—Vos estas totalmente loco ¿No? —responde ella riendo.
—Mirá, no se; hace un rato no estaba loco, pero ahora puede ser… ¿Vos creés en la locura a primera vista?
—¿Por qué no te corrés de la calle que te van a atropellar en serio?
—Tenés razón, dame tu teléfono así te llamo y hablamos tranquilos.
—¿Por qué no me das vos el tuyo?
—Es que no me lo acuerdo… Como nunca me llamo…
—La chica, sonriendo, anotó su número telefónico en un papelito y se lo dio.
En ese momento, llega la mamá y Eduardo da la vuelta y le dice:
—Disculpe señora, pero no podía dejar de felicitarla por el ángel de hija que tiene… Encantado, mi nombre es Eduardo.
—Mucho gusto, Eduardo —le dice la señora, sonriendo y dándole la mano —muchas gracias, se parece a la mamá ¿Viste?
—Sí, absolutamente… Bueno, me voy que mi amigo me va a matar… Hasta pronto.
Hernán no lo podía creer. El tipo estaba más loco de lo que suponía, pero había regresado con el número de teléfono, cuando él en una situación similar se hubiera limitado a sonreír con carita de ganador desde su auto, poner primera y tomarse el buque.
—Ya me miró dos veces —dice Eduardo mientras revuelve el café.
—¿Quién?
—La rubiecita que está en aquella mesa con el jovato.
—¿Te podés desconectar 10 minutos?
Eduardo se ríe e intenta apartar sus pensamientos de la otra mesa.
—¿Así que estás escribiendo otro libro? —me pregunta.
—Sí, un libro que no creo que necesites. Se trata de cómo levantarse minas.
—Juaa, no creas… Siempre hay algo por aprender.
—Yo se que sos un fenómeno para encarar a una mujer en la calle, o a una que de repente se sienta sola en esa otra mesa, pero… ¿te viste alguna vez en la situación de tener que encarar a alguna que conocías hace tiempo y estabas muy enamorado? Porque no es lo mismo… Si con una que va caminando por la calle la cosa sale mal, no pasa nada, pero ¿qué sucede si se trata, por ejemplo, de la hermana de tu mejor amigo?
—Eso me pasó —responde Eduardo con gesto serio.
—¿Y qué hiciste?
—La encaré y le dije: «Necesito tu ayuda».
—¿Cómo?
—«Sí, mirá; la situación es ésta y es bastante compleja: resulta que muero por vos. Me despierto pensando en vos, me acuesto y sueño con vos, estoy estudiando y se me aparece tu cara en medio de los libros…»
—¿Y qué te dijo?
—Se rió, y cuando una mujer la hacés reír…
—Sí, ya sé, la tenés casi ganada.
—Exacto. Entonces, yo también con onda risueña le seguí diciendo «Vos sabés que soy muy amigo de tu hermano y no quiero complicar esa amistad, por eso te pido que me ayudes ¿Vos que harías en mi lugar? Decime ¿Te invito a tomar un café y te digo todo lo que me pasa? ¿O mejor me callo la boca y no digo nada?… Esto es tan difícil… ¿Qué hago?»
—¿Y qué pasó?
—Nada. En ese momento, al menos, no pasó nada. Se rió un poco; no sabía si le estaba hablando en serio o si la estaba jodiendo… La cuestión es que yo ya había entrado en tema y después cada vez que la veía, hacía como que me agarraba el corazón, suspiraba, todo eso a espaldas del hermano, lo cual a ella le causaba mucha gracia. Un día, en una fiesta en la que estábamos juntos, no me acuerdo como fue que le puse un beso.
—Che, Eduardo, si me paro y aplaudo nos van a entrar a mirar todos, ¿no?
—Es que ir de frente, con sinceridad, seguridad y buen humor es fundamental. También he rebotado varias veces, pero nunca con mala onda. Nunca me sentí humillado, porque en realidad la mayoría de las mujeres, cuando las encaro, creen que estoy medio loco y se divierten. Y si me tienen que decir que no, lo hacen amablemente y yo siempre aquí con una sonrisa. Además, lo que hoy es un «no», mañana puede ser un «no sé», pasado un «puede ser», y la semana que viene un «sí».
La charla con Eduardo podía haberse extendido durante horas. Las anécdotas de levantes eran una más increíble que la otra.
El tipo había perdido por completo, con tanta práctica, el miedo y la vergüenza. Mirar a una mujer a los ojos, decirle cosas lindas y sonreírle, era para él tan sencillo como para mí comerme un tostado de jamón y queso.
A las mujeres les causaba curiosidad saber qué escondía ese hombre para actuar de una manera tan segura.
Como a aquella rubia impresionante que conoció en un curso de capacitación de la empresa donde trabajaba.
Todo el mundo estaba loco con ella, profesor incluido, pero nadie se atrevía a saludarla siquiera.
Una noche, a la salida del curso, Eduardo la esperó en la parada de colectivos.
—Rubia, ¿Qué pasó que tardaste tanto en pasar por acá? Dejé pasar como cinco colectivos esperándote.
