otro episodio de la naturaleza: una flauta y un oboe empiezan a cantar dos melodías en un contrapunto lánguido y caprichoso que se desliza a través de
fa menor
hasta
sol sostenido menor
, donde el oboe entona un motivo funeral, resuelto maravillosamente por la flauta en la tonalidad de
mi
—y es entonces cuando aparecen en el flautín, oscilando como un rayo de luz entre
mi mayor
y
mi menor
, las delicadas tracerías que tanto gustaban a Block… el movimiento de las copas de los árboles hace ondular las columnas de luz,
mi mayor-menor
se convierte en
do
menor
, y luego en
fa menor
(otro rápido cambio de luz: es la brisa, que arrastra las nubes por encima de las copas de los árboles): el oboe, como un heraldo triste, anuncia de nuevo el motivo funeral… parece que la música del bosque conoce ya toda la historia, desde mucho antes de que suceda:
el flautín desliza un último rayo de luz pálida, y entonces la contralto comienza a cantar:
«Beim Weidenbaum, im hühlen Tann, da flattern die Dohlen und Raben…»
éste era el comienzo de
Das Klagende Lied
, la obrita juvenil de Mahler que tanto gustaba a Block, y cuya partitura compró y estuvo luego hojeando sentado en un banco del Stadtpark la tarde que se marchaba de Viena… la música de
Das Klagende Lied
no es especialmente vienesa, pero en la imaginación de Block, todo ese ajedrezado de melodías tristes y sensuales, de
ländler
aldeanos y fanfarrias románticas
eran
Viena, quizá no la «Viena terrena» (digámoslo así), pero sí la «Viena celeste», su «Viena interior», y le resultaba por eso especialmente placentero estar allí sentado en el Stadtpark tomando el sol y leyendo la partitura, mientras las palomas de Viena bajaban planeando y se ponían a caminar por allí cerca de sus pies entrecruzados, como esperando que les echase migas de pan…
después de inventar alguna excusa para quitarse de encima a Carlota, algo por el estilo de ir a recoger su viola del
luthier
o comprar una caja de fruta confitada para el viaje, Block pasó su última tarde en Viena paseando a solas por la ciudad y despidiéndose silenciosamente de los palacios y los parques… era una hermosa tarde de verano, especialmente cálida y perfumada —las cigüeñas todavía planeaban alrededor de la torre de la catedral… en el tranquilo cielo del oeste brillaban constelaciones benignas, y el sol iluminaba el final de una hermosa época del mundo…
bajo los vuelos de las cigüeñas y los planetas pálidos de Viena, bajo las torres de bronce y los campanarios dorados, sentía el correr de los años, el viento de la vida, la música del tiempo… no sólo se despedía de Viena; el crepúsculo orquestal que llenaba de rojo y rosa la parte oriental de la bóveda se llevaba también años felices, ocasiones perdidas… había llegado a Viena huyendo, hacía casi dos años, y luego se había visto atrapado allí sin desearlo: el carácter excéntrico de algún miembro de su familia, un bolsillo vacío en el peor momento y sobre todo un alce devorado por un oso gris en medio de un lejano bosque oriental (si es que todavía es posible explicar la historia a través de la heráldica tal como se hacía en tiempos de Shakespeare) le habían confinado en la Viena gris y nevada de finales del invierno, y por esta causa nunca había sentido simpatía por esa ciudad que el destino le había impuesto —no había deseado amar en Viena, no había deseado ser feliz en Viena… ahora, caminar en soledad por las calles como un turista desocupado, le producía un deleite extraño y amargo… siempre se ama lo que se pierde; las campanas de los campanarios parecían bajar rodando del cielo un mensaje de adiós; las palomas levantaban el vuelo a su paso y se perdían en la inmensidad rosada, una inmensidad como el amor… cómo veía ahora los palacios y los parques de Viena, qué fácil era pasear por sus calles bulliciosas y alegres: cada nenúfar tenía su flor entreabierta, cada fuente tenía su nenúfar, cada glorieta tenía su fuente, bajo la sombra de los castaños gigantes…
«Ade! du muntre, du fröliche Stadt, ade! / Ade, ihr Baüme, ihr Garten so grün, ade!»
