Si en este momento estás pensando cosas como «Cagué la fruta; yo no soy nada gracioso», o «Ni a palos se me ocurre un buen chiste cuando estoy con una chica que me interesa mucho», o «Me pongo muy nervioso para eso», tranca.
El buen humor es cuestión de actitud. Es una manera de encarar la vida. De ver las cosas. Con optimismo. Con pasión. Uno la pasa mejor cuando mira las cosas positivamente. Hacé la prueba: mirá algo que te hace mal y buscale una solución o un lado positivo… Ves que ya te puso una sonrisa en la cara. Aunque sea como la de la Gioconda; pero está ahí. Una sonrisa es el principio de una carcajada.
Un buen humor se puede mejorar ostensiblemente.
Veamos: existen libros sobre el humor y la risa en todos los idiomas y de todos los colores. Por eso, a los efectos de nuestro estudio, concentrémonos sólo en algunos puntos. Diferenciemos primero «sentido del humor» de «buen humor».
Normalmente, todo el mundo tiene «sentido del humor». Tener sentido del humor es valorar el humor. Provenga de donde provenga, de quien provenga y como provenga. Es saber que una broma es sólo una broma, aunque las mejores bromas son las que contienen algo de verdad (precisamente por eso). Es saber que una broma es algo para reírse y que eso es bueno.
El «buen humor» es la capacidad de generar sonrisas. Yo creo que todos la tenemos, aunque en mayor o menor medida. Aquí lo más importante es discernir entre humor y agresión, aunque se trate de un defecto de ese alguien. El humor no trata de lastimar, sino, por el contrario, compone, ayuda al otro a mejorar. El humor es la mejor forma de decir cosas difíciles, que pueden lastimas a pesar de que uno no busca hacerlo.
¿Cómo incrementar nuestra capacidad de generar sonrisas en ella?
Primero, repasemos algunas reglas que más adelante describiremos con mayor profundidad:
Luego, apliquemos algunos truquillos:
Los médicos dicen que reírse cinco minutos por día alarga la vida. Debe ser por eso que Don Vito parece veinte años más joven.
Lo que no dicen es que el humor también es muy bueno para el corazón, porque es una de las más efectivas maneras de conquistar a una mujer.
«Qué casualidad… Otra vez sentada al lado mío» pensé un día al comenzar la clase de Lógica en la universidad donde estudiaba comercio exterior (Dios mío. Las cosas que habré hecho para conocer mujeres).
Gabrielita Jáuregui estaba divina. Morocha, ojos verdes, carita preciosa, de lomo no era una vedette, más bien chiquita y nada exuberante, pero era un bombón. De esas que te encantaría entrar a tu casa y decir «Mamá… Gaby; mi novia».
Yo venía de romper con un noviazgo bastante largo. En realidad yo no rompí nada. Lo había roto mi ex, solita y sin siquiera un poquito de ayuda de mi parte. Eso provocó que tuviera la mente en otro lado y no estuviera más concentrado en Gabriela, pero era innegable que me gustaba y que cuando estaba con ella, el dolor que sentía por mi rota relación anterior quedaba en un segundo plano.
Habíamos formado un grupo muy lindo en aquel curso. Todas las noches, en el recreo de las 20 horas, nos íbamos seis o siete al café de la esquina. Gaby se sentaba «de casualidad» siempre al lado mío o yo me sentaba «de casualidad» al lado de ella. En el 90% de las veces nos encontrábamos sentados uno al lado del otro, donde fuera. En el curso, en el café, en la casa de algún compañero estudiando en grupo, en un cumpleaños, etc.
A mí no se me cruzaba el pensamiento de que eso fuera a propósito. Sí sabía que lo era de mi parte, pero muchas veces era ella la que elegía el lugar. «Casualidad», pensaba yo.
Gabriela estaba de novia con un aparato de los que no se ven muchos. «¿Qué le vio a ese tipo?» era el pensamiento popular. El hecho era que algo le habría visto, porque estaba recontra enamorada de él, lo cual alejaba de mis pensamientos la posibilidad de que se estuviera fijando en mí.
Un día el profesor de Lógica la salteó claramente al pasar lista.
—Profesor, no me nombró a mí— le dijo sorprendida.
—No hace falta —respondió éste—. Si está Fusaro, está Jáuregui.
Algunos de los que entendieron el chiste rieron; Gaby se puso toda colorada y yo quedé tratando de entender qué era lo que estaba pasando.
Desde ese día nunca más el profesor la nombró al tomar lista.
