Ella dijo, interesada:
—¿Suicidio? ¿Quién fue? ¿Y dónde?
—El dentista mister Morley, de la calle Reina Carlota, número cincuenta y ocho.
—¡Oh! —dijo Jane Olivera, añadiendo impulsivamente—: ¡Oh, pero eso es absurdo!—y dando media vuelta los dejó sin más ceremonias, subiendo al galope la escalera de la Casa Gótica, que abrió ella misma con su llave.
—¡Bueno! —dijo Japp, contemplándola—. Esto es algo inaudito.
—Interesante —observó Poirot,
Japp miró su reloj y detuvo un taxi.
—Tenemos tiempo para ver a miss Sainsbury Seale de paso para el Savoy.
Miss Sainsbury Seale hallábase tomando el té en el vestíbulo, escasamente iluminado, del hotel Glengowrie Court.
Sorprendióse al ver a los policías vestidos de paisano, pero su agitación fue debida a su naturaleza afable.
Poirot pudo observar con disgusto que aún no había cosido la hebilla de su zapato.
—No sé adonde podríamos ir para hablar privadamente —dijóles mirando a su alrededor—. Es difícil; es la hora del té... ¿No querría tomar una taza? Y su amigo...
—Yo no, gracias —respondió Japp—. Este es mister Hércules Poirot.
—¿De veras? ¿Cierto que no tomarían un poco de té? ¿No? Bien, podemos probar en el salón, aunque suele llenarse. ¡Oh, veo un rincón al fondo que va a desocuparse! Podemos ir allí.
Los condujo hasta un sofá y dos butacas situados en un ángulo. Poirot y Japp la siguieron; El primero recogió el chal y un pañuelo que miss Sainsbury Seale dejó caer por el camino y se lo devolvió.
—¡Oh, gracias! ¡Soy tan descuidada! Ahora, por favor, inspector, pregúnteme lo que guste. ¡Es un caso tan desconcertante! ¡Pobre hombre! Supongo que tendría alguna preocupación. ¡Vivimos en una época tan difícil!
—¿Le pareció angustiado, miss Seale?
—Pues... —miss Sainsbury Seale reflexionó antes de responder—. No puedo decir que lo estuviera. Pero quizá no me diera cuenta debido a las
circunstancias
. Me temo que soy bastante
cobarde
.
Miss Sainsbury Seale acarició sus rizos.
—¿Puede decirnos quién más había en la sala de espera mientras estuvo usted allí?
—Veamos... Cuando entré solo vi a un joven. Pensé que debían de dolerle mucho las muelas, porque hablaba en voz baja con mirada de animal herido, volviendo las hojas de una revista sin ton ni son. De repente se puso en pie y salió. Debía de tener un dolor muy fuerte.
—¿No sabe si abandonó la casa al salir de la habitación?
—No lo sé. Me figuré que no podía esperar más para ver al dentista. Pero no debió de ver a mister Morley, porque unos instantes más tarde vino el botones para acompañarme.
—¿Volvió a entrar en la sala de espera al salir?
—No. Me peiné y me puse el sombrero arriba. Algunas personas —continuó miss Sainsbury Seale— dejan sus sombreros
abajo
, en la sala de espera, pero yo
no
. A una amiga mía le ocurrió algo muy desagradable. Estrenaba un sombrero y lo dejó sobre una silla; cuando volvió a buscarlo, no querrá usted creerlo, una niña se había sentado encima, dejándolo como una torta. ¡Estropeado..., completamente estropeado!
—Una catástrofe —dijo Poirot con gentileza.
—La culpa fue de la madre —prosiguió miss Sainsbury Seale—. Las madres deben vigilar a sus hijos. Las criaturas no quieren hacer ningún daño, pero hay que vigilarlas.
Japp insistía.
—Entonces, ¿ese joven fue el único cliente que encontró en el número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota?
—Cuando subía para ver a mister Morley, bajaba por la escalera un caballero... ¡Oh!... Y recuerdo a un extranjero muy peculiar que salía de la casa cuando yo llegué.
Japp carraspeó.
—Ese era yo, madame —intervino Poirot con dignidad.
—¡Oh Dios mío! ¡Era usted! Perdóneme, soy tan corta de vista, y esto está tan oscuro, ¿ver-dad? Yo alardeo de tener buena memoria, para las caras, pero hay muy poca luz aquí, ¿verdad? Perdone mi lamentable equivocación.
Consolaron a la dama y Japp preguntó:
—¿Está segura de que mister Morley no dijo nada de..., por ejemplo, de que aguardaban una entrevista desagradable esta mañana? ¿O algo parecido?
—No. Estoy segura.
—¿No mencionó a un paciente llamado Amberiotis?
—No, no. No dijo nada, excepto, claro está, lo que los dentistas suelen decir.
Por la mente de Poirot pasaron veloces las palabras: «Enjuagúese», «Abra la boca un poco más», «Puede cerrarla.»
Japp, mientras, advertía a miss Seale que quizá tuviese que prestar su testimonio ante el Jurado.
