La muerte visita al dentista (4 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La muerte visita al dentista
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—¿Y eso es probable?

—No. Estoy segura de que no. Gladys es una chica consciente.

—Pero ¿es algo que podría haber salido de ese joven?

Miss Morley sorbió.

—Eso sí.

—¿A qué se dedica ese muchacho? A propósito, ¿cuál es su nombre?

—Carter, Francis Carter. Es, o era, empleado de Seguros, según tengo entendido. Perdió su trabajo hace unas semanas y parece que no es capaz de encontrar otro. Henry decía, y me atrevo a añadir que con razón, que es un indeseable. Gladys le prestaba algunos de sus ahorros, cosa que disgustaba a Henry.

Japp preguntó con intención:

—¿Trató su hermano de convencerla para que rompiera su noviazgo?

—Sí, lo hizo. Me consta.

—Luego es muy posible que Francis Carter estuviese resentido con su hermano.

—¡Qué tontería! Si es que quiere sugerir que Francis Carter mató a Henry... Es cierto que mi hermano le aconsejó que le dejase, pero ella no le hizo caso; está locamente enamorada de Francis.

—¿Existe alguna otra persona que usted considere capaz de odiar a su hermano?

Miss Morley negó con la cabeza.

—¿Se llevaba bien con su socio, mister Reilly?

—¡Todo lo bien que puede uno llevarse con un irlandés!—repuso agriamente miss Morley.

—¿Qué quiere usted decir, miss Morley?

—Pues que los irlandeses tienen un genio muy vivo; se acaloran por cualquier cosa. A mister Reilly le gustan las discusiones sobre política.

—¿Eso es todo?

—Sí. Mister Reilly tiene sus cosas, pero es muy hábil en su profesión, o por lo menos eso decía mi hermano.

Japp insistió:

—¿Qué cosas?

Miss Morley vacilaba.

—Bebe demasiado; pero, por favor, no lo digan a nadie.

—¿Hubo algún disgusto entre él y su hermano por este motivo?

—Henry le hizo un par de indicaciones. Para ser dentista—continuó miss Morley—se necesitauna mano firme, y un aliento alcohólico no inspira confianza.

Japp inclinó la cabeza, asintiendo. Luego, dijo:

—¿Puede decirnos algo referente a la posición económica de su hermano? Tengo entendido que era uno de los dentistas que más ganaban.

—Henry tenía buenos ingresos, que depositaba en su cuenta corriente. Los dos poseemos una pequeña renta que nos dejó nuestro padre.

Japp carraspeó ligeramente.

—¿Sabe si su hermano deja testamento?

—Sí. Y puedo decirles su contenido. Deja cien libras a Gladys, y el resto pasa a mi poder.

—Ya. Ahora...

Llamaron a la puerta con fuerza, apareciendo tras ella la cara de Alfred. Sus inquietos ojos repasaban a los dos visitantes al anunciar:

—Es miss Nevill. Ha regresado... muy apenada. Pregunta si puede pasar.

Japp asintió.

—Dile que entre, Alfred —respondió miss Morley.

—Muy bien —repuso el botones antes de desaparecer.

Miss Morley suspiró, y sin duda con mayúsculas silabeó:

—Este Muchacho Es Una Dura Prueba.

4

Gladys Nevill era una joven de unos veintiocho años, alta, rubia y algo anémica. Aunque no ocultaba su congoja, veíasela capaz e inteligente.

Con el pretexto de dar un vistazo a los papeles de mister Morley, Japp bajó con la joven a la salita contigua a la clínica, alejándola de miss Morley.

La muchacha fue repitiendo varias veces:

—¡No puedo creerlo! Es increíble que mister Morley hiciera una cosa así.

No parecía preocupada ni turbada.

—Hoy tuvo usted que marcharse fuera, miss Nevill... —comenzó a decir Japp.