En aquel entonces, yo tocaba el bajo en un grupo de rock pesado (insisto: las cosas que habré hecho para levantar minas). Gaby era medio rockerita, por lo cual un día vino a ver un ensayo.
«Que casualidad que le guste el rock pesado», pensé.
Otro día, cuando «de casualidad» estaba sentada a mi lado en un restaurante de la costanera donde fuimos a celebrar el cumpleaños de un compañero, me contó que se había peleado con su novio. Ella lo había dejado. Yo ni siquiera estaba enterado de que tuvieran problemas.
—Pero… ¿Qué pasó? —le pregunté.
—Nada… Que me puse a pensar que tal vez no estaba tan enamorada como antes… Que tal vez él no fuera el hombre para mí… Que tal vez pueda tener a alguien mejor…
—Yo creía que estabas muy enamorada de él.
—Sí… Estaba… Pero últimamente me sentía algo confundida…
Si creen que esa misma noche terminamos matándonos a besos con Gabriela, lamento desilusionarlos. No pasó nada, ni esa noche ni ninguna otra.
El período de clases terminó y si bien seguimos en contacto telefónico con algunas excusas ridículas que «de casualidad» inventábamos, al tiempo nos fuimos distanciando y luego dejamos de vernos. De eso ya pasaron muchos años.
Más adelante me enteré, por medios en los que no vale la pena detenernos, que la «confusión» que Gaby había sentido con respecto a su novio llevaba nombre y apellido.
El hecho de no haber sabido reconocer «las casualidades» como lo que realmente eran, impidió que llegáramos a algo más.
Que ella se sentara a mi lado todos los días y en todos lados, no era una «casualidad» sino que era lo que podríamos llamar una «causalidad», porque esos hechos se producían «a causa» de que sentía atracción por mí. De lo contrario, ella misma no hubiera permitido que sucedieran, para evitar cualquier tipo de mala interpretación de mi parte.
Abrí los ojos. Que no te pase lo mismo. Si cada vez que vas a la casa de tu amigo, la hermana aparece «de casualidad» luciendo bastante producida por ser tal vez un día de semana al mediodía y siempre hay algún motivo para que te dé charla con algo, no seas teletubbie. Lo más probable es que no estés en presencia de una «casualidad».
Si en una cena, una mujer sentada a tu lado te toca la mano al pasarte una servilleta, luego al decirte algo en secreto, después al apoyarse en la mesa para levantarse al viorsi y más tarde para ver tu «línea de la vida», no tenés que pensar que se trata de cuatro hechos fortuitos.
Porque si una mujer te tocó una vez la mano «de casualidad» y no tiene otras intenciones, tratará por todos los medios de evitar un segundo toque y ni hablar de un tercero y un cuarto.
¡Qué loco! Ayer «de casualidad» escribí «Jáuregui» en el buscador de la guía telefónica en Internet y apareció el número de una Gabriela. ¿Será la misma?
—El viernes que viene salimos con mi prima y dos amigas —me anunció mi amigo Claudio un miércoles.
—¿Está buena tu prima? —le pregunté, como asumiendo que era la que me tocaría en suerte.
Claudio comenzó a elaborar lentamente una respuesta.
—Dejá, está bien —le dije, cortando sus explicaciones antes de que empezara a emitirlas.
Si la prima hubiese sido de nuestro estilo, (digo nuestro, porque a Claudio y a mí siempre nos gustó el mismo tipo de mina) me hubiera dicho «Está bárbara» sin hacer ninguna pausa.
—Y las amigas, ¿qué onda? —fue mi siguiente pregunta obvia.
—Ni idea. Le pedí que nos habilite alguna amiga y me llamó para salir el viernes con una tal Inés y una Lorena, que según dice es modelo.
—A la mierda… Bien… Pero ¿somos dos tipos y tres minas?
—No, también viene Perkinson.
Perkinson era un amigo de Claudio con el que yo tenía bastante poca relación, pero que era un cago de risa.
Llegando el viernes, nos trepamos los tres al Chevy Malibú verde de Claudio y comenzamos la recorrida en busca de las damiselas.
La primera en ser recogida («recogida» todo junto), fue obviamente la prima de Claudio. Divina la chica. Pero como ya se esperaba, era simplemente la típica prima que sólo viene bien para presentarle amigas a vos y a tus cómplices. En realidad estaba buena, pero distaba de ser nuestro estilo.