Después de exhalar un grito ahogado, miss Sainsbury Seale pareció acoger la idea con agrado. A la primera insinuación de Japp les contó toda la historia de su vida.
Había llegado de la India hacía seis meses. Estuvo hospedada en varios hoteles y casas de huéspedes hasta que al fin vino al hotel Glengowrie Court, que le gustaba por su ambiente fami-liar; en la India vivió casi siempre en Calcuta, trabajando como misionera y profesora de declamación.
—Inglés puro; lo más importante es pronunciar bien. ¿Sabe, inspector? Cuando niña trabajé en el teatro. ¡Oh, solo en papeles sin importancia! ¡En provincias! Pero tenía grandes ambiciones y repertorio. Hice una gira por todo el mundo... Shakespeare, Bernard Shaw... —suspiró—. Lo que nos pierde a las mujeres es el corazón... y la piedad de nuestros corazones. Me casé de pronto, y lo dejé todo. Y bien que me engañó. Recobré mi nombre de soltera. Una amiga me prestó un pequeño capital, y monté mi escuela de declamación. Formé una sociedad dramática de aficionados. Ya le enseñaré algunos programas.
El inspector Japp conocía ese peligro. Escabullóse mientras miss Seale iba diciendo:
—...Y si por casualidad debiera aparecer mi nombre en los periódicos, como testigo en el juicio, claro, ¿ya sabe cómo se escribe? Mabelle Sainsbury Seale. Mabelle se escribe MABELLE, y Seale, SEALE. Y si quisieran mencionar mi actuación en
Como tú quieras
, en el teatro de Oxford...
—¡Claro, claro!—el inspector Japp casi salió huyendo.
En el taxi suspiró, mientras se secaba el sudor de su frente.
—Es preciso investigar por si todo fuesen mentiras... Aunque no lo creo.
Poirot movió la cabeza.
—Los mentirosos no son tan circunstanciales, ni tan inconsecuentes.
Japp proseguía;
—Temo que haga demasiada comedia en el juicio (muchas solteronas lo hacen), pero ha-biendo sido actriz será mucho peor. ¡Pues no es poca propaganda para ella!
—¿De veras la quiere como testigo?—le preguntó Hércules Poirot.
—Probablemente, no. Veremos—hizo una pausa antes de continuar—: Estoy más convencido que nunca, Poirot.
Esto no fue un suicidio
.
—¿Y el móvil?
—Dejémoslo de momento. Suponga que Morley hubiese seducido a la hija de Amberiotis.
Poirot, en silencio, trató de imaginar a mister Morley en el papel de seductor de una muchacha griega, pero fracasando.
Recordó a Japp que mister Reilly dijo que su socio no sentía la alegría de vivir.
Japp repuso vagamente:
—¡Oh, nunca se sabe lo que puede pasar en un crucero! —y añadió con satisfacción—: Sa-bremos a qué atenernos cuando hablemos con ese individuo.
Pagó al taxista y luego entraron en el Savoy.
Japp preguntó por mister Amberiotis.
El encargado miróle con bastante extrañeza.
—¿Mister Amberiotis? Lo siento, señor; pero me temo que no podrá verle.
—¡Oh, sí que puedo!—saltó Japp, enseñando sus credenciales.
El encargado repuso:
—No me ha entendido, señor.
Mister Amberiotis ha fallecido hace media hora
.
A Hércules Poirot le pareció como si acabasen de cerrar una puerta sin hacer ruido.
Veinticuatro horas más tarde Japp telefoneaba a Poirot. Su tono era amargo.
—¡Ya está todo aclarado!
—¿Qué quiere decir, amigo mío?
—Que Morley se suicidó. Ya sabemos el motivo.
—¿Cuál fue?
—Acabo de recibir el informe del doctor acerca de la muerte de Amberiotis. No voy a repetirle las palabras técnicas, pero en lenguaje sencillo le diré que ha fallecido a consecuencia de unadosis abusiva de adrenalina y procaína. Le atacó el corazón y ha sufrido un colapso. Cuando anoche nos dijo que no se encontraba bien, el pobre diablo solo decía la verdad. Pues bien, en conclusión: adrenalina y procaína es la mezcla que los dentistas inyectan en las encías, anestesia local. Morley, por error, inyectó una dosis extraordinaria, y cuando se dio cuenta de lo que había hecho no fue capaz de arrostrar las consecuencias y se disparó un tiro.
—¿Con una pistola que no tenía?—preguntó Poirot.
—Pudiera ser que la tuviera. Los familiares no lo saben todo. Le sorprendería la de cosas que ignoran a veces.
—Eso sí es verdad.
—Bueno..., ya ve usted: es una explicación lógica de lo sucedido.
Poirot dijo:
—¿Pues sabe que no me satisface del todo? Es cierto que algunos pacientes reaccionan desfavorablemente ante esas anestesias. Es bien conocida la idiosincrasia de la adrenalina, que, combinada con procaína, produce efectos tóxicos, aun empleada en pequeñas dosis. Pero el doctor o el dentista que la hubiera empleado no acostumbra suicidarse.