—Sí, y la verdad es que ha resultado todo una broma poco graciosa. Es imperdonable que hagan estas cosas.

—¿Qué quiere decir, miss Nevill?

—Pues que no le ha pasado nada a mi tía. Nunca estuvo mejor. Se sorprendió al verme aparecer de repente. Claro que yo me alegré..., pero me puse furiosa. Mandar un telegrama y asustarme de ese modo.

—¿Conserva el telegrama?

—Lo tiré. Creo que en la estación. Solo decía: «Su tía ha sufrido un ataque esta noche. Por favor, venga en seguida.»

—¿Está usted segura... (¡Bueno...!) —Japp carraspeó—, de que no fue su amigo mister Carter quien lo envió?

—¿Francis? ¿Y para qué? ¡Oh! Comprendo; quiere usted decir que fue una broma entre nosotros. No, inspector. Ninguno de los dos haríamos una cosa semejante.

Su indignación parecía bastante natural, y a Japp le fue difícil calmarla. Al preguntarle por los pacientes de aquella mañana volvió a ser dueña de sí.

—Están anotados en la agenda. Me atrevo a decir que ya los habrá usted mirado. Los conozco a casi todos. A las diez, mistress Soames; vino a ponerse la dentadura postiza. Diez y media, lady Grant; es ya de edad y vive en la plaza Lowndes. Once, mister Hércules Poirot; viene con regularidad. ¡Oh, claro, pero si es usted! Lo siento, mister Poirot. ¡Estoy tan trastornada! Once y media, mister Blunt; ya sabe, el banquero; cuestión de poco rato, porque mister Morley le había limpiado las caries la última vez. Luego, miss Sainsbury Seale. Había telefoneado a última hora quejándose de dolor de muelas, y mister Morley le hizo un hueco. Es muy parlanchína, nunca calla. Después, a las doce, mister Amberiotis; es un paciente nuevo; pidió hora desde el Hotel Savoy. Mister Morley tenía muchos clientes extranjeros y americanos. Doce y media, miss Kirby. Viene desde Worthing.

Poirot quiso saber:

—Cuando yo llegué estaba aquí un militar alto. ¿Quién sería?

—Supongo que uno de los pacientes de mister Reilly. Puedo traerle su lista. ¿Quiere usted?

—Gracias, miss Nevill.

Tras breves instantes de ausencia regresó con un libro parecido al de mister Morley. Leyó:

—«A las diez, Bety Heath (Es una niña de nueve años); a las once, coronel Aber-crombie...» —leyó.

—¡Abercrombie!—murmuró Poirot—.
C'était gal

—«... a las once y media, mister Howard Raikes. A las doce, mister Barnes, y estos son todos los de esta mañana. Mister Reilly no tiene tantos clientes como mister Morley.»

—¿Puede decirnos algo sobre alguno de los pacientes de mister Reilly?

—El coronel Abercrombie es cliente suyo desde hace mucho tiempo, y todos los niños de rnistress Heath visitan a mister Reilly. No puedo decirle nada de mister Raikes ni de mister Barnes, aunque creo haber oído sus nombres. Yo atiendo todas las llamadas telefónicas. ¿Sabe usted?

—Podemos interrogar a mister Reilly. Quisiera verle tan pronto como sea posible —dijo Japp.

Miss Nevill salió. El inspector dirigióse a Poirot:

—Todos clientes antiguos, menos Amberiotis. Voy a sostener una conversación muy interesante con mister Amberiotis. Es la última persona, según consta, que vio vivo a Morley, y tenemos que asegurarnos de que cuando lo vio por última vez estaba vivo.

—Pero tendrá que probar el móvil.

—Ya lo sé. Eso va a ser lo más peliagudo. Puede que encontremos algo referente a Amberiotis en Scotland Yard. ¡Está usted muy pensativo, Poirot!

—Quisiera saber una cosa.

—¿Qué?

Poirot sonreía.

