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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (9 page)

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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Bingley bajó de nuevo al vestíbulo, donde se le sumaron Alveston y Stoughton. Darcy les contó someramente lo que Pratt le había revelado, pero era evidente que Lydia, a pesar de su nerviosismo, ya había conseguido transmitirles lo más esencial del suceso.

—Hemos de conseguir que Pratt nos señale el lugar en el que Denny y Wickham abandonaron el carruaje, de modo que tomaremos el coche de Piggott. Charles, será mejor que tú te quedes con las damas. Stoughton custodiará la puerta. Si acepta tomar parte en esto, Alveston, creo que debemos ocuparnos de ello entre los dos.

—Cuente conmigo, señor —respondió Alveston—, en la medida en que pueda serle de ayuda.

Darcy se volvió hacia Stoughton.

—Tal vez necesitemos una camilla. ¿No hay una en la habitación contigua a la armería?

—Sí, señor. Es la que usamos cuando lord Instone se fracturó la pierna durante la cacería.

—Vaya a buscarla, por favor. Y necesitaremos mantas, coñac, agua y linternas.

—Yo le ayudaré —intervino Alveston, e inmediatamente se marchó con Stoughton.

A Darcy le pareció que ya había perdido demasiado tiempo hablando y dedicándose a los preparativos, pero al consultar la hora comprobó que solo habían transcurrido quince minutos desde la teatral aparición de Lydia. Fue entonces cuando oyó ruido de cascos de caballo y, al volverse, vio a un jinete galopando sobre el prado, a lo largo del río. El coronel Fitzwilliam había regresado. Todavía no había desmontado cuando Stoughton dobló la esquina de la casa con la camilla cargada al hombro, seguido de Alveston y un criado, que llevaban varias mantas, las botellas de agua y coñac, y tres linternas. Darcy se acercó al coronel y, muy brevemente, lo puso al corriente de lo sucedido desde su marcha, y le informó de cuáles eran sus planes.

Fitzwilliam escuchó en silencio, antes de comentar:

—Están ustedes organizando una impresionante expedición para complacer a una mujer histérica. Yo diría que los dos insensatos se han perdido en el bosque, o que uno de ellos ha tropezado con una raíz y se ha torcido el tobillo. Seguramente, en este preciso instante, se están acercando a Pemberley renqueantes, o a la posada de King’s Arms, pero, si el cochero oyó disparos, será mejor que vayamos armados. Iré a buscar mi pistola y me reuniré con ustedes en el coche. Si finalmente hace falta la camilla, no les vendrá mal otro hombre, y un caballo sería un estorbo si hemos de internarnos en la espesura del bosque, lo que parece probable. Traeré también mi brújula de bolsillo. Que dos hombres hechos y derechos se pierdan como niños ya resulta bastante ridículo. Pero que se perdieran cinco sería el colmo.

Volvió a subirse al caballo y se dirigió al trote a los establos. El coronel no había ofrecido explicación alguna sobre su ausencia y Darcy, arrastrado por los acontecimientos, no había pensado siquiera en él. Sí pensó que, fuera donde fuese que hubiera ido, su regreso resultaba inoportuno si este retrasaba la partida, o si exigía una información y unas explicaciones que nadie podía proporcionarle aún, aunque era cierto que no les vendría mal contar con un hombre más. Bingley permanecería en casa para cuidar de las mujeres, y él podía, como siempre, confiar en que Stoughton y la señora Reynolds velarían porque todas las puertas y las ventanas quedaran bien cerradas y por mantener a raya la curiosidad de los criados. Pero no se produjo ningún retraso. Su primo regresó a los pocos minutos, y ayudó a Alveston a atar la camilla al coche. Los tres hombres se subieron a él y Pratt montó el primer caballo.

Fue entonces cuando Elizabeth se acercó corriendo hasta el coche.

—Nos olvidamos de Bidwell. Si hay algún problema en el bosque, él debería estar con su familia. Tal vez ya haya llegado. ¿Sabe si ya ha partido hacia su cabaña, Stoughton?

—No, señora. Sigue sacando brillo a la plata. No cuenta con regresar a casa hasta el domingo. Hay personal interno que sigue trabajando, señora.

Sin dar tiempo a Elizabeth a añadir nada, el coronel bajó del coche diciendo:

—Ya voy yo a por él. Sé dónde estará: en la despensa del mayordomo. Y se ausentó.

Elizabeth se fijó entonces en el ceño fruncido de su esposo, y constató que compartía con ella su sorpresa. Ahora que el coronel había regresado, era evidente que parecía decidido a hacerse con el control de la empresa en todos sus aspectos, aunque, pensándolo mejor, tal vez no resultara tan sorprendente; no en vano estaba acostumbrado a tomar el mando en momentos de crisis.

Fitzwilliam regresó al poco, aunque sin Bidwell.

—Se ha alterado tanto ante la idea de dejar el trabajo a medias que no he querido presionarlo. Como es costumbre la noche antes del baile, Stoughton ya había dispuesto que se quedara a dormir aquí. Mañana trabajará todo el día, y su esposa no espera verlo hasta el domingo. Le he asegurado que comprobaría que todo estuviera bien en la cabaña. Espero no haberme extralimitado.

