si se apresura un poco, llegará a la puerta a tiempo para recibirlos.

Elizabeth gritó de alegría y, seguida de Georgiana, corrió hacia la puerta principal. Stoughton ya se encontraba allí, listo para abrirla en el momento exacto en que el carruaje se detenía. Elizabeth salió al exterior y, al hacerlo, sintió el aliento fresco del viento. Su querida Jane estaba ahí, y por un momento todo el malestar quedó oculto tras la alegría del encuentro.

2

Los Bingley no residieron mucho tiempo en Netherfield tras su boda. Él era el hombre más tolerante y bondadoso del mundo, pero Jane no tardó en darse cuenta de que vivir tan cerca de su madre no redundaría precisamente en el bienestar de su esposo, ni en su propio sosiego mental. Tenía un carácter afectuoso, y la lealtad y el amor que sentía por su familia eran profundos, pero para ella la felicidad de Bingley era lo primero. A los dos les entusiasmaba la idea de instalarse en las proximidades de Pemberley, y cuando el arrendamiento en Netherfield expiró, se instalaron durante un breve período en Londres con la señora Hurst, la hermana de Bingley, antes de trasladarse con cierto alivio a Pemberley, conveniente base desde la que explorar en busca de un hogar permanente. En dicha búsqueda, Darcy había tomado parte activa. Él y Bingley habían estudiado en la misma escuela, pero la diferencia de edad, a pesar de ser de apenas dos años, había implicado que durante su infancia se frecuentaran poco. Fue en Oxford donde trabaron amistad. Darcy, orgulloso, reservado y ya por entonces poco sociable, hallaba alivio en la generosidad y la facilidad de trato de Bingley, y en la despreocupada y alegre convicción de que la vida siempre se mostraría generosa con él. Este, por su parte, depositaba tal fe en la gran sensatez y la inteligencia de Darcy que siempre se resistía a tomar cualquier decisión importante sin contar con la aprobación de su amigo.

Darcy había aconsejado a Bingley que, más que construirse una casa, adquiriera alguna propiedad ya existente y, puesto que Jane ya esperaba su primer hijo, parecía aconsejable encontrar sin dilación alguna que les permitiera instalarse con los mínimos inconvenientes. Fue Darcy, actuando en nombre de su amigo, el que dio con Highmarten, y tanto Jane como su esposo se mostraron encantados con la casa desde el momento en que la vieron. Se trataba de una mansión elegante, moderna, erigida sobre un terreno elevado, lo que permitía que desde todas sus ventanas las vistas fueran despejadas. Era lo bastante espaciosa para facilitar la vida de familia, rodeada de jardines bien trazados, y de tantas tierras que Bingley podría organizar cacerías en ellas sin salir perdiendo en la comparación con las que se celebraban en Pemberley. El doctor McFee, que durante años había velado por la salud de los Darcy y de todos quienes vivían en Pemberley, había visitado Highmarten y había dado su aprobación, considerando que la situación era saludable, y el agua, de gran pureza. Las formalidades se resolvieron con celeridad. A la casa solo le hacían falta muebles y decoración, y Jane, con la ayuda de Elizabeth, se había dedicado con gran placer a recorrer las estancias decidiendo papeles pintados, pinturas y cortinajes. A los dos meses de haber encontrado la propiedad, los Bingley ya se hallaban instalados, y la dicha de las dos hermanas casadas era completa.

Ambas familias se veían con frecuencia, y eran pocas las semanas en que uno u otro carruaje no recorriera la distancia que separaba Highmarten de Pemberley. Jane rara vez se separaba de sus hijos más de una noche —Elizabeth y Maria, las gemelas de cuatro años, y Charles Edward, que ya estaba a punto de cumplir dos—, aunque sabía que podía dejarlos con total tranquilidad en manos de la experimentada y competente señora Metcalf, la niñera que ya se había ocupado de su esposo cuando este nació, pero se alegraba de pasar dos noches en Pemberley para poder asistir al baile sin tener que vivir los inevitables problemas de trasladar a tres niños pequeños y a su niñera de una casa a otra para una estancia tan breve. En aquella ocasión tampoco había acudido con su doncella —nunca lo hacía—, pero a la de Elizabeth, una joven muy dispuesta llamada Belton, no le importaba en absoluto atenderlas a las dos. El coche y el cochero de los Bingley quedaron a cargo de Wilkinson, el cochero de Darcy, y tras los efusivos saludos de rigor, Elizabeth y Jane, cogidas del brazo, subieron hasta el dormitorio que esta ocupaba siempre en sus visitas, contiguo al vestidor de Bingley. Belton ya se había ocupado del baúl de Jane, y estaba colgando su vestido de noche y el traje largo que se pondría para el baile. Regresaría transcurrida una hora para ayudarlas a cambiarse y peinarse. Las hermanas, que habían compartido dormitorio en Longbourn, se habían sentido muy unidas desde la infancia, y no existía cuestión que Elizabeth no pudiera confiar a Jane, pues sabía que contaría siempre con su máxima discreción, y que los consejos que esta pudiera darle nacerían de su bondad y su buen corazón.