—¿Por qué el inspector Japp?

—¿Eh?

—Digo: ¿Por qué el inspector Japp? Un funcionario de su importancia... ¿es lógico que le llamaran para un mero caso de suicidio?

—A decir verdad, me encontraba cerca cuando sucedió. En la calle Wigmore, investigando un fraude muy ingenioso. Me telefonearon para que viniese aquí.

—Pero ¿
por qué
le telefonearon?

—¡Oh, es muy sencillo! Por Alistair Blunt. En cuanto el inspector territorial oyó que había estado esta mañana aquí, llamó a Scotland Yard. Mister Blunt es de las personas que nos inquietan.

—¿Insinúa que existe quien desearía quitarle de en medio?

—Puede apostar a que los hay. Los rojos, y también nuestros amigos
camisas negras
. Mister Blunt y sus secuaces están respaldados por el Gobierno actual. Y nos ordenaron investigar por si hubiese habido el menor atentado contra él.

Poirot convino:

—Eso es más o menos lo que suponía, y de ahí mi presentimiento de que aquí hay... alguna
equivocación
. La víctima debía ser Alistair Blunt. ¿O esto es solo el comienzo..., el principio de alguna campaña? Me huelo..., me huelo... —husmeó el aire— que en este asunto hay mucho dinero por medio.

—Eso es mucho suponer.

—Imagino que
ce pauvre Morley
era solo un peón en este juego. Es probable que supiese algo, quizá dijese alguna cosa a Blunt... o temieran que
pudiera
decírsela.

Se detuvo al ver entrar a Gladys Nevill.

—Mister Reilly está ocupado en la extracción de una muela. Terminará dentro de unos diez minutos.

—Mientras tanto—dijo Japp—, hablemos de nuevo con Alfred, el botones.

5

En Alfred mezclábase nerviosismo, regocijo y un miedo cerval a que le acusaran de lo ocu-rrido. Solo llevaba quince días al servicio de mister Morley, y durante ese tiempo no hizo nada a derechas. Las constantes censuras le habían hecho perder la confianza en sí mismo.

—Tal vez estuviera algo más irritado que de costumbre—dijo, respondiendo a una pregunta—, pero nada más que yo recuerde. Nunca habría pensado que iba a matarse.

—Cuéntanos todo lo sucedido—intervino Poirot—. Eres un testigo muy importante, y tus observaciones pueden sernos de gran utilidad.

El rostro de Alfred tornóse escarlata. Anteriormente ya había dado a Japp un breve resumen de los sucesos de la mañana, y se propuso ser más extenso sabiéndose un personaje importante.

—Puedo contarles lo que gusten; solo tienen que preguntar.

—Para empezar. ¿Sucedió algo anormal?

Alfred, tras reflexionar unos instantes, repuso:

—No. Todo estuvo como de costumbre.

—¿Vino alguna persona extraña?

—No, señor.

—¿Ni siquiera entre los pacientes?

—No sé lo que quiere decir. No viene nadie si no tiene pedida hora de antemano. Todos están anotados en la agenda.

Japp asintió.

—¿Pudo haber entrado alguien?—inquirió Poirot.

—No. A no ser que tuviera una llave.

—Y, en cambio, es fácil salir de la casa.

—¡Oh, sí! Como le digo, muchos lo hacen. A menudo bajan la escalera mientras yo subo en el ascensor con el nuevo cliente. ¿Sabe?

—Ya. Ahora dinos quién llegó primero y sigue con los demás. Si no recuerdas los nombres, descríbelos.

Alfred, luego de pensar un poco, explicó:

—Primero vino una señora con una niña para ver a mister Reilly, y mister Soap, o algo así, cliente de mister Morley.

—Muy bien, continúa—dijo Poirot.

—Luego, otra señora de edad, muy elegante, que vino en un Daimler. Cuando ella salía llegó un militar alto, y después usted—dijo, señalando a Poirot.