—¿En serio?
—Sí, te quiero invitar a tomar un café; me gustaría charlar con vos.
—¿Y por qué?
—¿Y por qué va a ser…? Porque sos un infierno. No puedo creer que trabajamos en la misma empresa y no te conozco.
Esa historia me la contó una noche, mientras festejábamos el cumpleaños de mi hermano en un pub. El entró con la terrible rubia de la mano y se dio vuelta todo el boliche a mirarla.
Porque por si no lo dije antes, a la rubia se la levantó. Y ella le confesó que lo que le impactó fue que, a diferencia de los demás hombre, él se había animado. Y el hecho de que lo hiciera le provocó curiosidad.
—Mozo, ¿nos cobra por favor?
—Nueve con cincuenta.
—Disculpe mozo, —le dice Eduardo— la señorita de la mesa de la esquina, ¿viene con frecuencia?
El tipo medía uno ochenta y tres. Morocho, ojos verdes, cara de ángulos rectos, varonil. Parecía Boby, el de «Los Profesionales» (C.I.5.). Entraba a la discoteca y no había mina que no lo mirara.
«Percha. A la izquierda. El grupo de minitas al lado del bafle.»
La de azul lo había puesto en bolas con la mirada. Las otras también, obvio. Pero la de azul… Tenía un par de gomas tan buenas debajo de esa cosa azul… ¡Y la cara, boludooooo!… ¡Y esas gambas!… Ni ellas ni nosotros dudábamos de que el Percha iba a terminar con la de azul.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Percha… ¿Sos boludo? ¡La de azul te garchó con la mirada! ¡Encaremos!
—¿Te parece?
—Sí, forro.
—No me rompas las pelotas.
Y ahí mismo lo queríamos cagar a trompadas, pero como era muy grandote, sabías que no podías. Entonces el Turco le decía «Vení, Percha. Vos andá adelante y parate al lado de la de azul. Yo hablo.»
El Turco, conocedor de sus limitaciones físicas, tenía desarrollado un buen verso. Tenía tácticas. En dos minutos el Percha estaba con la minita más fuerte del grupo. El Turco con la que había elegido. Y yo con la que quedaba. Yo era muy tímido y no elegía; si Dios estaba de mi lado esa noche, la minita estaba buena. Los nervios me quitaban algo de lenguaje, así que lo primero que se me ocurría era invitarle un trago.
A los efectos del ejemplo, hasta acá la anécdota sirve, pero lamentablemente para mí, continua.
A los diez minutos, sentía un intenso repiqueteo de dedo índice en mi hombro. Mala señal. Era el Percha. La minita lo había dejado por embole Terminal y el Percha volvía a buscarme. Para peor, se instalaba con nosotros en la barra, conformando un trío insoportable. Claro, cuando no tenía la presión del levante, ¡era divino el muy pelotudo!
Es que los galanes no necesitan mucho para que una mira les abra las puertas del corazón (o de otras partes del cuerpo). El problema es si después las matan de embole, como el Percha. ¿Pero de qué preocuparse, si atrás de esa habrá otra entregada que se lo quiera levantar?
Si el galán no es tu caso, podés ser del tipo del Turco. Esos chabones que si los dejan hablar, zafan del paredón de fusilamiento. Pero sospecho que si estás leyendo este libro, sos más bien del mío. Un tipo al que le cuesta horrores el encare.
¿Qué hacemos? ¿Nos olvidamos de las minas y nos dedicamos a otra cosa? No seamos pelotudos. ¿Nos hacemos putos? No seamos extremistas.
Lo mejor es desarrollar un levante a nuestro alcance. Construir un método propio. Lo importante es que vos te lo armes a tu medida, partiendo de ser vos mismo. Que levantes por lo que sos vos, utilizando algún que otro truquillo.
Sí. Se acabó el dolor.
Pero primero, ¡WARNING!
Hay que tener muchos huevos. Muchos. Nada de lo que leas acá es para mariquitas. Si no estás dispuesto a poner todo tu temple en cada acción, por tu bien, no pierdas el tiempo.
No estoy boludeando. Si el método dice «no la llames por un mes», podés llamarla a los veinticinco días; pero si la vas a llamar a los cuatro, largá. Ni lo intentes.
Es lógico que la primera vez no te aguantes y llames antes. OK, la primera y la segunda. La tercera, o seguís el método o lo largás a la mierda; no es para vos.
Huevos, Roberto. Huevos.
Y te prometo que vos vas a elegir. Porque podés no tener ni verso ni belleza, pero eso no indica que no te puedas ganar una diosa.
Todos pueden enamorar a una mujer. No sólo los lindos y atléticos.
Los gordos, los petisos, los pelados, los bizcos… Y también los gordos, petisos, pelados y bizcos.
El tema del enamoramiento no tiene que ver en su totalidad con lo físico, aunque no vamos a negar que si contamos con la ayuda de la madre naturaleza, se nos pueden simplificar algunas cosas.