¡adiós! decía el poema de Rellstab, «tú nunca me habrás visto tan triste», y sin embargo, ¿por qué era tan alegre la música? ¡adiós! gritaba la alondra sobre las mieses, y luego sobre la casa en construcción, con su arbolito en el último piso, frente a la cual Schubert y sus amigos cantaban una serenata; ¡adiós! cantaban las cigüeñas de Viena, sobre los tejados y las veletas doradas, ¡adiós! tocaban las campanas ¡adiós!… caminando sin cesar, entró en Breitkopf & Hartel y compró la partitura de bolsillo de
Das Klagende Lied
, donde estaba encerrada para siempre esa Viena feliz de húsares, valses, cacerías y oropéndolas volando sobre el claro donde juegan las liebres… una melodía de la flauta
piccolo
, sobre las líneas verticales de las violas y clarinetes, era para él los rayos del sol filtrándose a través de la cortina vegetal del bosque:
se acercaba la noche, y comenzaba a invadirle el nerviosismo y la excitación del viaje… todo el día llevaba una idea rondándole la cabeza: ¿sabía Carlota que se iba de Viena esa misma noche? durante los días anteriores se lo había insinuado un par de veces, pero ella no le había creído, o había aparentado no creerle… esa misma mañana se lo había dicho de nuevo, cuando ella estaba todavía medio dormida y cubierta hasta las cejas con su gran edredón color arándano, y ella le había contestado con un débil «sí, sí, querido, de acuerdo» que no sabía muy bien cómo interpretar… el resto del día apenas se habían visto… esa semana les tocaba cocinar a Danielle y a Christian, y como era habitual la dieta se había reducido a té, pan moreno,
spaghetti
y queso de especias para untar: Block apenas había comido, porque los viajes le quitaban el apetito, y Carlota, que estaba haciendo un régimen de adelgazamiento a base de algas, ni siquiera apareció por la cocina… por la tarde los demás tenían ensayo, y Block se había quedado en casa haciendo la maleta… tardó casi dos horas en llenarla, y por muchas combinaciones y distribuciones que intentó, al final tuvo que resignarse a dejar fuera, entre otras cosas, unos pantalones de
crocket
que no pensaba volver a ponerse, una original manta de viaje con bolsillos, tres cojines de terciopelo con bordados de tigres y mariposas y un kinetoscopio que hubiera hecho la felicidad de cualquier museo de juguetes —además de camisas, chalecos, una bufanda de
tweed
y algunos libros… aun después de renunciar a todos estos objetos, por demás preciosos (después de unos minutos de duda había decidido dejar fuera un par de anodinos zapatos de charol y volver a meter el kinetoscopio), parecía imposible que la maleta pudiera cerrarse, pero después de un ligero forcejeo, las piezas de latón encajaron con un alegre clic, las correas se aseguraron a la hebilla y la diminuta llave (que a Block le aterrorizaba perder) giró en la cerradura con un carraspeo convincente… si a la maleta cerrada sobre la cama (una enorme maleta de piel, estilo Transiberiano, de las que había comprado su madre en París) añadimos una bolsa de viaje también bastante llena y el estuche azul de la viola (apoyado al pie de la cama) tendremos una visión completa del equipaje de Block…
la tarde parecía infinita, interminable: cansado de andar, se había sentado en un banco del Stadtpark, y había estado hojeando la partitura de
Das Klagende Lied
hasta que el revoloteo de las palomas cerca de sus pies le sacó de su abstracción… le gustaba mucho el Stadtpark, aunque su forma melodiosa y narrativa nada tenía que ver, claro está, con
Das Klagende Lied
… en el Stadtpark había una alegría bulliciosa y contenida, y todo estaba en él dedicado, casi obscenamente dedicado, a Johann Strauss… incluso la estatua de Strauss que estaba en el centro del parque era algo obscena, con ese arco de rosas y ángeles de piedra rodeando al héroe, y ese coro de jóvenes desnudos de ambos sexos, que se entrelazan lánguidamente para reverenciar su violín fálico y triunfal… el Ring, en cambio, tenía una música circular y grandiosa —cuando cruzaban nubes sobre el Belvedere, se oía música de Bruckner…
de pronto deseó que su vida tuviera la sencillez y la hermosura de la música de
Das Klagende Lied
, que una melodía expresara cada cosa, cada sentimiento, cada momento del tiempo… en
Das Klagende Lied
, la luz del sol era una oscilación entre mi mayor y mi menor, el fondo del bosque era un violonchelo tocando un
do
en la región más grave, el dolor
(ah, leide!),
una escala de la menor, que descendía desde un
la
triste en la altura hasta un la definitivo y melancólico… la angustia de las palabras de la soprano cuando cantaba «oh, hermano, querido hermano mío», se resolvía maravillosamente en una extraña melodía que cambiaba de compás según la respiración afanosa de un pecho agitado:
todo tenía su melodía en la música del mundo, la vida tenía su melodía y también era una melodía la muerte… sí, parecía sencillo… esa tarde, por ejemplo, al mirar el sol del atardecer sobre los tejados de Viena, había pensado: «y el sol iluminaba el final de una hermosa época del mundo», y, de forma inexplicable, se le habían llenado los ojos de lágrimas… la frase tenía su propia música, su movimiento propio de belleza, su propio sentido dentro de la obra de arte de su vida, pero ¿cómo expresarlo con una melodía? imaginaba algo así: