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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (6 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Mostrarse cariñoso con sus hijos era un atajo seguro hacia el corazón de Jane, y Elizabeth comprendía la atracción que en Highmarten despertaba Alveston. La vida de un soltero en Londres, que trabajaba más de la cuenta, no debía de resultar demasiado atractiva, y Alveston encontraba sin duda en la belleza de la señora Bingley, en su amabilidad, en su voz melodiosa y en la alegre vida doméstica de su hogar, un agradable contraste con la competitividad despiadada y las exigencias sociales de la capital. Alveston, como Darcy, habían asumido siendo muy jóvenes el peso de las expectativas y las responsabilidades. Su empeño en recuperar la fortuna familiar era digno de admiración, y el Tribunal de Justicia, con sus desafíos y sus éxitos, era para él, tal vez, la encarnación de una lucha más personal.

—Espero que ni tú, querida hermana, ni el señor Darcy os sintáis incómodos por su presencia aquí —dijo Jane tras una pausa—. Debo confesar que, viendo el placer evidente que tanto él como Georgiana sienten cuando están juntos, me parece posible que el señor Alveston esté enamorándose, y si ello ha de causar inquietud en el señor Darcy o en Georgiana, nos aseguraremos, claro está, de que las visitas cesen. Pero es un joven de valía, y si mis sospechas son fundadas y Georgiana le corresponde en su interés, estoy segura de que podrían ser felices juntos, aunque tal vez el señor Darcy tenga otros planes para su hermana y, si es así, quizá sea sensato y considerado que el señor Alveston deje de venir a Pemberley. En el transcurso de mis visitas recientes me he percatado de un cambio en la actitud del coronel Fitzwilliam hacia su prima, una mayor disposición a conversar con ella y a pasar tiempo a su lado. Sería una unión magnífica, y ella no desmerecería en absoluto, aunque me pregunto si se sentiría muy feliz en ese inmenso castillo, tan al norte. La semana pasada, en nuestra biblioteca, vi un dibujo del lugar. Parece una fortaleza de granito, y el mar del Norte rompe prácticamente contra sus muros. Y se encuentra tan lejos de Pemberley… Sin duda a Georgiana le entristecería hallarse tan separada de su hermano y de la casa que tanto ama.

—Sospecho que tanto para el señor Darcy como para Georgiana Pemberley es lo primero —admitió Elizabeth—. Recuerdo que, cuando vine de visita con los tíos y el señor Darcy me preguntó qué me parecía la casa, mi evidente entusiasmo le complació. De no haberme mostrado tan sinceramente encantada, creo que no se hubiera casado conmigo.

Jane se echó a reír.

—A mí me parece que sí, querida. Aunque tal vez no debamos tratar más este asunto. Hablar sobre los sentimientos de los demás cuando no los comprendemos del todo, y cuando es posible que ni siquiera los implicados los comprendan, puede ser fuente de zozobra. Tal vez haya hecho mal mencionando al coronel. Sé, querida Elizabeth, lo mucho que quieres a Georgiana, y sé que desde que vive contigo como una hermana ha ganado confianza en sí misma y se ha convertido en una joven más hermosa. Si en verdad tiene dos pretendientes, la decisión, claro está, ha de ser suya, aunque no la imagino aceptando casarse en contra de los deseos de su hermano.

—Tal vez la cuestión se resuelva tras el baile —dijo Elizabeth—, por más que admito que para mí es causa de inquietud. He llegado a querer mucho a Georgiana. Pero dejemos de lado el tema por ahora. Debemos pensar en la cena en familia. No puedo estropeársela a nadie con preocupaciones que pueden ser infundadas.

