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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (3 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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El otro aposento que le proporcionaba casi tanta satisfacción como su saloncito era la magnífica biblioteca de la casa. Era la obra de varias generaciones, y ahora su esposo demostraba interés e ilusión por aumentar sus tesoros. La biblioteca de Longbourn había sido siempre el dominio del señor Bennet, y ni siquiera Elizabeth, su hija favorita, accedía a ella sin su permiso expreso. Por el contrario, la de Pemberley estaba siempre abierta para ella, como lo estaba para Darcy, y gracias a las discretas indicaciones de este, movidas por el afecto, ella había leído más, y con más placer y provecho, en los últimos seis años que en los anteriores quince, lo que la había llevado a adquirir una cultura que antes, ahora lo comprendía, no había pasado nunca de rudimentaria. Las cenas con invitados en Pemberley no podían diferir más de las de Meryton, en las que el mismo grupito de personas se dedicaba a chismorrear sobre las mismas cosas y a intercambiar las mismas opiniones, y que se animaba solo cuando sir William Lucas recordaba en voz alta, con todo lujo de detalles, algún otro fascinante pormenor de su investidura en el tribunal de Saint James. Ahora lamentaba siempre el momento de intercambiar miradas con las demás damas y dejar a los caballeros a solas con sus cosas de hombres. Para Elizabeth había sido toda una revelación constatar que los había capaces de valorar la inteligencia en una mujer.

Faltaba un día para que se celebrara el baile de lady Anne. La última hora la había pasado en compañía del ama de llaves, la señora Reynolds, comprobando que los preparativos marcharan correctamente y que todo se desarrollara como era debido. Ahora Elizabeth estaba sola. El primer baile se había celebrado cuando Darcy contaba apenas con un año de edad. Lo dieron para celebrar el cumpleaños de su madre y, salvo por el período de luto por el fallecimiento del esposo, había tenido lugar todos los años, hasta la muerte de la propia lady Anne. Celebrado siempre el sábado posterior a la luna llena de octubre, solía coincidir aproximadamente con el aniversario de boda de Darcy y Elizabeth, fecha que ellos preferían conmemorar solo en compañía de los Bingley, que se habían casado el mismo día, pues les parecía que la ocasión era demasiado íntima e importante para tener que celebrarla rodeados del jolgorio público. Por eso, a instancias de Elizabeth, el baile de otoño siguió llevando el nombre de lady Anne. En el condado se consideraba el acontecimiento social más importante del año. El señor Darcy había expresado su preocupación de que ese no fuera un año oportuno para organizarlo, pues la prevista guerra con Francia se había declarado al fin, y en el sur del país, donde se esperaba la invasión inminente de Bonaparte, el temor era creciente. Además, la cosecha había sido escasa, con todo lo que ello suponía para la vida en el campo. Más de un caballero, cuando alzaba la vista de sus libros de cuentas, se sentía inclinado a convenir que ese año no debía celebrarse el baile, pero la indignación de su esposa era tal, y tal era la certeza de que debería soportar un mínimo de dos meses de turbulencias domésticas, que finalmente aceptaba que nada contribuiría más a levantar la moral que un poco de entretenimiento inofensivo, y que París, aquella ciudad ignorante, se alegraría en exceso y se crecería, si llegara a saber que el baile de Pemberley había sido cancelado.

