La música del mundo (9 page)

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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

BOOK: La música del mundo
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a principios del siglo XVIII, Países no era más que una pequeña villa marina, blanca y abandonada, una aburrida y provinciana ciudad de la costa, ahogada en un letargo sin tiempo… las avenidas que soñaron un príncipe y una princesa, ambos muertos jóvenes y mágicamente incomunicados por el negro cristal del tiempo, y que un italiano diseñó al final de una vida fértil y casi milagrosa, se llenaban de hojas secas en otoño, de barro en invierno y de un polvo blanco y pegajoso en verano; el salitre y la brisa del mar deshacían los muros de los palacios y tornaban amarillos los azules y los rosas; Países la dorada era ahora Países la triste…

era una hermosa época del mundo: subían salmones por el Obrantes; los bosques de los alrededores estaban llenos de ruiseñores, de castores y de zorros; heráldicos corzos saltaban en el monte Arbel, y las grosellas salvajes invadían las ruinas del templo griego… pero los parques y los jardines de la ciudad, tanto los públicos como los privados, se encontraban en un estado de absoluta decadencia y abandono… ninguna ordenanza municipal perseguía al honrado ciudadano que desgajaba una rama verde de un sicómoro centenario para echarla al fuego; crecían a su antojo las ortigas y las enredaderas parásitas, se estancaban y pudrían los estanques artificiales, y los hurones combatían con las víboras al pie de las ventanas de los palacios…

cuando se trasladó la capital a Países, la ciudad sufrió una transformación espectacular: a fines de siglo ya era una verdadera metrópoli, y ya habían desaparecido los salmones y los corzos (aunque estos últimos perduraron en el escudo de la ciudad, en medio del grosellero, o la gran grosella emblemática, y las tres columnas griegas que flotan sobre el mar de los Sargazos… en algunos casos, el corzo se convertía en un ciervo rampante que enarbolaba en la mano extendida la rama cargada de fruta de un grosellero, otras veces se incorporaba sobre las patas traseras y apoyaba las de delante en el tronco del arbusto, devorando con delectación heráldicas grosellas)… los zorros, en cambio, duraron casi todo el siglo XIX: sobrevivieron a los cazadores furtivos, hundidos en sus espesos y hermosos bosques de hoja caduca, pero desaparecieron en pocos años cuando la alegre aristocracia de Países decidió divertirse cazándolos… por esos mismos años, en Tristenia, en una cacería, un príncipe por cuyas venas corría indolente sangre turca, moría en medio de un bosquecillo de robles dorados a manos de un abuelo corto de vista (Lawald IV), que confundía en la distancia su casaca azul con el plumaje de un urogallo, y decidía así qué rama de la familia recibiría la corona real y la iría transmitiendo de padres a hijos —evitando, afortunadamente para nosotros, que con el paso de las generaciones la recibiera Block… la historia de Tristenia estaba llena de estos accidentes de caza extrañamente providenciales, y no en vano un tío segundo de Block, llamado Hildebrand (transformado caprichosamente en Gilíes de Brand en su exilio en la Costa Azul) había pasado quince años de su vida preparando una monumental
Historia de la caza en Tristenia
(cuya redacción hubo de suspender al verse obligado a huir precipitadamente del país) que era a la vez una especie de contrapunto irónico y desesperadamente inteligente a la ortodoxa
Historia de los reyes de Raguda
, del archiduque Löpp de Harzen, padre, precisamente, de nuestro Block…

para un ilustrado, la solución de los problemas del género humano se reduce, más o menos, a dar a leer a cada persona el libro que necesita según su edad, profesión o aptitudes; para un botánico ilustrado, la solución es todavía más sencilla: haced que los niños conozcan y amen los árboles (escribía Hálifax y Farfán), y cuando crezcan serán hombres más felices, más libres y más cercanos a la simplicidad natural…

de todos los arbitrios fantásticos y extravagantes que intentó poner en práctica don Agustín María a su vuelta a Países, el que más seguía fascinando a Jaime era el proyecto de crear un parque (un «Real Jardín de Plantas y Flores, Cazadero Real y Parque de Públicas Diversiones y Esparcimiento») que fuera a la vez Jardín Botánico, parque de diversiones, laberinto recreativo e Imagen del Mundo… en un principio, confesaba Hálifax y Farfán, había pensado en un Jardín Botánico como los que se estilaban en otras partes del mundo, cuyas especies, desde los arces a las zelkovas, desde los baobabs a las lechugas (ya que su furia enciclopédica y didáctica le hacía incluir en su proyecto desde las especies más raras a las más corrientes), se distribuirían en torno de un lago central lleno de nenúfares gigantes, del cual partirían doce avenidas radiales y en cuyas aguas se reflejarían las cúpulas acristaladas de un triple invernadero, edificado (era fatal) en forma de palacete mogul; más tarde, el proyecto se había ido complicando, rarificando… si el fin de un Jardín Botánico es la instrucción pública, razonaba Hálifax y Farfán, ¿por qué no extender las capacidades pedagógicas del Jardín al resto de las ramas del saber, a las artes liberales, a la música, a la numismática, a la geografía, al arte combinatoria?…

pero entonces, había dicho Jaime para sí, ¿cuál sería la diferencia entre ese Jardín y una biblioteca?… y así, por primera vez en su imaginación, la Biblioteca se acercaba al Jardín