No añadieron nada más, pero Elizabeth sabía que Jane no veía el menor problema. Ella creía firmemente que dos jóvenes atractivos que gozaban tan claramente de su mutua compañía podían enamorarse de manera natural, y que ese amor debía culminar en un matrimonio feliz. Allí, además, no existían problemas de dinero: Georgiana era rica y el señor Alveston progresaba en el ejercicio de su profesión. Aunque, claro, para Jane el dinero no era nunca un asunto relevante: con tal de que bastara para que una familia viviera cómodamente, ¿qué importaba cuál de los dos miembros de la pareja lo aportara a la unión? Y el hecho, que para otros sería de capital importancia, de que el coronel fuera vizconde y de que su esposa, con el tiempo, hubiera de convertirse en condesa, mientras que el señor Alveston solo llegaría a ser barón, no le importaba lo más mínimo. Elizabeth decidió no recrearse en las posibles dificultades y propiciar la ocasión de hablar con su esposo una vez que pasara el baile. Los dos habían estado tan ocupados que ella apenas lo había visto desde la mañana. No se sentiría justificada para especular con él sobre los sentimientos del señor Alveston a menos que este o Georgiana hablaran del tema, pero sí debía contarle cuanto antes que el coronel tenía intención de comunicarle la esperanza de que Georgiana aceptara ser su esposa. Elizabeth no sabía por qué, pero la idea de aquel enlace, a todas luces esplendoroso, le causaba una inquietud que no conseguía disipar con razonamientos, e intentaba ahuyentar aquella desagradable sensación. Belton había vuelto, y era hora de que Jane y ella se prepararan para la cena.

3

La víspera del baile, la cena se servía a las seis y media, la hora acostumbrada y muy en boga, pero cuando los asistentes eran pocos solía ofrecerse en una sala pequeña, contigua al comedor principal, donde hasta ocho personas podían instalarse cómodamente en torno a una mesa redonda. En años anteriores había hecho falta usar la estancia mayor, porque los Gardiner y en ocasiones las hermanas de Bingley habían acudido a Pemberley para asistir al baile, pero al señor Gardiner le costaba abandonar sus negocios, y a su esposa separarse de sus hijos. Lo que ellos preferían era visitarlos en verano, cuando él podía disfrutar de la pesca y su esposa lo pasaba en grande explorando los alrededores con Elizabeth, montadas en un faetón tirado por un solo caballo. La amistad entre las dos mujeres era antigua y sólida, y Elizabeth siempre había tenido en cuenta los consejos de su tía. Ahora había asuntos para los que le habría gustado contar con ellos.

Aunque la cena era informal, los asistentes se agruparon de forma natural para entrar en el comedor por parejas. El coronel se apresuró a ofrecerle el brazo a Elizabeth, Darcy se colocó junto a Jane, y Bingley con un gesto galante se ofreció a llevar a Georgiana. Al ver que Alveston avanzaba solo tras la última pareja, Elizabeth pensó que deberían haber dispuesto mejor las cosas, aunque lo cierto era que siempre resultaba difícil encontrar a una dama adecuada sin pareja con tan poca antelación, y hasta ese año las convenciones nunca habían importado en aquellas cenas previas al baile. La silla vacía quedaba junto a Georgiana, y cuando Alveston se sentó en ella, Elizabeth se fijó en que esbozaba una fugaz sonrisa de placer.

Mientras los demás tomaban asiento, el coronel dijo:

—Así que la señora Hopkins tampoco nos acompaña este año. ¿No es la segunda vez que se pierde el baile? ¿Es que a su hermana no le gusta bailar o acaso el reverendo Theodore ha expresado alguna objeción teológica contra los bailes?

—A Mary nunca le ha gustado mucho bailar —replicó Elizabeth—, y me ha pedido que la disculpen, pero su esposo no se opone en absoluto a su participación. La última vez que cenaron aquí me comentó que, en su opinión, los bailes organizados en Pemberley y con asistencia de amigos y conocidos de la familia no podían resultar contrarios a la moral ni a las buenas costumbres.

—Lo que demuestra —le susurró Bingley a Georgiana— que nunca ha probado la sopa blanca de Pemberley.