Dado que el coronel carecía de autoridad sobre los miembros del servicio de Pemberley, no podía haberse extralimitado en ella, por lo que era poco lo que a Elizabeth le cabía comentar.

Finalmente emprendieron la marcha, observados desde la entrada por el pequeño grupo formado por Elizabeth, Bingley y los dos sirvientes. Nadie dijo nada y después, transcurridos unos momentos, cuando Darcy se volvió para mirarlos, comprobó que el gran portón de Pemberley se había cerrado ya, y que la casa, serena y bella, bañada por la luna, parecía desierta.

2

En Pemberley no había nada descuidado, pero el noroeste del bosque, a diferencia de la arboleda, apenas requería cuidados, y no los recibía. De vez en cuando se talaba algún árbol para usarlo como combustible en invierno, o para reparar con él alguna cabaña, y se podaban los arbustos que crecían demasiado cerca del camino. Si algún árbol moría, se cortaba y se retiraba el tronco. Un camino estrecho, trazado por las ruedas de las carretas que llevaban las provisiones hasta la entrada de servicio, iba desde la casa del guarda hasta el espacioso patio trasero de Pemberley, más allá del cual se encontraban los establos. En ese patio, una de las puertas traseras de la mansión conducía a un pasadizo que comunicaba con la armería y el despacho del secretario.

El coche, que soportaba el peso de tres pasajeros, la camilla y las dos piezas de equipaje propiedad de Wickham y el capitán Denny, avanzaba despacio, y sus tres ocupantes se mantenían en silencio, silencio que, en el caso de Darcy, parecía más bien un letargo impreciso. Súbitamente, la carroza aminoró la marcha y se detuvo. Despertándose, Darcy asomó la cabeza por la ventanilla y sintió una primera ráfaga de lluvia en el rostro. Le pareció que, ante ellos, se alzaba un gran peñasco fracturado, amorfo, impenetrable, y al contemplarlo creyó verlo temblar, como si estuviera a punto de desmoronarse. Pero entonces su mente regresó a la realidad, y las fisuras de la roca se ensancharon hasta convertirse en un paso entre árboles tupidos; oyó que Pratt instaba a los reacios caballos a adentrarse en el camino del bosque.

Despacio, se internaron en la oscuridad, que olía a tierra mojada. Viajaban iluminados por la luz fantasmagórica de la luna, que parecía adelantárseles como una compañera irreal, y que tan pronto se perdía como reaparecía ante ellos. Recorrido un trecho más, Fitzwilliam se dirigió a Darcy:

—A partir de aquí, sería mejor que siguiéramos a pie. Tal vez Pratt no tenga buena memoria, y debemos inspeccionar bien el camino para encontrar el punto exacto por el que Wickham y el capitán Denny entraron en el bosque, y por el que pueden haberlo abandonado. Fuera del coche oiremos y veremos mejor.

Abandonaron el vehículo, llevando consigo las linternas y, como Darcy había supuesto, el coronel se situó al frente. Las hojas muertas tapizaban el suelo y amortiguaban sus pasos, y Darcy oía apenas los crujidos del carruaje, la respiración agitada de los caballos y el chasquido de las riendas. Algunas ramas se entrelazaban en lo alto, formando un túnel denso a través del cual, en ocasiones, se adivinaba la luna, y en aquella oscuridad cerrada, del viento solo les llegaba el débil crujido de las ramas más altas, como si albergaran aún los chirridos de los pájaros de primavera.

Como le sucedía siempre que se internaba en el bosque, los pensamientos de Darcy lo condujeron hasta su bisabuelo. El atractivo de aquel lugar para George Darcy, fallecido hacía ya tanto tiempo, debía de radicar en parte en su diversidad, en sus senderos secretos y sus vistas inesperadas. Allí, en su remoto refugio custodiado por los árboles, donde las aves y las alimañas llegaban sin impedimento alguno hasta su puerta, le era posible creer que la naturaleza y él eran uno, que respiraban el mismo aire y eran guiados por el mismo espíritu. Cuando era niño y jugaba en aquel bosque, Darcy siempre comprendía a su antepasado, y se había dado cuenta pronto de que aquel Darcy poco mencionado en la familia, que había abdicado de su responsabilidad para con la hacienda y la finca, era una vergüenza para los suyos. Antes de disparar a su perro,
Soldado
, y de pegarse un tiro él mismo, había redactado una nota breve en la que pedía que se lo enterrara junto al animal, pero la familia no había respetado aquella voluntad sacrílega, y George Darcy había recibido sepultura junto a sus antepasados, en la zona del camposanto de la iglesia reservada a la familia, mientras que a
Soldado
le levantaron una tumba en el bosque, con su lápida de granito, en la que solo se grabó su nombre y la fecha de su muerte. Desde que era niño, Darcy había notado que su padre temía que en la familia hubiera alguna debilidad hereditaria, y le había adoctrinado desde muy pronto sobre las grandes obligaciones que recaerían sobre sus hombros una vez que heredara el título, responsabilidades que afectaban tanto a la finca como a quienes servían en ella y de ella dependían, y que ningún primer hijo varón podía rechazar.