—Sí, pero usted se refiere a los casos en que el empleo del anestésico sea normal. En esas circunstancias, el cirujano no tiene nada que reprocharse. Es la idiosincrasia del paciente la causa de su fallecimiento. Pero en este caso está bien claro que le administraron una dosis excesiva. Aún no se conoce la cantidad exacta (parece ser que esos análisis llevan mucho tiempo), pero es seguro que fue una dosis fuera de lo normal. Eso significa que Morley debió de equivocarse.
—Incluso en ese caso—dijo Poirot—sería un error y no un asunto criminal.
—Sí, pero ¿qué bien iba a hacerle en su profesión? Habría sido su ruina. Nadie visita a un dentista capaz de administrarle dosis mortales de veneno solo porque es un tanto distraído.
—Admito que hay algo de verdad.
—Esas cosas suceden a médicos..., farmacéuticos. Durante años son cuidadosos y de toda confianza, y luego, en un momento de distracción, el mal está hecho, y los pobres diablos pagan las consecuencias. Morley era hombre sensible. En el caso de un médico, siempre hay un farmacéutico o un preparador a quien echar la culpa, o con quien compartirla. En este caso, Morley era el único responsable.
—¿Y no habría dejado algún mensaje diciendo lo hecho, que no era capaz de afrontar las consecuencias, o algo por el estilo? ¿O unas palabras para su hermana?
—Tal como yo lo veo, no. Al darse cuenta de lo ocurrido, perdería el dominio de sus nervios y eso le hizo tomar el camino más corto.
Poirot no respondió.
Japp seguía hablando.
—Le conozco, viejo amigo. Una vez que usted mete las narices en un caso de muerte, quiere que
sea
asesinato. Confieso que esta vez he sido yo quien le ha metido en esto. Bueno, me equivoqué, lo confieso. Se acabaron las explicaciones.
—Yo sigo pensando que puede haber otra explicación.
—Y muchísimas. He pensado en ello, pero todas me parecen demasiado fantásticas. Supongamos que Amberiotis matase a Morley y una vez en su casa se suicidase presa de remordimientos utilizando drogas sustraídas de la clínica de Morley. Si esto le parece probable, yo lo considero
increíble
. En el Yard hemos encontrado un informe de Amberiotis muy interesante. Comenzó en Grecia con una casa de huéspedes reducida, y luego se mezcló en la política. Dedicóse al espionaje en Alemania y Francia..., con lo que hizo algo de dinero. Pero así no se hacía rico lo bastante aprisa, y se cree que llevaría a cabo algunos chantajes. No era persona escrupulosa nuestro Amberiotis. El año pasado estuvo en la India y les sacó dinero a los príncipes nativos con bastante desparpajo. Lo difícil era encontrar pruebas contra él. ¡Escurridizo como una anguila! Queda otra posibilidad. Que hubiese utilizado el chantaje con Morley, y este, aprovechando la ocasión, le inyectara adrenalina y procaína con la esperanza de que el veredicto fuese: «Accidente desgraciado» por idiosincrasia o algo por el estilo. Luego, una vez se hubo marchado su víctima, Morley, presa de remordimientos, se suicida. Eso es posible, pero no puedo imaginar a Morley como asesino consciente. No. Estoy casi seguro de que fue como dije primero: una lamentable equivocación cometida en una mañana de excesivo trabajo. Tendremos que dejarlo así, Poirot.
—Ya—dijo el detective con un suspiro—. Ya veo...
Japp añadió, con amabilidad:
—Sé lo que siente, viejo amigo; pero no puede tratarse siempre de un asesinato. Todo lo que puedo decir a modo de disculpa es la frase tan sabida: «¡Siento haberle molestado!» Adiós.
Y colgó el receptor.
Hércules Poirot hallábase sentado ante su moderno y elegante escritorio. Siempre le gustaron los muebles modernos. Prefería simplicidad y solidez a los contornos suaves de los modelos antiguos.
Ante él, una hoja de papel, y en ella escritos algunos nombres seguidos de comentarios.
En primer lugar:
Amberiotis. Espía
. ¿Para qué vino a Inglaterra? El año pasado estuvo en la India durante un período de motines e intranquilidad. Pudiera ser un agente comunista.
Luego de un espacio, venía lo siguiente:
¿Frank Carter?
Morley no le tenía en buen concepto. Recientemente fue despedido de su empleo. ¿Por qué?
Luego, tan solo un nombre entre interrogantes:
¿Howard Raikes?
Después una frase con admiración:
Pero ¡esto es absurdo!
Hércules Poirot piensa. En el exterior pasó un pájaro llevando paja en el pico para construir su nido. El detective semejaba bastante un pájaro, allí sentado con su cabeza de forma ovoidal ladeada.
Hizo otra anotación:
¿Mister Barnes?
Luego de una pausa escribió:
¿Clínica de Morley?
Rastro sobre la alfombra. Posibilidades.
Consideró estos datos durante algún tiempo.
Al cabo, levantándose, pidió su sombrero y el bastón y salió a la calle.