—¿Y hoy? —preguntó Hércules Poirot.
—Eso es distinto. Hoy no había ningún Ram Lal. Carter es el único culpable. ¡Disparó el revólver! Aún lo tenía en la mano cuando le sorprendí. Me figuro que se disponía a repetir el disparo.
—¿Desde cuándo desea conservar la integridad personal de mister Blunt?
—Lo encuentra un poco raro después de todo lo que dije, ¿verdad? Sí, es raro. Yo creo que Blunt es un individuo que debiera desaparecer... por el bien de la Humanidad y del progreso, no por su persona. Es un hombre muy agradable, al estilo inglés. Eso es lo que opino, y al ver que iban a disparar contra él, intervine. Esto le demuestra lo ilógica que es la raza humana.
—Del dicho al hecho hay mucho trecho.
—¡Eso digo yo!
Y Howard Raikes, tras levantarse de la cama en que se sentara, sonrió con aire confidencial.
—Creí que debía venir a decírselo.
Y salió, cerrando la puerta con cuidado.
«Líbrame, Señor, del demonio y presérvame del hombre malo»
Cantó mistress Olivera con voz firme. La entonación de su voz hizo pensar a Poirot que el hombre malo que veía en su mente era Howard Raikes.
El detective había acompañado a su anfitrión y su familia a la iglesia del pueblo para asistir al oficio de la mañana.
—¿Va usted siempre a la iglesia, mister Blunt? —había dicho con ligera ironía Howard Raikes.
Y el millonario había murmurado vagamente que eso es lo que se espera de uno, con un sentimiento tan inglés que arrancó una sonrisa a Poirot.
Mistress Olivera acompañó a su pariente y ordenó a Jane que hiciera otro tanto.
«Han afilado sus lenguas como las serpientes
—cantaron los monaguillos—,
y el veneno de la víbora se alberga tras sus labios.»
Los tenores y bajos contestaron:
«Guárdame, ¡oh Señor!, de la iniquidad. Presérvame de los hombres malvados que quieran desbaratar mis actos.»
Hércules Poirot se animó a cantar con su voz de barítono.
«El orgullo me ha tendido una trampa y ha tejido una red de cuerdas; sí, siembra de obstáculos mi caminoooooo.»
Y se quedó con la boca abierta.
Lo veía...,
veía con claridad la trampa en que casi se cae.
Una trampa astuta, una red de cuerdas, un abismo abierto ante sus pies..., disimulado para que cayera en él.
Como un autómata quedó con la boca abierta mirando al vacío mientras los demás se sentaban, hasta que Jane Olivera le cogió del brazo y le dijo:
—¡Siéntese!
Un anciano sacerdote entonaba:
—
Aquí comienza el decimoquinto capítulo del primer libro de Samuel
—y siguió leyendo.
Mas Poirot no oía nada. Estaba en otro mundo, un mundo delicioso donde los factores giraban antes de ocupar sus lugares respectivos. Era como un calidoscopio..., zapatos con hebilla..., medias de la talla diez..., un rostro destrozado..., los gustos literarios del botones..., las actividades de Amberiotis... y el papel representado por mister Morley..., todo giraba antes de situarse en su lugar y formar un diseño correcto.
Por primera vez, Hércules Poirot enfocaba el caso
por la verdadera pista
.
—
Porque la rebelión es el signo que conduce a la obstinación y a la idolatría. Aquellos que rechazaron la palabra de Dios le rechazaron también como rey
. Aquí termina la primera lección —concluyó el clérigo de un tirón.
Como un somnámbulo, el detective se puso a rezar el
Tedeum
.
—Mister Reilly, ¿es usted?
El joven irlandés sobresaltóse al oír que le llamaban. Volvióse. A su lado, ante el mostrador de la Compañía Naviera, hallábase un hombrecillo de grandes bigotes y cabeza ovoidal.
—Tal vez no me recuerde.
—No se hace justicia, mister Poirot. Usted no es un hombre que se olvide fácilmente.
Y se volvió para dirigirse al encargado que aguardaba tras el mostrador.
—¿Se va de vacaciones al extranjero? —volvió a preguntar el detective.
—No voy de vacaciones. Y usted, mister Poirot, ¿vuelve a su país?
—Algunas veces paso cortas temporadas en mi patria..., Bélgica.
—Yo voy más lejos —dijo Reilly—. A América. Y no creo que regrese.
—Lo siento, mister Reilly. ¿Así que abandona su clínica de la calle Reina Carlota?
—Si dice que es ella quien me está abandonando a mí, estará más acertado.
—¿De veras? Es muy lamentable.
—No me preocupa. Cuando pienso en las deudas que dejaré sin pagar, me siento feliz. No seré yo quien se preocupe por cuestiones monetarias. Yo digo: «Abandona tus deudas y empieza de nuevo.»
—El otro día vi a miss Morley—prosiguió Poirot.
—¿Y fue un placer para usted? Yo diría que no. Nunca vi una mujer con un rostro más amargado. A menudo pensé que debía gustarle la bebida..., pero eso es lo que nunca se sabrá.