Los demás oyeron su comentario, que provocó sonrisas y alguna carcajada. Pero aquella alegría no iba a durar. En la mesa se notaba la ausencia de la chispa habitual en las conversaciones, y una apatía que ni siquiera el buen humor de Bingley parecía capaz de sacarlos. Elizabeth intentaba no mirar con demasiada asiduidad al coronel, pero cuando lo hacía notaba la frecuencia con que los ojos de este se posaban en la pareja que estaba sentada enfrente. A ella le parecía que su cuñada, con su sencillo vestido de muselina blanca, con la ristra de perlas que adornaba sus cabellos oscuros, nunca había estado tan encantadora, pero en los ojos del coronel captaba una mirada que era más de indagación que de admiración. Sin duda, la joven pareja se comportaba de manera impecable: Alveston no le demostraba más atenciones de las naturales, y Georgiana se volvía por igual hacia este y hacia Bingley para pronunciar sus respuestas, como una joven que se esmerara en seguir las convenciones sociales durante su primera cena con invitados. Aunque, a decir verdad, sí hubo un momento que Elizabeth esperaba que a Fitzwilliam le hubiera pasado por alto. Alveston estaba mezclando para Georgiana el agua con el vino y, durante un segundo, sus manos se rozaron, y Elizabeth vio el rubor asomarse débilmente a las mejillas de la joven, antes de disiparse.

Al observar a Alveston ataviado con sus ropas más formales, a Elizabeth le asombró una vez más constatar lo extraordinariamente apuesto que resultaba. No podía ignorar por completo que, cada vez que entraba en un salón, todas las mujeres dirigían sus miradas hacia él. Llevaba su pelo, castaño y fuerte, simplemente recogido en la nuca. Sus ojos eran de un marrón más oscuro, y tenía las cejas rectas. En su rostro había una franqueza y una fuerza que frenaban toda posible acusación de exceso de belleza, y se movía con una gracia natural, confiada. Elizabeth sabía bien que por lo general era un invitado vivaz y divertido, pero esa noche incluso él parecía afligido por un aire general de incomodidad. Pensó que tal vez todos estuvieran cansados. Bingley y Jane habían viajado solo dieciocho millas, pero el viento les había obligado a detenerse en varias ocasiones, y tanto para Darcy como para ella el día anterior al baile solía ser muy ajetreado.

La tormenta que había estallado fuera no ayudaba a animar el ambiente. De vez en cuando el viento aullaba desde la chimenea, el fuego silbaba y chisporroteaba como un ser vivo y, ocasionalmente, algún tronco ardiendo se liberaba del resto lanzando llamas espectaculares, que proyectaban sobre los rostros de los comensales, durante un momento, destellos rojizos que les conferían un aspecto febril. Los criados entraban y salían sin hacer ruido, pero Elizabeth sintió alivio cuando la cena terminó por fin, y pudo hacerle una seña a Jane para que, junto a Georgiana, se trasladaran al salón de música, situado frente al comedor.

4

Mientras la cena se servía en el comedor pequeño, Thomas Bidwell seguía en la despensa del mayordomo sacando brillo a la plata. Ese había sido su trabajo desde que los dolores de rodillas y espalda le habían impedido seguir manejando los coches de caballos, y se sentía muy orgulloso de desempeñarlo, sobre todo la noche anterior al baile de lady Anne. De los siete inmensos candelabros que se alinearían sobre la gran mesa, durante el banquete, ya había abrillantado cinco, y los dos restantes quedarían listos también esa misma noche. Se trataba de una labor tediosa, lenta y, aunque no lo pareciera, cansada, y cuando terminara le dolerían la espalda, los brazos, las manos. Pero no era aquella una ocupación para las doncellas, ni para los muchachos. Stoughton, el mayordomo, era el responsable último, pero estaba muy ocupado escogiendo los vinos y supervisando los preparativos del salón de baile, y consideraba que su deber se limitaba a inspeccionar los candelabros una vez limpios, por lo que no se dedicaba personalmente ni siquiera a las piezas más valiosas. Durante la semana que precedía al baile se esperaba que Bidwell se pasara casi todos los días, a menudo hasta bien entrada la noche, con el mandil puesto, sentado a la mesa de la despensa y con la cubertería y la plata de la familia Darcy extendida ante él: cuchillos, tenedores, cucharas, candelabros, fuentes en las que se servirían los platos, fruteros. Mientras les sacaba brillo, imaginaba los candelabros con sus altas velas reflejándose en las piedras preciosas que adornarían las cabezas, en los rostros acalorados y en las flores temblorosas de los jarrones.