—Perfectamente.

—Luego, vino el americano.

Japp preguntó interesado:

—¿Americano?

—Sí, señor. Un joven muy americano..., se le notaba en el acento. Vino temprano, ¡ya lo creo!, y eso que su hora era a las once y media, y, lo que es más, tampoco se esperó.

—¿Cómo es eso?—extrañóse el inspector Japp.

—Vine a buscarle a las once y media, cuando sonó el timbre de mister Reilly... Puede que fuese algo más tarde..., las doce menos veinte..., y ya no estaba allí. Debió de acobardarse—y añadió con aire experimentado—: A veces lo hacen.

Poirot siguió interrogándole.

—Luego, debió de salir poco después que yo.

—Sí, señor. Usted salió cuando hube acompañado a un individuo que vino en un Rolls. ¡Oh, es magnífico el coche de mister Blunt! Después de despedirle a usted llegó una señora. Miss Some Berry Seale o algo parecido, y luego... Bueno, a decir verdad, bajé a la cocina a tomar un bocadillo, y entonces sonó el timbre de mister Reilly; así que subí, y, como le dije, el americano ya no estaba. Fui a decírselo a mister Reilly, que juró y maldijo como tiene por costumbre.

—Continúa —dijóle Poirot.

—Déjeme pensar. ¿Qué pasó después? ¡Ah, sí! El timbre de mister Morley para que subiera miss Seale, y mister Blunt salió mientras yo subía con ella en el ascensor. Luego, volví a bajar y llegaron dos caballeros, uno bajito de voz atiplada, no recuerdo su nombre. Querían ver a mister Reilly. Y un extranjero grueso, a mister Morley. Miss Seale terminó en seguida (en menos de un cuarto de hora). La acompañé hasta la puerta e hice subir al extranjero. Ya había acompañado a los caballeros de mister Reilly cuando él llegó.

—¿Y no viste salir a mister Amberiotis, el caballero extranjero?—le dijo Japp.

—No, señor. Debió de marcharse solo. Tampoco vi salir a los dos caballeros.

—¿Dónde estuviste de las doce en adelante?

—Siempre me siento en él ascensor, en espera de que llamen a la puerta o suenen los timbres.

—¿Y puede que estuviera leyendo?—aventuró Hércules Poirot.

Alfred volvió a enrojecer.

—No hay ningún mal en ello, señor. Lo hago cuando no tengo nada que hacer.

—Muy cierto. ¿Y qué leías?


Asesinato a las once cuarenta y cinco
. Una novela policíaca americana. ¡Estupenda! Todos son pistoleros.

Poirot sonrió ligeramente al decir:

—¿Oyes cerrarse la puerta principal desde allí?

—¿Quiere decir si salió alguna persona? No creo, pero sí sé que lo habría notado. El ascensor está al fondo del vestíbulo. Los timbres suenan allí, también el de la puerta. No puedo dejar de oírlos.

Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y qué pasó luego?—quiso saber él inspector.

Alfred frunció el entrecejo, esforzándose por recordar.

—Solo quedaba miss Shirty. Esperé a que llamase mister Morley, y en vista de que no la recibía, se marchó a la una y media, bastante enfadada.

—¿Y no se te ocurrió subir a ver si mister Morley estaba preparado?

Alfred negó con la cabeza.

—No, señor. Ni soñarlo. Porque sabía que el último cliente estaba todavía arriba. Tenía que esperar a oír el timbre. Claro que de haber sabido lo que había hecho mister Morley...

—¿El timbre suena antes que baje el paciente, o mientras baja?—preguntó Poirot.

—¡Oh, según! En general, cuando ya ha bajado la escalera. Si pide el ascensor, suena a veces mientras bajamos. Pero no hay regla fija. Alguna vez mister Morley esperaba unos minutos antes de llamar. Cuando tenía prisa llamaba en cuanto salían de la habitación.

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