El entretenimiento y las distracciones estacionales de la vida campestre no son tan numerosos ni tan atractivos como para que los compromisos sociales de una gran casa resulten indiferentes a los vecinos con derecho a beneficiarse de ellos, y el matrimonio del señor Darcy, una vez que el asombro por su elección de prometida se hubo disipado, auguraba al menos que este pasaría en casa más tiempo que antes, y avivaba la esperanza de que su esposa asumiría sus responsabilidades. Al regreso de Elizabeth y Darcy de su viaje de novios, que los había llevado hasta Italia, se sucedieron las acostumbradas visitas formales que había que recibir, las habituales felicitaciones y las charlas intrascendentes, que soportaron con la mayor elegancia de que pudieron hacer acopio. Darcy, consciente desde la infancia de que Pemberley siempre proporcionaría más beneficios de los que podía recibir, resistía aquellos encuentros con loable ecuanimidad, y Elizabeth hallaba en ellos una fuente secreta de distracción, pues sus vecinos ansiaban saciar su curiosidad al tiempo que mantenían su reputación de personas bien educadas. Las visitas, por su parte, experimentaban un placer doble: disfrutar de media hora de reloj inmersas en la elegancia del acogedor saloncito de la señora Darcy antes de, posteriormente, intentar alcanzar con los vecinos un veredicto sobre el vestido, la amabilidad y la capacidad de la recién casada, y sobre las expectativas de felicidad conyugal de la pareja. En menos de un mes ya se había alcanzado un consenso: los caballeros se mostraban impresionados por la belleza y el ingenio de Elizabeth, y sus esposas, por su elegancia y gentileza, así como por la excelencia de sus refrigerios. Se convino, además, en que Pemberley, a pesar de los desafortunados antecedentes de su nueva dueña, tenía todos los visos de volver a ocupar el puesto que le correspondía en la vida social del condado, como así había sido en los días de lady Anne Darcy.

Elizabeth era demasiado realista como para no saber que aquellos antecedentes no habían sido olvidados y que no había familia que se trasladara al distrito a la cual, a su llegada, no le endosaran la asombrosa historia de cómo Darcy había escogido esposa. A él lo consideraban un hombre orgulloso para el que la tradición familiar y la reputación eran de suma importancia, y cuyo padre había logrado aumentar la relevancia social de la familia casándose con la hija de un conde. Durante un tiempo pareció que no había mujer lo bastante buena para convertirse en la señora de Fitzwilliam Darcy, y sin embargo había acabado escogiendo a la segunda hija de un caballero cuya hacienda, limitada además por un mayorazgo que dejaba desprovistas a sus hijas, equivalía a poco más que los jardines ornamentales de Pemberley, una joven cuya fortuna, según se rumoreaba, ascendía a apenas quinientas libras, con dos hermanas solteras y una madre de verbo tan vulgar que resultaba del todo inapropiada para la sociedad respetable. Por si eso fuera poco, una de sus hermanas menores se había casado con George Wickham, hijo del secretario de Darcy-padre, caído en desgracia, y lo había hecho en circunstancias de las que la decencia dictaba hablar solo en susurros. Al hacerlo, había encadenado al señor Darcy y su familia a un hombre al que despreciaba hasta el punto de que el apellido Wickham no se pronunciaba jamás en Pemberley, y la pareja estaba totalmente excluida de la casa. Al parecer, Elizabeth era, ella sí, respetable, y finalmente incluso los más reacios aceptaron que era bonita y poseía unos ojos preciosos, pero el matrimonio seguía causando asombro, así como resentimiento en varias damas jóvenes que, a instancias de sus madres, habían rechazado varias ofertas razonables a fin de estar disponibles para cuando se presentara el flamante premio, y que ahora se acercaban peligrosamente a la treintena sin planes a la vista. De todo ello Elizabeth lograba consolarse recordando la respuesta que había dado a lady Catherine de Bourgh cuando la indignada hermana de lady Anne le había advertido de los perjuicios que recaerían sobre ella si osaba convertirse en la señora Darcy. «Se trata, en efecto, de serias desgracias, pero la esposa del señor Darcy ha de gozar de unas fuentes de dicha tan extraordinarias, unidas necesariamente a su situación, que, en conjunto, no ha de tener motivos para lamentarse.»

El primer baile en el que Elizabeth ejerció junto su esposo de anfitriona, apostada en lo alto de la escalinata para recibir a los invitados que ascendían por ella, había supuesto, visto en perspectiva, una dura prueba, pero ella había sobrevivido triunfante a la ocasión. Bailar le encantaba, y ahora ya podía afirmar que la cita anual le causaba tanto placer como a sus invitados. Lady Anne, con elegante caligrafía, había dejado sus planes por escrito: su cuaderno, de hermosas cubiertas de piel en las que había grabado el emblema de los Darcy, seguía usándose, y aquella mañana permanecía abierto frente a Elizabeth y la señora Reynolds. La lista de invitados seguía siendo esencialmente la misma, pero a ella se habían añadido los nombres de los amigos de Darcy y Elizabeth, incluidos los de los tíos de esta, los Gardiner, mientras que Bingley y Jane acudían sin necesidad de ser convocados. En esa ocasión, al fin, acudirían acompañados de su invitado, Henry Alveston, un joven abogado apuesto y vivaz, que era tan bien acogido en Pemberley como en Highmarten.