Poirot quiso saber:
—¿Está de acuerdo con el veredicto del juez sobre la muerte de su socio?
—No —repuso Reilly con énfasis.
—¿Cree usted que cometió un error al poner la inyección?
—Si Morley inyectó a ese griego la cantidad que dicen, o estaba bebido o quiso matarle. Y yo nunca vi que Morley bebiese.
—¿Así que cree que lo hizo a propósito?
—No quiero decir eso. Es una acusación muy grave. Hablando con sinceridad, no lo creo.
—Debe de haber alguna explicación.
—Sí, debe de haberla, pero todavía no he pensado cuál puede ser.
—¿Cuándo vio usted por última vez a mister Morley? —inquirió el detective.
—Veamos. Hace tiempo que me hago esa pregunta. Debió de ser la noche antes..., sobre las siete menos cuarto.
—¿No le vio el día del asesinato?
Reilly negó con la cabeza.
—¿Está usted seguro? —insistió Poirot.
—¡Oh!, no me atrevo a asegurarlo, pero no recuerdo...
—¿No recuerda, por ejemplo, si subió a su clínica hacia las once y treinta y cinco, cuando estaba atendiendo a un paciente?
—Sí. Tiene razón. Fui a hacerle una pregunta profesional acerca de un instrumental que había encargado. Estuve sólo unos instantes, por eso no me acordaba. Él estaba con un paciente.
Poirot asintió y dijo:
—Quisiera hacerle otra pregunta. Su paciente, mister Raikes, se marchó sin pasar consulta. ¿Qué hizo durante esa media hora de descanso?
—Lo que hago siempre que tengo un respiro. Me preparo algo de beber. Como ya le he di-cho, hablé por el teléfono interior y subí a ver a Morley.
—También creo que no tuvo ningún paciente de doce y media a una, o sea, después de mister Barnes. Por cierto, ¿a qué hora se marchó?
—¡Ah!, después de las doce y media.
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Lo mismo que antes. Fui a beber algo.
—¿Y volvió a subir a ver a Morley?
—¿Quiere insinuar que subí para matarle? —Reilly sonrió—. Hace tiempo le dije que no fui yo. Pero, claro, solo tiene mi palabra de honor.
—¿Qué opina de Agnes, la doncella? —le preguntó Poirot.
—Es una pregunta muy curiosa.
—Pero me agradaría que contestase.
—Contestaré. No opino nada. Georgina vigila estrechamente a sus doncellas... y hace muy bien. La muchacha no me miró ni una vez..., con lo cual demostraba bastante mal gusto.
—Tengo el presentimiento —dijo el detective— de que esa chica sabe algo.
Ante la mirada inquisitiva de Poirot, Reilly sonrió, moviendo la cabeza.
—No me pregunte... No sé nada. No puedo ayudarle.
Y tras recoger los billetes que estaban sobre el mostrador, saludó sonriente y se fue.
Poirot explicó al desilusionado empleado que aún no estaba decidido a emprender el crucero por el Norte.
Poirot volvió de nuevo a Hampstead. Mistress Adams sorprendióse un tanto al verle. Aunque estaba respaldado, por decirlo así, por el primer inspector de Scotland Yard, siempre le consideró un «curioso hombrecillo extranjero», sin tomar muy en serio sus pretensiones. Sin embargo, se dispuso gustosa a contestar sus preguntas.
Después del sensacional anuncio de la identidad de la víctima, los detalles del proceso ape-nas tuvieron publicidad. Había sido un caso de equivocada personalidad. El cuerpo de mistress Chapman fue tomado por el de miss Sainsbury Seale. Esto era todo lo que había trascendido al público. Habíase silenciado el hecho de que probablemente la última persona que viera con vida a la infortunada miss Chapman fuese miss Sainsbury Seale y que la Policía pudiera reclamarla por asesinato.
Miss Adams mostróse muy aliviada al saber que el cadáver descubierto no era el de su amiga. Y no pareció darse cuenta de que podían caer las sospechas sobre Mabelle Sainsbury Seale.
—¡Es tan extraordinario que haya desaparecido así! Estoy segura, mister Poirot, de que ha debido de perder la memoria.
Poirot dijo que no sería el primer caso.
—Sí. Recuerdo a una amiga de mis primos. Tenía muchas preocupaciones y le pasó eso mismo. Creo que le llaman amnesia.
Hércules Poirot le preguntó si había oído hablar a la pobre miss Seale de mistress Chapman.
No, mistress Adams no recordaba que su amiga la mencionara. Aunque, claro, no tenía por qué hablarle de todas sus amistades. ¿Quién era esa señora? ¿Es que la Policía tenía alguna idea de quién pudo haberla matado?
—Todavía es un misterio,
madame
.
Poirot movió la cabeza y luego le preguntó si fue ella quien recomendó a miss Sainsbury Seale al dentista Morley
Mistress Adams dijo que no. A ella la atendía mister Frenen, de la calle Harley; y si Mabelle le hubiera pedido que le recomendase alguno, le habría indicado este.