«pero entonces, decía Jaime, contemplando con ojos semicerrados al personaje que hay al otro lado de la mesa (no debe extrañarnos si a estas alturas de la investigación, en sus tardes en la Biblioteca Nacional, o incluso más tarde en su casa, revisando las fichas del día, nos encontramos a Jaime conversando amigablemente con alguna de esas sombras del pasado —un hombre, en este caso, vestido con ropas del siglo XVIII y ligeramente inclinado hacia él con gesto irónico…) entonces, ¿cuál sería la diferencia entre ese Jardín y una biblioteca?»

el otro (es decir, Hálifax y Farfán) había traído consigo una ampolla de tokay y había colocado sobre la mesa un trapo de terciopelo y dos copas de cristal de Bohemia, en las cuales había servido a continuación una generosa porción de vino

«bueno, una biblioteca tan sólo es una gran acumulación de libros, había contestado… ¿qué tienen que ver los libros de una biblioteca con los árboles de un jardín?»

«pero un jardín que fuera una representación del universo…» comenzó Jaime

«amigo mío, había replicado Hálifax y Farfán rápidamente, yo entre los libros distingo dos clases: los INÚTILES, que son casi todos, y particularmente los amigos de la fantasía y la superstición, tales como comedias y novelas, y los ÚTILES, que son escasos, y la mayor parte de los cuales están aún por escribir»

«pero los libros encierran y expresan el mundo» había protestado Jaime

«sólo el espíritu del hombre, es capaz de encerrar y de expresar el mundo… no es tan pequeño el mundo como para poder ser encerrado en un libro… hablas, amigo Jaime, como si todo el mundo cupiera dentro de tu cráneo, o como si no fuera el mundo sino una ilusión, una obra de arte…»

«pero las novelas, por ejemplo…», dijo Jaime, desarmado

«las novelas, precisamente las novelas…, gruñó Hálifax y Farfán… todavía estoy esperando una novela donde, por ejemplo, al hablar del campo, se me den medidas y descripciones agronómicas, o donde al hablar del clima no se me diga, de manera vaga e imprecisa que llovía o hacía sol, sino que se me den mediciones barométricas, presiones y temperaturas… el mundo es complejo, amigo Jaime… hay incluso
miasmas
que no se ven a simple vista, y que, una vez contemplados con la ayuda de una lente, parecen tan grandes y temibles como fieras salvajes…»

«eso lo sabe todo el mundo», dijo Jaime, que empezaba a cansarse de la insolencia del personaje

«oh, sí, todo el mundo… quisiera yo ver un libro donde, a la vez que se describen los azules ojos y rubios cabellos de alguna Doris o Clorinda, se describiera también el estado interno de su páncreas o su hígado… no, amigo mío, decir que los libros encierran y representan el mundo es mucho decir…»

«entiendo, dijo Jaime, vencido… pero entonces, el Jardín… luego se ponía a leer: "nuestra vida es breve, nuestra capacidad de viajar y conocer, limitada por la pobreza, las guerras o la mala salud, nuestra curiosidad infinita: ¿por qué no construir, entonces, un Jardín que fuera espejo y analecta del mundo conocido, un Jardín que fuera, al igual que el mundo, una construcción en apariencia caótica y carente de sentido, pero bajo la cual subyace un orden secreto, una norma de regularidad y de armonía?"» en seguida había abandonado Hálifax y Farfán el concepto solar y radial por otro microcósmico: el Jardín de Plantas debería reunir en su distribución geográfica las formas de la esfera (es decir, debería ser, idealmente, circular), y del cuerpo humano…

«¿y todo esto? decía Jaime… "reflejo y analecta del mundo", nada menos… y "una norma de regularidad y de armonía" por debajo del caos —nada menos»

«Jaime dilecto, dilecto Jaime, reía Hálifax y Farfán sirviendo una segunda copa de tokay, ¡el oscurantismo no logrará detenernos!… la naturaleza se comporta de acuerdo con reglas regulares y armónicas, y es misión de los hombres descubrirlas y usarlas en su provecho…»

«reglas regulares y armónicas, reía Jaime, explícame entonces por qué razón la velocidad de la luz es siempre idéntica»

«¿siempre idéntica?»