Elizabeth no albergaba ningún temor sobre el éxito del baile. Sabía que todos los preparativos estaban ultimados. Se habían cortado suficientes troncos para alimentar las chimeneas, sobre todo las del salón de baile. El pastelero aguardaría a la mañana para preparar las delicadas tartas y demás exquisiteces que tanto deleitaban a las damas, y ya se habían sacrificado y puesto a colgar las aves y las demás piezas con las que se cocinarían los platos más sustanciosos que sin duda los hombres esperaban. De las bodegas ya habían subido los vinos, y se habían molido las almendras que se incorporarían en abundancia a la apreciada sopa blanca. El ponche, que mejoraría enormemente su sabor y potencia, y que contribuiría notablemente a la alegría general, se añadiría en el último momento. Las flores y las plantas habían salido ya de los invernaderos, listas para ser dispuestas en cubos y llevadas a la galería, donde Elizabeth y Georgiana, la hermana de Darcy, supervisarían su arreglo la tarde siguiente; e incluso Thomas Bidwell, llegado ya desde su cabaña del bosque, estaría sentado en la despensa, sacando brillo a las docenas de candelabros que harían falta en el salón de baile, la galería y la estancia reservada a las damas. Bidwell había sido jefe de cocheros del difunto señor Darcy, lo mismo que su padre lo había sido de los predecesores de Darcy. Ahora, el reuma que le atenazaba rodillas y espalda le impedía trabajar con los caballos, pero sus manos seguían siendo fuertes, y se había pasado todas las tardes de la semana anterior al baile abrillantando la plata, ayudando a quitar el polvo a las sillas para las carabinas, y haciéndose indispensable. Mañana, los carruajes de los terratenientes y los coches contratados de los invitados más humildes se acercarían hasta la entrada para que de ellos desembarcaran las animadas pasajeras, con sus vestidos de muselina y sus brillantes tocados bien protegidos del frío del otoño, dispuestas una vez más a gozar de los memorables placeres del baile de lady Anne.

En todos los preparativos, la señora Reynolds había sido la infalible mano derecha de Elizabeth. Se habían conocido cuando, en compañía de sus tíos, ella había visitado Pemberley por vez primera, y el ama de llaves los había recibido y les había mostrado la casa. Conocía a Darcy desde que era un niño, y había pronunciado tantos elogios hacia su persona, como señor y como hombre, que Elizabeth se preguntó entonces por primera vez si sus prejuicios contra él no habrían sido injustos. Nunca habían hablado del pasado, pero el ama de llaves y ella habían congeniado enseguida, y la señora Reynolds, con su apoyo discreto, había sido una pieza valiosísima para Elizabeth, que ya antes de su llegada a Pemberley como recién casada había comprendido que ser dueña de una casa como aquella, responsable del bienestar de tantos empleados, era muy distinto de la labor que su madre desempeñaba en Longbourn. Pero su amabilidad y el interés que demostraba en la vida de los sirvientes convencieron a estos de que la nueva señora velaría por ellos, y todo resultó más fácil de lo que ella había supuesto, menos oneroso, en realidad, que ocuparse de Longbourn, puesto que los criados de Pemberley, la mayoría de ellos muy experimentados, habían sido instruidos por la señora Reynolds y por Stoughton, el mayordomo, para que nunca importunaran a la familia, que merecía recibir un servicio irreprochable.