Una vez sentada la fuente habilitante de mujeres en el asiento trasero, nos dirigimos hacia la casa de la modelo. Medía como dos metros quince y era algo más flaca que Olivia, la novia de Popeye. Dios mío. Si esa era la modelo, qué quedaba para la última…
La que faltaba vivía en la loma del orto. Agarramos por cada calle para llegar a esa casa que si me bajaban del auto por ahí y tenía que volverme solo, todavía estoy dando vueltas.
Finalmente llegamos al domicilio de Inés. Estaba sentada en la puerta de calle con su familia tomando mate (sí, leyeron bien, sentada en la calle con su familia tomando mate).
Al vernos llegar se levantó y comenzó a despedirse de sus compañeros de ronda para subir al auto.
—Ahí está Inés —dijo la prima de Claudio.
Nosotros estábamos perplejos. Perkinson sólo atinó a decir «cagamos». Era una bestia.
No se las voy a describir… Me da un poco de vergüenza… Más adelante les contaré porque, pero confíen en mi juicio: una bestia.
—Hola chicos —nos dijo al subir al auto.
—Hola —respondimos los tres al mismo tiempo, al estilo de Curly, Larry y Moe.
—¿A dónde vamos? —preguntó la prima de Claudio.
«A donde vayamos con esta mina nos vamos a tener que cagar a trompadas, así que mejor que vayamos a algún lugar en donde haya poca gente» pensamos los tres en simultáneo.
Para peor, se le había ocurrido pedirle la ropa prestada a la hermanita más chica o algo por el estilo.
En el camino paramos en una farmacia; me acuerdo que tenía que comprar no sé que boludez y cuando se bajó se empezó a juntar la gente.
—Vámonos a la mierda —le dije a mi amigo, que estaba serio como peludo en fábrica de charangos.
Fuimos a comer pizza a un lugar muy lindo y bastante desierto, en Olivos.
La mina, además de ser un infierno era macanuda. Nosotros teníamos veintitrés años y ella veinticinco. La pasamos realmente bien, salvo por lo nerviosos que nos puso al principio y sólo nos asaltaba la siguiente duda: ¿Qué carajo estaba haciendo esa mina ahí, comiendo pizza con nosotros, en lugar de estar en un yate con algún millonario al estilo de Robert Redford en «Propuesta Indecente»?
La cuestión es que la pasamos bárbaro, pero ni en pedo a ninguno se le cruzó por la cabeza la posibilidad de soñar siquiera con ningún tipo de acercamiento amoroso con esa señorita. No estaba a nuestro alcance ni por casualidad.
A partir de esa noche, las visitas de Claudio a la casa de su prima en horarios en donde podía encontrar a Inés, se hicieron más frecuentes.
Al otro día, con una cara de pajero terrible, venía y me contaba:
—Ayer la vi. Estaba con un yogging azul, una remera musculosa y una vinchita… Cuando entré estaba leyendo una revista y cuando me acerqué para saludarla, levantó la vista, me miró y me dijo «Hola Claudio».
El boludo me lo contaba como si la mina lo hubiera invitado a un telo.
Algunas tardes se juntaban con más amigos y hasta por ahí salían a tomar algo en grupo.
Claudio seguía viéndola como «Inés la inalcanzable», razón por la cual no le demostraba el más mínimo interés.
Se casaron en mayo del 96.
¿Qué pasó?
Pasó que una tarde, mientras estaban tomando un café como amigos, Inés le preguntó:
—¿Qué hacés después?
—Tengo que ir a comer ravioles con el Cholo (El Cholo es el padre) —respondió Claudio.
La mató.
La mina quedó totalmente enamorada y a partir de ese momento fue ella la que hizo el laburo para levantárselo a él.
Si lo de los ravioles hubiera sido una estrategia de mi amigo para impactarla, podríamos decir que estamos en presencia de un verdadero genio.
Pero no. Le salió de pedo.
Pero el desenlace final fue el resultado de diversas acciones, que si bien no fueron premeditadas por él, existieron de todas formas. A saber:
Cuando no la llamó por teléfono al otro día de la primera salida. Fue absolutamente distinto al resto de los tipos que se la quisieron atracar a la media hora de conocerla.
Fue siempre él mismo. Actuó siempre con naturalidad.
Cuando ella comenzó a demostrarle que tenía onda, no se le abalanzó como un potranco alzado.
Y la estocada final: ella era una mina muy familiera, y él en determinado momento, priorizó los ravioles que había prometido compartir con su padre, ante cualquier otro posible programa.