«sí… digamos que si yo me muevo en la misma dirección que la luz, y mido su velocidad, o si me muevo en dirección contraria a la luz y mido su velocidad, ambas mediciones serían exactamente iguales»

«¡qué estupidez! reía Hálifax y Farfán… cualquier bachiller te diría que en el segundo caso, la velocidad medida sería mayor… el universo, amigo mío, es cristalino y perfecto, y las leyes de la física funcionan aquí tan bien como en la luna»

«no, dijo Jaime con fastidio, eso no es cierto… además, no sé qué hago discutiendo contigo… hoy día sabemos, gracias a Heisenberg, que a la ciencia le resulta imposible estudiar la realidad tal y como es…»

«¿Heisenberg? reía Hálifax y Farfán… algún jesuita oscurantista, sin duda…»

la comunicación era imposible: la «verdad» que buscaba Hálifax y Farfán era para Jaime el mundo imaginado por un niño, y el escepticismo filosófico de Jaime, su solipsismo soñador, no eran para Hálifax y Farfán otra cosa que frutos de una mentalidad reaccionaria y anticuada

«de todos modos, dijo Jaime apurando su copa y poniendo la mano encima para que el otro no volviera a llenarla, nunca lograste llevar a cabo la construcción de tu Jardín de Flores…»

«sí, eso es verdad… dijo Hálifax y Farfán con un suspiro, este hermoso proyecto nunca fue llevado a la práctica… lo único que logré fue que, unos años más tarde, se comenzara a construir en unos terrenos del Prado Viejo un Jardín Botánico de proporciones más modestas… pero las obras, desgraciadamente, se vieron interrumpidas por la guerra contra Napoleón»… de pronto, se había puesto a hablar casi como un libro

«pero tú también participaste, Agustín, en la construcción del Parque Servadac…»

«¿de verdad?» dijo el otro con un bostezo

«estoy convencido de que gran parte del trazado y distribución originales del parque son obra tuya, dijo Jaime, con esa genuina pasión por la exactitud y la verdad que sólo puede sentir el investigador y nunca el investigado… por ejemplo, la Fuente Clara, el Palacio, Estanque e Isla que hoy alberga a los náufragos del
Titania
, la Avenida de los Reyes de Verdulia…»

«ah, ¿sí? dijo Hálifax y Farfán, comenzando a deshacerse en el aire como una nube de incienso… lo cierto es que no recuerdo nada de eso, amigo Jaime, nada en absoluto»

«¿no? y ¿qué me dices de las galerías subterráneas que recorren el parque de un extremo a otro?»

«no recuerdo… busca en los libros… sin duda en tu época hay numerosos estudios sobre mi modesta persona… infórmate, Jaime…»

«no hay nada, dijo Jaime desalentado, prácticamente nada»

«¿nada? reía Hálifax y Farfán, flotando por los aires como un geniecillo… amigo Jaime, me va pareciendo que no eres sino un mistificador peligrosísimo»

«pero dime, explícame, decía Jaime angustiado, viendo cómo el personaje se disolvía en una columna de humo, ¿es cierto lo que decía ese Pierre Bocalange? ¿perteneciste tú a la Sociedad Secreta?»

Hálifax y Farfán, inclinándose desde lo alto, se ponía la mano en el oído para intentar oír a Jaime

«¿existió realmente la búsqueda de la Región Confabulada? ¿estuviste tú allí?»

«la actividad de Hálifax y Farfán, dijo el otro, poniendo los ojos en blanco y hablando, de nuevo, como un libro, no se detuvo aquí: alternando con viajes por toda Europa y algunas incursiones en la cordillera del Atlas (en una de las cuales anduvo veinte días perdido y se llegó a celebrar su funeral en Países con todos los honores)…»

pero a esas alturas, Hálifax y Farfán no sólo hablaba ya exactamente igual que un libro, sino que
era
un libro, abierto frente a Jaime —o, más bien, un puñado de folios muy emborronados, en los cuales Jaime bosquejaba un ensayo (publicable) sobre el personaje en cuestión

pero la actividad de Hálifax y Farfán no se detuvo aquí: alternando con viajes por toda Europa y algunas incursiones en la cordillera del Atlas (en una de las cuales anduvo veinte días perdido y se llegó a celebrar su funeral en Países con todos los honores), fundó seis Sociedades Patrióticas de Amigos del País, fue elegido miembro de varias Academias, creó dos periódicos,
El Sinsonte
y
El Correo de los Dormidos
(gracias a los cuales Jaime podía tranquilizar su conciencia y decirse que leer a don Agustín María no era, después de todo, abandonar el trabajo de su tesis) y convocó y presidió durante años una tertulia literaria en los bajos del café Baldovinos, la «Academia del Buen Sueño», a imitación de la cual Jaime, su moderno escoliasta, había creado, en un momento de locura que nunca lamentaría lo suficiente, su no menos delirante y excéntrica «Academia de los Dormidos»…

4
chascos y estupores de Jaime sin Estrella

Jaime, agotado por la soledad del verano, pide misericordia a los cielos por el fuego, por el aire ardiente, por el fuego de los libros, el extraño sendero que ha encontrado entre los árboles encantados (Dolematia, Zembele) del bosque-mundo de los libros, que le llevará quién sabe a dónde
si él se decide a seguirlo
(y si es que, después de todo, hay un «a dónde ir» en ese bosque secreto), por el fuego de su ardiente juventud: esa ansiedad, ese temblor del corazón, ese viento suave de las islas… le veíamos hojeando su libreta de teléfonos en busca de nombres femeninos —y de momento así le dejaremos, inmóvil, helado, frente a la libreta abierta, un dedo índice apoyado en lo alto de la página, mientras nuestra imaginación vuela, de nuevo, a la Biblioteca Nacional…

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