Claro que a veces, la madre naturaleza más que madre parece la madrastra de los antiguos cuentos para niños y no nos provee de las mejores herramientas para impactar a simple vista.
Para enamorar a una mujer, de todas maneras, no es necesario ser un dios del Olimpo ni un galán de cine; pero tengamos en cuenta que todo lo que hagamos para mejorar físicamente lo que esté a nuestro alcance, sumará puntos a favor.
Estás gordo. Ok. No hay problema.
Los gordos también pueden enamorar a las mujeres perfectamente, pero ayudaría algo si te pusieras las pilas para adelgazar aunque sea un poco.
Si pesas 140 kilos y bajás a 130, tenés diez kilos más de posibilidades y así sucesivamente.
Si tu pelo es un quincho indomable y habitualmente te lavás la cabeza a la noche y al otro día te levantás y salís a la calle sin pasar siquiera por delante de un espejo, posiblemente también puedas enamorarla. Pero sería bueno que hables con algún peluquero de confianza y le digas: «Macho… ¿Qué puedo hacer con esto?»
Todo lo que sea para mejorar sirve.
Nunca están de más tres horitas semanales de gimnasio. Si estas tres horitas hacen que luzcas mejor físicamente, luego te vas a entusiasmar y en vez de tres van a ser seis. No hace falta ser un patovica. Ni a ganchos. Pero el gimnasio siempre ayuda, aunque sea a sacar un poco de lo que sobra y a agregar un poco de lo que falta.
Y mucho cuidado con esas cosas que no se ven pero se huelen. Bañate.
No, no es que te esté tratando de sucio, pero es que a veces uno en el apuro del trajín diario puede cometer ciertos errores.
«Estoy apurado, se va a la mierda, total me bañé ayer».
Y ese día, cuando estás volviendo del laburo a las siete de la tarde, te la encontrás por ejemplo, esperando el ascensor en el hall de tu edificio.
Tenés breves segundos de viaje ascendente para que ella se lleve esa imagen positiva de vos que te acercará al objetivo anhelado.
Si en lugar de eso, lo que se lleva es tu baranda a dromedario, sonaste.
Nunca creas que un par de golpes de desodorante reemplazan a una buena ducha. Las mujeres son mucho más perceptivas que los hombres. Se va a apiolar.
Fundamental tener siempre a mano un paquetito de pastillas o chicles de menta.
¿Alguna vez viste algo más desagradable que una persona con mal aliento?
El mal aliento es mortal y ninguno de nosotros está exento de portarlo alguna vez. Y no alcanza con lavarse los dientes, más allá de que también sea importantísimo. Vos podés cepillarte los dientes, pero a las dos horas, ese cacho de milanesa que quedó atravesado en un inimaginable recoveco de la muela del juicio, hará que cualquier persona a la que le hables se pregunte: «Cuando este tipo come momia… ¿la pelará?»
De imaginar besarte, ni hablar; por supuesto.
Todo lo que podamos mejorar, suma.
La caída del cabello, en el caso de que ésta aparezca, es un tema que nos preocupa y nos angustia más de lo necesario.
Ser pelado no es la muerte. Claro que cuando durante años creímos que nuestro cabello era una terrible arma de seducción y de repente un día lo vemos comenzar a irse de a poco por el desagüe de la bañera, quedarse en el peine o cayendo cual suave llovizna sobre el teclado de la computadora, nos queremos matar.
Esos malditos ascensores llenos de espejos y luces dicroicas que apuntan directamente al sitio más crítico de nuestra sabiola nos hacen bajar a la realidad, además de a la planta baja.
Lo mismo sucede cuando el amable peluquero quiere mostrarnos como nos quedó el corte en la parte de atrás y nos pone ese espejito redondo para que lo podamos apreciar. Qué bajón. Y encima, nos cobra.
La caída del cabello no es una traba para enamorar a ninguna mujer, mientras la llevemos estoicamente y con dignidad.
Nunca, pero nunca derivemos cabello que pertenece naturalmente a una zona de la cabeza a cubrir otra, a fuerza de peine o cepillo. Eso sí es desagradable. Lucí tu pelada con orgullo.
Sería como insultarte el detenerme a hablar sobre el uso del peluquín. Los hombres que lo usan no tienen amigos. Porque si los tuvieran, éstos los cagarían a palos y le tirarían el gato a la mierda.
Cualquier emparche se nota y queda mal. Muy mal.
De última, si tanto te jode, rapate y listo.
«Soy pelado, pero porque quiero» sería el lema.
Y tal vez vos, que cuando tenías pelo creías que eras una especie de Sansón, terminás gustando más que antes.
El avance tecnológico en materia de comunicaciones, aparentemente, brinda nuevas e inmejorables opciones para conocer mujeres. Internet y sus «chats» parecen ser el paraíso para los solitarios en busca del sexo opuesto. También para los que buscan al mismo sexo, pero eso lo dejaríamos para otro libro (y para otros autores).
Los principales obstáculos para levantarnos una mina, como ya lo dijimos anteriormente, son el miedo, la vergüenza, la timidez, el temor al rechazo.