Elizabeth añoraba poco de su vida anterior, pero era a los sirvientes de Longbourn a quienes recordaba con más frecuencia: Hill, el ama de llaves, que había tenido acceso a todos sus secretos, incluida la escandalosa fuga de Lydia; Wright, la cocinera, que jamás se quejaba de las peticiones algo descabelladas de la señora Bennet; y las dos doncellas, que además de cumplir con sus obligaciones ejercían de camareras privadas de Jane y de ella misma, y las peinaban antes de los bailes de gala. Habían llegado a formar parte de la familia, algo que jamás sucedería con los criados de Pemberley, pero ella sabía que era precisamente Pemberley, la casa y los Darcy, lo que mantenía a la familia, al personal de servicio y a los arrendatarios unidos por una misma fidelidad. Muchos de ellos eran los hijos y los nietos de sirvientes anteriores, y la casa y su historia corrían por sus venas. Y sabía también que el nacimiento de los dos niños guapos y sanos que se encontraban arriba, en el cuarto de juegos —Fitzwilliam, que tenía casi cinco años, y Charles, que acababa de cumplir dos—, constituía su triunfo definitivo, la seguridad de que la familia y su herencia seguirían proporcionándoles empleo a ellos, a sus hijos y a sus nietos, y de que seguiría habiendo Darcys en Pemberley.

Casi seis años atrás, la señora Reynolds, mientras repasaba la lista de invitados, el menú y las flores con Elizabeth, antes de la primera cena con invitados que organizara esta, dijo:

—Para todos nosotros fue un día feliz, señora, cuando el señor Darcy trajo a su esposa a casa. El mayor deseo de mi señora fue vivir para ver casado a su hijo. No pudo ser. Yo sabía lo mucho que le inquietaba, tanto por él como por Pemberley, que sentara cabeza y fuera feliz.

La curiosidad de Elizabeth pudo más que su discreción. Movió algunos papeles del escritorio, sin levantar la vista, y en voz baja dijo:

—Pero tal vez no con esta esposa. ¿Acaso lady Anne Darcy y su hermana no habían dispuesto la unión del señor con la señorita De Bourgh?

—No niego, señora, que lady Catherine pudiera tener en mente ese plan. Traía hasta aquí a la señorita De Bourgh cuando sabía que Darcy se encontraba en casa. Pero jamás habría podido suceder. La pobre señorita De Bourgh estaba siempre indispuesta, y para lady Anne la salud de una novia era de la máxima importancia. Oímos, sí, que lady Catherine esperaba que el otro primo de la señorita De Bourgh, el coronel Fitzwilliam, le hiciera una proposición, pero de ello tampoco surgió nada.

Regresando al presente, Elizabeth guardó el cuaderno de lady Anne en un cajón y entonces, resistiéndose a abandonar la calma y la soledad que ya no volvería a disfrutar hasta que el baile hubiera concluido con éxito, se acercó hasta una de las dos ventanas con vistas al amplio camino en curva que llegaba hasta la casa, y al río, en cuyas orillas moría la conocida arboleda de Pemberley. Había sido plantada varias generaciones atrás de acuerdo con las instrucciones de un prestigioso jardinero paisajista. Los árboles que se alineaban junto al cauce, perfectos en su forma y bañados por los cálidos y dorados tonos del otoño, se sucedían algo separados del resto, como queriendo enfatizar su singular belleza. La plantación iba espesándose a medida que los ojos se sentían astutamente atraídos por la densa y fragante soledad del interior. Hacia el noreste se divisaba un segundo bosque, de mayor tamaño, en el que a los árboles y arbustos se los había dejado crecer de manera natural, y que había sido patio de juegos y refugio secreto de Darcy durante su infancia. El bisabuelo de este, que al heredar la finca se había recluido en ella, había mandado construir una cabaña allí, y allí se había quitado la vida pegándose un tiro; desde entonces, el bosque —al que llamaban bosque para distinguirlo de la arboleda— había inspirado un temor supersticioso en los criados y arrendatarios de Pemberley, y apenas se visitaba. Un camino estrecho lo atravesaba hasta una segunda entrada a la finca, pero lo usaban sobre todo los comerciantes, y los invitados al baile acudirían por la vía principal, desde donde los cocheros llevarían los carruajes hasta los establos, antes de dirigirse a la cocina a pasar el rato mientras durara el baile.

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