La música del mundo (6 page)

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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

BOOK: La música del mundo
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Block le contó a Jaime muchas de estas cosas la primera vez que fue a su casa, a los pocos días de que se conocieran, mientras estaban sentados al lado de la ventana tomando té y contemplando el crepúsculo sobre los tejados cobrizos de Países…

BLOCK EN PAÍSES
EL VERANO DE JAIME Y ESTRELLA

Jaime y Estrella no habían salido de Países ese verano, un verano especialmente largo y ardiente que ellos habían esperado pasar en alguna plácida isla de Asia Menor, tumbados en la arena y bebiendo anís con hielo… la comisión del Ministerio ya había advertido a Jaime que si no presentaba el informe correspondiente a los últimos cuatro meses, no le renovarían la beca, pero Jaime no les había tomado en serio… finalmente, consiguió convencerles de que continuaba investigando y que en seguida presentaría un informe con sustanciosos resultados, pero les convenció sólo a medias, y la beca renovada resultó ser bastante menos generosa (aunque mucho más lírica) que la anterior… a partir de este momento, los planetas se habían alineado en una combinación maligna; primero, Jaime se vio asaltado por un espantoso dolor de muelas y tuvo que ir al dentista; a los pocos días, recibieron la visita de una llorosa dama que traía entre los brazos, como si se tratara del cadáver de su amante, una pesada brazada de cortinas estampadas que había encargado a Estrella y que por alguna misteriosa razón ya no podía pagarles… era una de esas mujeres elegantes del barrio de Flores Nera que cuelgan pinturas expresionistas de jóvenes salvajes sobre sus chimeneas de mármol y que tienen aves del paraíso disecadas encima de muebles viejos desconchados maravillosamente y pagados a precio de oro en alguna firma inglesa de antigüedades; al principio, Jaime y Estrella no entendían por qué había subido hasta allí ni por qué parecía tan compungida… al parecer, su marido, que tenía una pequeña empresa de construcción, se había arruinado (traía incluso algo así como un documento del banco, un rectángulo de papel cebolla rosa, que puso ante los alucinados ojos de Jaime y Estrella sin que ellos pudieran leer ni entender nada en él), y se veía obligada a devolverle a Estrella su trabajo, «avergonzadísima, con muchísima pena», esperando que pudiera vendérselo a otra persona con facilidad… lo primero que hizo Jaime fue clavar un carril en el techo y colgar allí las lujosas cortinas (de forma que dividían el salón en dos partes, en una estaban la mesa camilla, las sillas y el ancho alféizar de la ventana, donde era posible sentarse para contemplar los tejados de Países, y en la otra todas las estanterías de los libros, el equipo de música y algunos objetos parcialmente asiáticos), después se pasaron toda la tarde tomando té y hablando del viaje a Grecia que no harían; Jaime observó que el té estaba demasiado caliente para sus muelas empastadas y entonces Estrella abrió un sobre que aguardaba malévolamente, desde esa mañana, en la bandeja donde solían dejar la correspondencia, y que resultó ser una carta de un conocido editor agradeciendo a Estrella que le hubiera mandado sus preciosos dibujos y lamentando que no estuvieran en la línea más «moderna e informal» que él buscaba para su colección de libros de cuentos de los países del mundo… a Estrella este editor le parecía un imbécil, pero Jaime opinaba que ella no debía haber comprado esos carísimos libros de arte tradicional armenio y turkmenio antes de estar segura de que sus dibujos serían aceptados; después, uno y otro continuaron diciendo cosas cada vez más desagradables, hasta que Estrella se calló, y ya era de noche, y Jaime volvió de la cocina con una bandeja humeante y puso dos tazas en el suelo y los dos bebieron algo durante un rato, en silencio, y luego dijeron algo, y luego algo más…

¿qué podían hacer un verano entero en Países? Jaime podría seguir yendo a la Biblioteca Nacional, Estrella podría seguir dibujando su país de robles encantados, lagos ponzoñosos y muchachas pálidas… no estarían solos, claro está, porque casi todo el mundo se quedaría en la ciudad, y en las noches de verano la vida es, por alguna razón, extrañamente intensa… disfrutarían de la noche de Países, verían a los amigos más a menudo, bajarían al mar —descansarían, en suma; tendrían mucho tiempo: Jaime terminaría por fin
En busca del tiempo perdido
y leería
Los hermanos Karamazov
y
La montaña mágica
(¿puede una persona considerarse «culta» si no ha leído estos dos libros?), y Estrella tendría hermosas tardes vacías para gastarlas en el Círculo de Bellas Artes dibujando desnudos o para continuar sus clases de teatro… Jaime podría comenzar su novela de una vez, incluso pensar en publicar algo al final del verano, y Estrella tendría tiempo por fin para ir al Museo de Pinturas, con su caballete, a copiar árboles y corrientes de agua, sombras, atrios, rosas, luces insinuantes o radiantes… ahora el verano les parecía inmenso como la vida… el verano que se acercaba era un tiempo en blanco, un enorme jardín de tiempo no previsto, en el que podrían hacer por fin lo que deseaban hacer desde hacía años, en el que se cumplirían sus deseos errantes, el verano del tiempo perdido —una pausa en el tiempo… pero cuando por encima de los tejados de Países empezaron a deslizarse los rayos del verano, cuando el dorado gato del verano empezó a corretear por los tejados de Países, de pronto, el tiempo, que ellos habían imaginado como un gran espacio verde por el que podrían deslizarse en tres dimensiones, a lo largo y a lo ancho de los días y las semanas, se reveló como un espacio combado, tenso, difícil de atravesar, y luego, cuando el verano estableció sus tiendas de campaña, sus soldados y sus pabellones de fuego, como Tiempo tan sólo, un tiempo tan veloz y enloquecido, tan difícil de aprovechar, tan carente de sentido, como el anterior…