—¿Quizá mistress Chapton? Mistress Adams dijo que bien pudo ser. ¿No lo sabían en casa del dentista?
Mas Poirot ya había interrogado a miss Nevill sobre esta cuestión, y miss Gladys no lo sabía o lo había olvidado. Recordaba a mistress Chapman, pero no que hubiera nombrado a miss Sainsbury Seale; el nombre era poco corriente y lo recordaría de habérselo oído.
Poirot siguió su interrogatorio.
Mistress Adams había conocido a miss Sainsbury Seale en la India.
—¿Sabe si miss Sainsbury Seale conoció allí a mister o mistress Blunt?
—¡Oh!, creo que no, mister Poirot. ¿El gran banquero? Estuvieron varios años en casa del virrey, pero estoy segura de que si Mabelle los hubiese conocido me lo habría dicho. Me temo —agregó con ligera sonrisa— que uno siempre alardea de conocer a los grandes personajes. En el fondo somos así.
—¿Ni los mencionó siquiera?
—Nunca.
—Si hubiese sido amiga íntima de mistress Blunt, ¿usted lo habría sabido?
—¡Oh, sí! No creo que conociese a nadie así. Las amistades de Mabelle son todas gente sencilla..., como nosotros.
—¡Por Dios, no diga eso! —dijo Poirot, galante.
Mistress Adams siguió hablando de Mabelle Sainsbury Seale como de una amiga que acabara de fallecer, recordando todas sus buenas obras, su amabilidad, su incansable labor en pro de las misiones, su celo, su buena fe.
Hércules Poirot escuchaba. Como bien dijo Japp, Mabelle Sainsbury Seale era un ser real. Había vivido en Calcuta, dando clases de declamación y trabajando entre los nativos. Fue respetable, bienintencionada, aunque un poco tonta y bulliciosa, pero solo lo corriente en una mujer con un corazón de oro.
Mistress Adams seguía diciendo:
—Ponía tan
buena fe
en todo, señor, y encontraba a la gente tan apática, tan difícil de convencer. Cada año es más difícil conseguir suscripciones... a causa de la subida de los impuestos y la carestía de la vida. Una vez me dijo: «Cuando uno sabe el bien que puede hacerse con el dinero, Alice, pienso que sería capaz de
cometer un crimen
por obtenerlo.» Esto demuestra cómo sentía, ¿no es cierto, mister Poirot?
—¿Sí? ¿Eso dijo?
Quedó pensativo y preguntó cuándo había hecho aquellas declaraciones miss Seale, y su interlocutora repuso que unos tres meses antes.
Abandonó la casa abismado en sus pensamientos, considerando el carácter de Mabelle Sainsbury Seale. Una mujer agradable, muy diligente, el prototipo de mujer respetable. Pertenecía al grupo de personas en el que, según mister Barnes, podía hallarse un criminal en potencia.
Vino desde la India en el mismo barco que Amberiotis. Y existían razones para suponer que comió con él en el Savoy.
Acosó a Alistair Blunt aludiendo a su amistad con su esposa.
Había ido un par de veces a las residencias del rey Leopoldo, donde poco después se encontró un cadáver vestido con sus ropas y su bolso, lo que hizo creer evidentemente que era ella.
Demasiada
evidencia.
Desapareció del hotel Glengowrie Court después de su entrevista con la Policía.
¿Podría explicar todo esto la teoría de Hércules Poirot?
Él creía que sí.
Estas cavilaciones entretuvieron al detective durante el camino de regreso hasta llegar a Regent's Park. Decidió atravesar el parque a pie antes de tomar un taxi. Sabía por experiencia que al cabo de un rato empezarían a molestarle sus elegantes zapatos de ante.
Era un delicioso día de verano, y Poirot contempló con indulgencia a las niñeras y los soldados riendo y bromeando, mientras los niños se aprovechaban de su distracción.
Los perros ladraban y brincaban.
Los chiquillos hacían navegar sus botes en el estanque. Y bajo cada árbol veíase una parejita...
—¡Ah!
Jeunesse, jeunesse!
—murmuró Hércules Poirot, gratamente impresionado por el espectáculo.
Las muchachas londinenses tenían
chic
, sabían llevar la ropa con elegancia. Sin embargo, consideraba sus figuras muy deficientes. ¿Dónde estaban las curvas, las suaves líneas que deleitaron antaño a sus admiradores?
Hércules Poirot recordaba haber visto mujeres..., una en particular... ¡Qué criatura más maravillosa!... Un pájaro del paraíso..., una Venus...
¿Cuál de las hermosas muchachitas de hoy en día podía compararse a la condesa Vera Rossakoff? Una auténtica aristócrata rusa, aristócrata hasta la punta de los dedos. Y también recordaba a una ladrona internacional..., una de esas bellezas naturales...
Con un suspiro apartó de su pensamiento aquellas criaturas de sus sueños.