El coronel Fitzwilliam avanzaba a paso lento, moviendo la linterna de lado a lado y pidiéndoles que se detuvieran de vez en cuando para poder inspeccionar mejor entre el denso follaje en busca de indicios de que alguien había pasado por allí. Darcy, a pesar de saber que era injusto por su parte, no podía dejar de pensar que el coronel, al asumir aquel papel protagonista, probablemente, estaba pasándolo bien. Ocupando la segunda posición, delante de Alveston, Darcy avanzaba con el ánimo sombrío, interrumpido a veces por arrebatos de ira que eran como la oleada de una marea ascendente. ¿Es que nunca iba a librarse de George Wickham? Esos eran los bosques en los que los dos habían jugado siendo niños. Eran épocas que en otro tiempo había recordado como despreocupadas y felices, pero ¿había sido auténtica su amistad infantil? ¿El joven Wickham ya entonces habría estado alimentando la envidia, el resentimiento y la aversión? Aquellos juegos violentos, aquellas falsas peleas que en ocasiones lo dejaban magullado… ¿No habría sido vehemente en exceso el joven Wickham? Comentarios sin importancia, frases hirientes ahora regresaban a su conciencia, bajo la cual habían permanecido años sin turbarlo. ¿Cuánto tiempo llevaba Wickham planeando aquella venganza? Saber que su hermana solo había evitado caer en desgracia y verse cubierta de ignominia porque él era lo bastante rico como para comprar el silencio de su aspirante a seductor le causaba tal amargura que en varias ocasiones había estado a punto de gruñir en voz alta. Había intentado alejar de su mente aquella humillación, inmerso en la felicidad de su matrimonio, pero ahora había regresado, alimentada durante los años de represión, convertida en una carga insoportable de vergüenza y malestar consigo mismo, más pesada, si cabía, por la certeza de que lo que lo había llevado a casarse con Lydia Bennet había sido su dinero. Aquel gesto suyo de generosidad había nacido de su amor por Elizabeth, sí, pero había sido precisamente su matrimonio con ella lo que había convertido a Wickham en un miembro de su familia, y le había otorgado el derecho de llamar a Darcy hermano y de ejercer de tío de los pequeños Fitzwilliam y Charles. Tal vez consiguiera mantener a Wickham lejos de Pemberley, pero jamás lograría desterrarlo de su mente.

Al cabo de cinco minutos llegaron al sendero que unía el camino con la cabaña del bosque. Hollado con frecuencia a lo largo de los años, era estrecho, pero resultaba fácil de distinguir. Antes de que Darcy tuviera ocasión de decir nada, el coronel se desplazó hacia el sendero con prisa, levantando la linterna y, alargándole su pistola, le dijo:

—Será mejor que la lleve usted. No creo que haya problemas, y si la señora Bidwell y su hija me ven con ella se asustarán. Comprobaré que estén bien y aconsejaré a la señora Bidwell que cierre bien la puerta y que bajo ningún concepto deje entrar a nadie en la casa. Le informaré de que dos caballeros pueden haberse perdido en el bosque y los estamos buscando. No tiene sentido contarle otra cosa.

Al momento desapareció y se perdió de vista. Los sonidos de su partida los engulló la densidad del bosque. Darcy y Alveston permanecieron inmóviles, en silencio. Los minutos parecían dilatarse y, tras consultar la hora, Darcy constató que el coronel llevaba casi veinte minutos ausente cuando se oyó el crujido de unas ramas y este reapareció.

Quitándole el arma a Darcy, dijo secamente:

—Todo está bien. La señora Bidwell y su hija han oído ruido de disparos, no muy lejos, pero no en las proximidades de la casa. Han cerrado la puerta de inmediato, y no han oído nada más. La muchacha (se llama Louisa, ¿verdad?) ha estado a punto de sufrir un ataque de histeria, pero su madre ha conseguido que se serenara. Es mala suerte que esto haya sucedido la noche en que Bidwell no está en casa. —Se volvió hacia el cochero—. Esté atento y deténgase cuando lleguemos al punto donde el capitán Denny y el señor Wickham han abandonado el coche.

Volvió a ocupar la cabeza de la pequeña expedición, y los tres se pusieron de nuevo en marcha, caminando despacio. Algunas veces, Darcy y Alveston alzaban las linternas e inspeccionaban algún punto del sotobosque, aguzando el oído por si les llegaba algún sonido. Después, transcurridos unos cinco minutos, el coche se detuvo.

—Creo que ha sido aquí, señor —dijo Pratt—. Recuerdo este roble de la izquierda, y estas bayas rojas.

Sin dar tiempo al coronel a decir nada, Darcy preguntó:

—¿En qué dirección se ha ido el capitán Denny?

—Hacia la izquierda, señor. Yo no he visto que hubiera ningún camino, pero se ha internado a toda prisa en el bosque, como si los arbustos no existieran.

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