por la mañana solían ir al mar, a las playas de Países o a alguna de las playas de la marina cercana: Landis, Nicosia, Soñada, Bolante… entre las playas de Países, que eran las que más frecuentaban, intentaban evitar las de la ciudad (el Arrozal, la playa de Atocha) siempre sucias y abarrotadas de gente, y preferían las mucho más salvajes e inaccesibles del lado norte de la bahía, al pie del monte Arbel… solían ir en grupo, con Beatriz y Mencía (que pasó un par de semanas en Países, quejándose del calor y componiendo rencorosas rimas, antes de volver a Mallorca llevándose a Estrella consigo), con Pedro y Rosa, con Jesús, con Isabel, pero sobre todo con Mencía, Beatriz, Isabel, porque las mujeres aman el mar, el sol y la desnudez mucho más que los hombres… ellas eran, de alguna forma, criaturas marinas, y cuando se acercaban a la orilla del mar les invadía una excitación especial, intraducible; la cercanía del mar, con sus olas, sus quioscos, sus pulgas de playa, sus medusas varadas y agonizantes, se transformaba en ellas en esa porosidad y comunicación de los cuerpos que sólo pueden tener entre sí las mujeres que son amigas, y nunca los hombres… eran felices en la playa con sus gafas de sol inverosímiles, sus peines de plástico, sus jadeantes botes de bronceador; nada más llegar, se soltaban los tirantes del bañador, se embadurnaban unas a otras enérgicamente, gritando cuando un chorro de líquido helado se deslizaba por su espalda, y se tumbaban boca abajo con el torso desnudo, como enormes iguanas doradas y silenciosas… poco a poco, para no quemarse, iban exponiendo al sol sus pechos blanquísimos, hasta que todo su cuerpo adquiría un moreno satinado, oscuro y homogéneo…

a Jaime, como buen hombre del sur, la idea de pasarse horas y horas tostándose al sol, embadurnado de aceite de oliva y zumo de zanahoria, le parecía una estupidez incomprensible: él prefería acercarse al mar de una forma más ligera y despreocupada, sin bronceadores, sombrillas ni novelas de Patricia Highsmith; saltar directamente a las olas, nadar durante un buen rato y luego, conservando la frescura del mar sobre la piel, más como una metáfora que como algo real, vestirse y continuar el día en otra parte… era un buen nadador; para Beatriz, el mar era una especie de bañera cósmica en la que se desperezaba como una medusa; para Mencía, una orilla citerea de la que le gustaba surgir como una diosa, en un efecto escenográfico de luz, espuma y chorros de agua que no se cansaba de repetir; para Estrella, era la espuma que se enroscaba en sus muslos, mientras esperaba la pared vertical de una de esas olas enormes que le gustaba atravesar, ligera como un pez, para surgir luego al otro lado sonriente, tambaleándose y quitándose un alga brillante de los hombros; para Jaime, el mar era una vía de comunicación, un terreno azul que había que cruzar en línea recta, un camino que siempre llevaba a algún sitio… por eso, ante las protestas de Estrella, que con la solicitud del amor imaginaba que entre las olas podían aguardarle peligrosas sirenas, tiburones, pulpos gigantes, lo que solía hacer cuando bajaban a la playa, incluso en los días que el mar estaba picado, era lanzarse a las olas sin pensarlo mucho, e ir, nadando, hasta la isla de Fontibrol, en medio de la bahía de Países, y después de descansar allí un rato, volver, flotando como un pecio, hasta que las olas le atrapaban de nuevo entre sus dedos casi siempre musculosos y ágiles, y le empujaban fácilmente hasta la orilla… una vez allí, recibía con una sonrisa la salutación de Pedro («Cruzando el mar, Jaime, el animoso»), se dejaba caer exhausto en una de las toallas respirando con fuerza para recuperar el aliento —y por su parte, ya no quedaba absolutamente nada que hacer en el mar… el resto del día lo pasaban intentando huir del calor: era el calor, precisamente, quien aplastaba y empequeñecía el espacio del verano, quien prensaba el verde Espacio imaginado y lo convertía en un doloroso goteo de tiempo puro… llegaban a casa bastante tarde, del mar (gruñía Jaime) no quedaba otra cosa que la sal, porque ya estaban igual de sudorosos que antes de salir: se duchaban juntos, volvía el buen humor, generalmente Estrella se quejaba por algo que hacía Jaime, y exigía, como en esas tiernas y voluptuosas novelas inglesas del siglo XVIII, ser tratada con menos rudeza… no comían demasiado, y en verano casi siempre ensaladas, vegetales y fruta; también en esto había países diferentes: a Estrella le encantaban los tallos de apio con nata líquida, a Jaime, cualquier cosa, con tal de que estuviera rehogada con ajo… ya que no lo eran en casi ninguna otra cosa, se permitían ser exquisitos hasta lo sublime con el té; Estrella le había quitado a Jaime la extraordinaria idea de beber a todas horas té de jazmín, que a ella le parecía una bebida triste y deprimente, y solían tomar té de Assam orange pekoe, con leche, muy cargado… reservaban las primeras y ardientes horas de la tarde para leer, hablar y hacer el amor, casi siempre en ese orden: él o ella levantaban la vista de su libro, hacían una observación y empezaban a hablar, a medida que hablaban se acercaban el uno al otro y empezaban a besarse y a acariciarse hasta que Estrella exigía una pequeña tregua y él la esperaba hojeando distraídamente un número viejo de
Life
… a las seis o las siete, Jaime se deslizaba escaleras abajo, rumbo a la Biblioteca Nacional, siempre le parecía que era demasiado tarde: en esos días de verano, todo lo hacían demasiado tarde, se despertaban demasiado tarde, llegaban al mar cuando el sol estaba en lo alto y comían a horas intempestivas; les gustaba vivir así, siempre les parecía que era demasiado tarde para hacer el amor, pero lo hacían porque presentían que el amor se burla de los relojes, se acostaban demasiado tarde, en ese tierno y perfumado momento de la noche que precede a los levantes de la aurora, se besaban y charlaban abrazados hasta demasiado tarde, el tiempo huía por algún agujero oculto e invisible…