Nunca le preocupaba dejar sola a su familia en la cabaña del bosque, ni a ellos les asustaba quedarse allí. La vivienda había permanecido desolada y decrépita durante años, hasta que el padre de Darcy la había restaurado y acondicionado para que la usara algún miembro del servicio. Sin embargo, a pesar de resultar demasiado grande para un criado, y de ofrecer mucha intimidad y sosiego, eran pocas las personas dispuestas a vivir en ella. La había construido el bisabuelo del señor Darcy, un ermitaño que había vivido casi en total soledad, acompañado solo por su perro,
Soldado
. En aquel retiro se preparaba incluso algunas comidas sencillas, leía y se sentaba a contemplar los gruesos troncos y los arbustos enmarañados del bosque, que eran su baluarte contra el mundo. Más tarde, cuando George Darcy tenía ya sesenta años,
Soldado
enfermó mortalmente, y empezó a sufrir horrores. Fue el abuelo de Bidwell, a la sazón un niño que ayudaba con los caballos de la casa, quien acudió a la cabaña a llevar leche fresca y halló muerto a su señor. Darcy le había pegado un tiro al perro, y se había pegado otro él.

Los padres de Bidwell habían vivido en la cabaña antes que él. Aquella historia no les había echado atrás, y a él tampoco. La creencia de que el bosque estaba encantado nacía de una tragedia más reciente, ocurrida poco después de que el abuelo del actual señor Darcy asumiera la propiedad de la finca. Un joven, hijo único, que trabajaba como ayudante de jardinero en Pemberley, había sido acusado de cazar ciervos furtivamente en los terrenos de un magistrado vecino, sir Selwyn Hardcastle. La caza furtiva no era un delito grave, y la mayoría de los magistrados hacía la vista gorda en época de hambrunas, pero robar un ciervo en un coto privado de caza se castigaba con la pena capital, y el padre de sir Selwyn se mostró inflexible y exigió que se aplicara estrictamente. El señor Darcy había suplicado clemencia, pero sir Selwyn no la había concedido. Una semana después de que el muchacho fuera ejecutado, su madre se ahorcó. El señor Darcy había hecho todo lo que había podido, pero se decía que la mujer muerta lo había considerado el principal responsable de lo sucedido. Ella había pronunciado una maldición sobre la familia Darcy, y se extendió la superstición de que se podía ver su fantasma vagando y aullando de dolor entre los árboles las personas lo bastante insensatas como para adentrarse en el bosque después del anochecer, y que su aparición vengadora presagiaba siempre una muerte en la finca.

Bidwell no tenía paciencia para aquellas tonterías, pero la semana anterior había llegado a sus oídos que dos de las doncellas, Betsy y Joan, habían afirmado entre susurros, en el cuarto de servicio, que habían visto al fantasma tras adentrarse en el bosque con motivo de una apuesta. Él les había advertido que no propagaran aquellas patrañas que, de haber llegado a oídos de la señora Reynolds, habrían podido tener consecuencias graves para las muchachas. Aunque su hija, Louisa, ya no trabajaba en Pemberley, pues se la necesitaba en casa para que cuidara de su hermano enfermo, se preguntaba si, de un modo u otro, aquella historia habría llegado a sus oídos. Lo cierto era que su madre y ella se habían mostrado más cuidadosas que nunca a la hora de cerrar la puerta de la cabaña con llave, y le habían pedido que, cuando llegara tarde de Pemberley, les advirtiera de su presencia dando tres golpes fuertes con los nudillos, seguidos de otros cuatro más flojos, antes de insertar la llave.

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