Después de hablar con Belton se dirigieron, como de costumbre, al cuarto de los niños para dar al pequeño Charles el abrazo esperado, y regalarle alguna golosina, para jugar con Fitzwilliam y escucharlo leer —pronto abandonaría la habitación infantil para pasar a ocupar la del estudio, y tomaría un tutor— y para mantener una charla breve pero relajada con la señora Donovan. Entre ella y la señora Metcalf sumaban cincuenta años de experiencia, y aquellas dos déspotas benévolas habían establecido desde el principio una estrecha alianza, defensiva y ofensiva, y ejercían el control absoluto en sus dominios, adoradas por los niños que tenían a su cargo y respetadas por sus padres, a pesar de que Elizabeth sospechaba que, para la señora Donovan, la única función de una madre consistía en traer al mundo a un nuevo bebé tan pronto como al último empezaban a salirle los dientes de leche. Jane contó algunas novedades sobre los progresos de Charles Edward y las gemelas, y el régimen seguido en Highmarten fue comentado y alabado por la señora Donovan, algo normal, teniendo en cuenta que era igual que el suyo. Apenas disponían ya de una hora antes de cambiarse para la cena, por lo que las hermanas se trasladaron al cuarto de Elizabeth para compartir aquellas pequeñas confidencias de las que depende en gran medida la felicidad doméstica.

Para Elizabeth habría sido un alivio confiar a Jane una cuestión de mayor peso, la intención del coronel de proponer matrimonio a Georgiana, pero, aunque no le había pedido que le guardara el secreto, él debía confiar, sin duda, en que ella hablaría antes con su esposo, y a Elizabeth le parecía que el alto sentido del honor de Jane se resentiría, como se habría resentido el suyo propio, si su hermana le hubiera confiado la noticia antes de tener la ocasión de comentarla con Darcy. Sin embargo, estaba impaciente por hablar de Henry Alveston, y se alegró de que fuera Jane la que pronunciara su nombre diciendo:

—Qué amable por tu parte al incluir al señor Alveston en tu invitación. Sé lo mucho que significa para él ser recibido en Pemberley.

—Es un invitado muy agradable, y los dos nos alegramos de verle. Educado, inteligente, apuesto y animado, es por tanto paradigma de juventud. Recuérdame cómo llegasteis a intimar. ¿No fue el señor Bingley quien lo conoció en Londres, cuando fue a ver a su abogado?

—Sí, hace dieciocho meses, cuando Charles visitaba al señor Peck para tratar sobre unas inversiones. El señor Alveston había acudido al despacho en relación con la posible representación en los tribunales de uno de los clientes del señor Peck y, como sucedió que los dos llegaron con antelación, coincidieron en la sala de espera y, posteriormente, el señor Peck los presentó. A Charles le impresionó notablemente el joven, y esa noche cenaron juntos. Fue entonces cuando el señor Alveston le confió su intención de recuperar la fortuna familiar y la finca de Surrey, propiedad de su familia desde el siglo XVII, y con la que él, en tanto que hijo único, siente un fuerte vínculo y una gran responsabilidad. Volvieron a verse en el club de Charles, y fue entonces cuando mi esposo, conmovido ante su aspecto general de fatiga, lo invitó en nombre de los dos a pasar unos días en Highmarten. Desde entonces el señor Alveston se ha convertido en visita asidua, y es bienvenido cada vez que sus obligaciones en los tribunales le permiten escaparse. Hemos sabido que el padre del señor Alveston, lord Alveston, ha cumplido los ochenta años y no goza de buena salud, y que durante estos últimos años ya no ha sido capaz de aportar el vigor y la iniciativa que requiere el manejo de una finca, pero la baronía es una de las más antiguas del país, y su familia, muy respetada. Charles supo, por el señor Peck, y no solo por él, que el señor Alveston causa gran admiración en Middle Temple, y los dos nos hemos encariñado mucho con él. Para nuestro pequeño Charles Edward es todo un héroe, y las gemelas lo adoran y lo reciben siempre con saltos de alegría.

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