pero ¿de qué manera, haciendo qué cosas se iba el tiempo? agosto terminaba, y la tesis de Jaime apenas había avanzado; su novela
Dalila entre las sensaciones
languidecía, y en el país de Estrella apenas habían crecido unos cuantos robles poco inspirados…

—estoy harto de Países, dijo Jaime

—estoy harta de Países, dijo Estrella

—mañana es uno de septiembre

—sí

—tenemos pocos amigos

—¿por qué dices eso?

—no sé, pero tenemos pocos amigos

—estás loco, Jaime… conoces a medio Países… tienes amigos en la universidad, en el Abuelo del Mar, en la Sociedad Teosófica… hasta vas a una tertulia todas las semanas…

—no es una tertulia, es una Academia Literaria

—Jaime, no seas pedante

—conozco gente, es verdad, pero tengo pocos amigos

—estamos aburridos… estamos un poco aburridos… ¿estamos un poco aburridos?

—¿qué quieres decir? ¿el uno del otro?

—no… no sé… de la vida que llevamos

—¿tú estás aburrida de mí?

—no… a mí me gusta la vida que llevamos

—no sé, dijo Jaime con un suspiro… desde que terminamos la universidad, con Pedro y Jesús, por ejemplo, no hay nada nuevo, es lo mismo cada vez que nos vemos… creo que con el paso de los años nos hemos vuelto más fríos, no fríos entre nosotros, sino fríos en relación con el mundo y con lo que nos unía más

—los libros

—sí, los libros, o por decirlo de otro modo, un cierto sentido artístico…

—de la vida

—un cierto sentido artístico… con los años, las pasiones se convierten en trabajos y los trabajos en costumbres… escribíamos, ya casi no escribimos… hablábamos, ya casi no hablamos… lo cual es lógico, porque antes hablábamos de lo que escribíamos o de lo que íbamos a escribir… y si ya no escribimos, ¿de qué vamos a hablar?…

—estás triste… y decepcionado

—sí

—¿y qué pasa con la Academia de los Dormidos?

—la Academia de los Dormidos… creo que cualquier día de éstos voy a terminar con la Academia de los Dormidos… cuando venía Mencía era realmente divertido, entonces sí era divertido

—pero si tú no soportas a Mencía

—eso no es cierto… yo me llevo bien con todo el mundo… es ella la que no me soporta a mí… pero de cualquier modo, en los libros encontramos una especie de terreno neutral… que no es neutral en absoluto, por supuesto, pero que le permite a ella ser brillante y a mí dejarme iluminar gustosamente con esa brillantez…

—no entiendo por qué os lleváis mal

—Mencía está loca

—en el fondo creo que los dos sois idénticos

se había hecho de noche; Jaime estiró un brazo y encendió una lámpara, una de esas pequeñas lámparas de pantalla de papel, que se tambaleó y cayó al suelo; y quedó así, caída y radiante como una luciérnaga…

—estás cansado… llevamos todo el verano metidos en Países y pasando calor… ya no te divierte ir a la Biblioteca Nacional

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